Barquito 4
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por Anonimo.
En esos primeros dos meses, Arturo se preocupó en iniciarme en el sexo y yo me dediqué a obedecerlo con una aplicación que rayaba en lo morboso; bajo su conducción casi pedagógica, ya que antes de practicar cualquier posición, acto o variante, él me explicaba cosas que por mi edad no debería ignorar pero esa especie de reclusión en que me sumiera luego del fantástico pero traumatizante sexo con mis amigos me obligara a rechazar con primitivo temor.
De cualquier manera, aprendí todo del funcionamiento femenino, de cómo buscar la sensibilidad en zonas específicas del cuerpo, cómo funcionan las glándulas cuyas terminales forman parte de la vulva y la vagina, la extensión de la red sensorial que parte del clítoris, cómo buscar mi punto G y la forma de estimularlo, qué función cumplen esos aparentes quistes sebáceos que pueblan las aureolas y también la contribución de los pezones en el goce y finalmente, cómo distinguir un orgasmo de una eyaculación, enterándome que normalmente el primero es una conjunción de emociones y reflejos nerviosos, sólo evidenciada por alguna expulsión de mucosas vaginales, en tanto que la segunda y no en todas las mujeres, es una descarga líquida lechosa por el meato o uretra, fruto de las glándulas de Skene y Bartolin.
De esa manera, cada cosa que hacíamos era atesorada por mi para volcarla más tarde junto con otras, obteniendo resultados tan satisfactorios que a mi misma me asombraba por su disfrute aunque en la practica fuera dolorosa; en esos tres primeros meses, nos entregamos con pasión viciosa al sexo y acuciada por la excitación que confesarlas me procuraba, le conté de mi experiencia lésbica con Gigi y de la dolorosamente exquisita introducción al sexo por mis amigos.
Lejos de causarle celos, él se alegró por eso y me dijo que ya supusiera algo parecido por mi complaciente entrega y la falta de obstáculo alguno al momento de penetrarme y, procurando no ofenderme, me confesó que en realidad no fuera el amor lo que lo llevara a conquistarme sino el hecho de creerme virgen y de ahí concretar el vicioso proyecto de convertirme en su esclava sexual, no sólo para darle gusto en la cama sino para hacer realidad el morbo de sus fantasías, compartiéndome con hombres y mujeres en la cama o disfrutar de mis acoples con otros u otras, dando expansión a su voyeurismo.
Todo cuanto hacíamos me volvía loca, ya que mi mente también estaba acuciada por esas necesidades y en esa coincidencia, establecimos un acuerdo por el que nos comprometíamos a satisfacer cualquier necesidad del otro por extraña o depravada que pareciera, teniendo absoluta libertad para darnos gusto con cualquiera que nos lo propusiera y nos gustara hacerlo.
En ese entendimiento y siendo practicantes fervorosos de ese sexo casi inaugural que nos permitíamos entre nosotros, fue que nos mudamos a “El balcón”, tal el nombre de aquel negocio.
Como dije, Arturo bajaba a la ciudad para llevar adelante sus negocios y, como mi día era de plena holganza, colaboraba con Susana en algunas cosas de limpieza u orden en la casa y las instalaciones; aunque tenía cerca de treinta años, rápidamente se estableció una corriente de simpatía entre nosotras y en tanto traqueteábamos con las cosas, nos entreteníamos contándonos cosas de nuestra niñez y adolescencia y así como inevitablemente arribamos al sexo.
Hábilmente, ella fue dirigiendo la conversación de lo general a lo particular y ya superada la etapa de los qué, cómo, cuándo, dónde y con quién, fue induciéndome con sus propias y detalladas confesiones a contarle aquellas experiencias que excedían lo normal; influenciada por lo que Arturo me hacía ver no como perversidades sino como algo normal entre esposos, me remonté a los tiempos de Gigi y los muchachos, arrancado en la mujer picaros e irónicos comentarios sobre la experiencia poseía “la nena” como ella me llamaba.
A raíz de esas divertidas observaciones, sentí la imperiosa necesidad de demostrarle que en pocos meses había abandonado la adolescencia para convertirme en una máquina sexual que fogoneaba la lubricidad de mi marido y me esforcé el relatarle minuciosamente de qué cosas era capaz en una cama; manejando con prudencia la lubricidad que demostraba en las conversaciones, ella las prolongó durante varias mañanas, alimentado mi incontinencia con acertadas observaciones que sólo servían a la exaltación de mi ya insana desviación.
El negocio abría por la tarde y como aun no daba las ganancias suficientes, el marido de Susana también tenía participación en un bar del centro y por las mañanas se iba temprano. Aquel día prometía ser caluroso y después de una noche sofocante que pareció motivar a Arturo a tener fogosas relaciones, me apresuré para meterme en el baño y darme una ducha; estaba en eso, cuando Susana hizo su aparición.
Con los ojos semicerrados por el sueño, tardó unos instantes en darse cuenta de mi presencia en la ducha y entonces, desperezándose aparatosamente, me comentó refunfuñante que los ecos de nuestro acalorado encuentro habían motivado también a Roberto y ella fue quien pagara las consecuencias; era la primera vez que nos encontrábamos en esa situación, pero mientras yo estaba protegida por la cortina de nylon, ella exhibía impúdicamente su magnífica desnudez sin ambages.
Cuando digo magnífica no lo hago estableciendo un ejemplo de belleza sino de formas; con sólo la bombacha, su cuerpo macizo pero no gordo, de huesos grandes, mantenía la lozanía de su edad y en tanto las piernas redondeadas y un tanto gruesas en los muslos, sostenían unos glúteos redondeados y erguidos, su panza, casi inexistente, se hundía en un abdomen chato sobre el que caían las generosas peras de los senos, en cuyos vértices unas chatas aureolas cubiertas generosamente de lobanillos, sostenían dos largos y enhiestos pezones.
Dirigiéndose al inodoro, orinó ruidosamente y después de quitarse la bombacha con la que limpio al sexo, se instaló frente al lavabo para terminar de despertarse con el agua fría de la canilla; mientras se secaba la cara y mirándome por el espejo, hizo un crudo comentario sobre mi resistencia los embates de mi marido que ella escuchara claramente a través de las delgadas paredes.
Tratando de restarle importancia, bromee sobre las cosas que ignoraba de mí y buscando zafar de una conversación incómoda, le pedí que me alcanzara la toalla mientras salía de la bañera; gentilmente la tomó entre sus manos y abriéndola, se aproximó para envolverme desde atrás con ella.
Yo esperaba que me soltara para comenzar a secarme, pero ella me envolvió con los dos brazos a la par que instalaba su boca sobre mi nuca; el estremecimiento no pasó desapercibido para la experimentada mujer y con tímida inmovilidad, emitiendo ya un leve jadeo irreprimible, la dejé hacer para sentir como recorría voluptuosa sus dedos sobre la piel todavía humedecida y cuando finalmente sus manos dejaron caer la toalla, ciñendo mi cintura para aproximarme a ella y los rotundos senos rozaron mi espalda, un hondo suspiro escapó entre los labios y el vientre se contrajo sorpresiva y violentamente en un espasmo de deseo.
Apartando la mojada melenita, alojó la boca a la nuca al tiempo que las manos invadían al pecho para asir mis tetas. Todo eso operó mágicamente y como si un conjuro desatara mis músculos, me relajé blandamente contra el elástico cuerpo de Susana quien, sin dejar de acariciarme los pechos, buscó hacerme dar vuela la cabeza para hundir su boca en la mía.
Las ansias reprimidas sexo lésbico me hicieron abrir los labios para no sólo permitir la entrada sino buscar también su lengua de la otra y, en tanto las dos nos enfrascamos en recíprocos besos, la mano aventurera de Susana se perdió en el bajo vientre para recorrer perentoria la hendidura del sexo y hundir dos dedos acariciantes en la vagina. Ese contacto inflamó los rescoldos que dejara encendidos por Gigi en mis entrañas y fui yo la que se restregó lujuriosa contra el cuerpo espléndido.
Murmurando lindezas sobre cómo me haría gozar me condujo sin dejar de besarme hacia el inodoro y haciéndome sentar en él, acuclillándose sin cesar de besarme con vehemencia, me estrechó entre sus brazos e inconscientemente excitada llevé mis manos a acariciar la excitante tersura del corto cabello y ambas sentimos como nuestras pieles se pegan para que los senos se aplasten y restrieguen recíprocamente.
Desde lo más profundo del vientre, sentí crecer un calor nuevo y diferente, distinto y mejor a cualquiera que haya experimentado con Gigi dándome satisfacción a mí misma. Un burbujeo festivo corrió por mis venas y los pájaros asustadizos de las entrañas se debatieron en inacabables rasguños de sus alas y garras a cada músculo del cuerpo.
Eufórica por descubrir cuanto placer alcanzaba tan sólo en el comienzo de aquella relación lésbica, la abracé fuertemente al tiempo que le susurraba mi felicidad junto a una procaz manifestación sobre la necesidad que tenía de sentirla plenamente. Empujándome apenas hacia atrás, Susana me hizo apoyar contra los azulejos tras lo cual me elevó las piernas y encogiéndomelas hasta rozar mis pechos, me pidió que las sostuviera así.
Inclinándose sobre mi y en tanto sobaba suavemente los senos, llevó su boca a dar delicadas succiones a los pezones como si fuera una bebé sediento y, tal como yo sabía que sucede con las mujeres que amamantan, esa calentura contribuyó a endurecer los músculos de los pechos y poner una angustiante sensación en el fondo de mi vagina..
Susana estaba dispuesta a tomarse su tiempo y dejó a la lengua recorrer morosa la tensa globosidad de mis tetas para luego, en tanto una mano sobaba y estrujaba amorosamente las carnes, volver a envolver entre los labios al pezón, pero esa vez hubo un acento de urgencia en la presión de las succiones y mientras yo me retorcía lujuriosamente contra los azulejos, los dientes colaboraron con un delicado mosdisqueo juguetón que paulatinamente fue incrementándose hasta que, al tiempo que los dedos retorcían sañudamente al otro, se clavaron en la carne para tirar como si quisiera comprobar su elasticidad.
No podía creer lo que me estaba haciendo gozar y experimentando los primeros síntomas de lo que se traducía habitualmente como una abundante eyaculación multiorgásmica, le reclamé que me hiciera acabar y, sin dejar de solazarse bucalmente en las tetas, llevó su mano derecha a la entrepierna para hundir dos dedos en la vagina e iniciar una deliciosa penetración en la que los dedos encorvados escarbaban el interior de la vagina en tanto le imprimía a la muñeca un movimiento giratorio con el que socavaba totalmente al sexo.
No sólo en mi columna y nuca se instaló la aguda punta de un puñal, sino que el vientre parecía bullir con calores y sensaciones nuevas mientras en mi cabeza estallaban multiplicidad de fugaces luces rojizas. Yo sabía que eso constituía el preámbulo de uno de mis deseados pero infrecuentes orgasmos y, apoyando los muslos sobre los hombros de Susana, me di impulso para que el sexo adquiriera el ritmo que le proponía la mano y en medio de ahogadas expresiones de júbilo, sentí los colmillos de los duendes tironear de los músculos hasta hundirlos en el caldero del vientre para experimentar el alivio de los ríos internos al derramarse por la vagina y escurrir entre los dedos de esa amante deseada
Comprensiva y cariñosamente, Susana continuó por unos momentos con tiernos chupones a los senos mientras desparramaba acariciante las espesas mucosas por el sexo, esperando que se aquieten la fuertes contracciones espasmódicas de mi vientre.
Yo no estaba acostumbrada a que después de acabar mi pareja quisiera reiniciar inmediatamente las acciones pero también comprendí que Susana no había alcanzado su orgasmo y además sabía que en las mujeres los tiempos son distintos y muchas necesitan tener otro acople inmediatamente detrás del primero para alcanzar plenamente su satisfacción.
En todo caso, Susana estaba haciendo maravillas con su boca y manos en los senos que reavivaron las ascuas del vientre y, dispuesta a hacer cuanto me propusiera, me dejé estar mientras respondía a sus besos e instintivamente, busque con las manos la plenitud de esos senos hermosos.
Emocionada como una chiquilina, transformé las caricias en un cuidadoso sobar al tiempo que le murmuraba entre besos que quería poseer sus senos, pero ella tenía otros planes y, enderezándose para hacerme levantar, me tomó de una mano para arrastrarla con ella hacia su dormitorio, donde la hizo tenderse sobre el revoltijo de sábanas usadas para colocarse hábilmente sobre ella en forma invertida; aunque con mi marido, yo era una ferviente practicante del sesenta y nueve y creí que ella iba a ir directamente al grano, pero sin embargo, Susana hizo descender la cabeza sobre mi pecho para reiniciar aquellos gratificantes recorridos de labios y lengua en los alrededores de las aureolas.
Inmediatamente comprendí cuál era la idea y asiendo entre los dedos las peras que colgaban oscilantes sobre mi cara, la imité; la sensibilidad de la lengua me decía que los rosáceos redondeles de las aureolas estaban cubiertos por abundantes gránulos sebáceos y el tremolar de la lengua me llevó a recorrerlas despaciosamente hasta que, los chupones que la mujer ejecutaba en mis mamas, me hicieron envolver su puntiaguda mama para sorberla, primero con cuidado y luego con deleitado afán.
Ya había olvidado cuanto placer podía producirme hacer eso y sabiendo que aquello era un círculo vicioso en el que el placer que se recibe es proporcional al que se entrega a la otra persona y viceversa, con la idea fija de qué sucedería cuando llegara el momento de las entrepiernas, me sumí en un alocado tiovivo de apretujones, caricias, besos, lamidas y mordidas hasta que percibí como ella comenzaba el descenso por el surco central del abdomen.
Su lengua se escurrió por la hondonada y los labios sorbieron tiernamente el sudor acumulado en él, en tanto los dedos exploraban las anfractuosidades musculosas del bajo vientre. Boca abajo, el torso de Susana perdía esa apariencia sólida y su comba me llevó deslizar la boca acariciante, detenerme a hurgar en el hueco del ombligo y gracias al movimiento descendente de ella, accedí a esa zona que debía cobijar al oscuro vellón púbico y que en Susana era una lisa explanada que dejaba ver, tras la invertida elevación del huesudo Monte de Venus, la abultada carnosidad de la vulva.
Mi gula sexual me dicta que la imite y cuando ella, como remisa en acercar la boca recorre acariciante los todavía humedecidos pliegues de mi sexo, hice lo mismo para caer en la cuenta de que ese contacto me transmitía las mismas sensaciones táctiles de cuando me masturbaba. Salvo el tamaño y la abundancia de los colgajos, el húmedo tacto me resultaba similar y obedeciendo a un impulso irrefrenable, hundí los dedos para rebuscar en el liso óvalo, detectar el agujero de la uretra y subir hasta el capuchón alzado del clítoris.
Finalmente y dando fin a esa exasperante espera, la lengua de Susana se decidió y tras escarbar en el velloncito, escarceó el clítoris para deslizarse decididamente a lo largo de todo el sexo. Excediendo a la vagina, tremoló sobre el perineo y luego estimuló en húmedos embates el agujero del ano.
Las fornidas y torneadas columnas de sus muslos, parecían incitar mi deseo y abrazándome a ellas acerqué la boca al sexo; a pesar de la calentura, la vista me impresionó un poco, porque en esa posición todo adquiere mayor dimensión y los labios mayores de esa vulva absolutamente falta de vello alguno se mostraban inflamados, rojizos y cada vez más parecidos a las dos capas de un alfajor gigante.
Yo conocía el sabor de mi sexo a través de las felaciones que hacía a Arturo después de que me penetrara, pero el aroma que exhalaba el de la mujer me estaba diciendo que este resultaría distinto. Los labios de ella se habían apoderado del clítoris y mientras lo succionaba con verdadero fervor, estregaba con los dedos y entre sí los labios menores de mi vulva. Lo exquisito de esa caricia me excitó de tal forma que, perdida ya toda repulsa, abrí la boca y como una ventosa, la aplique al sexo.
En verdad, las fragancias y el sabor de esas carnes eran absolutamente diferentes a las mías y embelesaba por el dulzor que afloraba tras la primera acritud, casi con desesperación, chupé y succioné ávidamente todo el sexo y al sentir como los dedos de ella exploraban la entrada a la vagina para introducirse lentamente hasta que los nudillos los detuvieron, busqué a tientas en la parte baja y, casi tímidamente pero con ferviente entusiasmo, metí a índice y mayor al caldeado ámbito que me sorprendió por su alta temperatura.
Juntas parecíamos haber alcanzado nuestro nirvana y acomodándonos suavemente hasta lograr un encastre perfecto, nos dedicamos por largo rato a la inefable actividad de lamer, chupar y mordisquearnos recíprocamente mientras los dedos se perdían en las profundidades de las vaginas, hurgando, escarbando, royendo, explorando y socavando las carnes con meneos y vaivenes cada vez más intensos hasta que en el paroxismo del placer, una y otra, casi a un tiempo, soltamos la impetuosa marea de nuestros líquidos internos para ir cayendo en mansos cariños en tanto de las bocas brotaban balbucientes expresiones de goce y pasión.
A pesar de no haber caído en la perezosa somnolencia habitual, cerré los ojos por unos momentos para luego entreabrirlos y ver difusamente como esa mujer que la había hecho gozar de una forma tan vibrante e intensa como ningún hombre hubiera logrado jamás, buscaba algo en el cajón de una cómoda y acercándose, se inclinó para besarme dulcemente en los labios a la par que me rogaba mimosamente que ahora fuera yo quien la complaciera a ella.
Todavía extrañada por ese ruego y en tanto me preguntaba cómo desearía que la contentara, vi como me acomodaba en la entrepierna un elaborado arnés. En realidad era una burda imitación a un portaligas de cuyo frente surgía un consolador; dentro de mi “instrucción”, Arturo me había hecho referencia de que con el nuevo látex – año 64 -, esos artefactos ahora eran accesibles a todo el mundo y no especialmente para las lesbianas sino que muchas otras mujeres gozaban con su uso, pero no imaginaba esa variante tan perversa.
Lo que más me sorprendió fue el aspecto y tamaño del miembro que, superando largamente los veinte centímetros y de un grosor extraordinario, se parecía demasiado a uno real; con una ovalada cabeza al final de la cual se veía la profundidad del surco, el tronco exhibía profusión de anfractuosidades y venas salientes.
Todavía azorada, obedecí el pedido de Susana para que me moviera hacia el respaldo; convencida ya que estaba haciéndome acceder a un mundo del que ignoraba todo y que prometía proporcionarme goces si fin, me acomodé como quería y entonces vi como ella se acuclillaba sobre mi con los pies a mis lados
Inclinándose, me aferró por la nuca y con la ávida ternura de la primera vez, se sumió en una ronda de besos que progresivamente iban incrementando su voracidad y cuando finalmente yo gemía ansiosa entre los labios entreabiertos, alzó el torso para poner al alcance de mi boca golosa la mórbida masa de sus tetas oscilantes. Sin siquiera pensarlo, en un reflejo condicionado, la abracé y mientras acariciaba su espalda, busque con la boca los vértices de aquellos senos que con su temblorosa agitación parecían eludirme juguetonamente y entonces, decidida a satisfacerme en ellos, mis manos los atraparon como a una presa esquiva para que la boca toda se cerrara en una ventosa sobre las oscurecidas aureolas y sentí en mi interior la dura presencia del pezón.
Los dedos de Susana se hundían en mi melenita rubia mientras me apretaba contra sí al tiempo que musitaba todo el placer que le estaba dando. El chupeteo a los espléndidos senos me alucinó y protesté refunfuñante cuando ella se enderezó para privarme de esa delicia, pero observé cómo se asía al borde del respaldo y flexionando las piernas, iba bajando el cuerpo hasta que la vulva dilatada tomó contacto con la punta del rígido falo.
En tanto su mirada lujuriosa se perdía en la mía hipnóticamente fija, fue descendiendo lentamente y en la medida que el grueso falo se hundía en la vagina, sus ojos se angustiaban e inconscientemente hundía sus dientes en el labio inferior en clara demostración de que, a pesar del goce que le proporcionaba, el paso del miembro la hacía sufrir. A pesar de eso, no cejó hasta hacer que todo él desapareciera en su interior. Yo no era ajena a aquel dolor-goce, ya que el áspero interior de la copilla de cuero rozaba duramente mi sexo y, cuando ella inició un suave meneo de las caderas, sentí como si realmente la verga fuera una extensión mía. Era tan real esa sensación que, con iluminada por una sonrisa de felicidad y en tanto afirmaba mis manos en las nalgas de Susana, elevé la pelvis en una torpe imitación a un coito.
Dándose cuenta de que estaba gozándolo tanto como ella, afirmó mejor sus manos al respaldo y flexionando más las piernas en forma dispareja, dio comienzo a un enloquecedor galope en el que combinaba el movimiento de arriba abajo, con el de adelante y atrás y un vehemente movimiento circular como en una frenética danza oriental.
Tan enajenada como ella, sentía la parte rugosa del cuero restregaba mi sexo como una mano y alzando el torso, busqué con la boca los senos que zangolotean levitando al ritmo de la jineteada y en tanto chupeteaba ansiosamente las mamas, los dedos que se clavaban en las nalgas buscaron a tientas en la hendidura para estimular rudamente el ano de Susana.
Esa cópula enloquecida se extendió por varios minutos hasta que ella, fatigada por el ímpetu que imprimiera a la cabalgata y rodando de lado sobre la cama, se colocó de rodillas y, con la fantástica grupa alzada, me exigió broncamente que la cogiera desde atrás. Con mi sexo ardiendo por la intensidad con que Susana se estrellara contra ella, me incorporé y aunque aquella posición primitiva no me era ajena, me sentí un poco intimidada por tener que asumir una actitud tan masculina; sin embargo, la entrepierna no me ardía solamente por la acción física del cuero sino por la terrible excitación que experimentaba y la vista oferente de ese sexo dilatado, palpitante y abierto como la boca de algún monstruo alienígena de la cual emanaban fluidos gotosos, me hicieron acercarme a las nalgas poderosas y, asiendo el mojado falo entre los dedos, lo conduce hasta la entrada a la vagina.
En su afán por ser penetrada, ella extendió las manos hacia atrás para abrir invitadoramente las amplias cachas, pero ya no me habitaba temor alguno y sí unas ansias irrefrenables de poseerla. Sólo me apabullaba un poco el no saber hacerlo como debería en esa posición antinatural para una mujer y, flexionando un poco las rodillas, imprimí a la pelvis un lento empuje que fue haciendo desaparecer el falo dentro de la mujer que, simultáneamente, proclamaba cuanta satisfacción le estaba dando al tiempo que me conminaba a no cesar hasta que ella no me lo indicara.
En mi mente ya perturbada y confundida, nada estaba más lejos que dejar de hacerlo y el hecho de sentir como me raspaba el interior de la copilla, me puso frenética. Aferrando a la mujer por las caderas, hice que mi cuerpo oscilara adelante y atrás e, instintivamente, fui encontrándole un ritmo a las penetraciones que a su vez incrementaban mis ansias por alcanzar la satisfacción. En realidad, no sabía realmente si eso era así, porque nunca había tenido más de un orgasmo – y eso excepcionalmente – en cada relación, pero ahora era una sensación distinta la que experimentaba y comprobé el por qué poseer a una mujer les otorga a los hombres esa actitud de omnipotencia.
Un sentimiento extraño de poder, de estar sometiendo y humillando por medio del falo a un ser que en ese momento se entrega desvalidamente para mi solaz, me hacía figurarme todopoderosa y casi relamiéndome, hamacaba mi cuerpo cadenciosamente sobre el de Susana quien murmuraba apasionadas frases de contento y que, en un momento dado, despegó el torso de la cama para alcanzar con su mano el consolador y apoyándolo contra su ano, me pidió que la sodomizara. Por un instante quedé como paralizada, no sabiendo qué hacer; yo misma nunca había sido dadivosamente complaciente con ano y aunque el sufrimiento fuera menor al placer obtenido, era remisa a practicarlo consuetudinariamente.
Pasando un brazo por sobre sus ancas, Susana había hundido los dedos en la vagina para desde allí arrastrar la abundante melosidad de sus mucosas hasta el ano que presenta a mis ojos su haz de esfínteres dilatados y barnizados por los jugos. Súbitamente, sentí imperiosa necesidad de hacerle daño y, apretando la punta de la ovalada cabeza contra la tripa, empujé con el sólo peso del cuerpo y como si fuera resultado de un encantamiento, los esfínteres se dilataron complacientes para permitirle al falo penetrar hasta que la copilla se estrelló contra las nalgas.
Yo no podía dar crédito al placer sádico y perverso que forzar, menoscabar y humillar otra mujer me provocaba y, sacando fuerzas de donde no sospechaba tener, sodomicé en cruentos vaivenes al recto de esa mujer que expresaba en hondos bramidos su satisfacción por lo que estaba haciéndole al tiempo que anunciaba la proximidad de su orgasmo. Aparentemente, el saber que con mi sola penetración era capaz de hacer eyacular a una hembra tan curtida en esas lides como parecía serlo Susana, puso un propósito maléfico en mí y clavando groseramente los dedos en sus ingles, la sometí hasta que estalló en agradecidas palabras de amor entre los gemidos ahogados de la satisfacción.
Sudorosa y agotada por el tremendo ejercicio, caí junto a ella y por un rato me perdí en las profundidades del sueño aunque en el fondo del vientre titilaba el fulgor inapagable de mi alivio postergado. Todavía adormilada, sentí como Susana, luego de haberme despojado del arnés, secaba mi cuerpo cariñosamente y acepté ese tratamiento en medio de murmuradas palabras de mimosa complacencia.
Acomodándome atravesada sobre las sábanas ahora humedecidas por nuestros sudores, con los glúteos justo sobre el borde y los pies descansando en el piso, se arrodilló frente a mí y levantándome las piernas abiertas, me hizo sostenerlas encogidas por los muslos. El escozor que ardía en mis entrañas me hizo obedecerla para gratificarme inmediatamente con la tibia frescura de su lengua y labios recorriendo los muslos.
Deambulando morosamente por las nalgas, se internaron en el nacimiento de la hendidura y fue la lengua la que, tremolando vigorosamente, estimuló los fruncidos esfínteres anales para luego trepar sobre el perineo, alcanzar la entrada a la vagina a la que exploró casi tímidamente para luego, empalada, subir a lo largo del sexo mientras dos dedos separaban los labios mayores para que esta se deslizara contra los frunces de los menores y arribara al arrugado capuchón del clítoris.
Cuando esperaba que la boca se apoderara de él, la lengua vibrante inició el camino descendente hasta el ano y, desde allí, repitió la maniobra tantas veces que fui yo misma quien le pidió que no la torturara más en esa espera que, aunque maravillosa, hacía bullir aun más el caldero hirviente de mi vientre. Contentándome, Susana hizo que lengua, labios y dientes maceraran fieramente al clítoris en tanto que, formando una tenaza con pulgar e índice, fue introduciéndolos simultáneamente en la vagina y ano.
Salvo aquella doble penetración de tantos años atrás, algo así me había sucedido y no obstante, tal vez por el placer que me otorgaba la boca al someter al clítoris de esa forma, sentí como el hábil movimiento de los dedos en la vagina y recto me elevaban a un nivel de sensorialidad que jamás experimentara. Los dedos entrando y saliendo mientras se frotaban entre sí a través de las delgadas paredes del intestino y la vagina, sumados a los mordiscos y fuertes tirones al clítoris, fueron sumiéndome en un estado de tan histérica desesperación que la llevaron a decidir que ya era suficiente de aquello.
Levantándose, se tendió sobre mí y en tanto recibe sus besos degustando con fruición el sabor de mí propio sexo, en esos movimientos convulsivos con que nos restregábamos la una contra la otra, comprobé que se había colocado el arnés.
Alta y fuerte como una amazona, distendió su rostro en una espléndida sonrisa en la que dejaba ver toda la lujuria que la habitaba y colocando mis piernas contra sus hombros, acercó la pelvis y el consolador se apoyó en la entrada a la vagina. Observando la angustia de la incertidumbre reflejada en mis ojos, en un moroso, casi cruel empuje, el falo fue penetrándome con irritante lentitud en toda su extensión.
A pesar de haberlo utilizado, no imaginaba la real dimensión de la verga, su largo, grosor ni esa rigidez de lo artificial; un sufrimiento jamás experimentado me paralizó mientras el avance de la verga destrozaba los tejidos vaginales pero, cuando el portentoso tronco y una vez transpuesta la débil barrera de las cervicales, inició un lento movimiento de retirada, sentí como si todo el goce junto explotara dentro de mí y alentándola groseramente, ondulé el cuerpo para que se proyectara contra el miembro.
Satisfecha por ese voluntarismo denodado, ella se aferró a los muslos para darse impulso y de esa forma inició una cópula de la que la yo ni hubiera jamás imaginado participar. Como si fuera una defensa natural del cuerpo, el útero expelía el lubricante de espesas mucosas y cuando el falo comenzó a deslizarse con cierta comodidad por el canal vaginal, toda mí congratulación se expresó fervorosa en roncos ayes y gemidos.
Susana fue inclinando su torso y con él encogía cada vez más mis piernas hasta que cuando se apoderó con sus manos de los oscilantes senos para estrujarlos rudamente entre los dedos, mis rodillas de casi rozaban las orejas. En esa posición y mientras miraba extasiada sus bellas facciones, sentí como la verga recorría elásticamente la vagina con una intensidad que no hubiera supuesto soportar pero que excedía placenteramente todo cuanto experimentara hasta ese momento.
Paulatinamente y en tanto nuestras pieles iban cubriéndose de una fina pátina de sudor por el calor de la avanzada mañana, bocas y narices parecían competir en la exhalación de cálidos vahos en medio de los agitados jadeos y ronquidos que el cansancio provocado por la cópula pone en nuestros pechos y entonces, enderezándose, Susana fue colocándome de costado para que, con una pierna encogida y la otra estirada sobre sus hombros, el sexo quedara totalmente expuesto a las penetraciones.
Verdaderamente, me hacía ingresar a regiones que pasaban de lo espantoso a lo sublime y cuando creía que había alcanzado el éxtasis y permanecería en él hasta la obtención del orgasmo, ella iba más allá y el ciclo virtuosamente malsano se reiniciaba. Esa posición de lado me parecía sensacional y era tal el frenesí que me provocaba, que abracé la pierna encogida para poder besar, roer y chupetear mi propia rodilla mientras la otra mano buscó autónomamente mi entrepierna para estregar vigorosa al clítoris.
Sollozante de goce, me extasiaba en eso al tiempo que de mi boca brotaban groseras palabras por las que la alentaba a romperme toda en medio de repetidos asentimientos y ella cumplió a esos reclamos; haciéndome colocar arrodillada boca abajo, me abrió las piernas en un triángulo perfecto para luego penetrarme tan profundamente que las nalgas empapadas de jugos vaginales, chasqueaban ruidosamente por el choque con la copilla y sus muslos.
Casi arrepentida por haberla incitado a aquello, esa mezcla de dolor-goce me hizo clavar los dedos en la tela de las sábanas e hincar los dientes en ellas pero no sabía que lo más terrible y sublime está por llegar; después de cinco o seis remezones poderosos en esa posición, Ella sacó el falo de la vagina y aun empapado por la abundancia de los jugos, lo estregó de arriba abajo en la hendidura para estimular los tejidos del ano.
Súbitamente, comprendí la intención y la idea de soportar semejante cosa se me hizo inimaginable e intentando escurrirme de debajo suyo, le supliqué que no me culeara. Repentinamente masculinizada, la siento aferrar mi corta melena para alzarme la cabeza y tirándola hacia atrás como si fuera a desnucarme, me dice roncamente que ese juego se juega o no se juega.
Apabullada por la brutal respuesta se maldije por haber accedido a ese sexo antinatural que sólo podrá traerme problemas, pero a la vez atemorizada por la actitud de quien me ha proporcionado en esas horas los placeres más auténticamente intensos, dejé de sacudirme y comencé a vivir el momento más traumatizante de mí vida.
Acentuando la presión del cuello hacia atrás, apoyó la otra mano sobre mi zona lumbar para obligarme a arquear la cintura hacia abajo a la vez que con ese movimiento elevaba la grupa. Farfullando quedamente, le pedí que no me lastimara pero ante eso, Susana dejó oír una socarrona risita al tiempo que me prometía que, cuando acabara conmigo, sería la mujer más feliz del mundo y a la vez, la más agradecida.
Con esa soltura que da la práctica, dejó caer sobre el falo y la parte superior de la hendidura una abundante cantidad de saliva y entonces, empujó suavemente y mis esfínteres parecieron estrecharse más ante el miembro invasor; ante la instintiva negativa, retiró por un momento la cabeza de la verga y sin previo aviso, apretó sobre el oscuro haz un dedo pulgar que, con tal lubricación, se deslizó dentro de la tripa hasta que la mano le impidió ir más allá. Esa penetración me hizo estremecer pero respiré aliviada porque ese grosor me era soportable y, cuando ella comenzó a mover al dedo no sólo en un calmoso vaivén sino que lo doblaba y giraba dentro del recto, experimenté una sensación olvidada.
Al pequeño dolor por la distensión muscular se agregaba una inaguantable gana de defecar pero yo sabía que esa es una reacción normal del organismo y, verdaderamente, el placer acompañó al mínimo coito del dedo. Notando mí alivio aun sabiendo lo que continuaba, con la otra guió la cabeza del falo contra los tejidos relajados por el dedo para que el glande oval fuera introduciéndose entre ellos.
La penetración de los primeros centímetros no marcaba diferencia y, a pesar del sufrimiento, aguanté estoicamente pero el progreso del tránsito colocó en mi boca un alarido. El dolor era pavorosamente inaguantable y me pareció ser hendida por una afilada espada que me atravesaba desde el mismo ano hasta escarbar con la punta en mi cabeza.
Mis años de experiencia sexual me habían enseñado empíricamente que el placer siempre llega de la mano del dolor pero lo que el falo descomunal estaba haciendo en el recto iba más allá de todo lo experimentado. Una luz alucinante refulge rojiza en mi cerebro y llegó un momento en que el goce avanzó sobre el sufrimiento, pero me era difícil discernir dónde comenzaba el uno o dónde terminaba el otro o si, simultáneamente, los dos me hacían experimentar tales emociones. La gruesa verga me había penetrado por completo y gracias al impulso de ella, la tersa superficie exterior de la copilla estimulaba gratamente no solo al ano sino también al sensibilísimo perineo.
El inicio del movimiento inverso no me aportó alivio alguno y sí, originó sollozos que se fundían con complacidas risitas de alegría y de mío ojos, vaya Dios a saber respondiendo a qué sentimientos, fluían lágrimas que se deslizaban hasta la comisura de los labios y que yo absorbía con deleitada fruición por el mismo origen de lo que las provoca; impensadamente, fui yo misma quien dio a mi cuerpo un leve balanceo que se acopló con el de Susana y de mi boca escaparon palabras y frases que no hacían sino alabar y ensalzar a quien me estaba haciendo disfrutar de tal manera.
Al observar cómo estaba gozando con la salvaje sodomía, Susana subió un pie sobre la cama y con la flexión de esa pierna, encontró un movimiento de tal soltura que pronto alcanzó su cadencia y aferrándome por las ingles, incrementó la profundidad y velocidad del acople. Realmente y tal como me lo prometiera, me ha introducido a un universo sensorial que me enloquece de placer y sintiendo como por todo mi cuerpo se expanden calores, fríos, sudores, estremecimientos y escozores sin fin, meneé frenética las caderas al tiempo que, involuntariamente pero con ávida premura, una de mis manos se dirigió a la entrepierna para estimularla con enardecida violencia mientras le suplicaba que me condujera a mi más satisfactoria eyaculación.
Yo creía desmayar de tanto goce y sintiendo que en mis entrañas se gestaba uno de aquellos anhelados orgasmos, lo proclamé de viva voz y mientras por mi cuerpo se multiplicaban las explosiones luminosas que prologaban la satisfacción, el traqueteo alternado de la verga en mi sexo y ano me conducían a experimentar la más sublime sensación de eufórica alegría al tiempo que en su mente estallaba una luz de incandescente fulgor y, cuando ya creía estar al límite de mi resistencia una explosión volcánica me condujo al más violento orgasmo de mi vida.
Derrumbándose conmigo en la cama pero sin sacar el falo de su sexo, Susana me abrazó desde atrás y juntas nos mecimos en un ralentado coito que finalmente nos sumió en la pequeña muerte del orgasmo.
Tres meses más duró esa relación extraña en la que todas la noches junto a mi marido, me maldecía por prestarme a ese juego perverso pero por la mañana no veía la hora de que los hombres bajaran a la ciudad para entregarme con denuedo a ese sexo inmoral y depravado pero indeciblemente gozoso; finalmente, Arturo tiró la toalla y volvimos a Buenos Aires donde recomenzaríamos una nueva etapa de mi vida.
Dejar un comentario
¿Quieres unirte a la conversación?Siéntete libre de contribuir!