BARQUITO 24
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por Anonimo.
Tuvimos que adecuar las curaciones para que nosotras pudiéramos tener relaciones, ya no con aquella violencia ni pasión del primer día en que realmente hasta yo me sintiera violada, sino con una mansa complacencia que nos satisfacía a las dos; lo difícil y a pesar que ella entendía la benevolencia de mi marido al no sólo permitir sino propiciar mis expansiones sexuales, fue que aceptara hacerlo frente a él, pero extorsionándola al retacearle ciertas cosas que me pedía hacerme o que le hiciera, conseguí que finalmente ocupara el sillón y terminó confesándonos que el saberse observada mientras nos satisfacíamos, agregaba a nuestras relaciones un algo más que la excitaba.
Era una magnífica amante y yo había recuperado totalmente la sensorialidad en todas las formas con lo que en que en ciertas ocasiones nos desmadrábamos para hacer uso y abuso de los consoladores, nos hicieron transcurrir esos meses en una felicidad casi adolescente; lamentablemente, esos servicio se prestan por secciones, barrios o circunscripciones y a ella la destinaron bruscamente a una que, más cerca de su casa, quedaba en provincia.
Esa no fue para mí otra frustración después de haber vuelto a remontar la cresta de la ola cuando ya me creía desahuciada, pero no podía quejarme por haberla vivido a mi edad y con Arturo fuimos prestando atención a Silvina quien, por la tarde y en forma paralela a Graciela hasta que se cumpliera su reemplazo, nos visitaba tres veces por semana para mover y masajear las piernas inertes de mi marido que necesitaba estimular la circulación.
Esta joven de veintiocho años nos había impactado por su belleza, frescura y desfachatez; alta hasta la exageración – medía un metro setenta y ocho -, no evidenciaba lo rotundo de sus formas precisamente por su estatura y parecía una modelo por lo agraciado del rostro y su cabello rubio que usaba en una trenza o unaextensa cola de caballo.
Su jovialidad y desparpajo en el trato hizo que inmediatamente no nos tratara como a dos viejos y en una insólita muestra de confianzuda sinceridad, en esa hora y media en que yo permanecía observándola desde el sillón, no sólo nos contó de su infancia y adolescencia itinerante por los traslados con que la Marina desplazaba a su padre – ahora Almirante retirado – y las anécdotas que debía vivir una chica en una base o cuartel, teniendo la suerte o desgracia de que sus cuatro hermanos fueran varones.
Jugar al fútbol, nadar en el mar o sostener peleas a puño limpio se habían convertido para ella en cosas cotidianas y de la misma manera debió defenderse de los avances de los varones al ir desarrollando ese físico tan impresionante; con una espontaneidad pasmosa que rozaba la grosería y sin vergúenza alguna, nos dijo que igual no le sirvieron de nada sus mañas varoniles al momento en que dos alférez de una base naval la “apretaran” y había perdido gratamente su virginidad contra un cerco de ligustrina.
De una cosa fuimos derivando a la otra y como Arturo es un entusiasta del automovilismo, ella nos contó lo más picante de sus experiencias porque para pagar los estudios universitarios había trabajado como promotora en las carreras de TC 2000 y aquello le sirvió para vivir una época extraordinaria a favor de las festicholas que hacen los viernes en la noche los corredores y sus equipos en los motor home en que viven; deliverys de carne fresca, las chaperonas de la empresa las tentaban a concurrir a esas fiestas y como el pago adicional aventajaba a veces su propio cachet, no eran remisas ni le hacían asco a integrar grupos donde se intercambiaban parejas y de ese modo había ingresado al grupo de las bisexuales que eran las favoritas de esos hombres.
Tres campeonatos le habían bastado para conocerlo todo del sexo y una vez recibida de fisioterapeuta, esa experiencia le rindió sus frutos al momento en que algunos clientes le pedían algún masaje “especial” que, sin ser una constante, prestaba con gusto a hombres pero especialmente a mujeres que en los últimos tiempos se convirtieran en mayoría por aquello de su liberación sexual; en ese intercambio de confidencias y conocimientos, la hicimos partícipe de algunas de nuestras mejores experiencias y mi adicción al lesbianismo.
En esa época – es decir tres semanas atrás – fue cuando Graciela dejara de venir y confiándole la angustia que me hacía histeriquear sin aquel consuelo físico que se hiciera cotidiano, con una generosidad nacida de la confianza que nos teníamos, se ofreció a “descargarme” con gusto porque yo no le disgustaba; con Arturo estuvimos de acuerdo con esa oferta de alguien a quien apreciábamos y además era tan linda que no podía dar crédito a la fortuna que tuviera.
Como este otoño vino cálido, ella siguió vistiendo unas soleras de falda holgada con un corsage elastizado que sostenían delgados breteles y un saquito tejido con el que cubría brazos y hombros del que se desprendía al llegar para tener libertad de movimientos; tras pararse y enganchar los pulgares en los breteles de la solera, la tela de algodón cayó a sus pies como una blanca corola que ella traspuso después de quitarse los zapatos sin agacharse.
Aun con la ropa interior, su cuerpo joven era maravilloso, dorado por el sol y exhibiendo unas tetas que oscilantes y unas caderas y nalgas fabulosos que sostenían aquellas largas piernas en las que se nos iban los ojos cada vez que se sentaba y cruzaba las piernas; observando mi estupefacta mirada, se aproximó y como si yo fuera una adolescente, puso toda la delicada ligereza de sus dedos en desprender uno a uno los botones de la blusa, ronroneando aprobatoriamente cuando vio el volumen real de mis pechos como si fuera un tesoro.
Bajando con presteza el cierre de la pollera que cayó a mis pies, dio una vuelta alrededor rozándome apenas el torso con la yema de los dedos para volver a colocarse delante de mí y arrodillándose, acercó su nariz al bulto que formaba el sexo debajo de la bombacha aspirando con deleite esa mezcla de sudor con los eternos jugos vaginales que manaban acompañando mi excitación.
Rozando apenas con la nariz todo el frente de la trusa mientras la recorría con las yemas y comprobando que estaba humedecida por el flujo, lamió con fruición el bulto que envolvió con la boca abierta para comenzar a chuparlo con tierna dedicación y ante mi susurrado asentimiento a la par que acariciaba su cabeza, introdujo dos dedos debajo del elástico de la cintura y con minuciosa prolijidad fue bajando la prenda a lo largo de las piernas hasta sacarlas por mis pies para luego buscar en su interior el refuerzo de la entrepierna humedecido por mis fluidos, aspirando profundamente sus fuertes aromas.
Aunque prácticamente ni me había tocado, yo temblaba por la excitación que esa especie de rito fetichista de la chica me provocaba y no podía reprimir el leve jadeo que escapaba por mi boca ante la emoción de ser poseída y poder poseer a tanta belleza. Parándose muy junto a mí, la energía y el calor que emanaba su cuerpo aceleraron mi deseo y mirándola profundamente a los ojos desde los veinte centímetros que nos separaban, le supliqué en un susurro que me poseyera.
Viéndola desprenderse rápidamente de la trusa ya que no llevaba corpiño, me aproximé a ella y comenzamos a jugar con las manos en nuestros sexos, rascando tenuemente y deslizando los dedos a lo largo de las vulvas. Con el goce, vino el jadeo gimiente y sin darnos cuenta nuestros alientos se confundieron, los labios se rozaron galvanizándonos y lentamente nos abandonamos al beso, tímido al principio y exigentemente hambriento después.
Con mi brazo izquierdo la atraje hacia mí y la mano derecha buscó la magnífica copa de sus senos acariciándolos, consiguiendo que ella buscara los míos y las dos nos dedicamos por un rato a sobar amorosamente los pechos de la otra. Mi boca se desprendió de la suya y los labios buscaron el promontorio de los vértices de sus senos justo enfrente mío, envolviendo a los pezones y succionándolos como si mamara. Ella gimoteaba quedamente por la ansiedad que le provocaba y entonces mi mano buscó su nalga para acariciarla suavemente, recorriendo la cadera y pelvis hasta rozar la pelada superficie del sexo.
Tan excitada y contenta como yo, gemía y jadeaba en un sordo reclamo incitándome a concretar cosas. Aventurando tres dedos, la sentí estremecerse contra mí cuando recorrí tenuemente los labios de la vulva. Con la yema busqué la humedad que manaba del sexo y los dedos fueron escurriéndose suavemente hacia el interior escarbando entre los pliegues con mi sabiduría de años.
Más por instinto que por propia voluntad, ella se agotaba acariciando mi cabeza para empujarla hacia abajo con apremiante vehemencia mientras murmuraba insistentemente, ¡vamos, vamos!. Sin dejar de masturbarla cambié de posición tan expertamente como el placer me indicaba. La respuesta encendida de Silvina no hacía sino motivarme para proseguir y, cayendo de rodillas dejé que mi cabeza resbalara hacia su sexo hundiendo la boca en él.
Como siempre que iniciaba una relación lésbica, el fuerte olor a almizcle me provocaba una leve aprensión pero las ansias podían más y, sapiente de casi cincuenta años de sexo, comencé con pequeños besos que derivaron en lambeteos para luego succionar aquel manojito de pliegues que cubrían al clítoris. Sorprendentemente, el sabor de su sexo no era acre sino que una fragancia particularmente excitante exacerbó mi olfato, introduciéndome a nuevas sensaciones olfativas.
Enardecida, mi boca se aplicó a la succión de aquellos pliegues y dos dedos unidos se adentraron en el agujero de la vagina. Nunca pude discernir si los fuertes lamentos iniciales de ella fueron de dolor o placer, ya que después de unos momentos de esa vigorosa penetración, flexionando las rodillas para abrir aun mas las piernas, imprimió a su cuerpo un lento ondular que se fue incrementando hasta que, suspendida por un instante en un envaramiento muscular, apretó mi cabeza contra su sexo sollozando de placer mientras los fluidos de su vagina rezumaban a través de mis dedos.
Todavía temblorosa por ese sorpresivo y precoz orgasmo, la empuje suavemente hacia el sillón y deslizándome hacia su sexo entre las largas piernas abiertas, no podía quitar los ojos de esa enorme vulva cuyos gruesos labios ya de un color violeta oscuro con trazos negruzcos, despertaban cosquillas en aquellos lugares que desde hacía tiempo no volvía a sentir. La angustia resecó rápidamente mi garganta junto al escozor inaguantable del sexo, señal inequívoca de que la excitación estaba alcanzando niveles excelsos.
Inclinándose para estirar los brazos y asir ni barbilla, me hizo incorporar para llevar mi cara hacia arriba. Acezando quedamente entre los labios entreabiertos, vi como me aproximaba a los suyos y experimenté el beso de más sublime dulzura en mucho tiempo. Las mórbidas carnes de sus labios gordezuelos se posaron tenuemente sobre la boca como esos ligeros intentos titubeantes que hace una mariposa antes de posarse en una flor y mis labios no podían contener el temblor de nervios, ansiedad y angustia que los sacudían inconteniblemente.
La líquida suavidad de su lengua empapada de una fragante saliva se extendió por los labios y como una serpiente gentil, escarbó con tierna premura mis encías para luego introducirse lentamente en la boca, recorriendo morosamente cada rincón de ella y provocando que la mía, acudiera presurosa a su encuentro. Restregándonos en una incruenta batalla del deseo, nos atacábamos sin saña, con una ávida lubricidad que conduciría inevitablemente a que los labios, alternativamente, se esmeraran en succionarlas cada vez con mayor intensidad.
Incapaz de contener mi loca vehemencia, la abracé apretadamente y juntas rodamos sobre el asiento estrechándonos como poseídas, con delirio, en vesánica exaltación y nuestras carnes se restregaron furiosamente en un intrincado amasijo de brazos y piernas, ondulando nuestros cuerpos y acometiéndonos en un alienante acople imaginario.
Las dos balbuceábamos frases incomprensibles lucubradas por las fantasías de nuestra fiebre sexual, suplicando, aceptando y prometiéndonos las más infames vilezas. Nuestras manos no se daban descanso recorriendo la superficie de esas pieles que erizadas y mojadas de transpiración nos permitía escurrir por cuanta cavidad, rendija u oquedad se presentaba, arrancándonos mutuamente, encendidos gemidos de goce insatisfecho.
Colocándose invertida sobre mí, comenzó a manosear mis tetas al tiempo que su boca sometía a las aureolas y pezones a intensos chupones, dejando las marcas violáceas de las succiones y las rojizas medialunas de sus dientes. Sus pechos, más grandes que los míos, oscilaban hipnóticamente lado a lado sobre mi cara y yo también la ataqué con toda la vehemencia que el deseo me provocaba, encerrándolos fieramente entre mis labios y succionándolos con tal fuerza que ella emitió un dolorido gemido. Sus manos fueron deslizándose a lo largo del vientre y cuando llegaron a la entrepierna, se desviaron por las canaletas de la ingle para confluir finalmente en la vulva.
Las mías se mostraron ansiosas por palpar el fuego de su carne y se aventuraron a lo largo de la cintura acariciando las caderas y el nacimiento de los exquisitos glúteos. Las dos sabíamos que inevitablemente, el momento había llegado y acomodamos nuestros cuerpos para el feliz epilogo.
Ella encogió mis piernas obligándolas a abrirse de una manera que dejaba al sexo totalmente dilatado y su lengua tremolante exploró a todo lo largo de él, desde la escasa vellosidad que coronaba el abultado Monte de Venus prologando la entrada a la vulva, hasta esta misma y su consecuencia final que era la entrada carnosa a la vagina.
En una complicada combinación de labios y lengua, recorrió profundamente cada pliegue que asomara entre las carnes, retorciéndolo sañudamente entre ellos y complementándolos con los dedos, me fue elevando a un nivel de excitación que me quitaba el aliento.
Con la cabeza clavada fuertemente en los almohadones, resollaba en convulsivos jadeos mientras sacudía la cabeza y sentía que los músculos de mi cuello estallarían por la tensión. Con ojos alucinados contemplé la proximidad brillantemente húmeda de su sexo y clavando mis manos en las nalgas, accedí al maravilloso placer que constituye el sexo ardiente de una mujer.
Su aroma se constituyó en un imán y, cuando mezclado por el fragante vaho del flujo vaginal impresionaron mi olfato, cerré los ojos y hundí mi boca entre los gruesos labios solazándome en la suavidad del interior y busqué instintivamente la carnosa protuberancia del clítoris. Ella había hecho lo propio conmigo y así abrazadas, formamos una hamaca perfecta en la que nos bamboleamos embelesadas en una mareante cópula sin tiempo que me sumió finalmente en la desmayada beatitud del orgasmo.
Al verme sacudida de ansiedad con el vientre contrayéndose convulsivamente, subió hasta mi cara depositando menudos besos en ella e inundando mi olfato con los fuertes olores de mi propio orgasmo. Casi como una consecuencia de causa y efecto, la abracé contra el pecho tomando posesión de sus senos que palpitaron bajo mis manos.
Como si estuviéramos pendientes y a la espera de este contacto, dejamos escapar un hondo suspiro de alivio y nos dejamos llevar. Besando su cuello, mis labios lo recorrieron hasta la curva del hombro y desde allí volvieron a trepar hacia la oquedad detrás de las orejas convocando a la lengua en su excitación.
Ella había asido mis manos con las suyas y las apretaba en una clara invitación a que hiciera lo mismo con sus pechos. Mis dedos se aplicaron a la tarea de sobarlos tiernamente y en la medida que ella se estrechaba excitada contra mí, aumenté la presión convirtiéndola en un fuerte estrujamiento y con las uñas fui pellizcando lentamente los gruesos pezones.
Tomando mi cabeza entre sus manos, la impulsó hacia la boca que jadeaba suavemente. La mía aceptó el convite y los labios golosos se posaron en aquellos de viciosa experiencia. Apenas rozándolos, inicié un leve besuqueo de caldeadas humedades que fueron inervando el deseo y cuando al cabo de unos minutos los labios se confundieron en un ensamble perfecto y mí lengua penetró en la boca a la búsqueda de la suya, ella se apretó contra mí, abrazándose fuertemente a la nuca.
Totalmente fuera de mí con las bocas pegadas en una succión casi animal, aplasté el cuerpo contra el suyo. Era como si algo magnético nos atrajera y nuestros cuerpos comenzaron a ondular en sincronía, empeñadas en querer penetrar y fundir las pieles en una sola. Mientras yo la besaba salvajemente, ella recorría mis espaldas y nalgas con sus manos y trabando sus talones en mis muslos, impulsaba su cuerpo contra el mío en un atávico ensayo de coito.
Abrazándola aun más fuerte, mi boca se dedicó a succionar el cuello, aspirando con deleite su olor a mujer en celo y eso me conmocionó, haciendo que los labios descendieran golosos en busca de los senos. Cubriendo de pequeños besos la palpitante carne que se estremecía con temblores gelatinosos ante la caricia, fui dilatando el momento mientras ella se calmaba y yo recuperaba algo de la cordura perdida.
Cuando estuvimos un poco más relajadas, mi lengua se dedicó a lamer con delicados embates de la punta la dilatada y protuberante aureola, cubierta de gruesos gránulos carnosos y cuando ella comenzó a gemir quedamente y sus manos, hundiéndose entre mis cabellos acariciaban mi cabeza, dejé que los labios rodearan al grueso y duro pezón erecto, succionándolo suavemente en procura que disfrutara con mi boca.
Suspirando hondamente, ella daba claras muestras de su satisfacción y eso me compelió a aumentar la presión de la succión mientras mis dedos rascaban con el filo de las uñas al otro pezón y Silvina incrementaba el golpeteo de su vulva contra mi pelvis.
Mis uñas dejaron paso a índice y pulgar, que atrapando a los rasguñados pezones los envolvieron entre ellos para iniciar una lenta torsión que la llevó a incrementar sus gemidos entrecortados. La presión se fue acentuando y la fuerza de mis dedos contra las carnes se hizo tan intensa como rápida. Ya las manos de ella habían dejado mi cabeza para tomar la suya y, meneándola frenéticamente, farfullaba palabras de asentimiento y deseo.
Sometiendo los senos con las dos manos, dejé que mi boca escurriera por el profundo surco que dividía la musculosa meseta de su vientre lamiendo y succionando su interior y me entretuve un momento en besar y sorber el sudor acumulado en el cuenco de su ombligo.
Temblando de ansiedad tanto como ella, me dispuse a escudriñar en su sexo. La certidumbre del acto colocó un ansioso rugido perverso en mi garganta y la lengua se deslizó al encuentro de la monda superficie e irritado por el fuerte estregar de mis dedos, el sexo se dilató mansamente, pulsando rojizo y oferente.
Con índice y mayor separé los labios inflamados y la sola vista de su interior me estremeció de ansiedad. Formando los labios menores, una festoneada hilera de pliegues en apretada filigrana se alzaba ante mis ojos fuertemente rosada en su base y diluyéndose en un pálido blanquigris.
En su extremo superior, un prieto manojo de pieles cobijaba la fuerte presencia del clítoris. Subyugada y atraída por el fascinante espectáculo, la lengua se proyectó ávidamente sobre ellos y con inquisitiva insistencia se agitó dentro del amasijo de pliegues buscando al esquivo bultito, fustigándolo sin piedad hasta que empezó a cobrar tamaño y entonces fueron los labios que, atrapándolo entre ellos, lo succionaron con voracidad en tanto mi cabeza se agitaba de lado a lado.
Silvina abría y cerraba las piernas espasmódicamente y sus manos presionaban mi cabeza contra su sexo. Mis labios atraparon al clítoris y tiraron fuertemente hacia arriba como si quisieran arrancarlo y esa placentera tortura ponía obscenos roncos gemidos guturales en aquella boca que poco antes apenas susurrara dulces frases amorosas.
Al ver que temblaba toda estremecida por la ansiedad y un sollozo complacido comenzaba a entremezclarse con los hondos quejidos anhelosos que ahogaban su garganta, mi boca bajo a la apertura vaginal y se solazó con las crestas carnosas que la protegían. Entretanto, el dedo pulgar había tomado el lugar de la lengua y maceraba con tenacidad al ahora empinado clítoris. Entonces mis labios tomaron contacto con la apretada apertura vaginal succionándola tiernamente para hacerla dilatarse y la lengua se introdujo en su interior pletórico de suaves mucosas, agitándose alocadamente.
En medio de sonoros sollozos, Silvina se agitaba frenéticamente y mezclando palabras amorosas con francos insultos a mi virtud, me pedía con aflicción que la ayudara. Redoblando la actividad de mis labios mientras dos dedos penetraban sañuda y reiteradamente la vagina, aumenté la fuerza de la succión y comencé a degustar con deleite los jugos olorosos de sus fluidos que llegaban en pequeñas oleadas provocadas por las contracciones convulsivas del útero y en medio de las entrecortadas risas agradecidas de ella, paladeé gustosa su orgasmo.
Acomodándome en el asiento y acunándola entre mis brazos, fui calmando sus espasmos y el profundo hipar de su pecho fue diluyéndose en un tierno ronroneo satisfecho. Mientras la mecía contra mis senos, ella comenzó a juguetear con sus dedos sobre las aureolas y pellizcó juguetona los pezones que aun se mantenían enhiestos. Besando sus cabellos, le pregunté si aun deseaba continuar con aquello hasta el final y tras darme su vehemente asentimiento, tomé el consolador que Arturo me tendía. Ella se acurrucaba en mi regazo para ir acariciando y sobando mis pechos y su lengua lamió toda la extensión de las aureolas. En estos años muchas bocas habían habitado esa región, pero el roce leve de su lengua grande y ágil me provocaba nuevas sensaciones difíciles de definir, absolutamente distintas a otras.
Su boca succionó en suave mamar anhelante los pezones y su tamaño debe de haberla excitado, ya que muy pronto sus dedos estrujaban con fervorosa pasión la carne de las tetas y la boca parecía no dar abasto chupando y lamiéndolos. Susurrando incoherencias, su boca bajó presurosa por mi vientre y sin demasiados circunloquios se acomodó en el sexo, lamiendo y chupando como yo lo hiciera con ella, poniendo tal denodado afán en hacerlo que sentí crecer en mi pecho una clase de ternura que ninguna mujer había inspirado.
Acomodamos nuestros cuerpos hasta quedar invertidas, de tal manera que mi sexo permaneciera unido a su boca y su sexo barnizado por los jugos que aun rezumaba fuera invadido por mis labios y lengua, pero esta vez, sabiendo que lo deseaba, estaba decidida a consumar la cópula. Muy rápidamente las dos ascendimos la cuesta del deseo y con los dedos engarfiados en las nalgas, nos debatimos y estrechamos durante un rato en una interminable sesión de chupones, lambidas y leves mordiscos.
Con suma prudencia, el falo inquisitivo excitó las crestas de la vagina y lentamente trató de penetrar pero las carnes estaban estrechamente apretadas por sus músculos. Dejé que la lengua las mimara durante un momento y cuando las sentí distenderse, el consolador acompaño a la lengua para ir reemplazándolos muy suavemente.
Rugiendo con los dientes apretados, Silvina soportó ser penetrada descargando aviesamente su dolor sobre mi sexo casi con saña, clavando sus uñas y rasguñando mis nalgas y muslos. Cuando el falo penetró en toda su extensión, lo retiré pletórico de sus espesas mucosas pero cuando volvió a entrar lo hizo en compañía del dedo índice, que inició una prolija búsqueda en todo el interior de la vagina, rascando y escudriñando en todas direcciones haciendo que ella se estremeciera entera con sus rasguños en medio de exaltadas exclamaciones de placer.
A medida que el vaivén iba haciéndose más fluido, su sexo se dilató y el consolador con la ayuda de índice y mayor la socavó fieramente en tanto que un pulgar permanecía hostigando al clítoris junto a la lengua. El falo buscó la callosidad del punto G que ya excitaran los dedos y cuando se concentró en ella, prorrumpió en una serie de incoherentes exclamaciones gozosas en tanto que cacheteaba fuertemente mis nalgas alzando las piernas encogidas y entrecruzándolas sobre mi cuello.
En un exceso de crueldad, fui haciendo todos mis movimientos en ralentti, suspendiendo de a ratos la intromisión a la vagina y concentrándome con labios y lengua en el clítoris, provocando su desesperación por el orgasmo en ciernes que no se concretaba gracias a que yo demoraba el momento. Con un primitivismo bestial, dejaba escapar de su pecho broncos bramidos y, sabiéndome culpable de su postergada eyaculación, atacaba de a ratos mi sexo chupándolo con angurrienta violencia y llegando a clavar sus agudos dientes en mis muslos.
Con la urgencia de mi propio orgasmo rascando en la vejiga y la boca atenazando al endurecido apéndice de su sexo, aceleré el vaivén del falo con la mano. En medio de tumultuosas exclamaciones de satisfacción, recibí la oleada impetuosa de sus jugos que permanecí sorbiendo durante un largo rato en el que su cuerpo se fue relajando sacudido en espasmódicos remezones.
A pesar de mi impetuosa cogida, yo no había logrado concretar mi orgasmo y volviéndola a tomar entre mis brazos, fui abrevando entre sus labios temblorosos con la punta de la lengua, como queriendo y no. Besando y no besando. Lamiéndola y no. Ella esperaba la concreción del beso con avidez pero, adrede, yo no dejaba que eso sucediera. Sus ojos buscaban los míos con una mirada lastimera de cachorro asustado, diciéndome cuanto me deseaba y de su boca escapaban sordos gemidos entrecortados por la emoción.
La acomodé mejor y comencé con una serie de pequeños besos a los que ella respondía con frases entrecortadas de alegría y agradecimiento. Cuando se aferró a mi nuca y su boca se abría exigiendo mucho más que besos húmedos, encerré sus labios entre los míos iniciando un lento besar, tanto como la profundidad que ponía en la succión.
Dejándola por momentos sin aliento, mis labios apresaban su lengua chupándola tan intensamente que la sentía vibrar como un pequeño pez dentro de mi boca. Ella estaba otra vez en la cima del goce y sus manos apresaban mi cabeza, pareciendo que ambas quisiéramos devorarnos mutuamente.
A pesar de que mi excitación reclamaba algún tipo de concreción, permanecí firme y durante un largo rato nos desmayamos en besos de extremada violencia dejando escapar angustiosos gemidos que nos iban excitando aun más. Finalmente, ella tomó la decisión que yo esperaba y sus manos se dedicaron a acariciar mis senos. Mientras me besaba, ahora con mayor calma y dedicación, sus dedos recorrían ávidos la piel de las tetas acariciándolas o rascándolas tenuemente con sus afiladas uñas. Yo la dejaba hacer para ver cuanto de instintivo había en su iniciativa y hasta donde podría llegar alentada sólo por su frenético deseo.
A mí ya se hacía imposible simular indiferencia y conduciendo su boca hasta mis senos la invité a chuparlos. Dueña de una sabiduría tan antigua como el mundo, la hembra primigenia pareció explotar dentro de ella y su lengua vibrátil se deslizó acuciante sobre mis pechos endurecidos por el deseo, azotando con agilidad los bultos marrones de las aureolas, atrapando a los pezones entre sus labios, ciñéndolos fuertemente a su alrededor e iniciando una serie interminable de fortísimas succiones.
Ahora era yo quien se desgarraba en hondos gemidos de angustia sintiendo como aquella comenzaba a oprimir mi pecho y el escozor, viejo amigo de la satisfacción, se instalaba en mi vientre. Con ella aferrada a mis senos, extendí la mano y alcancé su entrepierna para que mis dedos se deslizaran a lo largo de la vulva acariciando sus labios. Hundiéndolos un poco más en su interior, fui esparciendo los jugos que lo inundaban, sintiendo como sus músculos se dilataban agradecidos elevando la excitación de Silvina que estrujaba con verdadera saña mis carnes y clavaba sus dientes en los pezones.
Mis dedos se aplicaron a la tierna maceración del erguido clítoris, restregándolo en forma circular y arrancando gemidos de sus labios. Deshaciéndome del abrazo, me coloqué de forma tal que ella quedara debajo de mí en un nuevo sesenta y nueve. Como en la ocasión anterior, me hice dueña de su sexo y mi boca de dedicó a someterlo a la más fascinante sesión de lengüeteos y chupones. Ya más lanzada, ella acariciaba con ternura mis nalgas y su delgada lengua exploró curiosa los abundantes pliegues que asomaban entre los labios de la vulva.
Esta vez había decidido que ella me hiciera sentir a mí todo el rigor del sexo y mojando al consolador con abundante saliva, lo puse en su mano mientras le pedía que me cogiera. La expectativa despertada por su contacto pareció enardecerme aun más y mi boca se prodigó en su sexo con el más maravilloso repertorio de lamidas y succiones en todo el interior del ardiente óvalo, especialmente en las gruesas carnosidades que casi groseramente orlaban la entrada a la vagina, excitándome hasta hacerme perder la cordura.
Después de macerar con la cabeza elástica del miembro mí clítoris haciéndome prorrumpir en extasiadas exclamaciones gozosas, la embocó en la entrada a la vagina y, muy lentamente, milímetro a milímetro, centímetro a centímetro, fue penetrándome hasta que toda la prolongada extensión del falo estuvo en mi interior.
Ese proceso alucinó a la muchacha que descargaba en mi sexo toda la apremiante tortura de sus entrañas y, entre ávida y colérica, lo agredía con saña malévola en voluptuosa delectación. Con pérfida crueldad, comenzó a moverlo dentro de mí, dándole un ligero movimiento de vaivén con leves giros rotatorios que, conforme las carnes se dilataban complacidas y eran lubricadas por los jugos internos que acudían a su influjo, se fue haciendo más intenso hasta alcanzar el ritmo de una violenta cópula.
Yo ya no me aferraba a sus nalgas sino que hundía la cabeza contra el colchón y en medio de exclamaciones inflamadas de deseo, la insultaba y agradecía simultáneamente y con mis manos engarfiadas en el tapizado, me daba impulso para hacer ondular el cuerpo adaptándome al compás de la penetración.
Enardecida por los efluvios que brotaban del sexo y con el chas-chas de mis fluidos azotados por la verga y la mano que la sostenía, hundí la boca en su sexo y mis dientes se apoderaron del endurecido clítoris, mordisqueándolo tiernamente al principio para finalmente torturarlo vesánicamente, estirándolo hasta lo imposible.
Con el ariete del falo entrando y saliendo en aberrante vaivén, azorada y expectante y con mis dientes aferrados a sus carnes, sentí como ella introducía por unos momentos dos de sus dedos en mi ano en delicioso prólogo a la penetración del consolador que se deslizó destrozando mi recto con absoluta impunidad. Ante el placer desmesurado, deslumbrantemente cegador, exploté en la descarga de mis líquidos más íntimos gritando como una posesa, alcanzando el orgasmo y, ahíta hasta la inconsciencia, prorrumpí en sollozos entrecortados por las espasmódicas contracciones de mi vientre mientras su lengua se complacía degustando los jugos que manaban desde el interior de mi sexo.
Minutos después y todavía descansando en el sillón, Arturo nos alabó por habernos brindado una a la otra con tanto afán, pero lo que más nos sorprendió fue la naturalidad con que Silvina asumió aquello sin el menor atisbo de recato o pudor. En tanto se paraba para secarse el cuerpo con una toalla que yo le diera y abría las piernas indecorosamente para restañar los jugos del sexo y ano mientras comentaba con su alegre volubilidad lo bien que la pasara conmigo como si hubiera sido un simple trámite, aceptamos que la diferencia generacional nos imponía adaptarnos a ella y aun hoy, todos los viernes, concluye su turno de trabajo con una buena encamada conmigo, aunque ya no todas son en el sillón sino en mi cuarto para hacer más cómodas las penetraciones y sodomías.
Pero en el ínterin sucedió algo no previsto por nosotros y que ahora ya forma parte de nuestra habitualidad.
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