el ama
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por Anonimo.
Hacía veinticinco años que Don Ignacio llevaba como mayordomo de la estancia de los Helguera. Linda estancia; quince mil hectáreas de campo flor en las que un equilibrado manejo de los potreros, daba como fruto espléndidas cosechas de trigo y maíz, prestigiado ganado vacuno Aberdeen Angus y hasta un pequeño haras de caballos Anglo-Normando que se disputaban los mejores jinetes de salto del país. Los Helguera poseían esas tierras desde mediados del siglo diecinueve que, en la actualidad eran administradas por Carolina, la única heredera que, tras el accidente que les costara la vida a sus padres, debiera abandonar la alocada y promiscua vida de “estudios” que le ofrecía Londres. Con veintiséis años e incapacitada para manejar los intereses de la familia, había contraído un matrimonio de conveniencia con el abogado de su padre, mano derecha de aquel y que conocía al dedillo la complejidad de las diversas empresas.
Treinta años mayor que ella, no le exigía demasiado en cuanto a sus deberes como mujer y, dedicado a engrosar su fortuna personal, la dejaba en libertad para hacer lo que quisiera en tanto él viajaba continuamente a visitar los distintos establecimientos y fábricas.
Don Ignacio no hacía diferencias en el trato con el matrimonio en cuanto a fidelidad y honestidad pero disentía con Carolina en la poca atención que ella dedicaba a la explotación del establecimiento, olvidando que de allí había nacido la fortuna que hoy disfrutaba, utilizando la estancia como un refugio social dada su proximidad con la ciudad de Buenos Aires.
Hacía muchos años que el hombre vivía en el puesto principal, alejado unos dos kilómetros campo adentro del casco y para satisfacer las necesidades de las repentinas e inconstantes visitas de la joven con grupos de amigos, había nombrado a su hija Juana a cargo del mantenimiento de la casa principal, quien vivía allí para estar disponible en cualquier momento y circunstancia. Semejante responsabilidad podría haber apabullado a cualquiera otra joven de tan solo dieciocho años, pero Juana había nacido en la estancia y a su conocimiento cabal, agregaba la esmerada educación que había recibido en el colegio de monjas del pueblo.
De carácter fuerte y a pesar de gustarle los estudios, había impuesto su criterio a los padres que querían para ella una carrera universitaria y apasionada por la estancia, había reclamado para sí el puesto en la casa grande, con la complacencia de Carolina que la conocía desde la niñez.
De esa manera, Juana se convirtió en la verdadera señora de la casa, demostrando su eficiencia con un manejo ágil y elástico pero a la vez severo sobre el personal a sus órdenes. Los jardines lucían magníficos y los lujosos salones brillaban como si estuvieran habitados permanentemente, con la ropa de cama limpia y las despensas y heladeras repletas para hacer frente a cualquier evento imprevisto, lo que no era infrecuente en la época de verano.
Desde el punto de vista estético, la jovencita no lucía despampanante pero distaba de ser fea. Aunque no llegaba al metro con setenta, se la veía espigada, de cuerpo armonioso y bien equilibrado. Su pasión por la equitación como deporte a la que el padre la había aficionado, mantenía su cuerpo duro y flexible, destacando la esbozada prominencia de sus pechos y la contundencia de sus nalgas. Los ojos verde claro con reminiscencias de aguas caribeñas, resaltaban estrepitosamente en medio de la ondulada, espesa y corta melena negra.
Como toda chica campesina que se precie de bonita, Juana tenía novio. Pero ese noviazgo casi platónico, pasaba más por lo social que lo afectivo y sus contactos furtivos en algún baile familiar no pasaban de algunos besos y caricias que si bien la excitaban momentáneamente, le hacían redoblar su orgulloso pregonar a quien quisiera escucharla sobre el bastión en que había preservado a su virginidad. Aun así no desconocía los vericuetos del sexo y, como toda muchacha criada en medio de la naturaleza, estaba harta de ver la cópula cotidiana de los animales domésticos y silvestres e incluso, había colaborado más de una vez como ayudante en el servicio de las yeguas por los padrillos de sangre.
Como una alegre y serena vestal administradora, llevaba las cosas de la casa para total satisfacción de los patrones, especialmente la señora, a quien llamaba respetuosamente “el ama”. Por edad, sólo le llevaba quince años, pero como la había tenido en sus brazos cuando ella aun era una beba, la respetaba y quería tanto como a su propia madre, atenta siempre a cualquier capricho o antojo que Carolina le expresara.
Ese jueves, Juana tenía previsto acostarse temprano, pero la inopinada visita de la patrona con unos amigos, hizo trizas sus planes e improvisó como pudo algunos platos para la cena que acompañó de varias botellas de excelentes vinos de cosecha.
Mientras servía los distintos platos, le extrañó la excesiva confianza que el acompañante se tomaba con el ama aunque la presencia de un matrimonio amigo la tranquilizó y se dijo íntimamente que a ella no le pagaban para juzgar a la gente.
Concluida la comida y después del café, Carolina le dio permiso para retirarse a su habitación. En realidad, más que una habitación era un pequeño departamento o suite, con un estar, un dormitorio y un excelente baño privado. Luego de una ducha reparadora se acostó pero, como ya estaba desvelada, tomó un libro para ver si la lectura le hacía conciliar el sueño. Media hora más tarde y cuando comenzaba a cabecear, una fuerte música procedente de la planta baja invadió la casa. Quince minutos más tarde y ya francamente enojada con quienes se permitían invadir de ese modo su soledad, salió de la habitación para asomarse desde el trabajado barandal de madera torneada que circundaba el rellano y hacía de pasamanos a la escalera.
Apenas echó una mirada hacia abajo, se arrepintió de su decisión. La música melosa de un saxo parecía haber motivado a las parejas que, semidesnudas, estaban enredadas sobre los sillones del amplio living, entremezclándose en una serie de extrañas contorsiones que dejaban ver sus pieles ardientes, brillantemente barnizadas por el profuso sudor. Las ventanas abiertas a la galería dejaban entrar un poco de aire fresco en esa bochornosa noche llevando alivio a los protagonistas de esa singular refriega.
Como hipnotizada, la jovencita que nunca había visto a hombres y mujeres totalmente desnudos y teniendo sexo, se dejó deslizar hasta el piso y sentada sobre la alfombra, con los dedos aferrados a los barrotes, se convirtió en espectadora privilegiada de una orgía en toda la regla. Azorada, asistió al primer orgasmo de la señora con el hombre que eyaculó su semen en la cara y pechos de Carolina y como, sin hesitar ni descansar, dio rápida respuesta a los requerimientos de la otra mujer, con la que se enzarzó en una lucha casi demencial en la que ambas se besaban y mordían, castigándose mutuamente a golpes y pellizcos en las zonas más íntimas hasta que la intervención de los hombres completó el cuadro, produciéndose penetraciones en las posiciones más insólitas e increíbles para la ignorante muchacha que acezaba quedamente de excitación, con los nudillos blanqueando por la fuerza con que asía la madera.
Bocas en lugares inusitados, miembros que penetraban simultáneamente a la misma mujer mientras aquella se solazaba con el sexo de la otra, dedos y lenguas de mujer que intrusaban esfínteres masculinos, extraños artefactos similares a penes que en manos de las mujeres les permitían penetrarse mientras los hombres se tomaban un respiro y todo el repertorio de ruindades y perversiones sexuales que la imaginación sea capaz de elaborar, pasaron durante más de dos horas por los ojos de aquella criatura virgen que no terminaba de dar crédito a lo que la realidad le mostraba tan crudamente. Jadeante, estremecida, transpirada y sin tocarse en lo más mínimo, con sólo mirar todo lo sucedido pero sin ser consciente de ello, Juana había alcanzado su primer orgasmo que manaba de su sexo con fluidos que ni había sospechado poseer.
Boqueando como si estuviera falta de aire y aprovechando una tregua que se habían concedido los contendientes, intentó levantarse, pero la prolongada posición había adormecido sus piernas y trastabilló, arrastrando a una pequeña mesa ratona. Ante ese ruido imprevisto, el ama alzó la cabeza y sus ojos severamente reprobatorios la fulminaron con tal grado de iracundia que, tapándose avergonzada la cara, huyo del lugar para refugiarse en su habitación.
Tarde en la mañana, Juana despertó con un sabor terrible en la boca y cuando se miró en el espejo, este le devolvió la imagen de un rostro desencajado, ojeroso por la falta de sueño y la tensión angustiosa que por ver lo sucedido había instalado en su pecho. Luego de una prolongada ducha fría, bajó a limpiar el living, pero el terrible desorden de la ardorosa refriega solo sirvió para volver a reflejar en su mente, como en una proyección perversa de imágenes en cámara lenta, los momentos más álgidos de la orgía a pesar de su renuencia a revivirlos. Casi como un castigo, como si ella hubiese sido responsable por lo protagonizado por el ama, se sumergió en los quehaceres más pesados de la casa a pesar de la temperatura insoportable, sin darse descanso porque hacerlo encendía su mente con lo más deleznable y vil de su patrona. Con las primeras sombras de la noche, se cobijó en la cama para buscar el sueño que reparara las terribles horas sin dormir.
Varias horas después que el anochecer cayera sobre la caldeada campiña, con las luces apagadas y el motor en silencioso ralentti, el negro Mercedes de Carolina se deslizó subrepticiamente por el sendero que llevaba a la casa, pasando desapercibido para quien no estuviera acostumbrado a los ruidos naturales de la noche rural. A Juana, que estaba desnuda sobre la enorme cama tratando de paliar el sofocante aliento nocturno, ese desacostumbrado siseo de la gravilla le hizo presentir más que escuchar esa presencia extraña. Con alarmada prisa, vistió la holgada camisa masculina que gustaba usar como camisón y para su sorpresa, cuando estaba a punto de dejar la cama, la puerta del cuarto se entreabrió silenciosamente. Por la rendija, asomó la cara de Carolina que, sonriéndole con picardía se deslizó por la apertura portando en sus manos dos pequeños vasos de cristal y una botella de vodka. Al tiempo que le hacía señas para que permaneciera en el lecho, se sentó en el borde, llenando las pequeñas copas con el ardiente licor.
Intrigada por la inusual y furtiva actitud de su patrona, esperando con expectativa el desarrollo de los hechos, Juana se recostó en el refugio de las almohadas, abrazando con sus brazos las rodillas encogidas y aceptando con sumisa obediencia el vaso que le extendía Carolina. Rompiendo el silencio, con calmosa complicidad la incitó a beber el licor brindando en una confusa referencia verborrágica sobre la belleza de la vida y las oportunidades de disfrutarla que ofrecía.
Cuando la muchacha apuro el primer trago del insípido aguardiente, sintió como en su vientre estallaba una oleada de intenso calor que, confundido con el exterior la cubrieron de transpiración, atendiendo con turbada confusión la cháchara de su patrona que, en un tono bajo, cálido e íntimo, le recordaba anécdotas de su adolescencia e interesándose en como era la vida solitaria de una joven en una estancia tan grande y sin tener aparentes relaciones con jóvenes de su edad. Tal vez a causa del licor o por el recoleto aislamiento que instalaba en ella la necesidad de compartir sus vivencias con alguien a quien quería y respetaba tanto, aflojó las tensiones que la intriga le provocara y se entregó a la charla, apurando ya el contenido de una segunda copa.
Entrando en confianza trajo a la conversación su noviazgo y, casi como excusándose, le aclaró que en realidad no iba más allá de una amistad íntima, toda vez que ella se resistía empecinadamente a cualquier tipo de contacto físico que excediera los abrazos cariñosos y menos aun, a perder su virginidad a manos del primer muchacho que se lo solicitara.
Entusiasmada por los condescendientes y atinados comentarios de aquella mujer joven que aun era Carolina, sacó de la mesa de noche un pequeño arcón en el que guardaba sus secretos más íntimos y le enseño con cierta vergüenza las cartas ardientes que su enamorado le mandaba. La mayoría eran empalagosas, pero algunas de las últimas dejaban entrever la atormentada personalidad del pretendiente que, enloquecido por la muchacha, harto de sus negativas, le suplicaba que fuera un poco más elástica en lo físico y, en su desesperación, le describía con extrema crudeza las cosas a que sería capaz de someterla y los placeres que le proporcionaría si accedía a que la convirtiera en mujer.
Alentada por los comentarios festivos con que la patrona juzgaba las intenciones del enamorado y sonrojada por lo atrevidas que eran, aceptó mostrarle una serie de souvenir que él le había dado para que lo recordara; varios pañuelos perfumados, una corbata, una medalla con su nombre y algunas fantasías baratas.
Correspondiendo a las intimidades de la muchacha, Carolina le confió la verdadera razón del por qué de su casamiento con un hombre tan mayor. Acostumbrada a la vida fácil y promiscua que la fortuna le había permitido vivir en Londres pero sabiéndose tan alocada como inútil para asumir las responsabilidades que le exigía la muerte de sus padres, había establecido un acuerdo con quien fuera hombre confianza de su padre. El había aportado conocimientos de administración y su respetabilidad en medios judiciales pero, aunque poseedor de un apellido histórico, carecía de fortuna. La sociedad había sido un éxito y, casi diez años atrás lo sexual también, aunque siempre había estado latente la libertad mutua de un matrimonio abierto. Desde hacía cinco años, ya fuera por exceso de ocupaciones, por la edad o por que había perdido el interés en ella, esa cuota de sexo debía procurársela clandestinamente dentro de su círculo social y, como Juana había comprobado, reverdeciendo sus días londinenses no se ponía límites en la búsqueda del placer y la satisfacción.
Durante la hora que llevaban de conversación, Carolina no había dejado que el vaso de Juana permaneciera vacío y la joven, absorta en las confidencias, lo apuraba en pequeños tragos que lentamente iban minando su voluntad, dejando que nuevas sensaciones físicas la fueran invadiendo. Transcurrida media hora y casi con insolente desparpajo, había comenzado a juguetear con los botones de la camisa y en la medida en que el calor la sofocaba, fue desprendiéndolos hasta que sus jóvenes senos transpirados quedaron expuestos por el generoso escote. Sus ojos extraviados, pasaban del foco más agudo a la nebulosa más profunda y entonces, atónita, vio como Carolina se desprendía con lasciva lentitud de la escueta solera de gasa, mostrándose totalmente desnuda ante ella.
La joven estanciera era alta, muy alta. Cercano al metro con ochenta, su cuerpo se mantenía ágil y fuerte por las permanentes sesiones de gimnasia con que depuraba los excesos del alcohol, la droga y el sexo indiscriminado. Su vientre, chato y musculoso estaba coronado por los senos que, grandes, sólidos y duros, ostentaban enormes aureolas oscuramente rosadas que sostenían los largos y gruesos pezones. Las piernas eran un monumento a la gracilidad que, bien torneadas, sustentaban los macizos y contundentes promontorios de los glúteos y en su vértice, la depilada comba de una abultada vulva.
Turbada y confundida por el alcohol que la inmovilizaba y la desasosegante desnudez de la mujer, Juana vio como aquella se acercaba en la cama muy junto a ella y, tomando una de sus manos temblorosas, la atraía hasta su seno izquierdo. La firmeza del apretón sofocó un instintivo gesto de repulsión en Juana, quien comprobó con sorpresa que el contacto con la piel tersa y cálida de la mama no le disgustaba y cuando Carolina la llevó a trazar círculos concéntricos con la palma de la mano rozando tenuemente las arenosas aureolas y la dureza erguida de los pezones, una especie de corriente eléctrica se fue extendiendo desde ese punto, atravesó su pecho, descendió a los riñones y desde allí a su vientre para instalarse cosquilleante en lo profundo de la vagina.
Con los ojos clavados hipnóticamente en los suyos, Carolina fue abandonando su mano que, sin embargo, continuó autónomamente con la caricia. Con delicadeza, sus manos terminaron de desabotonar la camisa y abriéndola, dejaron al descubierto los espléndidos senos de Juana, de piel oscura y carne nerviosamente prieta que, al primer contacto de los dedos de la mujer se estremecieron gelatinosamente dejando trasuntar la temperatura que irradiaba el cuerpo calenturiento.
Juana no era negada y presentía aterrada lo que estaba por suceder. En medio de sensaciones encontradas de asco, curiosidad y deseo, soltó un involuntario gemido y sus labios temblorosos recibieron el leve contacto de los muy experimentados de la mujer mayor. Con besos pequeños que apenas rozaban la piel, fue recorriendo todo el contorno de la boca y la lengua hábil fue humedeciendo los labios de la muchacha para luego aventurarse sobre la tersa piel de su interior, rozar las encías y los dientes y, aprovechando la boca abierta por el intenso acezar de Juana, hundirse profundamente en ella en procura de la suya que, medrosa, trataba inútilmente de esquivarla, escapando a la agresión de la invasora. Los labios se cerraron envolventes sobre los suyos, succionando el aire y la saliva de su boca. Cedió a la urgencia del deseo, dejando que su lengua respondiera a la intrusa, trabándose con ella en dura y dispareja lid.
Inconscientemente, de manera naturalmente refleja, Juana respondió a ese primer beso sexual de su vida. La mano que acariciaba el seno se hincó en él y comenzó a sobarlo y estrujarlo concienzudamente mientras que la otra sujetaba a Carolina por la nuca, apretándola contra sí con ansias desesperadas. Casi asfixiada, separó la boca y como retomando fuerzas, con su lengua vibrando y los labios táctiles y prensiles, ella misma se enfrascó en la succión de la otra sintiendo como las dos salivas se fusionaban cálidamente.
Luego y casi en el paroxismo de la pasión, se entregaron a un desenfrenado combate de lenguas. Con las bocas abiertas y sin dejar que los labios se unieran, se hostigaban recíprocamente con las lenguas envaradas y sólo cuando la espesa saliva comenzaba a chorrear de ellas, los labios las ceñían y succionaban apretadamente en una especie de coito oral.
Los cuerpos mojados por el sudor, chasqueaban sordamente mientras ellas se estregaban una contra la otra con frenesí. Pasado el furor de la pasión inicial y casi sin aliento, fueron amenguando la intensidad y la boca de Carolina inició un periplo a lo largo del cuello que la llevó a recorrer en suave succión los senos de la joven ahora cubiertos de un intenso rubor, quien contradictoriamente, le suplicaba a la mujer que cesara en ese acto de locura y por otro lado, acariciaba la rubia cabeza presionándola contra sus pechos, placenteramente excitada.
En su fuero interno, muy íntimamente y a pesar del extravió del alcohol, Juana era consciente de lo que estaba sucediendo y en tanto que su cultura, su educación y su religión le enrostraban la enormidad antinatural del pecado que estaba cometiendo, sus instintos más primitivos derrumbaban los débiles muros de la moral y la decencia, reclamando a gritos ver satisfecha su histérica necesidad de sexo.
La lengua aviesa tremolaba sobre los pechos ignaros de caricias, concentrándose sobre las pequeñas y abultadas aureolas, azotando al pezón que respondía con la dureza de su erección hasta que los labios rodearon amorosamente a la mama y succionándola con cierta vehemencia, provocaron en la joven una serie de gorgoritos de alegría por el placer que encontraba en las caricias de su ama. Finalmente y luego de haber coronado al seno con profusión de pequeños hematomas producto de intensos chupones, los dientes se enseñorearon del pezón y mordisqueándolo como si pretendieran destrozarlo, tiraron de él hacia fuera hasta el límite de lo imposible, arrancando de la muchacha profundos gemidos en los que se entremezclaban el dolor con el placer.
Las manos experimentadas de Carolina la despojaron de la camisa y con dedos presurosos le quitaron la pequeña bombacha a lo que ella colaboró elevando las caderas y las piernas. Abandonando los senos pletóricos de sangre y conmovidos aun por la acción depredadora de la boca, dejó que esta se escurriera por el convulsionado vientre de la muchacha hasta el Monte de Venus que, abultado por la inflamación, estaba cubierto por una suave alfombrilla de vello púbico, dejando entrever la raja apretada de la vulva. Abriendo las piernas que la joven había encogido en un instintivo acto defensivo, Carolina separó con los dedos la escasa pilosidad para que a su vista aparecieran oferentes los oscuros labios del sexo y una leve presión le dejó entrever las rosadas crestas de los pliegues interiores.
Fascinada por ese sexo nunca hollado, ayuno de penetraciones y huérfano de placer, acercó su boca y la punta de la lengua, aguda y dura, se deslizó vibrante a todo lo largo de él, provocando espasmos de placer en el vientre de Juana. Los labios, hinchados y oscurecidos, se fueron dilatando lentamente como invitando a la sierpe carnosa a que penetrara en ellos.
Mientras con una mano seguía sobando los senos, con la otra comenzó a castigar al sexo cacheteándolo con creciente vigor, lo que incrementó la afluencia de sangre y consecuentemente, sensibilizó los tejidos, haciéndolos más permeables a las caricias y el goce. Juana se descubría disfrutando de las perversidades de su ama y, con los ojos dilatados, casi dados vuelta por la tensión gozosa que Carolina instalaba en ella, engarfiaba sus dedos en las sábanas e imprimía a su cuerpo un involuntario ondular.
Los dedos índice y mayor de la mujer separaron los labios exteriores y ante sus ojos se abrió el espectáculo, siempre igual y siempre diferente de un sexo femenino. Infinidad de pequeños pliegues rodeaban al óvalo mágico que, rosado y perlado, cobijaba los dos centros máximos del placer; en la parte superior, el tubo ya endurecido que proyectaba la sensibilidad del clítoris protegido por un capuchón de delicados pliegues y debajo, más allá del diminuto agujero de la uretra, se abría, apenas, el agujero húmedo de la vagina virgen, orlado por una filigrana de crestas carnosas.
La lengua humedeció la piel que rodeaba al clítoris, ensañándose sobre el diminuto pene, fustigándolo con violencia y consiguiendo que, en la medida en que crecían los gemidos complacidos de Juana este aumentara de tamaño, proyectándose desafiante y erecto con el blanquecino glande apenas insinuado. Los labios de Carolina se apoderaron de él estrujándolo sañudamente entre ellos, succionando apretadamente y con la ayuda de los dientes tiraba hacia fuera mientras la cabeza se agitaba furiosamente de lado a lado.
Incapaz de soportar tanto placer, Juana daba rienda suelta a su entusiasmo murmurando frases incoherentes y, agitando las piernas con movimientos espasmódicos como las alas de una mariposa, imprimió a su cuerpo un lento menear de la pelvis acompasado al ritmo con que Carolina succionaba el sexo. Cuando esta alojó su boca en la entrada de la vagina, mordisqueando suavemente los carnosos pliegues y hundiendo su lengua en los espesos humores del interior, reaccionó de una manera sorpresiva, impensada aun para ella misma.
Incorporándose, arrastró a Carolina sobre las sábanas, ahorcajándose invertida sobre aquella y, abriéndole las piernas, buscó con su boca el sexo del ama, como la había visto hacerlo la noche anterior.
Esta comprendió su necesidad y acomodó el cuerpo para facilitarle el acto en tanto ella volvía sumirse en la succión del sexo de la chica. Juana sentía un borbollón de nuevas sensaciones agitándose en su vientre y ardientemente fuera de sí, al ver la enorme, depilada y dilatada vulva cuyo palpitante alrededor enrojecido por la fiebre la atraía como un imán, hundió sin repulsión alguna su boca abierta en ella, lamiendo y succionando con golosa voracidad, sintiendo con placer el sabor del agridulce y fragantemente delicioso néctar de los jugos vaginales del ama.
Inmersas en una especie de lucha sin cuartel, ambas mujeres gemían y se retorcían mientras las manos se perdían entre las carnes de muslos y nalgas, aplastando contra sus bocas el cuerpo convulsionado y sudoroso de la otra. Los agudos gemidos que llenaban el cuarto se convirtieron en auténticos rugidos que alcanzaron el nivel de bramidos animales cuando dos dedos de Carolina se perdieron sin misericordia en la oscura cavidad vaginal.
El dolor interno de algo que se rompía desgarrándose, paralizó por un instante a Juana pero la aventura de los dedos hurgando, rascando y rebuscando en la vagina en placentero vaivén, convirtió al sufrimiento en gozosa satisfacción. La mano inició un vaivén que terminó de enajenar a la joven que, enfurecida por la angustia histérica de esa necesidad desconocida, succionaba y mordía los pliegues de la mujer que brotaban de la vulva, dilatados e inflamados casi groseramente en tanto que desde lo más hondo de su vientre, oleadas de un calor volcánico que le quitaban el aliento y la acercaban casi a la agonía de la asfixia, se extendía por todo su cuerpo y con el terror de esta nueva sensación de ahogo, gritando desesperadamente, se fue hundiendo en la dulce modorra del orgasmo.
Mientras la muchacha dormitaba aun estremecida por ocasionales convulsiones y contracciones de su vientre y sexo del cuál todavía rezumaban sus fluidos interiores, Carolina ocultó en el bolso la botella y los vasos. Luego guardó en el cajón de la mesa de noche uno de los pañuelos del novio de Juana que tenía bordadas su iniciales, la corbata, la medalla con su nombre, las cartas más amenazadoras y escandalosas y una caja abierta con dos preservativos, haciendo desaparecer el resto del contenido del baulito en el bolso, del que ya había extraído un artefacto muy especial. Con mucho cuidado, ajustó el arnés del que surgía la anillada e impresionante masa semirígida de un falo artificial con no menos de veinticinco centímetros de largo y del grosor de una botella de gaseosa. Silenciosamente, abrió los cajones de la cómoda y buscó en ellos dos pares de medias de nylon y un pañuelo de seda.
Acariciando a la desmadejada jovencita que se agitaba en mimosos murmullos, fue haciéndola reaccionar y nuevamente, con los ojos cerrados y ronroneos complacidos, esta respondió con renovado entusiasmo a sus besos. Nuevamente los suspiros y gemidos de satisfacción se extendieron en la calidez del cuarto y el chasquido de los besos se multiplicó junto el aceitoso entrechocar de las carnes. En el ritmo y la cadencia del ondular de los cuerpos entrelazados, el rosado de la rubia y el moreno de Juana, se fundían miscibles en una sola figura de una belleza plástica que asombraba. Los sudores, las salivas y fluidos, otorgaban a cada cuerpo una cualidad que los mimetizaba y cada una parecía adivinar las urgencias de la otra, comportándose en consecuencia.
Con artera dulzura, susurrándole frases de subyugante vileza en los oídos, consiguió que la joven se entregara maleable a sus indicaciones y, tras acomodarla en el centro de la cama, como en un juego de maléfica picardía, ató sus extremidades con las medias de nylon a los gruesos barrotes de bronce, colocando bajo su cuerpo y a la altura de los riñones las dos almohadas, con lo cual quedaba totalmente arqueada y con el sexo apuntando hacia arriba. A pesar de la incomoda inmovilidad, Juana esperaba ansiosa a Carolina, la que se dedicó con esmerada meticulosidad a lamer y succionar todo su cuerpo, dejando a su paso las huellas oscuras de los chupones y la medialuna rojiza de los dientes. Estas torturantes caricias hacía mella en la razón de la niña, llevándola lentamente al paroxismo de la desesperación por ver satisfechas las urgencias de sus entrañas, lo que incitaba a las maníacas fantasías de Carolina quien iba perdiendo el control de sus actos.
A la vez que los labios provocaban las oscuras marcas en la transpirada y tersa piel, los afilados bordes de sus cortas uñas se clavaron en los pezones, retorciéndolos y provocando en la joven verdaderos aullidos doloridos que, conforme los dedos aumentaban la presión llevando el sufrimiento al límite de lo insoportable, fueron decreciendo y lo que había comenzado como espantoso se convirtió en sublime para Juana que, jadeando fuertemente entre los dientes apretados, parecía inmersa en el más esplendoroso de los goces.
Es que Juana había entendido finalmente que en la expansión total de sus soterradas urgencias sexuales e íntimas ansiedades, fermentadas en los fugaces contactos con su novio, estaba la verdadera dicha de una mujer y, convencida que al convertirse en la amante de Carolina accedería a ese mundo de sexo ilimitado del que había tenido cabal muestra la noche anterior, se entregaba con auténtica pasión a las más degradantes y abyectas perversiones de su ama.
Comprobando como el dolor se convertía en el catalizador de la exaltación incontinente del deseo y la sorda gestación del instinto animal llevaba a la muchacha a su plenitud sexual, pletórica de satisfacción, Carolina clavó los dedos con férrea saña en los pechos y las uñas trazaron surcos sanguinolentos en la delicada piel. El estridente grito de sorpresa de la joven se vio sofocado por una punta del pañuelo de seda que, hecho un bollo, la rubia y taimada mujer introdujo en su boca.
Con los ojos dilatados por el espanto, Juana vio como el hermoso rostro del ama se transfiguraba y las bellas facciones se descomponían en diabólicas sonrisas mientras que los ojos brillaban con un fulgor propio de la locura y entonces comprendió que había caído ingenuamente en manos de una degenerada que la sometería bestialmente a su voluntad, sin tener la menor oportunidad de negarse. Los violentos tirones que dio a las ajustadas ataduras de las medias de nylon, no hicieron sino ceñir más apretadamente los nudos.
Como exacerbada por la reacción de la niña, la mujer humedeció dos dedos con la espesa saliva de su boca y los hundió en el ano con brusquedad. A pesar del dolor espantoso, Juana encontró que el estilete que se clavaba en su nuca y riñones, llegaba a un punto culmine desde el cual comenzaba a convertirse en vibrante goce y los famélicos caranchos de su vientre aleteando demencialmente, arrastraban entre sus garras a los sufrientes músculos hacia el brasero ardiente de su sexo.
Bañada en sudor por el esfuerzo y la exaltación incontinente de su deseo aberrante, la mujer se arrodilló entre sus piernas y tomando entre los dedos al príapo gigantesco, lo apoyó entre los enrojecidos pliegues del sexo y, muy lentamente, todo el peso de su cuerpo impulsó la ovalada cabeza de tersa silicona dentro de la vagina que, inundada por espesas mucosas que la lubricaban, recibió mansamente la penetración.
Juana no podía ver el tamaño del miembro, pero los desgarros y lacerantes heridas que iba dejando a su paso a lo largo del canal vaginal la relevaban de cualquier especulación. Un grado altísimo de inédito dolor suplantó al que hasta ahora sufría y, a pesar del trapo que la sofocaba, de su garganta escapaban agudos gemidos de honda desesperación que se fueron convirtiendo en gorgoteantes gruñidos de satisfacción animal cuando Carolina obtuvo un acompasado balanceo en la penetración.
La imponente verga colmaba hasta el último rincón de la vagina y, como el émbolo imperioso de una máquina infernal, llegaba hasta lo más hondo para chocar contra las paredes del útero y luego se retiraba totalmente, dejando en sus entrañas una palpable sensación de vacío que prepotentemente volvía a llenar. El acongojado presagio de las cosas horribles que la alienada mujer haría en ella, se convirtió en la revelación de que su ser animal, la memoria genética que la retrotraía a la hembra primigenia y un placer inesperado habían aflojado sus tensiones y, distendida, se entregaba mansamente a la brutal y colérica penetración con los músculos internos complementándose con el miembro, dilatándose y contrayéndose, adaptados a la dulce tortura.
Carolina también estaba gozando de esa violación como pocas veces en su vida y, aunque perdido totalmente el control, no había olvidado el verdadero propósito de aquella furtiva visita. Desencajada por el esfuerzo y los múltiples orgasmos que había alcanzado, guió al falo con sus manos y alternó la penetración a la vagina con la del ano, ante lo cual, vio con placer los visajes de dolor de la jovencita y como su rostro se abotagaba por los esfuerzos en tratar de desasirse de las ataduras mientras meneaba agitadamente la cabeza y de su boca, aun tapada por el pañuelo, surgían rugidos de goce y sufrimiento
Sin dejar de penetrarla, libró a Juana de la improvisada mordaza mientras sentía que el gran orgasmo estaba próximo tanto en ella como en la muchacha que, hipando sonoramente en medio de risas y sollozos, gritaba de manera ininteligible su satisfacción, agradeciéndole el placer que le procuraba con confusas promesas de acoples futuros.
Acentuando el vaivén de la penetración, tomó entre sus manos el pañuelo y, enrollándolo, lo envolvió en doble vuelta alrededor del cuello de Juana, tirando con firmeza lentamente de él y viendo como con la asfixia, su expresión dichosa se iba convirtiendo en una máscara de terror.
El aire de los pulmones de la muchacha se iba haciendo más escaso y un estertor ronco y sibilante brotaba de su garganta, mientras escuchaba a Carolina que la increpaba furiosamente mientras la estrangulaba, recordándole que jamás la reputación de una Helguera iba a quedar a quedar en manos de una ”negrita de mierda”, una sirvienta infame. Finalmente, el rostro hinchado y amoratado de Juana y la fijeza de sus ojos inmensamente abiertos, la hicieron detener la sádica penetración y aflojando la tensión de sus manos, confirmó la concreción exitosa de sus deseos.
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