BARQUITO 22
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por barquito.
Justamente, en esas confidencias que se dan entre peluquera y clienta casi como si esta fuera una psicóloga casera, me había enterado que Sandra incrementaba sus ingresos atendiendo a domicilio ciertas clientas que conseguía desviar del salón. Como la joven me explicara las dificultades económicas que vivía desde que su marido vivía una enfermedad invalidante visual y considerando que no estaba obligada a guardar lealtad al dueño del local, pensamos en favorecer a la muchacha beneficiándome yo, ya que suponía que por su histérica alegría nerviosa, Sandra debía de experimentar los mismos inconvenientes de abstinencia y, un oscuro propósito que ambulaba en nuestras mentes, nos instó a que la llamara al celular para que el próximo sábado concurriera a casa.
Sandra era una deliciosa morochita de cuerpo exuberante y, considerando la diferencia de edades y contextura física, me preparé esmeradamente para recibirla. Oliendo a fresco por una loción evanescente que vigorizaba y elastizaba mi piel, vistiendo sólo un sencillo vestido portafolio sin ninguna prenda interior, a las tres en punto de la tarde abría la puerta del living para dar paso a la muchacha y diciéndole que dejara su maletín sobre el sillón porque tenía una sorpresa que darle, la conduje a mi dormitorio.
Inconscientemente utilicé una técnica similar a la de la chiquilina tantos años atrás; entregándole un pequeño paquete envuelto lujosamente para regalo, vi como la sorprendida muchacha lo deshacía para sacar de él un juego de lencería de encaje deliciosamente trabajado. Azorada por el alto valor de las prendas, las sostenía entre sus manos que temblaban por el nerviosismo de ese inesperado homenaje de una cliente cuando, paradas frente a la cama, me acerqué y tomé su hermosa carita entre mis manos para demostrarle qué tipo de agradecimiento esperaba, haciendo que la punta de mi lengua humedecida estimulara suavemente sus labios entreabiertos.
En realidad, ella parecía no haber evaluado que su situación matrimonial pudiera haber incubado una necesidad animal de sus más oscuros deseos y que recién cobraba sentido para ella ante mi actitud agresiva pero algún resabio de recato le impedía darle expansión y menos conmigo, una cliente a quien sólo conocía superficialmente, ofreciéndome entonces una resistencia casi primitiva a esa relación antinatural.
Empujándome con los brazos para desasir de los míos respirando en pequeños jadeos, dejó escapar una susurrada negativa junto al ardiente vaho de su aliento fragante que pareció motivarme y agregué a la danza de la lengua el auxilio de mis labios en leves chupeteos a los suyos.
Aun rebelándose de hecho y de palabra intentando sin demasiada convicción desasirse de mí, fue dejándose estar mientras me musitaba que jamás había tenido relaciones con una mujer y que yo le hacía experimentar sensaciones que, en sucesivas y ardorosas oleadas semejaban consumirla como las llamas de una hoguera e indecisos, inconscientemente, sus labios se movieron en procura de concretar el beso.
Mientras nuestras bocas se unían angurrientas degustando las salivas dulcemente perfumadas de la pasión, mis manos no permanecieron ociosas y, desatando el moño del vestido lo deslizaron para que cayera a lo largo del cuerpo hasta los pies.
Totalmente desnuda, fui despojándola a tientas de la blusa y la corta falda sin dejar de libar en su boca, escurriendo las manos a lo largo del cuerpo estremecido de la muchacha para luego asir sus poderosas nalgas y atraerla hasta que nuestros cuerpos se rozaron, tras lo cual inicié un leve movimiento ondulatorio restregándome contra ella y Sandra no pudo reprimir un incontrolable sollozo mezcla de miedo y deseo, aferrándose desesperadamente a mí para copiar un bamboleo en lasciva imitación a un coito mientras le desabrochaba el corpiño.
Las dos respirábamos afanosamente a través de nuestras narinas dilatadas y sumábamos a los besos y lengüetazos, ininteligibles palabras de apasionado erotismo. Sin que Sandra cobrara conciencia, fui conduciéndola lentamente hacia la cama y cuando sus piernas chocaron contra el borde doblegando sus rodillas, la sostuve suavemente hasta que hice descansar su cuerpo sobre las sábanas.
Abandonando su boca, me deslicé hacia la entrepierna y abriéndole las piernas que mantenía apoyadas en el piso, me acuclillé frente a ella para llevar la lengua a escarbar sobre el refuerzo de la bombacha oscurecido por la húmeda exudación de sus jugos íntimos. Al parecer, eso fue de su agrado y no me contenté con los fuertes lengüeteos sino que mis labios tomaron la tela para exprimir entre ellos los olorosos líquidos en tanto que un dedo diplomático se deslizaba por debajo de la tela para investigar curioso a lo largo del sexo.
La experiencia sexual de mujer casada no impidió que Sandra se agitara temblorosamente febril ante esa situación inédita y aun murmurándome que no era una tortillera y que no me aprovechara de su condición para abusar de ella, no pude evitar sentir que un cosquilleo la hacía estremecer, al tiempo que murmuraba incoherencias mientras proyectaba instintivamente su cuerpo contra la boca.
Haciéndome cargo de su agitación, le quité la trusa humedecida, me acomodé sobre ella tomándola por la nuca para luego acercar nuestras caras para ver como el ansia colocaba una emocionada expectativa en ella que observaba subyugada como mi rostro envejecido se aproximaba y los labios se aprestaban a besarla.
La respiración entrecortada me hacía dilatar las aletas de la nariz en sonoro resuello y mi lengua buscó afanosa el contacto con su boca. El sabor inaugural de su propio sexo pareció actuar como un bálsamo en Sandra y sus labios aceleraron el encuentro con los míos. Ensambladas con mecánica precisión, las bocas semejaron disolverse una en la otra en una unión que nos fusionaba y, en tanto ella asía con desesperación mi cabeza, deslicé la otra mano a lo largo del vientre escarbando en un mínimo vellón oscuro y luego se adentró en la húmeda hendidura.
Patinando sobre la mucosa que bañaba la superficie del fondo, comprobé con un dedo la inflamación de los festoneados labios que la cubrían, estimulé levemente el pequeño agujero del meato en mi camino hacia abajo donde, tras acariciar circularmente los tejidos que rodeaban la entrada a la vagina, penetré delicadamente para enfrentar la estrechez de los músculos que me cerraban el paso.
La tensión en la muchacha evidenciaba su agitación ante el accionar del dedo y, entonces, multiplicando la ternura de mis besos y lengüeteos, hundí decididamente todo el dedo. Me sorprendió el calor de las carnes que lo oprimían como a un intruso pero, haciendo caso omiso, busqué en la cara anterior con la yema la ubicación de aquella rugosidad que encendería la excitación. El canal vaginal poseía una honda concavidad superior y allí, muy próximo a la entrada, descubrí una leve hinchazón. Resbalando contra el flujo que la tapizaba, inicié un tenue movimiento circular y en tanto que Sandra gemía guturalmente en mi boca, comprobé como la afluencia sanguínea la hacía dilatarse.
Ella meneaba instintivamente la pelvis y retiré el dedo para aplicarlo junto con el índice a la misma acción sobre la capucha arrugada del clítoris, encontrándolo ya erecto y expectante. Restregando al hinchado tubito carneo, observé la rubicunda urticaria que cubría el pecho y parte de los morenos senos y, sin dejar de someter al pequeño pene, escurrí la boca por el cuello tensionado de Sandra para recorrer morosamente el salpullido y los labios encontraron destino en las colinas temblorosas de los senos.
Alternativamente, lengua y labios deambularon sobre las carnes, lamiendo, besando y chupeteándolas mientras ascendía hacia los vértices. Las aureolas me ofrecían un ligero granulado y la lengua vibrante escarbó sobre ellas preparando el terreno para el asalto a los pezones que, maduros y alzados, aguardaban ese momento. Afilando la punta, azucé delicadamente su flexibilidad y sintiendo la conmoción que provocaba en la chica, convertí a la caricia en ágil tremolar para fustigarlos duramente.
El trabajo combinado de los dedos y la boca debieron instalar en el cuerpo de Sandra unas ansias locas por ver satisfecha esa sensación urticante que yo sabía nacía del sexo y se instalaría definitivamente en sus entrañas. El goce le hizo entrecerrar los ojos y, enviando sus manos para acariciar mi cabeza, enhebró palabras de aliento suplicándome que descendiera hacia su sexo.
Mi boca golosa se deslizó por el esternón para adentrarse en el surco que dividía su abdomen enjugando con labios y lengua la fina transpiración que se acumulaba en él. Llegados al ombligo, sorbieron su interior y en tanto que los dedos abandonaban el clítoris para desandar el camino e introducirse nuevamente en la vagina, iniciaron el descenso al bajo vientre, vagaron por la depresión que antecede al Monte de Venus y, casi remisamente, apresaron el mínimo vellón.
En una mezcla contradictoria de vergüenza por lo que le estaba haciendo a su marido y una ansiedad irreprimible por alcanzar el placer de un buen orgasmo, sollozando y riendo quedamente, rogando y ordenando, la muchacha me pidió angustiosamente que no la hiciera sufrir más y se la chupara bien chupada; entonces, ubicándome arrodillada entre sus piernas, separé con los pulgares la mariposa carnea de los labios menores y la lengua se hizo dueña del rosado ámbito del vestíbulo. Afilada, recorrió cada rincón comprobando que los fruncidos tejidos que lo rodeaban devinieran en encrespados pliegues a los que la sangre acumulada inflamaba groseramente con oscuros tintes negruzcos y entonces fueron los labios los que apresaron esos colgajos, succionándolos en lenta molienda al tiempo que los dientes los roían incruentamente.
Los gemidos de Sandra se convirtieron en enronquecidos rugidos en tanto que sus dientes se clavaban impacientes en el labio inferior y esa expresión de indecible placer que la inundaba al percibir en el clítoris la presión de la punta de mi pulgar en una verdadera masturbación. Viéndola tan perturbada, hice que la boca que martirizaba sus pliegues descendiera por el sexo, lo abandonara adentrándose en la hendidura para que la lengua estimulara delicadamente el oscuro frunce del ano.
Sus sudores, temblores y estremecimientos me indicaron el alto grado de excitación de Sandra y la lengua vivoreante trepó morosamente por el perineo para arribar a la vagina. La oscura caverna se encontraba dilatada y de su interior rezumaban olorosos jugos que incitaron mi deseo; aspirándolos golosamente, llevé la lengua en un lento periplo por los tejidos que la rodeaban y luego la apreté con labios y dientes para que adquiriera rigidez e ir penetrando en procura de esas mucosas a las que recogí con la delicadeza de una fina cuchara.
Tantos años de sometimiento oral parecían sublimarse en mí y el placer de ver la excitación de la muchacha me excedió, invadiéndome con un loco deseo. La boca ascendió hacia el clítoris que se mostraba en todo su esplendor dejando ver la blanquecina cabeza del glande aprisionado debajo del capuchón. Labios y lengua reemplazaron al dedo que lo llevara a ese tamaño y, azotándolo la una como succionándolo apretadamente entre ellos los otros, se concentraron en un delirante sometimiento al que se sumó ocasionalmente el filo romo de mis dientes.
Decidida a llevar a la muchacha hacia el clímax, hundí a índice y mayor unidos en la caldosa vagina para iniciar una cadenciosa penetración en la que no me contenté sólo con el clásico vaivén sino que les imprimí un movimiento giratorio de ciento ochenta grados al tiempo que encorvaba y estiraba los dedos en un ángulo que iba elevando a Sandra hacia la obtención de su primer orgasmo homosexual.
Pidiéndome a voz en cuello que no cesara en lo que hacía, impelió su pelvis para hacer aun más profunda y satisfactoria la penetración a lo que respondí extrayendo los dedos y proyectándolos como un trinchante, hundí uno en la vagina y el otro en el ano. Lo hice con tan fervoroso denuedo que conseguí arrancar lágrimas de alegría en la muchacha quien, sacudiéndose espasmódicamente, expelió el torrente impetuoso de sus ríos internos derramándose hacia los dedos que la hacían tan feliz y se relajó en la mansedumbre del alivio obtenido.
Reptando por encima de su cuerpo aun sacudido por los últimos remezones espasmódicos, mi boca golosa abrevó en los labios entreabiertos que dejaban escapar el ardiente vaho de su aliento entre murmullos complacidos y el descubrimiento del sabor ignorado de sus jugos orgásmicos la volvieron rápidamente a la conciencia; ambas sentíamos como un magnetismo impropio de los años que nos separaban se manifestaba en la exaltación de oscuros deseos insatisfechos que ninguna de las dos pretendía ignorar y mucho menos reprimir. Como dos enamoradas, nos prodigamos en besos y caricias que reavivaron el fuego aun no extinguido de nuestras entrañas y, actuando en consecuencia, la acosté a lo largo de la cama haciendo girar su cuerpo hasta quedar invertida sobre ella y, sin amenguar la ternura de los besos, le pedí que me imitara en todo que le hiciera.
Tomando perezosamente posesión de sus senos, los dedos iniciaron un delicado sobar a esas tetas que aun conservaban la dureza de la excitación y, en consecuencia, la muchacha extendió sus manos para atrapar las mamas que se le ofrecían lujuriosamente oscilantes.
Gruñendo con salvaje complacencia, las bocas se unían y separaban con húmedos chasquidos y las lenguas batallaban como serpientes en celo resbalando en las sabrosas salivas mientras las manos iban incrementando la presión de los dedos hasta convertir a la caricia en verdadero estrujamiento a las tetas. Aprisioné sus pezones con índice y pulgar e imprimiéndoles una lenta rotación, los restregué suavemente y conforme ella susurraba su contento con sofocados grititos, aumenté la presión alternando ese movimiento con uno semejante que efectuaban mis uñas, provocando agitados cimbronazos en la pelvis de Sandra.
Enardecida trabajé sus senos con las manos y pronto las dos separamos las bocas anhelantes para abalanzarnos hacia el torso. La vista de esos senos me subyugó, porque pesar de tener cuerpos similares, mis tetas eran muy distintas a los suyas; evidenciando que el porte de su pecho bajo la ropa no era un artificio y seguramente por una predisposición natural, estos que se me ofrecían como frutos maduros tan bellamente formados que cortaban el aliento.
La gelatinosa elasticidad con que se movían me conmovió la piel morena del cuerpo se mostraba marfileña y singularmente tersa en los senos pero las aureolas y pezones parecían contradecir esa delicadeza. Las primeras eran casi groseras ya que, de más de tres centímetros, se proyectaban como otro pequeño pecho y su oscura superficie estaba cubierta por gran cantidad de diminutos gránulos. Como si fuera la colina que protege a un castillo, daba cimiento a los pezones que eran un espectáculo en sí mismos; tan gruesos como un dedo, sus paredes estaban pobladas de minúsculas arrugas que, a lo largo de más de un centímetro, conducían hacia la punta chata en la cual se veía un inusual hoyuelo mamario.
Alucinada, aferré nuevamente los senos para inmovilizarlos y mi lengua se abalanzó tremolante hacia la teta que cedió mórbida a ese embate. El gusto apenas salobre del sudor llenó mis papilas de gula y entonces los labios se unieron a la lengua para besuquear, lamer y chupar la delicada piel. Exacerbada porque ella estaba haciendo lo mismo, derivé hacia las tentadoras aureolas y el sentir los gránulos debajo de la lengua no hizo sino provocarme; el viboreante músculo dejó fluir saliva y entonces fueron los labios quienes, al enjugarla, succionaron apretadamente la carne en minúscula ventosa al tiempo que los dedos restregaban rudamente al pezón del otro pecho. Experimentando en los míos el dulce martirio de los chupones de Sandra, me concentré en aquel singular pezón, mamándolo con la angurria de un naufragó pero esa reciprocidad de caricias me llevó a raer suavemente con los dientes la flexible carne hasta que ella me suplicó que no la hiciera sufrir más y se la mamara de una vez.
Aun más excitada, acomodé el cuerpo para escurrirme hasta el bajo vientre donde, tras succionar la alfombrita velluda, le hice encoger las piernas y trabándolas debajo de mis axilas para elevar el área venérea a un cómodo acceso de la boca, sin transición alguna, la hundí en la vulva como si quisiera devorarla.
Yo imaginaba lo que debería sentir una joven de veinticinco años ante el sexo oloroso de una vieja como yo y sabía que no debería ser fácil sentir tan cerca el promontorio de una vulva con tantos años de traqueteo, hinchada y con una rojiza gradación que en los bordes de los labios mayores que tornaba al violáceo revelando entreabiertos en una rítmica sístole-diástole el rosado intenso del óvalo y el arrugado repollo de mis pliegues internos.
Comprendía su remisa repulsa y alentándola a hacerlo, sentí como olisqueaba ávidamente aproximando su boca al sexo y cuando la lengua se alargó inquisitiva a la búsqueda de mi carne, un llamado animal le debe haber hecho saborear ese gusto tan desconocido como anhelado; el sólo contacto de la lengua le hizo emitir un rugido primitivo y abrió la boca como una fiera carnicera para alojarla apretadamente contra ese compendio de tentaciones que yo sabía era mi sexo.
Ya no me contentaba con el trabajo de la boca y los dedos acompañaron al intenso chupeteo al clítoris, introduciéndose nuevamente en la vagina en sañudas penetraciones; asida a mis muslos, Sandra también llevó su boca a iniciar un demencial recorrido que se extendió desde el clítoris hasta la negrura de un ano anormalmente dilatado y, en ese periplo, insólitamente descubrió lo que yo tantísimos años atrás y estregando su mentón sobre esa zona, consiguió hacerme gemir de placer y contento.
Distrayendo mi accionar por un momento, busqué debajo de la almohada para extraer el consolador más pequeño y en tanto la lengua volvía a la carga sobre el capuchón del clítoris que ahora dejaba ver claramente el glande blanquirosado que protegía, restregué la ovalada cabeza sobre los inflamados pliegues y luego, apartándolos como dos carnosas aletas, escarbé todo el óvalo para finalmente estimular la entrada a la vagina ya dilatada por los dedos y lenta, muy lentamente, fui introduciéndolo al sexo.
Clavando sus dedos engarfiados en mis nalgas, puso en marcha un mecanismo enloquecido de labios y lengua socavando las carnes de ese sexo tan baqueteado mientras mi mano conducía prudente la verga hasta sentir la resistencia que le oponía el estrechamiento del cuello uterino. Semejante penetración pareció desesperarla y bramando como un animal en celo, sacudía las caderas como si con ello aliviara la presión del inmenso falo que, por el contrario y ante ese movimiento, comencé a mover en un cadencioso vaivén que la trastornó.
Sin embargo y a pesar del dolor que expresaba en sus ayes y gemidos, me agradeció con un incremento en sus succiones y lambidas que trasladó hasta el mismo agujero del ano quien recibió mansamente su boca dando cabida a buena parte de la lengua. Respondiendo a lo que el falo le proporcionaba en sensaciones inéditas, descendió por el perineo y alojó la lengua en la vagina al tiempo que fragantes flatulencias escapaban por mi sexo.
Luego que alcanzáramos nuestros orgasmos casi simultáneamente, tan alegre como no recordara haberla visto y ahogada por su propia saliva y la falta de aire provocada por la intensidad de la cópula, Sandra se dejó caer sobre las sábanos parpadeando por las lágrimas y el asombro de haber protagonizado tan feroz como satisfactorio acople. A través de las lágrimas que empañaban su vista y olfateando ansiosa mi perfume de hembra encelada, respondió mimosa en un susurrante ronroneo al sentir como yo iba secando su cuerpo del pastiche de salivas, fluidos vaginales y transpiración. Con sus ojos absortos fijos en los míos, se dejó estar mansamente mientras limpiaba con la sábana su piel y cuando terminé de secarle el rostro y la humedad del cabello, la aferré prietamente por la nuca para atraerla hacia mí y besarla hondamente en la boca.
Luego de unos momentos de hacernos arrumacos en los que las manos revoloteaban ligeras por los cuerpos, me coloqué entre sus piernas para alternar los lengüetazos y chupeteos al sexo con un cuidadoso secado hasta que aquel se mostró tersamente seco. Alzándole las piernas encogidas hasta los pechos, le pedí que las sostuviera así y colocándome el arnés, lo oprimí contra la entrada a la vagina para comenzar a presionar lentamente.
Las prominencias de su superficie y especialmente el largo, volvieron a complacerla cuando penetré morosamente esos tres o cuatro primeros centímetros en los que la vagina tiene mayor sensibilidad, actuando como la punta de un ariete por los lentos enviones con que mi pelvis lo empujaba en un lacerante ir y venir sobre los tejidos de Sandra que angustiosamente esperaba se concretara la penetración total.
Me había propuesto no lastimarla y entonces, mee apliqué a la introducción pausada del falo con pequeños vaivenes que profundizaba centímetro a centímetro, atenta a las expresiones faciales de Sandra. En una autentica exhibición gestual de visajes y mohines, su rostro iba mutando continuamente en tanto la falsa verga socavaba la vagina con sus rugosidades,
El bello rostro moreno, tanto esbozaba una alegre sonrisa como se contraía por el sufrimiento y la boca se abría para expresar su aquiescencia a la penetración o dejar escapar el plañidero gemido del martirio. A pesar de todo, con el ralentado movimiento parecía ir cobrando ventaja el placer y el cuerpo de Sandra se movía ondulante como para facilitar el paso del falo en tanto que los ayes eran reemplazadas por jubilosos asentimientos que se repetían junto al pedido de más, más y más.
Regocijada por esas expresiones, convertí a cada penetración en un motivo de inefable placer y empujándole con mayor fuerza las piernas encogidas, las doblegué hasta más allá de su cabeza. De esa manera, la grupa fue elevándose hasta quedar casi en forma horizontal y entonces sí, terminé de introducir la verga hasta que la copilla se estrelló contra el ano e inicié el meneo de una lerda cópula. Ese suave vaivén terminó de enloquecerla alborozada, amoldando su sexo a la bestial cópula con sucesivas y rítmicas contracciones.
Acuclillada sobre ella con las piernas abiertas como una bestia sobre su presa, encontré la cadencia exacta para socavarla profundamente, deslizándome cada vez con mayor comodidad sobre las mucosas que emitía el útero para la lubricación. Sandra, que sostenía su torso erguido con los codos apoyados en la cama, me contemplaba arrobada, resplandeciendo por la felicidad de lo que estaba haciéndole.
Presintiendo su alocada emoción, saqué el falo del sexo y urgiéndola para que me obedeciera, la hice parar junto a la cama para colocar una pierna encogida sobre el colchón. Acuclillándome entre ellas, mi boca golosa volvió a saciarse en aquellas humedecidas carnes, recorriendo con la lengua tremolante desde el inflamado clítoris hasta el agujero fruncido del ano. Mi boca era un fino instrumento que, vibrando como si estuviera provista de algún motor silencioso que la impeliera, se hundía entre los recovecos de la vulva, exploraba inquieta separando los ennegrecidos tejidos de los pliegues y los labios colaboraban en la succión de los fragantes fluidos que los empapaban. De esa manera, inicié un estremecedor recorrido por todo el sexo para luego ascender por el perineo y arribar el prieto agujero anal. Allí me esmeré en aguijonear el frunce radial de los esfínteres para lograr obtener una mínima dilatación.
Sandra se crispó a ese contacto y rogándome que no la culeara, contradictoriamente, la suavidad de la lengua resultó tan estimulante, que una jubilosa euforia fue invadiéndola; sin indicación alguna de mi parte y apoyándose en sus manos sobre la cama, dio un ángulo a su alzada grupa que favorecía mis intenciones y en tanto volvía a recorrer la vulva, presioné el ano con un dedo para introducirlo totalmente dentro del recto como en una vaina.
Esa mínima sodomía parecía no haberla molestado y fui sumando suavemente otro dedo e inicié un movimiento circular que se complementé con un ir y venir que fue cobrando velocidad conforme Sandra manifestaba su goce en repetidos sí; cuando rechinaba los dientes y sus caderas se meneaban incontrolablemente por la ansiedad, me puse en pie y lentamente penetré su vagina desde atrás, causándole un goce tan hondo que sólo pudo proferir exclamaciones de agradecimiento.
Introducido en esa posición, el falo alcanzaba los más recónditos rincones de la vagina y golpeaba fuertemente contra la estrechez del cuello uterino. Luego de unos momentos de esa placentera cópula, salí de ella para acomodarme acostada sobre el borde la cama y sosteniendo al mojado consolador, la conduje para que se ahorcajara sobre mí. Abriendo las piernas, Sandra se acaballó encima y lentamente fue haciendo descender el cuerpo hasta que la verga se introdujo al sexo.
Yo estaba seductoramente embelesada con la figura lujuriosa de la voluntariosa muchacha e, hipnotizada por los agitados pechos que oscilaban al ritmo del coito, los aferré para sobarlos tiernamente. Esa posición era una de las preferidas de Sandra y sintiendo la plenitud del consolador en su interior, inició una serie de impulsos que llevaron su pelvis adelante y atrás al tiempo que la meneaba en forma circular.
El movimiento se complementó con la flexión de las rodillas en una cabalgata cuya intensidad terminó por obnubilarla. Gimiendo roncamente, se apoyó en mi torso para que sus manos estrujaran sin piedad mis tetas y cuando di a mi pelvis un movimiento ascendente para incrementar la profundidad de la cópula, soltando los pechos envió una de sus manos a macerar rudamente su propio clítoris, allí, donde se froataba con el mío.
En lo más alto de mi calentura, inesperadamente, la aferré por los hombros y con una fuerte torsión del cuerpo, hice que Sandra quedara debajo de mí. Saliendo de la vagina, me acaballé sobre su pecho al tiempo que le pedía que succionara la verga que sostenía entre los dedos. La vista de la falsa verga era impresionante, con sus anfractuosidades cubiertas por una espesa capa de mucosas vaginales y el aroma dulzón que despedía, la puso tan frenética que proyectó su lengua para apreciar el exquisito sabor de sus propios jugos. Ese contacto ejerció un efecto mágico, haciendo que la boca se abriera generosa para recibir la rígida consistencia y, al entrar profundamente en su boca, la ciñó con los labios como para impedir su salida por el suave vaivén que yo le había impreso.
Deslizándome para arrodillarme frente a ella, torné a hundir el falo en la vagina para luego sacarlo enteramente y volver e introducirlo en una repetida maniobra que debió hacerle creer que la cópula se repetiría pero después de cinco o seis de esos embates, apoyé la testa lubricada con sus jugos sobre el ano y presioné. La opresión fue tan lenta como firme y poco a poco, todo el glande desapareció en la tripa; aunque parecía no serle extrañas las sodomías, el grosor y la superficie del consolador tanto como el asombro y el dolor paralizaron a la muchacha que, sin embargo, esperó roncando sordamente la consumación de aquel martirio, con los ojos y la boca tremendamente abiertos.
Sabía el dolo que estaba provocando en ella pero como mi intención era hacerla gozar de ese tipo de sexo, fui dosificando la penetración con la certeza de que el placer que pronto alcanzaría a la chica, superaría largamente aquellos primeros roces. Entretanto y superado el primer sufrimiento provocado por la misma crispación conque apretaba sus esfínteres, Sandra comenzó a alentarme al tiempo que su pecho bombeaba el aliento en cálidas bocanadas.
Atendiendo a su denodada entrega, inicié delicadamente un suave vaivén que conforme a los gemidos que iban transformándose en mimosos ronroneos, fue adquiriendo velocidad y profundidad. Ahora era la misma Sandra quien sostenía sus piernas abiertas y encogidas al tiempo que me alentaba con repetidos asentimientos y entrecortadas frases en las que expresaba groseramente su contento, auto calificándose como mi devota putita personal.
Eufórica por esa manifestación de entrega, retiré por un momento el falo del ano y, colocándola de rodillas con el torso apoyado en las sábanas, volví a darle empuje al consolador para culearla como un hombre tan hondamente que ella, arrobada por esas sensaciones maravillosas, llevó su mano para excitar en apretados círculos al clítoris.
Como una diosa lujuriosa, con el cuerpo cubierto de transpiración, mi corto cabello oscurecido por el sudor y las piernas acuclilladas para darme aun mayor impulso, incrementé el vigor de mis rempujones, haciendo que Sandra, quien aun no tenía conciencia de cuanto de placer y sufrimiento sadomasoquista contenía esa cópula infernal y en tanto me alentaba a culearla más y mejor, dejaba escapar de su boca delgados hilos de baba mientras por sus mejillas corrían lágrimas de alegría por ese dolor tan irritante que la complacía.
Ya la verga se deslizaba en la tripa cómodamente y entonces inicié una alternada cópula en ambos agujeros; ora por la vagina, ora por el ano, el consolador la penetraba con demoníaca furia pero, aun así, me daba tiempo al retirarlo para contemplar como su dilatación me dejaba ver el aspecto cavernoso del rosado interior y recién tras observar la lenta contracción de los esfínteres, volvía a penetrarla para repetir el tratamiento alternativo durante largo rato.
En medio de jadeos y sollozos, me suplicó que la hiciera alcanzar ese tan demorado tercer orgasmo y esperando ese reclamo, me fui dejando caer de espaldas sin retirar la verga del ano. Pidiéndole que se apoyada en pies mientras echaba las manos hacia atrás para formar un arco, estrujé sus senos con una mano e inicié un poderoso vaivén copulatorio con la pelvis, penetrándola desde abajo con una violencia que la dejó sin aliento.
Los brazos temblorosos se resentían por tanto esfuerzo y dejando que sus espaldas descanaran sobre mis senos, me adueñé de su cuello con la boca en apasionados chupones que unidos al roce de las afiladas uñas a los pezones y el continuo vaivén del falo en el ano, nos llevaron rápidamente a sentir el avasallante derrame de nuestros jugos internos explotando y derramándose aguachentos por el sexo, escurriéndose hasta donde mi verga la socavaba tan placenteramente.
Obtenida mi satisfacción con la obtención de la suya, me puse de lado para abrazarla tiernamente tal como lo hacía habitualmente con mis otras amantes y así nos dejamos estar blandamente para sumirnos en la tibia modorra de la satisfacción plena.
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