BARQUITO 9
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por barquito.
En esa calma chicha pasaron dos años y ya cercana a los treinta, me cansé de vegetar y pidiéndole a mi marido dinero, alquilé un local en una galería comercial del pueblo donde puse una lencería. Con el colegio de las chicas, atender a vendedores y otros proveedores, trámites legales y comerciales, se me hizo imperiosa la necesidad de una empleada que, además, me ayudara con el inventario y traslado al local de la mercadería que guardaba en mi casa por seguridad.
Enterada la señora que por las tardes hacía la limpieza general de la casa, me propuso que probara a su hija que nunca había trabajado pero necesitaba hacerlo para solventar sus propios gastos. Verla y aprobarla fue todo uno; en esa primera entrevista me sorprendió su prestancia. Aunque sólo era una chiquilina, su cuerpo ya estaba desarrollado y me impresionó la belleza clásica de su rostro apenas moreno.
Nacida y criada en Córdoba pero hija de un italiano y una argentina, de facciones bien equilibradas, sus ojos color miel destacaban bajo las espesas pestañas negras y la boca tenía un trazo de delicada pureza. Pero había algo particular en ella, indefinible y seductor, que raspando cosquilleante el fondo de mis ováricas entrañas me hizo tomar una decisión aprobatoria.
Aunque no tenía más estudios que los primarios, se manejaba con esa callada prudencia de algún ancestro aborigen, sin poner en evidencia su falta de cultura. Rápidamente se adaptó a las necesidades del negocio y de acomodar las prendas, pasó a asistirme en los inventarios hasta que, cuando se hizo imprescindible, comenzó a atender a las clientas con tanta eficiencia y simpatía que las impresionó por su buen gusto y percepción de las circunstancias para las que serían utilizadas las prendas.
Esa sensación indefinible e incalificable del primer día seguía rondando mi cabeza. Observándola con detenimiento, me di cuenta que la perfección de su cuerpo en agraz sólo estaba limitada por la falta de su desarrollo completo.
De poco más de un metro sesenta, era menuda y sus pechos nacientes presionando la tela de su ropa, me remitieron casi automáticamente a aquellas pequeñas naranjas de mi pubertad. Mirando la perfección de su rostro de madonna y atraída por el preciso delineado de sus labios plenos, encontré en ellos la respuesta a la seducción de su sonrisa iluminada por el resplandor albo de sus dientes menudos. Con el comienzo del escozor que ya había dejado de serme extraño hacía años, espanté la turbulencia de esos pensamientos y sacudiendo la cabeza, me sumergí en la atención a una clienta.
Día tras día, notaba que mi cuerpo respondía en forma autónoma a sus propios reclamos y, por más que pusiera toda la voluntad posible en ignorarlo, cada vez que tenía a la chiquilina cerca de mí, una revolución de pájaros enloquecidos recorría mi vientre y un sudor frío me daba un temblor nervioso.
Ella sólo poseía algunos pantalones y remeras y rebuscando entre baúles y cajas, encontré algunas prendas mías que, adaptándolas, solucionarían el problema de su vestuario para atender al público.
A la mañana siguiente, mientras acomodaba prendas en una caja para llevar al negocio, le pedí que me acompañara al dormitorio así probábamos cuales serían susceptibles de arreglo y las marcaríamos para la modista. Contenta por aumentar su paupérrimo vestuario, la chiquita se desvistió obedientemente a mi pedido, quedando sólo con su humilde ropa interior.
A medida que se ponía y sacaba distintas prendas y yo iba marcando los arreglos, su casi íntima cercanía comenzaba a ponerme nerviosa. Además del suave calor que irradiaba, como el de Edith años atrás, su cuerpo despedía una fragancia singular, mezcla de delicada sudoración, naturales aromas levemente acres de su sexo y un perfume a salvajina de la piel. Esos efluvios que yo trataba de ignorar, atacaban mi olfato cuando acuclillada tomaba con alfileres su talle o el nuevo ruedo de una falda. El escozor habitaba ya definitivamente en mis riñones, trasladándose al vientre y de allí al sexo. Involuntariamente y entre dientes, como falta de aire, comencé a acezar quedamente comprobando con sorpresa que la entrepierna de la trusa se había humedecido con mi flujo.
Con dedos súbitamente indecisos y temblorosos, estaba a sus espaldas ayudándole a quitarse un vestido, cuando mis manos tropezaron con sus senos y sentí como la pequeña se estremecía. Casi como una consecuencia de causa efecto, la abracé contra mi pecho tomando posesión de las tetitas que aun bajo el corpiño sentía palpitar bajo los dedos.
Como si ambas estuviéramos pendientes y a la espera de ese desenlace, dejamos escapar un hondo suspiro de alivio y nos dejamos llevar. Besando su nuca pequeña y delicada, mis labios la recorrieron hasta la curva del hombro y desde allí, volvieron a trepar hacia la oquedad detrás de las orejas, convocando a la lengua en la excitación de la niña.
La chiquita había permanecido quietecita y asiendo mis manos con las suyas las apretaba en una clara invitación a que hiciera lo mismo con sus pechitos. Deslizando los breteles de sus hombros, la desprendí del corpiño para dejar al descubierto los senos que, al tacto de mis manos, demostraron ser duros y sólidos, bastante más pulposos de lo que aparentaban. Mis dedos se aplicaron a la tarea de sobarlos tiernamente y en la medida que la jovencita se estrechaba mimosa contra mí con satisfechos gruñidos, aumenté la presión convirtiéndola en un fuerte estrujamiento y con las yemas fui pellizcando lentamente sus casi inexistentes pezones.
Creo que instintivamente, la chiquita alzó sus brazos y tomando mi cabeza entre sus manos la impulsó hacia abajo al tiempo que retorciendo su cuello alzaba su boca hacia atrás, jadeando suavemente. La mía aceptó el convite y los labios viciosos de todo vicio se posaron en aquellos vírgenes. Apenas rozándolos, inicié un leve besuqueo de caldeadas humedades que fueron incrementando el deseo y cuando al cabo de unos momentos los labios se confundieron en un ensamble perfecto y mí lengua penetró en la boca a la búsqueda de la suya, ella se dio vuelta, siéndose fuertemente a mi nuca.
Totalmente fuera de mí, aferrándola por los glúteos, la alcé y la llevé hasta la cama. Con las bocas pegadas en una succión casi animal, la acosté y desnudándome a los manotazos, aplasté mi cuerpo carnoso contra el suyo. Fue como si algo magnético nos atrajera y nuestros cuerpos comenzaron a ondular en sincronía, empeñadas en querer penetrar y fundir las pieles en una sola. Mientras yo la besaba salvajemente, la chiquita recorría mis espaldas y nalgas con sus manitos delicadas y trabando instintivamente los talones en mis muslos, impulsaba su cuerpo contra el mío en un atávico ensayo de coito.
Las dos seguíamos sin pronunciar palabra y, a pesar de su respuesta encendida y tumultuosa, yo no dejaba de pensar que era casi una niña pero al mismo tiempo me excitaba precisamente la certeza de su virginidad y rememoraba mi adolescencia y lo que hubiera dado por haber hecho lo mismo en ese entonces.
La ansiedad loca pudo más que la razón. Abrazándola aun más fuerte, mi boca se dedicó a succionar el cuello tierno aspirando con deleite su olor y eso me conmocionó, haciendo que los labios golosos descendieran en busca de los senos. Cubriendo de pequeños besos la palpitante carne que se estremecía temblorosa ante la caricia, fui dilatando el momento mientras ella se calmaba y yo recuperaba algo de sentido.
Cuando estuvimos un poco más relajadas, mi lengua se dedicó a lamer con delicados embates de su punta la pequeña pero protuberante aureola cubierta de gruesos gránulos carnosos. Al comenzar ella a gemir quedamente y sus manos, hundiéndose entre mis cabellos acariciaron mi cabeza, dejé que los labios rodearan al pequeño pero erecto pezón succionándolo suavemente en procura de que disfrutara con mi boca.
Suspirando hondamente, daba claras muestras de su satisfacción y eso me compelió a aumentar la presión de la succión mientras mis dedos rascaban con el filo de sus uñas al otro pezón y ella incrementaba el golpeteo involuntario de su vulva contra mi pelvis. Las uñas dejaron paso a mis dedos índice y pulgar, que atrapando a los rasguñados pezones los envolvieron entre ellos para iniciar una lenta torsión que la llevó a incrementar sus gemidos entrecortados. La presión se fue acentuando y la fuerza de mis dedos contra las carnes se hizo tan intensa como rápida. Ya las manos de la muchachita habían dejado de acariciarme para mesarse los cabellos y, meneando la cabeza frenéticamente, farfullaba palabras de asentimiento y deseo.
Sometiendo a los senos con las dos manos, dejé que mi boca escurriera por el surco que dividía la meseta de su vientre, lamiendo y succionado la leve vellosidad de su interior y se entretuvo un momento en besar y sorber el sudor acumulado en el cuenco de su ombligo. Temblando de ansiedad tanto como ella, me disponía a escudriñar en su sexo como nadie había podido hacerlo hasta el momento. Mientras le sacaba la bombacha, la certidumbre del delito que iba cometer colocó un ansioso rugido perverso en mi garganta y la lengua se deslizó al encuentro de la suave pelusa ensortijada que ya en el nacimiento del Monte de Venus se adhería a la piel.
Ascendí la hinchada colina y exploré con besos menudos y tenues lambeteos tremolantes los labios mayores de la vulva, demasiado desarrollados para una virgen. Desde el interior fluían vahos fragantes de reminiscencias marinas entremezclándose con su natural perfume almizclado, aumentando mi excitación. Empujé hacia arriba sus muslos y obedientemente encogió las piernas que yo abrí con mis manos hacia los costados. Ante esta apertura, el sexo se dilató mansamente, pulsando rojizo y oferente.
Con índice y mayor separé los labios inflamados y la sola vista de su interior me estremeció de ansiedad. Formando los labios menores, una festoneada hilera de pliegues en apretada filigrana fuertemente rosada en su base se diluía en un pálido blanquigris y en su extremo superior, era casi inapreciable la presencia del clítoris. Subyugada y atraída por el fascinante espectáculo, la lengua se proyectó ávidamente y con inquisitiva insistencia se agitó dentro del amasijo de pliegues buscando al esquivo botoncito del placer.
Cuando lo hallé, lo fustigué sin piedad hasta que empezó a cobrar tamaño y entonces fueron los labios que, atrapándolo entre ellos, lo succionaron con voracidad en tanto que agitaba mi cabeza de lado a lado. La pequeña abría y cerraba las piernas espasmódicamente como las alas de una mariposa y sus manos presionaban mi cabeza contra el sexo. Olvidada de lo pequeña que era, mis labios atrapaban al clítoris y tiraban fuertemente hacia arriba y esa placentera tortura ponía gemidos guturales en aquella boca que poco antes susurrara su contento.
Al ver que temblaba estremecida por la ansiedad y el llanto que comenzaba a entremezclarse con los hondos quejidos anhelosos que ahogaban su garganta, mi boca bajo a la apertura sin hollar y se solazó con las crestas carnosas que protegían la entrada a la vagina. Entretanto, el dedo pulgar había tomado el lugar de la lengua y maceraba con tenacidad al ahora empinado clítoris. Entonces, mis labios tomaron contacto con la apretada apertura vaginal succionándola tiernamente, haciéndola dilatarse y la lengua se introdujo en ese interior pletórico de suaves mucosas agitándose alocadamente.
Había olvidado la angustiosa desesperación que precede a un primer orgasmo, cuando parece que todo se desvanece, que una cae en el vacío y en el interior del cuerpo estallan luces de colores mientras que los músculos semejan elásticos que fueran a romperse separándose de la osamenta en esa “pequeña muerte”, como le dicen los franceses.
En medio de sonoros sollozos, se agitaba frenéticamente y me pedía con aflicción que la ayudara a salir de ese marasmo. Redoblando la actividad de mis labios, aumenté la fuerza de la succión y comencé a degustar con deleite los jugos olorosos de sus fluidos que llegaban en pequeñas oleadas, provocadas por las contracciones convulsivas de la vagina y en medio de las entrecortadas risitas agradecidas de la jovencita, paladeé gustosa su primera eyaculación.
Sentada en la cama y acunándola entre mis brazos, fui calmando sus espasmos y el profundo hipar de su pecho fue diluyéndose en un tierno ronroneo satisfecho. Mientras la mecía contra la masa pulposa de mis senos, ella comenzó a juguetear con sus dedos sobre las abultadas aureolas y pellizcó los largos pezones que aun se mantenían enhiestos. Besando sus cabellos, le pregunté si deseaba continuar con aquello y dio su asentimiento con un tímido maullido.
Acomodándose en mi regazo, acarició y sobó la sólida musculatura de mis tetas y su lengua imitó a la mía, lamiendo toda la arenosa extensión de las aureolas. En estos años otras bocas habían recorrido esa región pero el roce de su lengua pequeña y ágil me provocaba nuevas sensaciones difíciles de definir, absolutamente distintas a todas.
Anhelante, su boca succionó en suave mamar los pezones y su tamaño debe de haberla excitado, ya que muy pronto sus dedos estrujaban con fervorosa pasión la carne de los senos y la boca parecía no dar abasto, chupando y lamiéndolos. Susurrando incoherencias, se escurrió de mis brazos dejando que su boca bajara presurosa por mi vientre y sin demasiados circunloquios se acomodó en el sexo, lamiendo y chupando como yo lo hiciera con ella. A pesar de su inexperiencia, ponía tal denodado afán en hacerlo que yo sentí crecer en mi pecho una clase de ternura que ninguna mujer había inspirado.
Acomodamos nuestros cuerpos hasta quedar invertidas, de tal manera que mi sexo permaneciera unido a su boca y su sexo barnizado por los jugos que aun rezumaban de él, fue invadido por mis labios y lengua pero esta vez, sabiendo que la muchacha consentía, estaba decidida a consumar la cópula. Muy rápidamente, las dos ascendimos la cuesta del deseo y con los dedos engarfiados en las nalgas nos debatimos y revolcamos durante un largo rato en una interminable sesión de chupones, lambidas y leves mordiscos.
Con suma prudencia, un dedo inquisitivo excitó las crestas de la vagina y lentamente trató de penetrar pero las carnes estaban estrechamente apretadas por sus músculos. Dejé que la lengua las mimara durante un momento y, cuando las sentí relajadas, el dedo acompaño a la lengua y luego la reemplazó muy suavemente. Esta vez fue penetrando con suavidad y sus jugos hacían de alfombra lubricante hasta que sí, ahí estaba.
El famoso himen se reveló como una especie de nylon elástico y ese contacto hizo respingar a la jovencita que estaba enfrascada en mi sexo. Diciéndole que se tranquilizara y no tuviera miedo, fui perforando la membrana que se desgarró ante mi cuidadosa presión.
Rugiendo con los dientes apretados, soportó estoicamente ser desvirgada para descargar luego su dolor sobre mi sexo, casi con saña, clavando sus uñas y rasguñando mis nalgas y muslos. Cuando el dedo penetró en toda su extensión, lo retiré pletórico de espesas mucosas levemente sanguinolentas pero cuando volvió a entrar lo hizo en compañía del mayor, iniciando una búsqueda conjunta en todo el interior de la vagina, rascando, escudriñando, en todas direcciones y haciendo que la muchacha se estremeciera entera en medio de exaltadas exclamaciones de placer.
A medida que el vaivén iba haciéndose más fluido, su sexo se dilató y los dedos la socavaron toda en tanto que el pulgar permaneció hostigando al clítoris junto a la lengua. Los dedos que rascaban suavemente la vagina buscaron pacientemente la callosidad del punto G, hallándola con sorpresiva facilidad a sólo dos centímetros en la cara anterior del canal y cuando se concentraron en ella, prorrumpió en una serie de incoherentes exclamaciones gozosas en tanto que golpeaba con sus puñitos fuertemente mis nalgas, encogiendo las piernas y entrecruzándolas sobre mi nuca.
En un exceso de crueldad, fui haciendo todos mis movimientos en ralentti, suspendiendo de a ratos la intromisión a su vagina y concentrándome con labios y lengua en el clítoris, provocando su desesperación por el orgasmo en ciernes que no se concretaba gracias a que yo demoraba el momento. Con un primitivismo bestial, dejaba escapar de su pecho broncos bramidos y, como si me supiera culpable de su postergada eyaculación, atacaba de a ratos mi sexo, chupándolo con angurrienta violencia y llegando a clavar sus agudos dientecillos en mis muslos.
Con la urgencia de mi propio orgasmo rascando en la vejiga, la volví a penetrar con mi boca atenazando al endurecido apéndice de su sexo y aceleré el vaivén de los dedos. En medio de tumultuosas exclamaciones de satisfacción, recibí en la mano la oleada impetuosa de sus jugos que permanecí sorbiendo durante un largo rato en el que su cuerpo se fue relajando, dejando de sacudirse espasmódicamente.
Demorando aun más la ida al negocio, después de hacerla bañarse y vestirse, con sumo cuidado y claridad le hice entender al nivel de inmoralidad a que habíamos llegado y por qué. En su ingenuidad, ella no creía estar cometiendo algo pecaminoso y tuve que explicarle cuidadosamente como estigmatiza la gente a personas que, como nosotras, no éramos homosexuales pero gustábamos de disfrutar del cuerpo de otra mujer. Buscando su entrega total, la envolví en la ensoñación de un mundo futuro de placer infinito y del disfrute ininterrumpido como el que sólo las mujeres pueden darle a otras mujeres.
También jugué con su codicia, prometiéndole subrepticias sumas de dinero ajenas a su sueldo que yo podría darle lo que aumentó visiblemente su interés. La única condición que le imponía frente a todo lo que le brindaría era su discreción, total y absoluta, así como su sometimiento sexual sin restricciones. Fue tan gozosa su alegría por saber que se convertiría en mi amante secreta, que a duras penas pude resistirme por no volverla a someter y apurarla para ir a trabajar.
A la mañana siguiente, fresca y resplandeciente como todos los días, me hizo notar sin palabras su predisposición a satisfacer mis menores deseos. Yo era consciente que se me brindaba una oportunidad única en la vida; disfrutar del cuerpo y la mente de una virgen educándola en los más profundos vericuetos del sexo sin ningún tipo de preconceptos, desconociendo los límites entre lo bueno y lo malo, sin poder discernir qué cosa era pecaminosa, ultrajante o aberrantemente perversa. Hacerle aprehender como lógico y habitual todo aquello que no sólo estaba prohibido por la sociedad sino también por la propia conciencia, convirtiéndola en una esclava de mis más bajas pasiones y en una eficiente máquina sexual.
Respondiendo a las miradas que clamaban su angustiosa curiosidad, la llevé a mi dormitorio y recostándome en los almohadones de la cabecera, sentándola sobre el regazo, la acuné en mis brazos mientras le susurraba dulces palabras al oído por ser tan complaciente. Sintiendo como vibraba toda, ansiosa por la tensa espera, fui desprendiendo los botones que cerraban el vestido de algodón y como supuse, comprobé que no tenía sino la bombacha debajo de él.
Yo había hecho de la paciencia una especie de dogma; ella misma elaboraría los fermentos exactos para que la naturaleza instintiva del cuerpo eclosionara cuando debiera hacerlo y no antes. Cada cosa que hiciera sobre la pequeña, debía de responder a una necesidad imperiosa suya y cuando ella me lo exigiera tanto que, ese acto vil, violento o repulsivo, fuera casi exigido y recibido como el más sublime alivio.
En tanto que le quitaba la ropa, fui abrevando entre sus labios temblorosos con la aguda serpiente de mi lengua, como queriendo y no. Besando y no besando. Lamiéndola y no. Ella esperaba la concreción del beso con avidez pero yo no dejaba que eso sucediera. Sus ojos buscaban los míos con una mirada suplicante de cachorro asustado, diciéndome sin decirlo cuanto me deseaba y de su boca escapaban sordos gemidos entrecortados por la emoción.
Una vez que estuvo desnuda, la acomodé mejor y comencé con una serie de pequeños besos a los que ella respondía con frases entrecortadas de alegría y agradecimiento. Cuando se aferró a mi nuca y su boca se abría exigiendo mucho más que besos húmedos, encerré sus labios entre los míos, iniciando un lento besar, tanto como la profundidad que ponía en la succión.
Dejándola por momentos sin aliento, mis labios apresaban su lengua chupándola tan intensamente que la sentía vibrar como un pequeño pez dentro de mi boca. Ella también estaba en la cima del goce y sus manos apresaban mi cabeza pareciendo que ambas quisiéramos devorarnos mutuamente.
A pesar de que mi excitación reclamaba algún tipo de concreción, permanecí firme y durante un largo rato, nos desmayamos en besos de extremada violencia, dejando escapar angustiosos gemidos que nos iban excitando aun más. Finalmente, ella tomó la decisión que yo esperaba y sus manos se dedicaron a acariciar los senos a través de la tela de la bata. Desprendiéndome fácilmente de aquella, dejé que se hiciera dueña de mis pechos.
Mientras me besaba, ahora con mayor calma y dedicación, sus dedos recorrían ávidos la piel de los senos, acariciándolos o rascándolos tenuemente con sus pequeñas y afiladas uñas. Yo la dejaba hacer para ver cuanto de instintivo había en su iniciativa y hasta donde podría llegar sin mi ayuda.
Fascinada con lo que desde hacía tantos años fascinaba a todos, incluso a mí, las yemas de sus dedos exploraron las grandes, oscuras y abultadas aureolas cuya áspera rugosidad había aumentado por la afluencia de sangre. Atraídos por los gruesos y largos pezones, juguetearon con ellos durante unos instantes en dulces pellizcos a sus puntas. Luego, sin dejar de besarme golosamente, sus uñas se dedicaron a rascar la cima del seno y, tímidamente, tomó entre s índice y pulgar uno de los pezones para imprimirle, como yo había hecho con ella, una lenta rotación, adelante y atrás, macerando la carne con indudable deleite.
Ya se me hacía imposible simular indiferencia y conduciendo su boca hasta mis senos, la invité a chuparlos. Dueña de una sabiduría tan antigua como el mundo, la hembra primigenia pareció explotar dentro de ella y su lengua vibrátil se deslizó acuciante sobre mis pechos endurecidos por el deseo, azotando con agilidad los bultos marrones de las crecidas aureolas, atrapando los pezones entre sus labios, ciñéndolos fuertemente a su alrededor e iniciando una serie interminable de fortísimas succiones.
Ahora era yo la que se desgarraba en hondos gemidos de angustia, sintiendo como aquella comenzaba a oprimir mi pecho y el escozor, viejo amigo de la satisfacción, se instalaba en mi vientre. Con la pequeña aferrada a mis senos, extendí la mano y alcancé su entrepierna, rascando suavemente la alfombrita de suave vello oscuro que comenzaba a ocultar el sexo. Mis dedos se deslizaron a lo largo de la estrecha vulva, acariciando sus delicados labios. Hundiéndolos un poco más en su interior, fui esparciendo los jugos que lo inundaban, sintiendo como sus músculos se dilataban agradecidos elevando la excitación de la chiquilina que estrujaba con verdadera saña mis carnes y clavaba sus dientes en los pezones.
Mis dedos se aplicaron a la tierna maceración del diminuto clítoris restregándolo en forma circular para arrancar los primeros gemidos de sus labios. Deshaciéndome del abrazo, me coloqué de forma tal que ella quedara debajo de mí en forma invertida. Como en la ocasión anterior, me hice dueña de su sexo y mi boca de dedicó a someterlo a la más fascinante sesión de lengüeteos y chupones. Ya más experimentada, ella acariciaba con ternura mis nalgas y su delgada lengua exploró curiosa los abundantes pliegues que asomaban entre los labios de la vulva.
Ya había decidido que la chiquilina conociera todo el rigor del sexo y tomando al consolador que ocultara debajo de la almohada, lo mojé con mi saliva y lo estregué a lo largo de todo el sexo, haciendo que este se dilatara mansamente complacido ante la caricia.
La expectativa despertada por su contacto pareció enardecerla y su boca se prodigó en mi sexo con el más maravilloso repertorio de lamidas y succiones en todo el interior del ardiente óvalo, especialmente en las gruesas carnosidades que orlaban la entrada a mi vagina excitándome hasta hacerme perder la cordura. Después de macerar con la ovalada cabeza del miembro su clítoris, haciéndola prorrumpir en extasiadas exclamaciones gozosas, la emboqué en la entrada a la vagina y, muy lentamente, milímetro a milímetro, centímetro a centímetro, fui penetrándola hasta que toda la prolongada extensión del falo estuvo dentro de ella.
Ese proceso que duró varios minutos, alucinó a la chiquilina que descargaba en mi sexo toda la apremiante tortura de sus entrañas y entre ávida y colérica, con voluptuosa delectación, lo agredía con saña malévola. Con pérfida crueldad, comencé a moverlo dentro de ella, dándole, además de un ligero movimiento de vaivén, leves torsiones que conforme las conmocionadas carnes se dilataban complacidas y eran lubricadas por los jugos internos que acudían a su influjo, se fue haciendo más intenso hasta alcanzar el ritmo de una violenta cópula.
La muchacha ya no se aferraba a mis nalgas sino que hundía su cabeza contra el colchón y en medio de exclamaciones inflamadas de deseo, me insultaba y agradecía simultáneamente y, con sus manos engarfiadas en las sábanas se daba impulso para hacer ondular su cuerpo, adaptándose al compás de la penetración.
Enardecida por los efluvios que brotaban del sexo y con el chas-chas de sus fluidos azotados por la verga, hundí la boca en el sexo y mis dientes se apoderaron del endurecido clítoris, mordisqueándolo tiernamente al principio para finalmente torturarlo con vesania, estirándolo hasta lo imposible.
Con el émbolo del falo entrando y saliendo en aberrante vaivén y mis dientes aferrados a sus carnes, azorada y expectante, la muchacha explotó en la descarga de sus líquidos más íntimos gritando como una posesa, alcanzando su primer orgasmo provocado por un miembro y ahíta hasta la inconsciencia, prorrumpió en sollozos entrecortados por las convulsivas contracciones de su vientre mientras mi lengua se complacía degustando los jugos que manaban desde el sexo.
A partir de ese día, se convirtió en mi amante matutina y si debo destacar una virtud en ella, aparte de sus condiciones naturales para el lesbianismo, era su discreción. Aunque en la intimidad nos faltábamos el respeto recíprocamente y las cachetadas, golpes y rasguños eran cosa de todos los días, cuando estábamos en el negocio o en la casa junto a terceros ponía tanta distancia entre las dos asumiendo el papel empleada con tanta convicción que por momentos temía haberla perdido.
En la cama se había revelado como un diamante en bruto, un animal sexual al que sólo faltaba conducirlo. Como Gladys, con desprecio de su propio cuerpo y gozándolas con alborozada alegría, me inducía a realizar sobre ella las cosas más diabólicas, perversas y aberrantes para luego prodigarse generosamente en satisfacerme a mí. Como una planta en pleno desarrollo, todos los días su cuerpo se modificaba ostensiblemente, en parte porque la naturaleza estaba haciendo su juego sobre ella y en parte gracias a las intensas sesiones sexuales a las que nos sometíamos, mejores que cualquier tipo de gimnasia localizada.
Lentamente y con el tiempo, como una mariposa emergiendo de su crisálida, resplandecía y asombraba a todos por las dimensiones que sus pechos y nalgas alcanzaban, de los cuales, en mi fuero interno, me enorgullecía de ser su artesana.
En esa concordia armoniosa transcurrieron los meses y los años, en los que ella se convirtió en una mujer espléndida. A pesar de que aquello marcaba aun más la diferencia que había entre las dos, ya que mis treinta y tres años contrastaban notoriamente con sus diecinueve, en la cama olvidábamos las diferencias y cada acto sexual era un acontecimiento para las dos en el que no dejábamos de descubrir en la otra nuevas regiones inexploradas y distintas formas de satisfacernos, asombrándome muchas veces la profundidad conque su perversión se manifestaba de manera casi demencial.
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