El secreto de la ducha
Cleo y Cloe, amigas desde parvulario, pasan un fin de semana juntas. Cloe le enseña a Cleo como masturbarse. Y más….
Este fin de semana era especial; Cloe dormiría en casa de su amiga Cleo, un ritual que se repetía varias veces al año y que siempre sentían como un gran evento. La amistad de Cloe y Cleo se había forjado en el arenero del parvulario, un vínculo inquebrantable que solo la infancia es capaz de crear. Eran como dos mitades de una misma moneda: Cloe, con su cabello castaño y ojos curiosos, siempre dispuesta a explorar el mundo con una mezcla de timidez y audacia; Cleo, de rizos dorados y una sonrisa traviesa, poseedora de una confianza innata que la hacía líder en sus aventuras compartidas.
El viernes por la tarde Cloe llevaba su mochila llena de pijamas, un cepillo de dientes y su peluche favorito, un conejito despeluchado llamado Orejas. La madre de Cleo, Mar, las recibió con su sonrisa cálida y les ofreció un zumo mientras se instalaban en la habitación de Cleo, territorio sagrado lleno de muñecas, libros y secretos susurrados.
La tarde transcurrió entre risas tontas y la tarea de matemáticas que tenían que terminar antes de que anocheciera. Las fracciones les resultaban un laberinto sin salida, pero con la paciencia de Cleo y su habilidad innata para los números, lograron poner fin a aquel suplicio numérico. Con los deberes acabados, sentían que se habían ganado el derecho de soltarse.
Salieron al jardín trasero, un pequeño paraíso verde con un columpio oxidado y un montón de tierra que, en sus manos, se convertía en castillos imponentes o en escondites secretos. Jugaron a ser exploradoras en una jungla salvaje, a ser piratas en busca de un tesoro enterrado, a ser cualquier cosa que su imaginación les permitiera. Corrieron, saltaron, rodaron por la hierba recién cortada, se lanzaron puñados de tierra que acabaron salpicando sus caras y la ropa. Reían sin parar, el aliento agitado, las mejillas rojas, hasta que Mar se asomó por la puerta de la cocina, las manos en la cintura, una sonrisa contenida en los labios.
«¡Mirad cómo vais! ¡Unas auténticas salvajes!», exclamó, con un tono que no era de enfado, sino de divertida resignación. » Hora de dejar la tierra fuera y de que toda esa mugre se vaya por el desagüe. ¡A la ducha, las dos! ¡Y a dejarlo todo limpio!»
Ellas, obedientes, aunque un poco a regañadientes porque la aventura aún no había terminado, asintieron y corrieron escaleras arriba hacia el baño principal. La idea del agua caliente, después de tanto ajetreo, no sonaba del todo mal.
El baño de Cleo era amplio y luminoso, con azulejos de un azul pálido que recordaban al cielo y una bañera grande y profunda. Cloe y Cleo se quedaron en la puerta, observando el vaho que empañaba el espejo.
«Primero tú», dijo Cleo, señalando la ducha con un gesto perezoso.
«No, tú», respondió Cloe, quitándose una ramita del pelo castaño. La larga amistad les había otorgado una familiaridad que borraba cualquier rastro de pudor. Compartían vestidos, secretos y, a menudo, el baño.
Mientras se desvestían, la conversación fluía sin esfuerzo, pequeños chismes del colegio, planes para el resto del fin de semana. Cleo se quitó la camiseta, luego los pantalones cortos, dejando al descubierto su delgada figura. Cloe hizo lo mismo. Quedaron ambas en ropa interior, el contraste entre sus cuerpos todavía sin formar, pero ya con sus pequeñas diferencias.
Cleo se sentó en el borde de la bañera para quitarse las bragas, sus piernas abiertas descuidadamente. Cloe estaba justo a su lado, desabrochando su propio pantalón corto. Su mirada, inocente y curiosa, cayó sobre la zona entre las piernas de Cleo. La observó con una intensidad nueva.
Cloe siempre había sido curiosa con los cuerpos, el suyo, el de las demás. En el cole, en los vestuarios de gimnasia, siempre observaba cómo eran diferentes. Pero con las amigas más íntimas, esa curiosidad se volvía más intensa, menos cohibida. Estaban acostumbradas a verse en ropa interior, a veces desnudas en la playa, la piscina o en la ducha. Había una intimidad natural, sin vergüenza, entre ellas.
«Cleo», dijo Cloe, su voz un hilo de asombro. «¿Qué te pasa ahí abajo?»
Cleo siguió luchando con su elástico, sin levantar la vista al principio. «¿Dónde?», preguntó distraída.
«Ahí», insistió Cloe, señalándole la entrepierna con un dedo tembloroso. «Lo tienes… raro».
Cleo finalmente bajó la mirada hacia donde Cloe señalaba. Se miró a sí misma con la misma curiosidad, aunque sin novedad. Se conocía bien, o al menos, conocía las sensaciones. Lo que Cloe veía era para ella normal, una parte de sí misma con la que interactuaba a menudo.
«¿Raro?», preguntó Cleo, inclinando la cabeza. Cloe lo tenía enrojecido, un poco hinchado, pensó Cloe, y había una pequeña protuberancia, como un diminuto bulto de carne, en el centro, diferente a la suya. Era como si estuviera… irritado.
«Sí», asintió Cloe. «Está rojo y… como hinchado. ¿Te has hecho daño?»
Cleo se encogió de hombros, quitándose por fin las bragas. Se frotó instintivamente la zona con la mano, un gesto que, para Cloe, parecía extrañamente familiar, como si la hubiera visto hacerlo antes sin prestar atención.
«Ah, eso», dijo Cleo, su tono casual, como si hablara del tiempo. «Supongo que es porque me froto mucho».
La respuesta desconcertó a Cloe. Frotarse. ¿Frotarse qué? ¿Por qué se frotaba?
«¿Por qué te frotas?», preguntó Cloe, su curiosidad ganando terreno a la extrañeza.
Cleo se sentó completamente en el borde de la bañera, balanceando las piernas. Miró a Cloe, una chispa de picardía y conocimiento en sus ojos, algo que Cloe no había visto antes. Parecía que Cleo sabía algo que ella no, un secreto pequeño y personal.
«Porque… da gusto», dijo Cleo, una media sonrisa asomando. El «gusto» era difícil de describir, pero inconfundible.
Las palabras resonaron en Cloe. ¿Gusto? ¿De frotarse ahí? La parte de su cuerpo que ella apenas notaba, que simplemente estaba ahí.
La curiosidad de Cloe era palpable. Se acercó un poco más, sus ojos fijos en la zona enrojecida y ligeramente hinchada de Cleo.
«¿De verdad?», preguntó Cloe, casi en un susurro.
Cleo asintió. «Sí. Te enseño».
Sin preámbulos, Cleo se acostó en el borde de la bañera, apoyando la espalda en la pared, las piernas flexionadas y abiertas. Era una postura infantil, despreocupada, pero en ese contexto, adquiría una nueva dimensión. La protuberancia que Cloe había notado quedó más expuesta, pequeña pero definida.
Mirando a Cloe a los ojos, como si le estuviera explicando la regla de un juego, Cleo comenzó. Llevó una mano a su sexo, los dedos pequeños y ágiles.
«Mira», dijo Cleo, su voz un hilo de concentración y placer incipiente. «Primero, te abres un poco aquí». Separó suavemente los labios exteriores de su vulva con el pulgar y el índice. «Y buscas el botoncito. Es como… una bolita pequeña aquí arriba». Con la punta del dedo corazón, tocó ligeramente la pequeña protuberancia.
Cloe observaba, fascinada. Era como ver un mapa de un territorio desconocido. El «botoncito». Nunca lo había pensado así. Era como un botón que, aparentemente, se podía «encender».
«En el cole nos explicaron que esto se llama… vulva. Y esto de aquí es el clítoris», dijo Cleo, usando los términos que les habían enseñado en alguna clase de biología, con la naturalidad de quien repite una lección. Luego, su voz bajó un tono, volviéndose conspiratoria, compartiendo los secretos que no se aprendían en el aula. «Pero mi prima mayor dice que la vulva también es la… ‘cuca’. El ‘coño’. Y el clítoris… ‘el botón mágico'». Una risita suave escapó de sus labios al decir las palabras tabú.
Cloe asimilaba la información, los nombres formales e informales. «La cuca… el botón mágico», repitió en voz baja. Sonaba un poco tonto, pero también tenía un aire de misterio.
Cleo continuó con su demostración. Frotó suavemente el «botón mágico» con la punta de su dedo. Al principio, movimientos ligeros, casi exploratorios. «Empiezas suavecito», explicó, sus ojos ya un poco nublados por la sensación. «Y notas… como un cosquilleo. Es raro al principio».
El cosquilleo pareció intensificarse, porque su respiración se volvió un poco más rápida. Los movimientos de su dedo se hicieron más firmes, con más presión y un ritmo más constante. «Luego… si sigues, empieza a gustar más». Sus labios se apretaron, una mueca de concentración.
Cloe observó cómo el pequeño «botoncito» parecía hincharse un poco más, ponerse más firme, más evidente. Los dedos de Cleo se movían con destreza, subiendo y bajando en pequeños roces sobre la protuberancia.
«Y le haces así», susurró Cleo, el aliento entrecortado. El ritmo aumentó, la presión se hizo constante. Los sonidos que escapaban de sus labios ya no eran palabras, sino pequeños gemidos de placer, suaves, casi imperceptibles al principio, pero que fueron ganando intensidad.
La demostración se transformó en autoexploración pura, sin rastro de timidez. Cleo estaba perdida en la sensación, sus ojos cerrados, la cabeza ligeramente echada hacia atrás. El frotamiento se volvió más rápido, más decidido. Sus piernas se tensaron ligeramente, su cuerpo se arqueó de forma casi imperceptible.
Cloe seguía mirando, hipnotizada por la transformación. La cara de Cleo, la concentración, el placer evidente. Era como si viera a su amiga convertirse en otra persona por unos instantes, una persona envuelta en una sensación poderosa y secreta.
Los movimientos alcanzaron un frenesí breve, casi sin aliento. Hubo un instante de tensión final, un pequeño temblor en su cuerpo. Luego, un suspiro largo y tembloroso. Cleo se relajó, sus músculos soltándose, sus ojos abriéndose lentamente.
Una sonrisa de satisfacción, de orgullo, se extendió por su rostro. Se sentó de nuevo en el borde de la bañera, todavía con las piernas ligeramente abiertas. La zona seguía enrojecida, pero la hinchazón parecía ceder un poco.
Recuperó el aliento, su respiración volviendo poco a poco a la normalidad. Miró a Cloe, que seguía observándola con una mezcla de asombro y… envidia. ¿Envida de qué? ¿De esa sensación?
«Eso es», dijo Cleo, como si acabara de ganar un juego. «Es el gusto que da. Mi prima dice que es ‘correrse’ y lo que he hecho se llama ‘masturbarse'».
El ambiente no estaba cargado de vergüenza. Para ellas, habituadas a la intimidad compartida de la infancia, desnudez y exploración eran parte de un territorio conocido, aunque esta nueva faceta fuera sorprendente.
«¿Y… y a ti te da gusto?», preguntó Cloe, sus palabras lentas, procesando lo que acababa de ver.
Cleo asintió con énfasis. «Mucho». Se frotó la zona de nuevo, sin el mismo desespero que antes, solo una caricia suave. «Sigue un poco sensible».
Luego, la pregunta que Cloe sabía que vendría, la pregunta que su propia curiosidad demandaba.
«¿Quieres que te enseñe a ti?», preguntó Cleo, sus ojos fijos en los de Cloe. Pero ella parecía dudar. «O… ¿quieres que te lo haga yo?»
La propuesta era audaz, directa. El «que te lo haga yo» resonó en Cloe, una invitación a experimentar esa sensación desconocida, esa «explosión» que había adivinado en el rostro de Cleo. No sintió vergüenza, solo una curiosidad abrumadora.
Asintió. Un asentimiento pequeño, casi imperceptible, pero que significaba un «sí» rotundo.
Cleo sonrió, una sonrisa que no era solo satisfacción, sino también expectativa. «Vale. Ven aquí».
Cloe se acercó, sus bragas todavía alrededor de sus tobillos. Se sentó en el borde de la bañera también, girándose para que Cleo tuviera acceso.
«Tienes que abrirte bien», le dijo Cleo, su voz tomando un tono de experta. «Así… que se vea todo».
Cloe no estaba acostumbrada al tacto de otro cuerpo en esa zona, solo el suyo propio al lavarse. Abrió las piernas, un poco torpe al principio.
«Uh, tú eres diferente», dijo Cleo, observándola. «Eres más fina, más cerradita que yo». Era una simple observación física, sin juicio, solo notando las diferencias en sus anatomías. Cloe se sintió un poco cohibida por un instante, pero la curiosidad de Cleo y su propia expectación la tranquilizaron.
Cleo se inclinó un poco, acercando la cabeza para verlo mejor. Se movió con cuidado, sus ojos explorando la vulva de Cloe, aún sin la protuberancia evidente que Cleo tenía. Los labios exteriores de Cloe eran más lisos, menos prominentes.
«A ver… ¿dónde está el botoncito aquí?», murmuró Cleo para sí misma, su dedo explorando el terreno desconocido. Tocó suavemente en varios puntos, buscando la sensibilidad que delatara el «botón mágico».
Cloe sintió los toques de Cleo, extraños, ajenos. No sentía el cosquilleo que Cleo había descrito al principio. Era solo piel, un poco más sensible que el resto, pero nada especial.
«No noto nada», dijo Cloe, un poco decepcionada.
«Espera, espera», respondió Cleo con determinación. «Tiene que estar aquí. Déjame ver bien».
Se acercó aún más, el aliento tibio de Cleo en su piel. Los ojos de Cleo estaban fijos, concentrados en su misión. Finalmente, después de varios intentos, su dedo encontró un punto que reaccionó de manera diferente.
«¡Aquí está!», exclamó Cleo con una pequeña victoria. Había localizado el botoncito de Cloe, escondido entre los pliegues superiores.
Ahora venía la parte importante: el tacto, la presión, el ritmo. Cleo recordó lo que funcionaba para ella, pero sabía que Cloe era diferente. Empezó con suavidad, pequeños roces, probando la reacción de Cloe.
«¿Notas?», preguntó Cleo.
Cloe sintió un cosquilleo muy leve, diferente al que había sentido al frotarse accidentalmente con la ropa. Era más… eléctrico. Asintió.
Cleo ajustó la presión, volviéndola un poco más firme. El cosquilleo se intensificó, volviéndose más agradable, más… interesante. Se concentró, sus dedos moviéndose con un ritmo experimental. Descubrió que a Cloe le gustaba una presión diferente, un ritmo ligeramente más lento y constante al principio.
Con cada roce, Cloe sentía cómo la sensación crecía. Notaba cómo la pequeña protuberancia bajo el dedo de Cleo se endurecía, se hacía más definida, «crecía» un poco, pareciéndose más a la de Cleo. Apareció, visible ahora para ambas.
Cleo, animada por la reacción de Cloe, siguió con determinación. Ya no eran solo roces en el «botoncito». El masaje se extendió, subiendo y bajando, explorando. Notó la entrada húmeda, resbaladiza, y extendió sus dedos un poco más abajo, sin entrar, solo rozando los bordes, descubriendo las diferentes sensaciones que provocaba cada toque.
Cloe se sentía inundada por sensaciones nuevas y poderosas. Su cuerpo se tensaba sin que ella lo ordenara. Pequeños gemidos empezaron a escapar de sus labios, igual que los de Cleo antes. Las piernas se le abrieron más, buscando inconscientemente más contacto, más presión.
Cleo observaba su trabajo, la cara de Cloe, el rubor que se extendía por su piel, los sonidos. Estaba fascinada por el efecto que estaba causando, por el poder que sentía en sus dedos. Sabía que estaba cerca. Volvió a centrar el frotamiento en el «botón mágico», aplicando la presión y el ritmo que había descubierto que Cloe necesitaba.
El ritmo se hizo más rápido, más urgente. Los gemidos de Cloe se volvieron más fuertes, mezclándose con el sonido de los dedos de Cleo sobre su piel húmeda. Su cuerpo se arqueó, su espalda se separó del borde de la bañera.
De repente, una sensación abrumadora, una explosión desconocida, recorrió a Cloe desde el centro de su ser. Fue intensa, cegadora, maravillosa. Su cuerpo se sacudió con un temblor final, un suspiro largo y tembloroso que liberó toda la tensión acumulada.
Se quedó sin aliento, las piernas aún abiertas, los ojos cerrados, procesando la magnitud de lo que acababa de experimentar. Era más que «gusto», era una conmoción.
Cleo se detuvo. Se incorporó, su cara brillante de orgullo y fascinación. Había logrado su objetivo. Había desvelado el secreto del placer a su amiga.
«¿Lo has sentido?», preguntó Cleo, su voz llena de triunfo.
Cloe asintió, incapaz de hablar todavía, todavía sintiendo las reverberaciones de la explosión.
«Lo sabía», dijo Cleo, satisfecha. Miró la hora. «Bueno, ya va siendo hora de ducharse de verdad».
Se pusieron de pie, con la ropa interior abandonada en el suelo del baño. La ducha aún corría, llenando la pequeña habitación de vapor. Entraron bajo el chorro de agua caliente, el placer y el asombro aún frescos en sus mentes.
El agua resbalaba por sus cuerpos, limpiando la tierra del jardín, pero no la experiencia que acababan de compartir. Bajo el agua, la intimidad continuó. Se miraron, sonrieron. La barrera del pudor se había disuelto hacía rato.
Fue Cleo quien dio el siguiente paso. Inclinándose, el pelo mojado pegado a sus mejillas, sus labios se encontraron con los de Cloe. Fue un beso torpe al principio, húmedo por el agua, pero pronto encontraron el ritmo. Sus bocas se abrieron ligeramente, explorando. La lengua de Cleo tanteó, húmeda y cálida, encontrando la de Cloe. Era la primera vez que se besaban de verdad, aprendiendo la danza de las lenguas bajo el agua. Se sentía… diferente. Húmedo, resbaladizo, un tipo de intimidad distinto, pero igual de fascinante.
Se separaron, jadeando un poco, no por el esfuerzo, sino por la novedad de la sensación. El agua seguía cayendo.
Fue entonces cuando Cleo, con una mirada que, Cloe la reconocería más tarde, estaba llena de algo que trascendía la simple amistad: era posesión, descubrimiento, una mezcla de ternura y conquista, se arrodilló en el suelo de la bañera.
El agua seguía cayendo. Cleo se arrodilló frente a Cloe, que aún estaba de pie, el agua resbalando por sus piernas. Los ojos de Cleo se fijaron en los labios de Cloe, pero en los de abajo.
Sin dudarlo, Cleo se inclinó. Sus labios pequeños y húmedos, bajo el chorro de agua, besaron suavemente la vulva de Cloe. Cloe jadeó, sorprendida por la nueva sensación, diferente al tacto de los dedos.
Luego, Cleo, recordando la lección del «botón mágico», usó la lengua. La punta de su lengua húmeda rozó el clítoris de Cloe, una caricia repentina y precisa.
Una nueva ola de sensaciones, más intensa, más abrumadora que la anterior, golpeó a Cloe. Era eléctrico, profundo, se extendía por todo su cuerpo. Las rodillas de Cloe se debilitaron, tuvo que apoyarse en la pared de la ducha para no caer.
Cleo continuó, su lengua trabajando con un ritmo que se parecía al de los dedos antes. El placer era casi insoportable, llevando a Cloe al borde de otra explosión. Era diferente, mayor, más expansivo que la primera vez.
Justo cuando la sensación alcanzaba su punto álgido, cuando el cuerpo de Cloe temblaba y se arqueaba de nuevo bajo la lengua de Cleo, Cloe sintió una presión, una invasión sutil pero decidida.
Abrió los ojos, borrosos por la intensidad de la sensación. Vio la cara de Cleo, concentrada, con los ojos fijos en ella. Y entonces lo notó. Cleo le había introducido dos dedos dentro, con una mirada de victoria, posesiva, que cortó el aire húmedo y cargado de la ducha.
«¡Te he hecho mía!», susurró Cleo, su voz apenas audible por el sonido del agua, pero clara como un eco en la conciencia aturdida de Cloe. Era una proclamación, una marca.
El clímax final estalló en Cloe, una descarga poderosa que disipó cualquier otra sensación por un instante. Cuando empezó a recuperarse, los dedos de Cleo seguían dentro. El dolor, si lo hubo al romperse el himen, pasó desapercibido en medio de la otra sensación, abrumadora.
Pero ahora, mientras el placer residual se calmaba y el agua seguía cayendo, Cloe se dio cuenta. Había una ligera punzada, una incomodidad donde antes no la había. Y el agua que corría por sus piernas, mezclándose con el desagüe, se teñía ligeramente de rojo.
No sintió miedo o arrepentimiento. Solo una extraña comprensión. El rojo era una evidencia, una confirmación silenciosa. Cleo era la primera. La primera en mostrarle el gusto, la primera en llevarla a la explosión, la primera en estar ahí, dentro de ella. La primera en hacerla suya.
Bajo el agua, con los dedos de Cleo aún anclados suavemente en ella, el mundo de Cloe cambió para siempre. La ducha continuó limpiando sus cuerpos, pero no la marca invisible, poderosa y posesiva, que Cleo había imprimido de forma indeleble.
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