Barquito 21
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por barquito.
Feliz y ahíta como una gata, recuperada mi elasticidad por las clases de yoga y especialmente por las que me daba Lizy en privado, en mi cuerpo pero especialmente en mi mente, rebrotaron como yemas de nacientes capullos aquella gula insaciable por las mujeres y un afán casi perverso por poseerlas.
Alentada por Arturo, confidente de mis más oscuras fantasías, había fijado mi atención en una mujer con la que hacíamos ejercicios conjuntos a modo de espejo; viuda a los treinta y siete años, trabajaba como traductora de inglés y el escribir a máquina, habitualmente mal sentada, le provocaba dolores lumbares que remediaba en parte con el yoga.
En esas confesiones a las que somos tan afectas las mujeres por creer que un código de confidencialidad nos hace unirnos y no divulgar nuestros secretos por viles que estos sean, Silvia no disimulaba los angustiosos cosquilleos que la viudez ponía en su vientre desde hacía más de dos años, pero coincidía conmigo en que no era necesario entregarse a cualquier hombre sólo para solucionar lo que podía hacerse con las manos. El bichito perverso que siempre rondaba mi mente y que nunca había envejecido, me hizo lucubrar idea locas con respecto a esa mujercita que, físicamente, me recordaba a Gigi, una ex compañera de la secundaría con la que sostuviera mis primeros escarceos lésbicos.
Cuando jocosamente, la rubiecita hizo referencia a cuanto la sobre excitaba ese ejercicio en el que, abiertas lateralmente de piernas, sosteníamos la posición con las manos en las puntas de los pies e inclinábamos el torso hasta que los pechos tocaban el piso, por lo que el sexo era duramente estregado contra la colchoneta, tuve que admitir que a mí no sólo me calentaba sino que en oportunidades me hacía mojar.
Casi como en una inmolación que nos satisfacía, sentadas frente a frente, con los ojos clavados lúbricamente en los de la otra y ante la mirada burlonamente cómplice de Lizy quien sabía que sensaciones provocaba el ejercicio, nos agotábamos en la repetición de la posición hasta que una de nosotras se consagraba jocosamente ganadora al expresar su eyaculación. Esas competencias nos divertían pero a la vez nos aproximaba en esa hermandad de mujeres sin hombre.
Cierto día en que habíamos ido a tomar un café al salir de la clase y como yo le manifestara que padecía de distintos dolores en el cuerpo a pesar de la gimnasia, Silvia me explicó que hacía una terapia energética con imanes que, justamente, servían para calmar dolores equilibrando magnéticamente al cuerpo e invitándome a acompañarla a su casa para darme un juego.
En ese momento y seducida por estar a solas con esa mujer a la ya deseaba desde lo más profundo de mis entrañas, acepté con entusiasmo el ofrecimiento. Sentadas lado a lado en un sillón y luego que me diera los objetos junto con una fotocopia de cómo usarlos, inventé que gran parte de mi cansancio era debido a la falta de descanso por un sueño recurrente en el que mantenía relaciones sexuales con una mujer de la que nunca conseguía observar el rostro pero que me dejaba tan exhaustamente satisfecha que amanecía con la entrepierna mojada.
Cuando terminé de relatarle hasta los más nimios detalles de esa pesadilla, fingí que una acongojada vergüenza cortaba mi voz en un sollozo y Silvia me cobijó cariñosamente entre sus brazos, tratando de calmarme. Conseguido mi objetivo, simulé haber recuperado casi totalmente el control de mis acciones y sólo un ocasional hipar interrumpía los suspiros de mi pecho. Mimosa, me arrellané en el asiento y me dejé estar mansamente en los brazos de la mujer. Alzando los ojos, los clavé fijamente en los de Silvia transmitiéndole tanta angustia acumulada que, en forma milagrosa y misteriosa, como si un algo cósmicamente inasible invadiera nuestros cuerpos y mentes, permanecimos hipnóticamente paralizadas, sumidas mutuamente en las pupilas de la otra.
De ella se desprendía un aroma embriagador, resultado de delicados perfumes con la propia salvajina epidérmica del cuerpo y de su boca surgía un vaho ardoroso y fragante de aliento todavía juvenil. Con los ojos dilatados en una indefinible expresión de espanto y deseo, como remisa y temerosa pero sin poder resistirlo, acerqué lentamente mi cara a la de Silvia y cuando los labios se rozaron tenuemente, ambas experimentamos la misma impresión de habernos atravesado un rayo.
Fue como si un manto de dulzura se extendiera sobre nosotras. Una paz interior inexplicable, una mística profunda hacía que los labios se buscaran y, como en ralentti, las pieles apenas se tocaran con una levedad que nos sumía cada vez más en una ensoñación arrebatadora de la que nos era imposible salir. Las manos acariciaban rostros y cabellos con tal ternura que potenciaban el deseo que lentamente nos iba consumiendo. Ya los labios se sumían en suaves succiones que se prolongaban cada vez más e, inconscientemente, las lenguas buscaban con húmeda insistencia a su par. Los alientos cálidos se tornaban pesados y las fragancias que emanábamos nos excitaban, conmovidas ya por los hondos gemidos que poblaban nuestros pechos.
Como poseídas de una sed insaciable, las bocas se unían y separaban en sonoros chasquidos y las lenguas ahora se buscaban como enemigas para enzarzarse en húmedos combates de espesas salivas, pero sin apuros que perturbaran ese placer de descubrirnos una a la otra y de saborear la dulce entrega de las dos, inmersas en un efervescente festival de emociones inéditas.
Ronroneando suavemente, dejamos que las manos actuaran por sí solas y mientras yo despojaba a tientas a Silvia de sus ropas, esta había alzado la delgada remera e iba acariciando mis pechos temblorosos sin sujeción alguna, solazándose con mis estremecimientos gozosos ante los delicados rasguños a la arenosa superficie de las aureolas o a la sañuda y cariñosa presión a los pezones.
Como en un sueño, ya había sentido la eyaculación de mis fluidos sólo besándonos y ahora recibí con agradecimiento la boca tierna de Silvia que se deslizó lentamente por mi cuello hasta las colinas del pecho y trepando por los senos, estregó su lengua endurecida sobre la aureola, rodeando con gula al inflamado pezón, chupándolo tenuemente mientras los dientes lo aprisionaban para mordisquearlo con tierna saña pero sin lastimarlo. La mano derecha se había apoderado del otro pecho y en consonancia con la boca, los dedos retorcieron al pezón mientras las afiladas uñas se clavaban en él.
Al tiempo que me chupaba las tetas, Silvia temblaba por la excitación nerviosa de esa relación no premeditada pero deseada por ambas y para terminar de enloquecerla, mi mano izquierda se deslizó por su vientre y, rascando tenuemente al Monte de Venus, corrió a lo largo de la vulva para que dos dedos se escurrieron hacia el húmedo interior en tierna masturbación.
De alguna manera misteriosa e inconsciente, la ropa había desaparecido de nuestros cuerpos y, haciendo ondular el suyo, Silvia se aferraba con ambas manos al brazo del sillón y gimiendo fuertemente, me suplicó con groseras palabras que la hiciera llegar al orgasmo con la boca. Viendo su desesperación, la acosté sobre los almohadones y colocándome invertida sobre ella, dejé ver el espectáculo de mi sexo cuidadosamente depilado, hinchado y floreciente en una pulsación que lo dilataba, descubriendo la abundancia rosada de sus pliegues internos.
Mi lengua escarbó con urgencia sobre los labios mojados por los jugos y separándolos con dos dedos, hurgué entre los pliegues interiores hasta llegar a la pulida superficie donde la afilada punta se regodeó en las gruesas crestas de la vagina. Luego ascendió hasta el diminuto agujero del meato que demostró poseer una sensibilidad nada común y finalmente, se alojó sobre el arrugado capuchón del clítoris, fustigando la punta hasta que la blanquecina punta del glande se dejó ver.
Encerrando al prieto tubo de carne entre mis labios, lo chupé fuertemente y, mientras los dientes lo mordisqueaban con premura tirando de él hacia fuera dos dedos aventureros invadieron la vagina. Allí, en vigoroso vaivén, rascaron y escudriñaron con aviesa maldad sobre las espesas mucosas del canal vaginal hasta que respondiendo a los angustiosos reclamos por mayor satisfacción de Silvia, cuatro dedos ahusados la penetraron con la misma contundencia de un pene y la llevaron a alcanzar el más feliz y consciente de los orgasmos.
Ante la figura deliciosa de esa mujer todavía joven que se agitaba en los remezones de sus contracciones uterinas, me sentí renacer, como si el saborear otra vez los jugos de una mujer me hubiese proporcionado un elixir reconfortante rejuveneciéndome.
Acostándome de lado y sobre su cuerpo, fui sobando uno a uno los músculos del bajo vientre y presionando el abdomen, la induje a profundizar la hondura de su respiración; cuando ya Silvia jadeaba abiertamente, las manos se dedicaron a estrujar la exaltada carne de los senos para luego concentrarse en las aureolas con el raer de las uñas. Silvia ondulaba su cuerpo agitando la pelvis con premura en un simulacro de histérico coito cuando mis dedos ciñeron sus pezones e iniciaron una suave torsión conforme me exaltaba.
Mi boca se enseñoreó en el vientre y la lengua fue deslizándose en círculos sobre él, sorbiendo el sudor acumulado entre las oquedades para abrevar en el diminuto lago formado en el ombligo. Sádicamente, fui incrementando el retorcimiento y la presión de las uñas en la carne hasta que, crispada por la angustia, Silvia prorrumpió con francos sollozos de pasión en un estrepitoso estallido del goce más profundo para luego derrumbarse desmadejada como si el alivio de su torrente vaginal la hubiera alcanzado nuevamente.
Ofrendando mis labios al beso de la viudita que aun acezaba fuertemente entre los dientes apretados mientras susurraba su contento por esas eyaculaciones después de tanto tiempo sin sexo alguno, encendida como hacía tiempo no lo estaba, hice que mi lengua saliera de entre los labios y escarbé delicadamente las encías de Silvia, lo que instaló unas cosquillas profundas que ,e trasmitieron un fuerte escozor a los riñones. Inconscientemente su cuerpo se arqueó, rozando mis carnes ardientes y conmovida por ese contacto, dejé que mis manos buscaran sus nalgas atrayéndola fuertemente contra mí. Nuestros labios se unieron en dulcísimos besos de fogosa pasión y pronto estábamos estrechadas en apretados abrazos mientras respirábamos ruidosamente por las narinas dilatadas y las manos no se daban abasto para recorrer las carnes con histérica urgencia.
Los suaves dedos de Silvia, de cortas y afiladas uñas, comenzaron a deslizarse sobre todo mi cuerpo rozándolo apenas con mínimos rasguños. La suavidad de la caricia predisponía gratamente mi piel, haciendo que el cuerpo se agitara con beneplácito pero cuando rozaba ciertas partes, como aureolas, pezones, ombligo o la entrepierna, una descarga punzante me penetraba por la columna explotando en mi nuca.
Hacía tiempo que no experimentaba esa sensación y un tropel de caballos salvajes parecíeron habitar mi cuerpo, que se arqueaba y ondulaba violentamente estremecido por el placer. Acompañando ese frenesí, Silvia acrecentó el rasguño de los filos en rojizos surcos ardientes y cuando estallé en reprimidos aullidos de goce, fue penetrando lentamente el sexo. La aspereza de las uñas contra las carnes de la vulva puso un ronco bramido de gozoso asentimiento en mi boca y, al tiempo que la mano iniciaba un rítmico vaivén sobre la entrada a la vagina, me di envión con los brazos para acrecentar el ríspido roce.
Cuando la mujer devenida en lésbica practicante fue penetrándome con tres dedos, creí enloquecer de placer y poniendo todo el peso de mi cuerpo en las piernas, me arquee y corcovee con violencia hasta que la fuerza de un nuevo orgasmo me alcanzó, derrumbándome desmayadamente entre violentos espasmos vaginales y agónicos estertores de mi garganta reseca por la pasión.
Todavía yacía crispada balbuceando entrecortadas frases de complacencia mientras mis ojos se encharcaban con lágrimas de agradecimiento, cuando la boca de Silvia se asentó en la apertura dilatada de la vagina sorbiendo con sus labios la húmeda manifestación de la eyaculación. La punta engarfiada de la lengua envarada penetró tan hondo como pudo y rastrilló las febriles carnes que, en un reflejo animal, se contraían y dilataban en lento movimiento de sístole-diástole expulsando los restos de mis aromáticos jugos uterinos.
Luego la lengua volvió a recorrer los mojados pliegues hinchados por la inflamación mientras los dedos abrían esas retorcidas aletas carnosas que se mostraban dilatadas e hinchadas hasta la desmesura y la punta afilada las excitó en lenta maceración, recorriendo curiosa las nacaradas carnes del fondo, agitándose vibrátil sobre la suave depresión de la uretra y escaramuceaba en la escondida cabeza del clítoris.
Otra vez mis gemidos ansiosos pusieron de manifiesto mi excitación y entonces Silvia se arrodilló junto a mi torso hundiendo la boca entre mis labios jadeantes y al sentir el gusto de mi propio sexo, me aferré a su nuca para profundizar el beso. Girando casi imperceptiblemente, la joven viuda se colocó invertida sobre mí y animándome lascivamente a que le hiciera sexo oral, comenzó a deslizar su boca por el cuello, lamió con gula las colinas de los senos y se agitó tremolante sobre el promontorio de las aureolas. Simultáneamente una mano sobó suavemente las carnes y los dedos aprisionaron dulcemente al pezón que, ante ese estímulo volvió a erguirse.
Ya de nuevo excitada, yo había seguido el consejo de Silvia y la boca experta en tantos encuentros sexuales repetía los movimientos de ella. La tersura de la piel y el tibio calor que emanaba me hacían experimentar cosas inimaginadas. El fondo del vientre borbotaba como un caldero hirviente y una inexplicable sensación de vacío se instalaba en mi pecho. Cuando la boca se asentó sobre los sólidos senos que oscilaban frente a mi cara, supe que me aprestaba a vivir algo maravilloso y terrible. Golosa y angurrienta, mi boca se abrió para engullir literalmente la dilatada aureola rosada y un saber primitivo me llevó a chupar y estrujar entre mis labios esa excitante superficie y la lengua se acopló a esa tarea tremolando ávidamente sobre el grueso pezón.
Sin prisa, con lentitud exasperante, disfrutando mutuamente de un goce inefable, durante largo rato nos enfrascamos en la hipnótica tarea de sobar, lamer, estrujar, chupar y mordisquear los pechos. Una mano mía había abandonado las tetas y tras rascar sobre los músculos del vientre, hurgaba en la prominencia del Monte de Venus recorriéndola hasta más allá de la vagina, acariciando el perineo y excitando tiernamente los fruncidos esfínteres del ano.
Aquello provocaba un fuerte escozor en los riñones y nuca de Silvia que había comenzado involuntariamente un suave menear de la pelvis y recibió alborozada el contacto de mis dedos sobre los labios exteriores de la vulva que ya había incrementado su volumen. Muy lentamente, yo había ido desplazando mi boca para recorrer aviesamente el transpirado surco del vientre y, traspasado el ombligo, abrevaba reiteradamente en las canaletas de las ingles para luego escarbar la alfombrita y recalar finalmente en la caperuza que protegía al clítoris.
Las sensaciones de placer eran tan intensas que Silvia había cerrado los ojos para disfrutarlas profundamente, pero un algo instintivo la llevó a abrirlos para encontrar frente a ellos mi entrepierna. Un aroma agridulce que conocía pero al mismo tiempo ignoraba hirió su olfato y aquello, sumado a lo que mi boca ejecutaba en su sexo, la obligó a acercar la boca a aquellos pliegues ennegrecidos por la afluencia de sangre y la lengua rozó tímidamente la barnizada superficie.
El sabor la enajenó y sus dedos abrieron mos carnes y ante sus ojos se abrió nuevamente un espectáculo profundamente excitante y maravilloso. Los hinchados labios externos de mi vulva pulsaban dilatados y en esa maleabilidad, dejaban expuesta una masa interna de arrugadas filigranas carneas.
Las moradas tonalidades de sus bordes retorcidos se transformaban en rosadas para luego adquirir el nacarado tornasol del óvalo que cobijaba el orificio de la uretra y en la parte inferior, finas crestas daban reparo al agujero de la vagina que le ofrecía la oscura tentación de su cavidad. La lengua tremolante recorrió esos pliegues mojados por los jugos que rezumaban desde la vagina y su sabor la extravió. Alternándolo con el chupetear de los labios, se sumergió en un ofuscamiento de sensaciones encontradas, ya que yo sometía su sexo a parecida operación y el deseo de ser poseída se enfrentaba a un deseo desconocido de someterme virilmente.
Ante esas recíprocas sensaciones, yo había unido mis dedos en forma de gancho ahusado y, sin dejar de abrevar con la boca en la triangular erección del clítoris, fui introduciéndolos lentamente, entrando y saliendo con morosidad, pero cada vez un poco más adentro la fálica agudeza de los dedos.
Su consistencia y el arte intuitivo con que le imprimía un movimiento socavante haciendo que los dedos rozaran intensamente hasta los rincones más remotos del canal vaginal, provocaban que Silvia ondulara sus caderas para adecuarlas al vaivén del coito mientras su boca se hundía con desesperación en mi sexo.
Convencida del placer que le estaba proporcionando y satisfecha por lo que realizaba en mi sexo, intensifiqué el vaivén rotativo de la mano, hundiéndola hasta que los esfínteres de la vagina le cerraron el paso a los nudillos. Una sensación desconocida de dolor-goce enloquecía a Silvia y mientras impulsaba fuertemente la pelvis al encuentro de esa mano que la martirizaba, su boca se adueño de mi desmesurado clítoris, haciendo que los labios succionaran con fiereza y los dientes lo mordisquearan casi con saña. Su espesa saliva se entremezclaba con los cálidos jugos que manaban del sexo mientras fragantes vaharadas de flatulencias vaginales saturaban su olfato y así, en medio de los sonoros chupeteos y el ronco bramar de su garganta, hundió dos dedos en mi vagina sometiéndola a un desenfrenado vaivén copulatorio.
Yo había clavado mis dientes sobre la colina del Monte de Venus y en tanto una mano penetraba salvajemente al sexo, la otra se deslizó por debajo de las nalgas. Rebuscando en medio de la hendidura colmada de líquidos que fluían de la vagina, hallé la fruncida entrada al ano y no un solo dedo sino dos fueron penetrándola despaciosamente. Tras la protesta quejumbrosa por la sodomía y sintiendo como Silvia parecía querer devorar mi sexo para acallar el doloroso placer, retorcí rudamente mis dedos en la vagina, provocándole tal grado de satisfacción que abriendo aun más sus piernas para facilitar el trabajo de mi boca, comenzó la eyaculación de un orgasmo lento y profundo.
Yo estaba lejos de llegar a esa situación pero era tanta la satisfacción que el orgasmo de ella me proporcionaba, involucrándome en un vendaval de sensaciones encontradas que, sin dejar de penetrarla con los dedos, recibí con delectación la abundancia de las mucosas que útero y vagina derramaron en mi boca. En medio de gritos y rugidos, nos revolcamos sobre el sillón con manos y bocas en un siniestro juego sexual hasta que el agotamiento pudo más y así, estrechamente abrazadas, fuimos cayendo en un letargo del que saldríamos fortalecidas rato después, con la revelación de que, aun con casi veinte años de diferencia, podíamos satisfacernos recíprocamente en tal alto grado que compensaríamos nuestros años de abstinencia.
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