BARQUITO 23
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por Anonimo.
Nuestros encuentros dejaron de tener esa continuidad de antes y ya no siempre Lizy estaba disponible para sus sesiones de “masaje” y Silvia tenía problemas porque mis “visitas” no debían coincidir con la presencia de su hijo de diecinueve años y paulatinamente, debí aceptar que ya no era una novedad para ellas que, más jóvenes pero gracias a su homosexualidad descubierta por mí, yo dejaban insinuar en esas confidencias post-coito la atracción que otras mujeres de su edad ejercían sobre ellas.
Sandra era la mas “fiel”, ya que religiosamente acudía todos los sábados pero yo creo que lo hacía más atraída por mi generosas paga a esos servicios que sólo ocasionalmente me prestaba como peluquera que por el goce que obtenía a pesar de ser la más perversa de mis amantes, hasta que la disminuida visión de su marido no le impidió hacerle un hijo y con eso las visitas se limitaron, hasta que ya no era prudente utilizar el consolador y decidimos ponerle un fin a esa relación que ya no tenía futuro.
Todo aquello sucedió en mi mejor momento físico y ese alarde se justificaba porque mi cuerpo parecía haberse detenido en los cincuenta conservando mi esbelta figura y tanto tas tetas como la prominencia de las nalgas conservaban sus formas sin evidenciar mis recién cumplidos cincuenta y nueve y, de proponérmelo, no me hubieran faltado oportunidades ni hombres que se hubieran dado un banquete con mi cuerpo.
Una gestión en el PAMI me hizo conseguir milagrosamente lo que llaman internación domiciliaria, con lo que me liberé de curarle las escaras, higienizar a Arturo ni prepararlo para esas inyecciones que con sus drogas lo introducían a un sueño inducido que lo relajaba, por lo cual disponía del tiempo necesario como para tratar de recuperar algo del mundo exterior; el trato cotidiano con la enfermera fue convirtiéndola en una compinche con la cual conversar de los temas más diversos sin temor a caer en el qué dirán ya que era una desconocida y en esas dos o tres horas, medio en broma, medio en serio, siempre en forma picante y en livianas bromas, dejaba explícita mi necesidad íntimamente profunda de sexo, atribuyéndolo más a lo psicológico que a lo físico.
Generalmente, después de aplicarle la inyección a mi marido, Graciela permanecía a la espera del resultado y matizábamos el tiempo compartiendo en el comedor diario un par de cafés; quince años más joven, la tucumana era un típico exponente provinciano; llevándome casi una cabeza de estatura y corredora fondista amateur, poseía ese físico pleno de las enfermeras que, sin ser fornidas les permite mover cómodamente a personas mucho más pesadas sin aparente esfuerzo ni brusquedades y en esas conversaciones a solas que fueron haciéndose íntimas, ella hacía orgullo de la contundencia de sus pechos y la insoslayable prominencia de la grupa que, aun bajo el ambo de enfermara, le permitía “levantarse” a circunstanciales amantes.
Justamente hacía hincapié en lo efímero de esas situaciones a causa de su primera mala experiencia años atrás y de la cual saliera siendo madre soltera de un hijo a quien todavía mantenía, sosteniendo que los hombres eran imprescindibles por la fortaleza que ponían en el sexo pero en lo demás resultaban perfectamente desechables; cada vez que la escuchaba afirmando esa especie de misoginia femenina y en una especie de contrapunto, me lamentaba de no poder experimentar lo mismo para apagar los rescoldos que en el vientre, aun a mi edad, me hacían malas jugadas después de tantos años.
Esa tarde y después de comprobar como Arturo se sumía en ese sueño reparador del que saldría recién horas después, caminamos juntas hacia el ante cocina y en respuesta a una queja entre mimosa y chistosa sobre cómo podría acallar los escozores de mis entrañas, súbitamente sería, Graciela pasó un brazo por sobre mis hombros y al tiempo que me atraía hacia ella, me susurró roncamente que podría ser quien me consolara de esos males.
El hecho de haber estado con tantas mujeres en mi vida, no me hacía una puta lésbica que debía entregarme por lo acuciante de mis apetitos no satisfechos y traté vanamente de desasirme del abrazo; a pesar de la diferencia de corpulencia, mis manos y pies golpeaban tan duramente a Graciela que esta recurrió a su experiencia y sujetándome acogotada con un brazo, me dio vuelta para aplastarme de cara a la pared y allí, mientras me separaba las piernas con dos fuertes patadas, semi asfixiándome para que me quedara quieta, llevó la otra mano a levantarme la remera que usaba de entrecasa en esos días tan calurosos al tiempo que murmuraba que por fin iba a conocer lo que era sexo, deslizó los dedos para bajar la bombacha hacia abajo, buscó a tientas con índice y mayor juntos hasta tomar contacto con la entrada a la vagina.
Realmente ahora cobraba conciencia de que todo mi aparato genital se había modificado, perdiendo elasticidad y hasta la lubricación de la que hiciera orgullo por su abundancia desde mis mismos inicios en el sexo; sintiendo la intrusión de los dedos escarbando prolijamente en el vestíbulo seguramente a la búsqueda de esos jugos, me tensé aun más y mientras le reclamaba semi ahogada a la enfermera que no me violara, la escuché asegurarme que una vez que supiera lo que era bueno no sólo me iba a calmar sino que yo misma propiciaría que hiciéramos cualquier cosa.
A la vez que penetraba, Graciela me empujaba contra la pared y como no podía evitar de otro modo que mi cara se restregara sobre ella, levanté los brazos con los que intentaba vanamente rechazarla para apoyarlos alzados y separarme un poco, con lo que quedé totalmente indefensa y en tanto ella pretendía excitarme besando enloquecidamente la nuca descubierta por el cortísimo cabello, frotaba reciamente el cuerpo contra mis espaldas para que sintiera la vigorosa opulencia de sus senos; aunque ese cuerpo dejaba en evidencia su corpulencia de atleta, el conjunto no hacía presumir el volumen ni la solidez de esas tetas a los que ahora sentía a través de la delgada remera como si estuvieran en contacto directo con la piel y para mi asombro, una inequívoca punzada de deseo o excitación picoteó en el bajo vientre.
Yo no podía admitir así como así mi lesbianismo pero en definitiva esa podía ser una solución aunque fuera pasajera para mis problemas y diciéndome que Arturo seguramente estaría de acuerdo, decidí dejarla que me “convenciera” y respondiendo a lo que los fuertes dedos realizaban en mi sexo con esa enérgica eficiencia de las enfermeras que frotaba sin lastimar; en medio de mis quejas y lamentos, no podía ignorar como recorrían minuciosos todo el interior de la vagina en una mezcla de rascado con caricia que hacía brotar a los jugos secretos de la excitación y cuando inició un continuo ir y venir remedando a una verga, inconscientemente surgió de mi boca un susurrado sí que llevó un extraño alivio a mi crispación.
Voluntariamente fui dejando a las palmas de las manos resbalar por la pared hacia abajo y en consecuencia mi grupa se elevó oferente y ella, corriéndose un poco de lado, con el brazo izquierdo envolvió mi cuerpo acariciándome el vientre y juntando a índice, mayor y anular de la otra mano, comenzó una verdadera cópula por la que los dedos me penetraban como una verga y el chasquido de la mano estrellándose contra las carnes mojadas y dilatadas del sexo, cobró en mi mente la espantosa sensación de verme poseída como una puta.
Aquello me gustó porque ninguna mujer me había tratado de ese modo, pero simulando congoja por semejante humillación, hice brotar sollozos de mi pecho que se confundían con la súplica de que por favor no me violara más y eso pareció terminar de enloquecerla; aferrándome violentamente por mis cortos mechones, me enderezó para quitarme la remera por encima de la cabeza y arrastrándome hacia la mesa próxima, me dio vuelta para aplastarme contra el mueble en tanto con una mano parecía querer estrangularme apretándole el cuello.
Cediendo ostensiblemente mi oposición, acepté cuando acercó sus labios y la presencia inquietante de una lengua larga y gruesa se adentró en mi boca mientras los gruesos labios se apoderaban de los míos para sorberlos en una especie de ventosa carnea que me estremeció por el eléctrico escozor que despertó en mi columna vertebral.
Mis pensamientos eran un embrollo, ya que acababa de descubrir que después de tantos años de mantener sexo con mujeres me resistía a ser sometida por una con tanta rudeza como si fuera un hombre más de aquéllos a los que renunciara para evitar precisamente su brutal posesión por el sexo en sí mismo, pero aun mantenía intactos todos mis apetitos sexuales y me daba cuenta de que inevitablemente terminaría por acceder a cuanto Graciela me propusiera; exaltada seguramente por mi cuerpo, ya que habitualmente no uso corpiño desde hace años, Graciela me ahogaba con sus besos mientras con una mano sobaba y estrujaba reciamente a un seno al tiempo que la otra buscaba restregar al clítoris en la entrepierna.
El borde de la mesa se clavaba dolorosamente en las nalgas y fui buscando alivio sosteniéndome con las palmas apoyadas hacia atrás en el tablero e inopinadamente, me encontré suplicándole mimosa que se calmara y, sin saber cómo ni por qué, mi lengua buscó establecer una suerte de defensa con la invasora mientras los labios respondían sin quererlo a sus besos succionantes; mientras rugía que así le gustaba hacerlo, Graciela me asió por las nalgas para alzarme como si fuera una pluma y tras apoyarme sentada sobre la mesa, se quitó la chaqueta del ambo de algodón para después sacarse diestramente la falda.
Evidentemente, la tucumana lo tenía todo planeado, ya que bajo el uniforme de algodón no usaba absolutamente nada y a mi pesar, aunque lo hiciera de manera inconsciente, admiré lo maravilloso de aquel cuerpo maduro que la ropa ocultaba; suavemente redondeados, los fuertes hombros eran el marco adecuado a un par de senos casi perfectamente redondos y plenos que apenas caían sobre el abdomen y este mismo, trabajado por el ejercicio deportivo, lucía músculos de apariencia masculina que luego del profundo hoyo del ombligo, se sumían en un inexistente bajo vientre que por su chatura destacaba la prominencia del hueso pélvico al que cubría el gordezuelo Monte de Venus, apenas ennegrecido por una recortada alfombrita velluda.
Fascinada por la solidez estatuaria del magnifico cuerpo, me dejé empujar sobre el tablero para quedar acostada boca arriba sin ofrecer resistencia cuando me alzó las piernas para abrírmelas encogidas e inclinándose sobre mi, volvió a someter mi boca a besos que ya no eran desenfrenados pero que llevaban implícita una carga emocional sexual que me apabulló por su intensidad; las caderas de Graciela separaban más las piernas en la medida que se inclinaba con los gruesos pezones rozándome el vientre y cuando tomó entre sus manos mi cara, la colgante globosidad que oscilaba de lado a lado fue aplastándose contra mis senos en ese primer contacto físico.
La emoción, el miedo y la angustia de confirmar lo que mis entrañas reclamaban me impedían reaccionar y así, entre paralizada y crispada, en medio de ayes sofocados por el hipar de esos sollozos que me ahogaban, noté un sutil cambio en la manera que la recia mujer comenzó a besarme y atragantándome por la saliva que llenaba mi boca, me abandoné al beso en tanto mis manos autónomamente se dirigían a las espaldas de Graciela para acariciarla y sentir bajo mis dedos engarfiados la delicadeza de su piel.
Mientras apresaba mis labios para ejercer pequeñas succiones en las que los retenía y volvía a soltar para reiniciar la tarea cada vez con mayor enjundia, la tucumana reiteraba sus promesas de hacerme tan feliz como nadie lo hiciera y por su tono entre amoroso y amenazador, dejó entrever que su interés iba mucho más allá de lo meramente sexual y que realmente no sólo quería someterme por estar caliente conmigo sino que un dejo de cariño se filtraba en su voz.
Graciela hacía caso omiso de mis jadeos y bajó con lengua y labios hacia el mentón para después descender por la tráquea a lo largo del cuello, entreteniéndose en los huecos de las clavículas por unos momentos en sorber las mínimas lagunas del sudor y ya más calmosamente, la lengua recorrió inquisitiva el alto del pecho cubierto por el rojizo sarpullido de la excitación; aliviándome de su peso, separó un poco el cuerpo para permitir que una de sus manos abandonara la cabeza para palpar suavemente a un seno mientras la boca arribaba a la colina del otro.
Mis senos todavía conservaban su solidez y aunque no usara corpiño por comodidad, convicción y mucho de abandono, se mantenían erguidos y sólo una disminución en la coloración de las aureolas y la dimensión de los pezones daban cuenta de su “desuso”; de cualquier manera, lo que los hacía tentadores en una mujer de mi edad era el volumen propio de los cincuenta en que parecía haberse detenido mi cuerpo y eso seguramente fuera lo que provocara la gula de la enfermera, cuya lengua tremolante inició un moroso ascenso en círculos concéntricos hasta arribar a los alrededores de las empalidecidas aureolas de cuya superficie casi desapareciera la profusión de quistes sebáceos que las poblaran.
Los dedos acariciaban, sobaban y reconocían las carnes que iban recuperando lozanía por la afluencia de sangre provocada por los apretones y tras una primera comprobación, la lengua avezada valoró la subyacente granulación para luego fustigar toda la aureola y noté con satisfacción como los minúsculos lobanillos cobraban mayor consistencia y un renacimiento en la sensibilidad del seno.
La lengua no se contentó con azuzar la aureola sino que se abatió sobre el fláccido pezón al que fustigó violentamente hasta doblegarlo totalmente pero viendo con entusiasmo como este iba creciendo tanto en largo como grosor; lo que antaño fuera mi orgullo, rápidamente recuperaba su exuberante plenitud y tras varios chupeteos de los labios, un subido amarronado volvió a enlucir los dilatados redondeles de los que brotaban gránulos notables y en cuyos vértices se erguían gruesas y desafiantes las empinadas mamas.
Cuando labios y lengua se aunaron para someter las carnes a imperiosas lambidas y succionantes chupones, ya los dedos de la mano realizaban semejante tarea en el otro seno, estregando entre índice y pulgar al pezón y cuando los dientes comenzaron a colaborar con los labios en aquello de apresarlo para estirarlo hasta el límite del quejido, las uñas se unieron al exquisito martirio que sin embargo arrancaba tartamudeantes asentimientos de mi boca y simulando que era para evadirme, retorcía el cuerpo en forma incontrolable, cosa que se acentuó cuando ella llevó la otra mano hacia la entrepierna para frotar vigorosamente al clítoris.
Mis manos ya no acariciaban la espalda de Graciela y apoyadas en sus hombros la empujaban como para separarla de mi pero lo único que hicieron fue empujarla hacia abajo, con lo que la boca abandonó el seno para bajar succionante a lo largo del vientre y después de enjugar los sudores del escaso vello encanecido, labios y lengua se aplicaron a macerar con violencia al clítoris que ya estimularan los dedos y ahí sí, sin poderme contener, mientras abría aun más las piernas para apoyar los pies en los hombros de la enfermera, proclamé un estentóreo sí junto a un sacudimiento copulatorio de la pelvis.
Como maravillada frente a mi sexo que escasamente cubría una recortada alfombrita velluda, apoyó las manos en el encuentro con los muslos para que sus largos pulgares separaran despaciosamente la raja y dejó que la punta de la lengua hurgara dentro; contradictoriamente a lo que sucediera momentos antes, yo musitaba ahora un repetitivo asentimiento mientras mis manos enganchaban las piernas desde atrás de las rodillas para encogerlas aparatosamente en oferente entrega de toda mi genitalidad.
Había recuperado o simplemente dejado aflorar toda la sensibilidad que mi marido y tantas mujeres supieran llevar al paroxismo por medio de sus habilidosas mamadas y ya sin detenerme a pensar en lo correcto o moral de aquel sexo con la mujer, me dejé ir para disfrutarlo con todas mis fuerzas y emociones juveniles restablecidas; después de escudriñar cada rincón del hueco, deteniéndose a escarbar con la punta en el hoyo de la uretra que levantó en mi auspiciosos murmullos reclamando mayor intensidad, Graciela llevó la lengua tremolante hasta debajo de la capucha para azotar al glande de ese verdadero pene que erecto, abultaba como el meñique de un bebé.
Meneando convulsiva las caderas para que mi sexo se estrellara contra la boca de Graciela, levanté la cabeza para observar la cara enjuta de la enfermera entre mis piernas y alentándola a someterme tan reciamente como pudiera hasta hacerme acabar, sentí como ella volvía a aprisionar al clítoris entre labios y dientes mientras con los dedos estregaba entre sí la opulencia de los colgajos que a esa incitación recuperaron su consistencia carnosa de verdaderas crestas; experimentando el placer de tres dedos de la otra mano escarbaran en exquisitas contracciones y estiramientos a todo lo largo del canal vaginal al que ya cubría una espesa capa de mucosas uterinas y encontrando fácilmente el bultito del punto G, lo frotó sin consideración hasta que, en medio de risitas y sollozos, de alabanzas e insultos, proclamé mi orgasmo y sentí correr entre los dedos de Graciela el torrente de mis jugos en medio de convulsivos estremecimientos.
Aprovechando el marasmo en que me hundiera la satisfacción, Graciela aprovechó para ir hacia la silla donde dejara su bolso y rebuscando en él, extrajo un arnés muy parecido al mío que diestramente aseguró a su cuerpo; de un triángulo de plástico negro cuya punta inferior se curvaba para acompañar la comba del sexo, partían dos cintas que se ajustaban a las nalgas uniéndose al ancho cinturón que rodeaba la cintura y del frente de la copilla emergía una replica de un falo cuya longitud excedía fácilmente los veinticinco centímetros y el grosor de su tronco cubierto de anfractuosidades venosas que exhibía un ovalado glande sin prepucio superaba los cinco.
Secando despaciosamente con una pequeña toalla de mano la transpiración que abrillantaba su cuerpo mientras me contemplaba con viciosa incontinencia, volviendo a mi lado, la fue pasando por mi rostro todavía congestionado y ante mi mimoso gruñir, depositó en la boca entreabierta delicados besos para inducirme a reaccionar al tiempo que la mano cubierta por el paño recorría las tetas a las que el sudor barnizaba para luego internarse en el vientre y llegada a la entrepierna, secó meticulosamente todo el sexo y su zona adyacente, haciendo que encogiera instintivamente las piernas ante ese roce ásperamente insinuante.
Verdaderamente, la fuerza del orgasmo había impactado más allá de lo pensado en mí y con la mente aun sumida en una nebulosa donde el placer asumía carácter totalitario, aprecié como las seductoras caricias de la toalla reavivaban el fuego que ardía nuevamente en mí y, sin atinar a otra cosa, respondí sin abrir los ojos a los sutiles piquitos con que me incitaba mientras mis manos buscaban la nuca de Graciela para acercarla más a mí; levantándome el torso con suavidad, me hizo incorporar y apoyando los pies en el suelo, me atrajo hacia su cuerpo voluptuoso para estrecharme en un cariñoso abrazo por el que las carnes se estregaron para fundirnos luego una en la otra, entregándonos mutuamente el nivel de nuestra calentura.
Yo nunca había dejado en evidencia mi homosexualidad y no era el momento de hacerle ver mi experiencia que seguramente superaría la de ella pero sabiendo que como mujer y enfermera conocía e intuía dónde, cuándo y cómo una mujer necesita ser estimulada en las distintas etapas del sexo; abrazándome a esa alta figura para buscar acariciante sus macizas nalgas, confirmé la existencia del arnés y como simultáneamente ella me aplastara contra sí, sentí la rígida presencia del falo artificial contra mis muslos.
Mientras me sujetaba entre sus brazos, la tucumana me susurró dulcemente que no tuviera miedo y que con ella le encontraría al sexo un sentido como ningún hombre podría dármelo; levantándome una pierna para que descansara en su antebrazo, me inclinó un poco de costado y mientras buscaba mi boca con labios y lengua, con la otra mano condujo a la verga artificial para que el pulido y elástico glande de silicona acariciara la vulva de arriba abajo; aunque la caricia me hacía ponderar el tamaño del consolador, el contacto con algo semejante a un falo me resultaba tan lejano que no pude reprimir un hondo suspiro de ansiedad mientras las carnes del sexo parecían congratularse por semejante visita.
Resollando fuertemente, multipliqué los besos a la tucumana en tanto mi cuerpo se frotaba con vehemencia contra las mórbidas carnes y cuando Graciela incrementó el empuje para dilatar los labios y estregar fuertemente el interior, yo misma ejecuté un mínimo movimiento copulatorio que la entusiasmó y fue conduciendo la punta hasta la misma entrada a la vagina e indicándome que flexionara un poco la pierna abierta para hacerle lugar, fue presionando para que fuera introduciéndose suavemente.
A pesar de su flexibilidad, esa cabeza superaba en mucho la de mi propio consolador y tomando entre las dos manos la cara de Graciela en tanto sollozaba pidiéndole quedamente que no me lastimara, fui sintiendo como muy lentamente iba desplazando los músculos y las desigualdades del tronco laceraban la piel reseca hasta el punto de hacerme gemir con los dientes apretados por el sufrimiento, pero paralelamente y como cada vez que una verga me habitara, los cosquilleos y escozores de mis entrañas se multiplicaban y una ola de deseo histérico me hizo menear instintivamente la pelvis.
Sosteniéndome abrazada con las manos empujándome hacia abajo por los hombros, Graciela concretó finalmente la penetración que avasalló la estrechez del cuello uterino y con cierto temor, sentí la punta rozando el endometrio; ya el sufrimiento se había transformado en franco dolor y resollando violentamente por la nariz mientras por mi rostro rodaban lágrimas silenciosas, sofocando el grito, me asenté en la punta de los pies para que la fabulosa verga fuera saliendo del sexo.
Comprendiendo cuanto debía estar padeciendo la cogida, me arrastró consigo los dos pasos que nos separaban de una silla y aun manteniéndome empalada, me alentó para que la penetrara cabalgándola; esa era una posición que ya practicara largamente con hombres y mujeres y, acomodando las piernas abiertas en tanto me sujetaba al respaldo de la silla con las dos manos, incliné el torso para que mis pechos ya endurecidos por la excitación rozaran primero y se estregaran después con los mullidos senos de la enfermera, quien puso sus manos por debajo de las axilas para ayudarme a realizar un despacioso movimiento de sube y baja.
Lo que momentos antes me pareciera terrible, con la abundante lubricación que volvían a aportar mis entrañas, iba convirtiéndose en la más fabulosa penetración de que disfrutara en los últimos años y entonces busqué la cadencia con que el cuerpo debía ejecutar un moroso galope que, junto al restregar de los senos, me conducía por senderos desconocidos del goce donde aparentemente lo sádico se llevaba de la mano con el masoquismo y obedeciendo a Graciela quien me pedía que me echara un poco hacia atrás, me regocijé con sus fuertes manos estrujando y sobándome reciamente las tetas; asiéndome con las manos a su nuca y en tanto mordía mis labios por la fortaleza de la cópula, asenté los pies en los travesaños de la silla y flexionando en ralentado trote las rodillas, jinetee a la verga con tal euforia que hasta la misma Graciela se sorprendió por mis briosos corcovos.
Adelante y atrás, arriba y abajo, sentía la alfombrita mojada del vello púbico a la que parecían haber confluido todas las transpiraciones y jugos de mi cuerpo y en tanto proclamaba el placer inefable que me embargaba estrellándome contra el plástico charolado, la escuché pidiéndome que hiciera lo mismo pero de espaldas a ella; comprendiendo lo qué quería, salí de sobre el falo y dándome vuelta me acomodé entre las piernas abiertas de Graciela para luego asir la verga chorreante de mucosas y embocándola en la entrada a la vagina, fui descendiendo el torso con morosidad para volver a padecer la penetración como si fuera la primera.
Mis músculos y tejidos parecían haberse contraído nuevamente y como que se negaban a admitir la actual invasión; también me daba cuenta del daño sufrido por la piel, ya que los anteriores despellejamientos ahora me ardían tremendamente e hipando de dolor, con la garganta acongojada por los sollozos que surgían espontáneamente, cerré los ojos y apoyándome en mis propias rodillas, me inmolé en un tremendo descenso que me hizo sentir la punta del consolador casi en el estómago y entonces todo pareció transformarse; lo que era un martirio se convirtió en una indecible fuente de sensaciones placenteras y dándome envión con las piernas, reinicié la jineteada con renovados bríos.
Graciela acompañó ese galope poniendo sus manos en mis caderas y cuando alcancé un cierto ritmo, casi en descuidada travesura, llevó un pulgar a escudriñar la dilatada hendidura entre mis nalgas para estimular tiernamente al ano en un perezoso círculo sobre los esfínteres; poniendo el inicio de una negativa en mis ruegos pero sin cesar en el meneo con el que suplementaba al vaivén para que toda la fantástica verga se moviera aleatoriamente en mi interior, sentí como el dedo ovalado y casi desprovisto de uña, iba hundiéndose en la tripa sin provocarme sufrimiento alguno y sí una exquisita picazón que se asemejaba a mis ganas de evacuar y cuando ella fue realizándome una verdadera mini sodomía, no pude menos que proclamar mi contento con el aceleramiento casi frenético del galope.
Contradictoriamente, la angustia histérica me pedía la pronta consumación de otro orgasmo pero la euforia del disfrute me hacia desear que el acople se prolongara hasta que el esfuerzo físico me agotara y, pareciendo comprenderme, Graciela me hizo incorporar y llevándome nuevamente junto a la mesa, me indicó que descansara el torso inclinado sobre mis codos apoyados en el tablero y separándome cuanto pudo de este me abrió exageradamente las piernas; secando prolijamente mi sexo con la remera, se esmeró luego en hacerlo con el falo para despojarlo de cualquier vestigio de sudor o fluido alguno.
Mi recuperada sexualidad ya me hacía elaborar lúbricos pensamientos y la sequedad del sexo me auguraba una nueva y satisfactoria penetración que anhelaba se concretara rápidamente y Graciela no me defraudó; tomando la tremenda verga con los dedos, comenzó a frotarla desde el mismo bajo vientre al tiempo que con la otra mano estrujaba deliciosamente uno de mis senos oscilantes que pendían libremente hacia abajo.
Con la cabeza apoyada en la mesa, yo observaba a través de las tetas como ella conducía expertamente al enorme falo y pronto lo sentí rastrillando el vello púbico para después macerar al clítoris en pacientes círculos; utilizándolo como un pincel, fue arrastrándolo por sobre los inflamados colgajos hasta llegar al agujero de la vagina y embocándolo apenas, inició una serie de cortos vaivenes que muy paulatinamente hacían a la verga penetrar cada vez más y de esa manera el grosor desmesurado del tronco fue adentrándose en la cavidad resbalando sobre las espesas mucosas que como antaño bañaban la vagina.
A pesar de haberlo tenido habitando el sexo, tal vez por el ángulo o por la fortaleza de la mujer que ahora me asía por las caderas mientras hamacaba su cuerpo en una lentísima copula; nuevamente el volumen del consolador me sacaba de quicio con esa extraña mezcla de dolor y placer que de a poco, comenzó a dominar al primero para invadirme totalmente y por primera vez me encontré alentándola para que no sólo no parara de penetrarme sino incitarla a hacerlo cada vez con mayor vigor.
Por entre los senos basculantes, me regodeaba viendo al enorme falo entrar y salir de mí y sin meditarlo, abandonándome al puro placer del sexo por el sexo mismo, fui flexionando los brazos para proyectar el cuerpo contra el de la enfermera, haciendo que los choques de mis nalgas contra la pelvis se tradujeran en sonoros chasquidos mientras sentía la punta del miembro restregando el interior del inútil útero; enloquecida por dicha que ese tipo de acople me proporcionaba, comencé a menear las caderas de lado a lado para sentir los tremendos roces mortificando aleatoriamente mis carnes desde distintos ángulos y obedeciendo a un secreto reclamo interior, llevé una mano a frotar desesperadamente al solitario clítoris.
El llanto que rato antes me acongojara, se había transformado en un jolgorio de eufórica alegría que se traducía en la complacencia que expresaba en las joviales risitas hasta que de súbito me interrumpí con alarmada protesta cuando sentí como sacaba el falo del sexo para alojarlo sobre el ano y sin dilación, empujar para que todo él se introdujera al recto; si ya el tamaño resultaba insoportable aun para la elasticidad proverbial de mi vagina, el que hubiera avasallado los apretados esfínteres para distenderlos tanto como ninguna otra cosa lo hiciera, me elevó a un nivel del dolor inconmensurable y de mi boca abierta hasta ahora en un grito mudo, surgió un estridente chillido que enronqueció mi garganta.
Junto con las súplicas de piedad y una insistente negativa, Graciela parecía sacar toda su masculinidad al descubierto y en tanto me sujetaba clavando las poderosas manos en mis ingles, empujó hasta que la copilla plástica golpeó reciamente los glúteos y el comienzo del movimiento hacia atrás produjo junto con el alivió una especie de milagro en mí que, extrañamente, me sentí colmada por una felicidad tal que reemplacé las negativas en fervientes sí y volviendo a llevar mi mano al sexo, no me contenté con la estimulación al clítoris sino que hice a todos los dedos ejecutar una danza diabólica en los colgajos que culminó con la introducción de tres de ellos a la vagina mientras sentía al falo que como un embolo entraba y salía de la tripa en una maravillosa sodomía.
Las palabras de pasión y vilezas se mezclaron con roncas exclamaciones de placer hasta que juntas expresamos nuestras ansias por acabar y cuando lo hicimos, Graciela se dobló sobre mí desmayada por el agotamiento de la pugna y la fuerza del orgasmo; durante unos momentos, exhausta y amodorrada pero ahíta por ese sexo tan pleno, me dejé estar bajo el peso cálido de la enfermera que ronroneaba mimosamente mientras la boca se aplicaba a darme tiernísimos besos en medio de la espalda y las manos buscaban cariñosas mis pechos aplastados contra el tablero.
Después de haber cumplido su propósito de someterme totalmente, la tucumana parecía haber recuperado su feminidad y aunque todavía mantenía en la tripa la insoslayable presencia de la maravillosa verga, comenzó a deslizar en mi oído su imperiosa necesidad de ser satisfecha como mujer y que le gustaría que fuera yo quien lo hiciera en una cama; dándome cuenta que en una verdadera relación lésbica la alternancia del protagonismo era esencial para una satisfacción completa, acepté gustosa esa sugerencia e incorporándome una vez que me liberara del falo, la condujo de la mano a mi dormitorio.
Era asombroso como el cambio de roles transformaba a la enfermera que, ya sin la exhibición prepotente de su corpulencia hasta semejaba ser más débil y pequeña y ahora, relajada, se sentó al borde de la cama para quitarse el arnés y haciéndome colocar de frente a ella, lo colocó en mi entrepierna; recién entonces me di cuenta de algunas de sus reacciones, ya que descubrí en el interior de la curvaba copilla, una serie de excrecencias muy parecidas a las del mío, sólo que las del centro de este eran más largas y flexibles para que cupieran fácilmente dentro del hueco.
Contenta por esa nueva relación a la que accedería cuando casi todas las mujeres de mi edad se dedicaban a sus nietos y a perder el tiempo en cosas propias de la vejez, con el rostro iluminado por esa sonrisa que me hiciera famosa en mi juventud, envolví entre mis dedos el delgado rostro de Graciela y en tanto depositaba juguetones y tiernos besos en su boca, le aseguré que no se arrepentiría de haberme elegido como amante, tras lo cual acompañé el cuerpo de la mujer cuando se dejó caer dócilmente sobre la cama; levantándole las piernas, la acomodé a lo largo del lecho y separándoselas para hacerme lugar, me acosté encima del mórbido cuerpo.
Así como la lesbiana se relajaba morosamente en una casi ridícula actitud adolescente tal vez al influjo de los inéditos roces que el consolador provocaba en su entrepierna, me congratulé de sentir el cuerpo mórbido de esa mujer que me llevara al disfrute total casi violándome desde el primer instante; por contrapartida, si bien me emocionaba transformarme en la parte activa de la pareja, sentía una emocionada ternura femenina que siempre sospeché era la que acerca sexualmente a las mujeres.
Acostada muellemente sobre Graciela, la aferré dulcemente por la nuca para luego acomodar la cabeza de modo que nuestras bocas se aproximaran cruzadas y, sacando la lengua viboreante, escarbé entre los labios entreabiertos hostigando su interior y las encías; exhalando un suspirado lamento de excitación, la enfermera también buscó con su lengua establecer contacto y entonces, en pequeñas refriegas que alternábamos con rápidos chupones de los labios a las lenguas, con los dedos enterrados como garfios entre los mechones de la otra, nos prodigamos en besos, lambeteos y succiones que poco a poco fueron quitándonos el aliento.
Ahogadas por la falta de aliento y la saliva que llenaba nuestras bocas y en tanto buscábamos con las manos el cuerpo de la otra, nos abismamos en infinidad de besos de una suavidad tan extrema que los labios se encontraban sólo para rozarse con la delicadeza de una flor y en medio de los suspirados gemidos, percibí el susurro de la mujer suplicándome que bajara; la concupiscencia de mis propias experiencias me señalaba claramente qué era lo que la tucumana buscaba y despaciosamente llevé a lengua y labios en un periplo conjunto en el que la primera hostigaba y los segundos enjugaban la saliva, que me llevó a recorrer el delicioso mentón hendido por un profundo hoyuelo, tras lo cual la delicada curva del cuello conoció de esos placeres hasta que, descendiendo apenas el cuerpo, enfrenté la amplia superficie del pecho enrojecido por la excitación y como curiosa experiencia, relevé los escalones del esternón.
Así como se produjera una alteración en la manifestación de su sexualidad en Graciela, yo notaba complacida que en mí nacía un nuevo tipo de deseo que se manifestaba en una apetencia codiciosa por hacer disfrutar a la mujer al tiempo que me cebaba en sus carnes con la misma acuciosa avidez de un hombre; elevando un tanto el torso para poder contemplar la maravilla de esas tetas fantásticas que aun en esa posición se mantenían erguidas, me abstraje en la consistencia maciza que exhibían bajo esa piel pálidamente blancuzca que permitía adivinar el finísimo entramado de microscópicos conductos sanguíneos que parecían converger hacia las aureolas.
El vértice de las tetas era un espectáculo en sí mismo, ya que contrastando insólitamente con la epidermis, las aureolas lucían un subido amarronado de reflejos rosáceos que contribuía a destacar ese cono que se elevaba como otro pequeño seno sustentando los gruesos y largos pezones que mostraban infinidad de arrugas en sus lados y en la punta achatada se abría el hondo tajito horizontal del conducto mamario; fascinada por tener ante mis ojos esos senos alucinantes, tantee con los dedos la reciedumbre de las tetas y la solidez de los músculos me confirmó la preparación atlética de Graciela que, sin embargo, respondió a ese simple estímulo con el insinuante estremecimiento de una jovencita.
Al tiempo que los sobaba con apaciguada calma, bajé la cabeza e hice que la lengua tremolante realizara un evasivo recorrido en espiral en todo el derredor para ir acercándose paulatinamente a las insoslayables aureolas; casi evitándolas y de manera renuente, con la punta de la lengua y como si tuviera miedo a una descarga, estimulé al pequeño volcán para que la mezcla de sabores que exudaba con un poco a sudor y mucho a un almizcle naturalmente femenino, a salvajina animal, sacudiera mis entrañas.
Degustándolo con fruición, extendí el flameo a toda la aureola al tiempo que los dedos rascaban tenuemente la del otro pecho y en medio de las exclamaciones gozosas de la enfermera que acariciaba cariñosamente mi corto cabello, puse toda la boca en un mamar semejante al de un chico hambriento, encerrando prietamente al pezón entre los labios para estirarlo hasta el límite de su queja.
Un algo desconocido me obnubilaba, extrañaba mis sentidos y ponía en mi mente las más pervertidas imágenes que jamás realizara y cercana a la rabia, incrementé las chupadas pero ahora con el auxilio de los dientes que roían sin lastimar las arrugas de la mama, en tanto que las manos estrujaban fuertemente los inflamados globos haciendo que las uñas de índice y pulgar imitaran a los dientes en la otra teta.
Graciela corcoveaba debajo mío y mientras me bendecía por tan extraordinaria chupada, empujaba mis hombros pidiéndome por favor que bajara a chuparla; la gula por hacerlo me conmovía de ansiedad pero la soportaba imaginando que el premio justificaría el sacrificio: Aun así, fui dejando a cargo de los dedos el retorcimiento a los pezones y con toda la boca explorando el valle entre los senos, encontré el surco entre los abdominales que en la mujer era profundo a causa del desarrollo muscular y siguiendo su huella y los meandros que formaba la depresión de cada uno, arribé al ombligo, y allí me entretuve escarbando entre los intersticios pero los movimientos insinuantes de Graciela y las vaharadas que con ellos subían desde la entrepierna pudieron más.
El sólo pensar que a pocos centímetros se encontraba aquello que enloquece a los hombres y también a las mujeres, la hice continuar el recorrido del vientre subiendo la pequeña loma de la pancita para recalar en el hundimiento que antecede al Monte de Venus; contra todo lo esperado en una mujer que se dedicaba a seducir a otras con su cuerpo, la prominencia estaba cubierta por una mata inculta de ensortijado vello púbico y eso me convenció de que su masculinidad era verdaderamente profunda.
En realidad, lo de inculta era una primera impresión causada por su asociación con la homosexualidad de la enfermera, pero enseguida me di cuenta de que aquello debería de actuar como un imán en mujeres proclives al lesbianismo, ya que los bordes de la espesa alfombra renegrida estaban cuidadosamente recortados y al parecer no se extendía más allá del comienzo de la vulva; esos aromas que me convocaran eran verdaderas fragancias que me excitaban como ninguna que hiriera antes mi olfato y presupuse que en ciertas hembras humanas se daban las feromonas, esas substancias que en animales e insectos atraen a los machos desde kilómetros de distancia.
Ciertamente, o Graciela pertenecía a esa especie o ella era yo quien estaba particularmente sensibilizada para excitarse oliéndolas donde nadie lo hacía, como fuera, el olfatearlas me sacaba de quicio y hundiendo la boca entre los pelitos, lamí y chupé los jugos que bañaban la piel subyacente, haciendo que mis narinas se dilataran ansiosas como los hollares de alguna bestia y exhalando un hondo ronquido goloso, me deslicé hasta el nacimiento de la raja en la que ya asomaba la oscura y arrugada capucha del clítoris.
Como correspondía, ahí sí el clítoris demostraba su verdadera apariencia de pene, ya que el conjunto asomaba erecto, rígido, largo y grueso y entonces, no pude evitar lanzarme sobre él para fustigarlo reciamente con la lengua y luego envolverlo entre los labios en hondas succiones que llevaban a mis sentidos la misma sensación que cuando chupara vergas verdaderas
Enajenada por ese descubrimiento que me prometía aun mayores asombros y estimulada por los ayes y gemidos de ella, me enderecé para acomodarme mejor y acceder a todo el sexo entre las piernas y en ese momento Graciela colocó prestamente la almohada por debajo de su cuerpo para que toda la zona erógena quedara casi obscenamente expuesta y separada de la cama al tiempo que aferraba sus piernas por debajo de las rodillas encogiéndolas junto a su pecho, ofreció lo que catalogué como la más maravillosa entrega.
El conjunto todo me fascinaba de tal manera que no me decidía por dónde empezar, pero recordando su obsesión por todo lo anal y teniendo justo enfrente la hendidura dilatada, observé que el ano no tenía la clásica abertura hundida y cerrada por un ceñido haz de esfínteres, sino que se elevaba como un monte cuyas estrías se unían como fisuras de las laderas en un cráter de insondable oscuridad; sólo pensando en lo profundo del placer que obtuviera por la reciente sodomía, pegué el mentón para, desde abajo y accediendo por el nacimiento de las nalgas, deslizar la lengua vibrante por la sima de la hondonada y al tiempo que sorbía los que eran jugos exquisitos para mí, arribé al ano que, en una reacción que no supe si natural o provocada por la mujer, pulsaba invitadoramente.
La punta de la lengua afilada rozó apenas al curioso ano y contra todo lo esperado, sin rastros de acritud y sí de una lechosidad mucilaginosa que parecía rezumar la tripa, un sabor original, añejo y virgen a la vez convocó mis pensamientos más aviesos y entonces la lengua se prodigó en lambeteos y azotes al conito para luego concentrarse en el agujero por el que, sorprendentemente, los esfínteres le permitieron adentrarse por casi dos centímetros en medio de rugidos de la tucumana que me alentaba a sodomizarla con un dedo; a mí también me excitaba aquello y decidida a aprovecharme lo más posible, combiné la introducción de la lengua con la aplicación de los labios como una ventosa por la que la sometí a intensas chupadas en las que extraía más de aquellos fluidos tan agradables.
En esa posición, mi nariz rozaba inevitablemente el oscuro agujero de la vagina y las flatulencias que exhalaba pudieron más; abrumada por el deseo, complací a la mujer insertando despaciosamente al recto el dedo pulgar en medio de regocijadas alabanzas sucias de Graciela y mi lengua se dedicó a recorrer las carnosidades alrededor del agujero que escurría las dulzonas mucosas del útero e inevitablemente, fue introduciéndose al vestíbulo que antecede a los verdaderos esfínteres hasta que labios y dientes le impidieron ir más allá.
Dándole a la mano un movimiento basculante para que el dedo sodomizara a la mujer sin lastimarla, repetí lo que hiciera en el ano y en tanto la lengua extraía para que degustara los deliciosos jugos, los labios se empeñaron en un discontinuo succionar; escuchando a la enfermera reclamarme por más mientras mecía el cuerpo con sus poderosos brazos encogiendo las piernas, decidí hacerle lo que a ella tanto le gustaba.
Apoyando las manos en los costados del monumental trasero, llevé a índices y pulgares a separar los oscurecidos labios mayores de la hinchada vulva para encontrarme con algo que me sacudió; aun esperándolo, el amasijo encrespado de los labios menores que se enroscaban en complicados meandros de fuerte carnosidad me compelió a hacer aquello con lo que disfrutara por años y recorriéndolos minuciosamente como para comprobar su textura, los fustigué delicadamente saciándome con esos jugos que sorbía con deleitada fruición.
Una gula irrefrenable me compelía a atracarme en esas carnes, con lo que llevé la lengua a internarse entre las crestas para rebuscar en el liso fondo del óvalo y una vez que hurgara en el dilatado agujero del meato arrancamdo sofocados grititos en Graciela, me dediqué a encerrar entre los labios las carnosidades para ejecutar un movimiento de masticación por el que mi boca se llenaba con los tejidos; con la boca abierta desmesuradamente, introducía los inflamados frunces al interior para que la lengua los restregara contra las muelas y el paladar mientras los dientes se hincaban incruentamente en ellos, ejerciendo mínimos tirones que estremecían a la mujer.
Desconociéndome en esa voracidad animal y con los sentidos exacerbadamente a flor de piel, no pude desconocer la presencia del clítoris que rozaba ocasionalmente con la nariz y llevando la boca sobre la alzada caperuza, la metí enteramente entre los labios para ejecutar una intensa y mínima felación que complementé con la introducción de índice y mayor a escarbar la empapada vagina.
Graciela estaba descontrolada por el goce y en tanto tiraba de sus piernas encogidas como para ir al encuentro de la boca en un moroso hamacarse, comenzó a rogarme amorosamente mimosa que la sometiera por el ano con el falo; al enderezarme, los glúteos tensados de la mujer adquirieron carácter de ciclópeos y el particular agujero anal parecía invitarme con sus pulsantes contracciones; aunque me sabía extraviada por la pasión, penetrar a alguien, especialmente a otra mujer y en este caso por el ano, me colmaba de miedosa expectación.
Al tomar el consolador entre los dedos, los toques urticantes de la puntas en las partes más delicadas de mi sexo me recordaron cuanto disfrutara con esa verga en mi interior y, apoyando la punta sobre el extraño ano, no pude sustraerme a la morbosa curiosidad de ver cómo sus laderas se ensanchaban prodigiosamente para que, lentamente, el largo y grueso falo fuera introduciéndose al recto; Graciela constituía todo un espectáculo que ya justificaba esa sodomía, toda vez que meneaba reciamente la cabeza mientras resollaba ruidosamente y sus dientes se hincaban en los labios al tiempo que de su pecho brotaba un sordo bramido que reunía el sufrimiento con el goce.
El verla disfrutando tanto, hizo que sumara mi perversa incontinencia larvada y forzando el empuje del sacro con el consiguiente rascado de las puntas a las partes más sensibles de mi sexo, me aferré con las manos clavadas a las ingles y, muy suavemente, inicié la extracción del falo; enfervorizada por la sodomía, Graciela tartamudeaba su complacencia al tiempo que los nudillos de los dedos hundidos en las piernas blanqueaban por la fuerza con que tiraba de ellas y entonces inicié un titubeante balanceo de la pelvis que, en la medida que la tripa era lubricada por las mucosas que cubrían de una brillante patina al falo cuando salía, fue haciéndosenos más cómodo a las dos y la mujer, transformando la expresión de su delgado rostro en la de una beatitud total, me pidió que acelerara el vaivén porque estaba próxima a evacuar su primera eyaculación y deseaba que fuera anal.
Observando como el ano se cerraba sobre la verga como si fuera un tubo elástico que se hundía o emergía por mis movimientos, decidí complacer a quien me complaciera tanto como ella y hamacándome violentamente, junto al chas-chas de mi piel chocando contra la suya la sodomicé largamente hasta que, en medio de repetidos asentimientos y soeces alabanzas a mis condiciones prostibularias, tras luego de tres o cuatro violentas contracciones, Graciela se envaró para luego desmadejarse blandamente.
Bañada por la transpiración pero aun remontando la cuesta del deseo, me admiré por la belleza primitiva de la tucumana quien, con el rostro surcado por una sonrisa somnolienta aun sostenía las piernas abiertas y encogidas mientras sus redondos senos se erguían sólidos por la acumulación de sangre; extrañamente, ahora me complacía el restregar de las puntas y sentía como si una especie de deseo prepotente y autoritariamente omnipotente me habitara; asiendo la elástica prolongación del consolador como si fuera un pene, conduje la punta a pincelear desde el abandonado ano hasta donde se alzaba el clítoris y contenta con el resultado obtenido en mí y la enfermera, apoyé la parte inferior sobre el sexo para, separando los labios por la presión, iniciar un cansino vaivén restregando duramente los inflamados tejidos entre agradecidos ayes y gemidos de esa nueva amante.
Ungida de mi papel activo frente a la femenina pasividad de Graciela, asumí cabalmente un desconocido impulso masculino que me llevaba no sólo a domeñar a la mujer sino a satisfacerme con sus dolores y placeres; alojando la punta de la verga contra el agujero vaginal y como si lo hubiera meditado, di tal empujón hacia adelante que ella lanzó un estentóreo grito de dolor y sentí como junto a las excrecencias clavándose en mis carnes, el falo me transmitía en choque con que sobrepasara el cuello uterino.
Entremezclando el sufrimiento con una felicidad que iluminaba su cara, Graciela me bendijo por mi entusiasta actitud y, diciéndome que esa era la forma en que deseaba ser cogida, enganchó las piernas debajo de las axilas para formar una especie de cuna basculante y me alentó a poseerla de esa manera; verdaderamente esa expresión más vulgar del sexo era la que se acomodaba ahora a mis nuevas sensaciones y diciéndome que iba a cogerme nuevamente a otra mujer como si fuera un hombre, me incliné sobre Graciela para que mi cuerpo rozara la sudada piel y al tiempo que ponía las dos manos a sobar y estrujar sin piedad los mórbidos senos de la enfermera, inicié una ralentada cópula que la encendió de alegría.
Yo sentía que por mi rostro marchito corrían verdaderos arroyuelos de transpiración y advirtiendo en mis riñones el cansancio del movimiento que paulatinamente la pasión aceleraba, fui disminuyendo ostensiblemente el coito; entonces, Graciela se hizo cargo del acople y compadeciéndose de mi esfuerzo por satisfacerla, se enderezó para luego empujarme hacia atrás pero manteniendo al consolador dentro suyo.
Invirtiendo la postura, hizo que abriera las piernas y ahorcajándose sobre mí, inició una jineteada al falo que me volvió loca de placer ya que los movimientos arriba y abajo, se complementaban con enviones adelante y atrás para después realizar un meneo circular como las odaliscas y en esas variaciones, el interior de la copilla martirizaba tan gratamente al sexo dilatado que, asiéndola por los prominentes pechos que colgaban oscilantes frente a mí para estrujarlos impiadosamente, fui enlazándola por la cintura con las piernas para hacer que los talones comprimieran sus nalgas en poderoso coito, conminándola a conducirme al orgasmo final; sacudiéndose con esa efectividad que le otorgaban años de experiencia y sabiendo la carnicería que las puntas estarían haciéndome en el sexo, Graciela entrecruzó los brazos para realizar semejante tarea en sus pechos y así, agrediéndonos recíprocamente casi con saña, insultándonos entre palabras de apasionado amor, proclamamos a un tiempo la proximidad de nuestros alivios.
Minutos después ambas nos encontrábamos acostadas de lado una junto a la otra en esa típica “cucharita” de las parejas, en esa posición con que me gustaba desde hacía años descansar junto a mis amantes y en tanto acariciaba tiernamente los pechos de Graciela apretándome contra ella, ella jugueteaba con los dedos de la mano echada hacia atrás en mis todavía tersas nalgas y cuando comencé a besuquear su espalda, la mano se deslizó hacia la entrepierna donde aun se encontraba instalado el arnés para tomar al flexible consolador y alojándolo en su ano, fue haciéndolo penetrar en una auto sodomía que volvió a enardecernos.
Yo no esperaba tan pronta reacción de ella ni tampoco la mía, ya que apoyándome en el codo izquierdo, recosté en la cama el torso retorcido de Graciela para que, en tanto la besaba apasionadamente en la boca y mi mano derecha se esmeraba en sobar a un seno, di a la pelvis un mínimo movimiento copulatorio que la tucumana agradeció diciéndome que no lo hiciéramos violentamente sino entregándonos una a la otra con esa amorosa dedicación que sólo las mujeres comprenden y practican.
Así imbricadas como un mecanismo perfecto del amor y el sexo, con el suave meneo que se traducía en un lentísimo ondular para que tanto la verga hurgara despaciosamente en la tripa y las puntas siliconadas estregaran mi sexo, con mis dedos retorciendo tiernamente un pezón de la enfermera y la mano de aquella manipulando sabiamente su propio clítoris, murmurando ininteligibles palabras de pasión, permanecimos largo rato hasta que el cansancio y la intensidad de nuestros múltiples orgasmos nos venció y sólo despertamos horas mas tarde, con la certeza de que ya no volvería a sentirme sola, inútil y fracasada sexualmente.
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