LA NOCHE DE MI INICIO
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por Anonimo.
Mi marido, un yuppie hecho y derecho, es el segundo de abordo en la compañía donde trabaja en estos tiempos nefastos del neoliberalismo, se presentó inusitadamente a la hora de comer, cosa que nunca hace. Me extrañé, y él explicó: Mi jefe, el dueño de la empresa, nos invitó a cenar, y me dio la tarde para que, en caso de tú necesitarlo, fuéramos a comprar un lindo vestido para la velada. Creció mi sorpresa, con algo de asombro, así se lo dije. Su patrón se caracteriza por la vil avaricia, regatea siempre desde salarios hasta prestaciones; pero, tremendo comerciante, da jugosos bonos a los altos directivos si estos acumulen cifras y cifras estratosféricas de “facturaciones”. Sin embargo, la idea de salir de casa era magnífica, además iba a comprarme vestido, eso era algo inusual en el yuppie, igual de avaro al jefe. Como sea aproveché: compré un hermoso minivestido; me encantan, me gusta mostrar los lujuriosos muslos, dicen que son sensacionales, a contrapelo de las opiniones del feo marido. También, compré un liguero fantástico y medias súper finas, en extremo delgadas.
El patrón, comprometido a llegar por nosotros, se presentó puntual. El lujoso automóvil, conducido por el “gran” jefe se detuvo frente a nuestra puerta, exactamente a la hora prefijada. Al detenerse, una hermosísima jovencita, de unos 18, quizá menos; bajó de adelante, y enseguida subió al asiento trasero. Lógico, los machos adelante, las viejas atrás. Subí, Buenas noches, dijo la alegre belleza juvenil. Buenas noches, contesté con educada corrección. Casi simultáneamente se cerraron las puertas; el auto se puso en marcha. Tan solo me había acomodado dijo:
Mucho gusto en conocerte – extendió la mano para saludar, y vi una pulsera de diamantes, debía costar una fortuna, siguió – ¡me encantó tu vestido, querida, eres de las mías, digo, de las que no nos gusta ocultar los muslos… los tuyos son fenomenales, querida.
Un tanto sonrojada y turbada, le agradecí; al mismo tiempo veía la blusita transparente de la jovencita, y una faldita que llegaba realmente a las ingles dejando la totalidad de los bellos muslos descubiertos… ¡sin medias!, a la hermosa chica le gusta presumir los hermosos muslos, pensé, sin dar al calificativo una connotación erótica, simplemente fue la rauda expresión correspondiente a los realmente bellos muslos, y la no menos bella jovencita. A renglón seguido deduje que la cena no sería en la casa del magnate; más agradable así. Al mismo tiempo, sin pensarlo, dije:
Pues… su faldita es realmente bella,
Nada de ustedes, tutéame querida, me siento más niña cuando debo tratar a las personas de usted. Y gracias por lo de mi falda… ¿verdad que está padrísima?
Seguimos hablando trivialidades cual corresponde a encuentros de dos jóvenes mujeres recién conocidas. Los machos hablaban de sus tontas banalidades. El asiento de cuero me produjo una sensación agradable en las nalgas medio cubiertas por algo de la falda del vestido, y porque vestía unas tangas impresionantes con un hilo atrás realmente dental, y por delante una tira de dos dedos de ancho, caramba, pensé cuando me las puse, no cubren nada, pero se siente bien rico cuando esta madre se mete a la raja, y reí; lo más sensacional era el liguero: mis muslos en la parte alta estaban desnudos, y el contacto de ellos con el cuero, caray, de película. Sintiendo esto, pensé en cómo sentiría la chica sentada con las nalgas directamente puestas en el asiento, creí, seguro la faldita no le cubre nada. En eso estaba cuando el auto se detuvo frente a uno de los restoranes más lujosos de la ciudad, ahí se presentan variedades de cabaret más famosas de la farándula.
Los yuppies nos abrieron la puerta muy galanes. La esperé, y ella me tomó del brazo amigablemente; los machos caminaron detrás de nosotras. Claro, teníamos mesa reservada en uno de los costados del bar restorán. El sitio era de mesas apartadas, semicirculares, calculada para admitir cuatro personas justas. Deferentes, los machos nos dejaron entrar cada una por un lado; nos sentamos en el centro; los muslos de las dos, ella sin medias, se tocaban, no le di importancia, por reflejo intenté separarlos: lo logré, aunque fuera por escasos centímetros. Los machos frente a frente, hablando de fútiles negocios. El salón pletórico; la luz casi ausente; en el foro, un conjunto tocaba música estridente, quizás rock. Asistentes: igual a cualquier antro, ocupados en sus propios asuntos. La jovencita me veía arrobada, al menos esa fue mi interpretación de la mirada fija en mis ojos.
Seguíamos en el comentario superfluo de cosas familiares, sin entrar a nada específico. Vino el mesero. Los tipos, atentos cual auténticos yuppies, indicaron leer la carta, y solicitar lo que fuera nuestro deseo. Levanté los cartones de la carta y me puse a leer. Apenas había iniciado, cuando sentí la mano de la vecina puesta en mi muslo. Bajé la carta, quise verla para preguntar qué onda, al menos con la mirada; sin embargo, no fue posible: aparentaba estar inmersa en el menú. La mano inició un lento y superficial movimiento en mi muslo, eso me puso la carne “chinita”, no me atreví a protestar por cualquier medio, y menos por la voz para no dar lugar a un escándalo. De plano, era difícil concentrarme en la lectura de la fea carta menú realmente voluminoso. Mis muslos estaban cubiertos por medias casi en forma total según, el buen vestir, aunque por el liguero, la parte superior quedaba desnuda. No obstante mi aprensión, el caminar de la mano me producía una emoción difícil de describir en ese momento, emoción por completo contrapuesta a mi posición anímica.
Enseguida se dio la discusión en torno a bebidas; el patrón propuso beber vino rojo francés, Y, para los postres, les propongo champaña. Yo asentí con la cabeza: me era imposible hablar; mi vecina dijo:
Me parece sensacional…
Volteó a verme mientras su mano iba casi hasta mi regazo, claro, tocaba la parte desnuda de mi muslo. De plano, ya era mucho; bajé mi mano, tomé la de ella viéndola a los ojos con mirada que intentaba ser de rechazo; sin embargo, no estoy segura de haber logrado dar énfasis a esa mirada. Ella me sonrió, y forzó el regreso de su mano a mi muslo con la mía encima, yo, frunciendo la boca, hice más fuerza para retirar la mano ajena. Estábamos en ese forcejeo, cuando el patrón dijo:
¿Ya seleccionaron lo que van a tomar?
Debí voltear a verlo por la sorpresa de la voz, y para que no se notara mi esfuerzo fue imposible continuar haciendo fuerza con la mano abajo. Y ella aprovechó: volvió la mano a mi muslo, sonreía beatífica, y dijo:
Lo estamos discutiendo… yo propongo el “placer” del vino rojo, y ella se resiste, ¿me ayudas a convencerla?
No me pasó desapercibido el doble sentido de la frase, y me apené, para pensar en un posible contubernio del matrimonio de marras. Él me veía, lo mismo mi bobalicón marido, el primero dijo:
Mi esposa es buena catadora de vinos, y si ella dice vino rojo, créale, puede ser la mejor experiencia de la noche.
Turbada hasta el desquiciamiento, asentí sin poder articular palabra; la mano acariciadora seguía haciéndome sentir bastante mal, inquieta, perturbada, con la piel chinita.
Bien, no se diga más, pediremos vino francés,
Dijo el viejo; volteé a verla; me sonreía seductora, y entonces analicé lo dicho por el “señor”: encontré que no había relación entre esto y lo que su joven esposa hacía. Por otro lado, era imperativo suspender las clandestinas caricias; armándome de valor en cuanto el hombre reanudo la plática con mi marido, acerqué mi boca al oído de la muy bella y atrevida jovencita; en murmullos, dije:
Te ruego, te suplico suspendas… lo que haces: estoy por reventar ya, y no quisiera… bueno, hacer un escándalo.
Cuando me retiré, me estremecí sin clara explicación. A poco la iba a encontrar.
La mano no se fue; hizo un alto en el eterno caminar en mi muslo, y eso al menos fue un cierto alivio. Trajeron el vino; el mesero sirvió al patrón para la degustación inicial; el mesero sirvió en la copas; después el patrón, levantando la copa, dijo:
Brindo porque hoy se consolide una amistad entre nuestros dos felices matrimonios.
Bebimos, no sin burlarme de tan disparatado brindis: la felicidad de los matrimonios estaba por verse, cuando menos el mío no era tan feliz, y, por la mano acariciando mi rico muslo, estuve segura de que el de él, tampoco. Esta reflexión, creo, fue fundamental para lo que siguió. Mi joven vecina levantó la copa con la zurda, la derecha estaba en mi muslo; eso, sin saber por qué, me hizo sonreír, era clara la implicación, aunque procuré voltear en sentido opuesto para no ser vista por la bella audaz. Estaba pensando en esto cuando la linda jovencita levantó la copa; con la mano retirada del muslo, picó mis costillas para obligarme a verla, levantó la copa, y, en voz baja, dijo:
Brindo por nosotras y por el placer… de beber vino francés.
Los machos no se dieron cuenta ensimismados en la horrenda plática. El automatismo corporal es formidable, por automatismo levanté la copa sin real voluntad de hacerlo; sin decir nada, sin poder apartar mis ojos de los de ella, bebí un sorbo; este hecho debió ser entendido de plena aceptación de la conspiración, el clandestino proceder emprendido por ella. La mano, presurosa, regresó a mi muslo; suspiré, pensando en mil formas de terminar con la tan inusitada situación. Por principio de cuentas me recorrí apartándome de ella, y ella me siguió sin retirar la suave mano que ahora apretaba mi muslo, aumentando así las sensaciones súper perturbadoras en mi esbelto y muy curvilíneo cuerpo. Con enorme congoja angustiada noté endurecimiento de mis pezones, peor, ligera humedad en la entrepierna, mientras la mano insistía en meterse entre mis muslos; caramba, era insoportable. A pesar de mi estado anímico, mi inquietud aumentaba, y no era la inquietud por ser descubierta, era otra manifestada por el notable aumento del ritmo respiratorio, y el rudo latir desaforado de mi sorprendido corazón.
Volví a recorrerme; casi me encimé en mi marido; volteó a verme; él, en voz normal, por tanto escuchada por los otros, dijo:
Oye, me estás empujando… retírate un poco, ¿quieres?
El mundo se me vino encima; no pude dejar de verla; sonreía cínica, y su mano jaló de mi grueso muslo para hacerme recorrer precisamente como había dicho mi estúpido marido. En ese recorrerme la muy ladina logró el objetivo de meter los dedos entre mis apretados muslos, por desgracia (¿?) los dedos estaban muy cerca de donde apretar los muslos es difícil, por no decir imposible: un hueco delicioso por enfrente de la almohada de pelos donde los muslos ya no aprietan más; era la parte de mis muslos desnuda y más sensible.
Asustada, fue mi actitud, la vi, me vio, sonrió seductoramente, y sus dedos apretaron ligeramente; ambas acciones las interpreté símbolos de triunfo. Mi corazón latía cual burro sin mecate, decía mi querida abuela. Mis pezones reclamaron con mayor tensión y sensibilidad. La humedad demasiado inquietante, mi perturbación indeclinable. La escuché suspirar, mirada lánguida, seductora, debí admitir.
Volvió el mesero con el pedido de los alimentos; repartió. Ella retiró la mano del bello, cálido, sensible lugar; me extrañó, y me inquietó; hacer conciencia de eso, me hizo pegar un saltito en el asiento; la traducción fue que no deseaba la salida de la dulce mano, más bien quería su ascenso. Hacer conciencia, me puso febril, agitada, con la contradicción ideológica bien asentada desde el inicio de las acciones donde percibí y registré varias emociones nunca sentidas, sensaciones yendo y viniendo por mi largo cuerpo, desde la raíz del pelo hasta las uñas de los pies, lo mismo mi reacción al retirarme cuando la amenacé con el escándalo estaba clara, por lo mismo de lo anterior. A la velocidad de pensamiento evoqué la referida supuesta felicidad de matrimonios conectando la segura infelicidad de la chica con un marido que, sin duda, le doblaba la edad, al menos el doble, podían ser muchos más años de diferencia. El pensamiento siguió: la infelicidad de ella, ¡la mía!, tiene en el centro la insatisfacción sexual… por tanto, ¡debe buscar su satisfacción de alguna manera!, ¿y yo…?
Temblando por esta reflexión, volteé a verla cuando levantaba la carta – un cartón grande, ¿de lujo? – parecía estar leyendo. En ese momento no lo detecté, pero sostenía con una sola mano el gran cartón, un segundo después, al levantar mi carta, la mano libre de ella se posó en mi seno y lo apretó con levedad, para dar énfasis a lo que era caricia, de ninguna manera algo diferente. Entonces, nuestras candentes miradas convergieron; la mía asustada, la de ella lánguida de súper excitación. Pude terminar con esa terrible agresión, consideré en el primer momento la “toma” de mi chichita, instante crucial el de ese momento. Al no hacer nada, quizá fue obvia mi aceptación de la caricia, ahora sí calificada correctamente. Sonrió, y, sin poderlo evitar, también sonreí. ¡La suerte estaba echada!
Suspiró ella, suspiré yo; frunció la boca para formar un beso y lo envió. Mi sonrisa se amplió, y la escuché decir:
Pidamos ensalada, ¿sale?
Asentí, sin estar plenamente consciente de lo que estaba sucediendo. La carta temblaba en mis manos, la de ella igual. No la bajó, yo tampoco, por esto la caricia pudo continuarse. Una tos del patrón, dijo: ¿Ya vieron el menú?, retiró presta la mano de mi chichita; ésta de inmediato la añoró, sí, esa fue mi sensación. Bajaron los ¿lujosos? cartones. La mano no quería perder tiempo, del seno enhiesto se fue al muslo antes abandonado.
Ya nos pusimos de acuerdo; las dos queremos ensalada Cesar. Es lo que mejor nos va para gozar… el estupendo vino francés que pediste, querido.
Risas, incluida yo, desde luego. Yo reí al percatarme de la habilidad para forjar frases de doble sentido, doble sentido para mí, para los otros era frase hasta necesaria y correcta. Pensando en eso me dije: no sólo para las frases es hábil la condenada escuincla, pensando en la mano en mi chichi, ahora alojada entre mis muslos, claro, directamente en la piel de la parte desnuda. No sin sorpresa, el apretón de mis muslos no se daba, y por eso los dedos primero, luego la cálida mano caminaron por la cara interna de mis muslos haciéndome estremecer, aceptando ya la candente causa de los estremecimientos: mi soberbia excitación sexual.
Acercó su rostro al mío para murmurar:
Gracias mi amor por… bueno, ya sabes por qué, ¿no?
El calificativo “amor” puso me entera carne de gallina; mis lindos pezones se tensaron demasiado. Mi pucha escurría; percatarme de esto me puso febril, por completo olvidada de mis prevenciones iniciales. No tenía idea de hasta donde se atrevería a llegar; muy dentro de mí acepté que mi deseo era sentir esa mano directa en mis pelitos y, caramba, dentro de mi hermosa y dulce pucha bien inundada. Poco más y salto alarmada y desquiciada por semejante deseo. No obstante mi sonrisa se amplió; hizo lo mismo, mientras el borde de su mano, atendiendo a mi deseo, pensé sorprendida, tallaba mis pelos, claro, la raja sentía el estímulo; no pude evitar la salida de mi primer jadeo, mismo que disimulé poniendo la mano en mi boca, inútilmente, los machos estaban ajenos al delicioso drama en marcha de las dos calientes hembras.
Talló y talló; debí emplearme a fondo para evitar los movimientos de mis primorosas nalgas, me sonreía de manera deliciosa. Me preocupaba el silencio de las dos, por los maridos; era por demás: no nos hacían en este mundo, menos ahí, al lado de ellos. Con sorpresa sentí que la mano se iba a recorrer la tersa superficie de la piel desnuda de mi muslo; se detenía donde se iniciaba la media, para volver a ascender hasta tocar el colchón de pelitos de mi puchita. En una de esas vueltas, los dedos se pusieron a destrabar del liguero la finísima media; la audaz jovencita sonrió beatífica. Correspondí a la tan dulce sonrisa, mis manos hormigueaban; al pensar en esto me fue claro que ellas también deseaban acariciar lo que fuera, sentir la piel de mi ya triunfante seductora. Destrabó los botones del liguero, y con agilidad sorprendente enrolló la media para desnudar el muslo hasta la rodilla, entonces la mano se iba al colchón de pelos.
Se acercó, y en murmullos, dijo:
Ay, querida, amorcito… quisiera acariciar tu chichita, pero… ya ves, no se puede… ¿te gusta el vino francés?
Lo último en voz un poco más alta, de todas formas sólo para mí. Asentí ruborosa, mi sonrisa se congeló; un ataque repentino de culpa me invadió, cuando la mano maniobró para que los dedos investigaran los bordes del delantero de la tanguita, la culpa se fue al carajo, mis ricos muslos se abrieron para facilitar la maniobra; no dejábamos de vernos, cuando sintió la apertura de mis ricos muslos, luego de ver a los machos, frunció la boca dándome cálido beso, así fuera a distancia, al menos así lo sentí.
Trajeron la ensalada. Del resto de acontecimientos en el antro no me percataba, ni siquiera la música estridente escuchaba. Los otros dejaron de momento la charla estúpida, y ella sacó la mano; mi pucha gritó su desdicha. Colocaron las viandas, el patrón sirvió vino, aunque nuestras copas apenas habían perdido un poco de nivel; se pusieron a dar cuenta de los platillos, yo, con mano temblorosa empecé a picar la ensalada, ella hacía lo mismo con la zurda, la derecha, de nuevo recorriendo mi muslo separado de su par, los dedos se insinuaban detrás de la tanguita, sin decidirse a ir más allá, ¿lo hacía a con todo propósito para generarme mayor deseo, más ansiedad por sentir sus dedos peinando mis pelitos?, es muy posible que así fuera. Ellos seguían en el eterno y estúpido tema de los negocios, a nosotras ni en cuenta nos tomaban, de nuevo vino a mi mente la tan traída y llevada felicidad matrimonial.
De vez en cuando ambos echaban una miradita hacia nosotras, eran miradas investigadoras, por eso, creo, la manita ya idolatrada se salió presurosa de ente mis muslos calientes en cierta medida, mojados ya. Más vino, ahora efectivo, ambas habíamos vaciado las copas, nos dimos un relax y bebimos. En tanto, ella atisbaba el salón; quizá se dio cuenta de lo aislado que estábamos dentro de la ignota muchedumbre en el antro de marras. También sentí menor la oscuridad; los ojos se habían adaptado; peligro, se podían ver las gratas maniobras acariciadoras de mi jovencita seductora. Preocupada, cuando los dos hombres estaban con los ojos fijos en los platos respectivos, le murmuré:
Cuidado, la oscuridad… se ha esfumado.
Las risas de las dos se hicieron presentes, los machos nos vieron cual tontos de capirote; el patrón, “dueño de sí”, preguntó:
¿De qué se ríen?
Me comentaba mi compañera en el placer de beber vino francés, que las tontas del escenario ni cantar saben, con lo cual estuve de acuerdo. A ustedes, ¿qué les parecen las cantadoras?
Se vieron, miraron las chicas en lindas tangas frente a los micrófonos, volvieron a verse entre sí, y el patrón dijo:
Puede ser que no canten, pero cómo enseñan.
Las risas se generalizaron; nosotras reímos porque la mano había dado un jalón a mi impertinente tanguita y, a pesar de eso, persistió en cubrir lo que ahora era indeseable tener cubierto. Los ojos del patrón estaban en los de ella; con agilidad, enorme discreción, retiró la mano derecha, tomó el tenedor, continuó picando la verde ensalada. Cuando la ensalada se terminó, hizo señas al lejano mesero. Vino. Pidió el cartón de las escondidas. De inmediato me di cuenta que pretendía repetir la caricia en mi bella y tensa chichi. Me estremecí y, con el pensamiento, correteé al mesero para que pronto regresara con el noble cartón. Al pensar en esto, dije: No cabe duda, ya mandaste al carajo tu moral… ¿moral?, me pregunté por último, y un minuto antes de la llegada del deseado menú.
Otro para ella,
Dijo la audaz. El mesero se apresuró a entregarme otro, quizá se previno a satisfacer la demanda de cualquiera de nosotros. Advertida, aunque nada más por el antecedente, me apresuré a levantar el menú para cubrirme totalmente a los ojos de los tarados; y la deseada mano se metió por el escote para acariciar en directo mi chichita dándole apretoncitos a la chichi entera y a los pezones en especial; por desgracia la dulce caricia no podía prolongarse, la mano regresó luego de cuando menos tres minutos de poner mi chichita al máximo de la excitación. Quizá lo tenía previsto, mi mano se fue al muslo de mi seductora en cuanto los cartones se elevaron, y ella, con languidez extrema me miraba al sentir la caricia de mi mano en el terso muslo desnudo a totalidad; al terminar la caricia en la linda chichi, suspendí la caricia hecha por primera vez a una mujer. Me estremecí al hacer conciencia de esta peculiar “primera vez”.
Al parecer los directivos del antro tenían previsto el tiempo pertinente para la cena de la concurrencia, entonces dar principio al show central. En cuanto recogieron los platos, las luces se atenuaron más aún, y la banda musical tocó llamada de atención. El hábil conductor anunció un conjunto de danza compuesto, dijo, por veinte hermosísimas chicas para deleitarlos a ustedes con lo mejor de su largo repertorio. Las luces se apagaron por completo; los reflectores iluminaron el escenario. Para este momento las manos de las dos andaban por los muslos respectivos, y los machos intercambiaron miradas cómplices, quizá ya sabían de qué se trataba el dicho conjunto de danza; hasta la espalda nos dieron para ver mejor el foro. Eso fue nuestra dicha. Ella, audaz como siempre, en cuanto estuvo segura de la “ausencia” de los machos, me besó, beso apasionado, de un erotismo sensacional nunca sentido por mí, claro, mi respuesta fue similar, jadeábamos al cesar el beso, y dijo:
No quisiera dejar de besarte querida, pero, qué quieres, aquí están los mequetrefes… ¡híjole, la regué!, ¿no te molestas, amor?, digo, generalicé… tu marido…
No… querida – al decirlo mis pezones pegaron brincos alborozados, dichosos – estoy de acuerdo… son unos mentecatos, la verdad…
Volvió a besarme con ojos lindos, pelones, vigilando a los hombres. Las lenguas se solazaron bailando al compás de la música que atronaba en ambiente. En el escenario, el conjunto de lindas chicas se alineaba para iniciar la danza; entonces entendí la invitación y la crasa actitud de los hombres: las chicas estaban desnudas casi totalmente, y así mostraban las lindas chichis, la minúscula tanga cubría, apenas, las lindas puchitas, seguramente bien depiladas. En tanto, la mano exploradora y deliciosa, arrancó mi tanguita con gran y hábil, jalón Jadeé emocionada y excitada, átomos en fisión. Mis muslos se abrieron al máximo, la posición de mi marido me permitía hacerlo sin tocarlo a él. Entonces sí, la caricia fue la deseada, la mano acarició la pucha completa, los dedos hicieron chinitos con mis pelitos; después, uno iniciaba el tierno acoso a mi rajita completamente inundada.
Al mismo tiempo mi mano se metió hasta donde no se había atrevido, hasta alcanzar la puchita de mi seductora; casi grito al sentirla desnuda, sin calzones pues. La muy alivianada no se puso calzones… ¿sabía que iba hacer lo que había venido haciendo?, me estremecí; pensé: esta audaz y hermosísima chiquilla nunca usa calzones, muy probable; me reí, y decidí yo misma dejar de usarlos de ahí en delante. Se metieron sus dedos en mi charca, lo mismo hicieron los míos en su olorosa ciénaga. Nos veíamos lánguidas, arrobadas, mientras nuestros dedos acariciaban con ternura y suavidad, con dulce y firme persistencia las puchitas de una y otra, ambas concentradas en el sensible clítoris erecto al máximo; en pocos minutos los cálidos cuerpos se estremecieron por sendos orgasmos, sin dejar de vernos sonriendo hasta reír, haciendo lo imposible para retener los gritos de nuestras gargantas.
Mi mano debió abandonar la raja inundada par detener los dedos en mi propia pucha; me era imposible continuar el orgasmo permanente. Ella entendió, y mis dedos volvieron a la laguna de la hermosa vecina mientras ella, con singular obscenidad, se chupaba los dedos que habían estado dentro de mi conchita. Ese gesto de deleite me prolongó el orgasmo de una enternecedora manera, e hice lo mismo con mis dedos con lo que se incrementó mi placer al grado de hacerme gemir sin control, cosa que atrajo la atención de los seudo machos; nos vieron un tanto extrañados, nosotras ni caso hicimos; al mandarlos al carajo, siguieron viendo las encueratrices del escenario.
El deseo de tocar, mejor de gozar el placer de sentir con las manos y por primera vez unas chichis ajenas, me volvió audaz; vi a los machos y sin esperar más metí mi mano en el amplio escote de la esposa del jefe de mi marido, y, Dios del Cielo, las chichitas de piel muy tersa fueron la delicia esperada; me imitó diciendo: Yo también querida, pero su mano se fue decidida a meter los dedos dentro de mi pucha anegada y al aire pues mi falda andaba casi en mi obligo. Claro, mi otra mano no tenía porqué quedarse sin el placer de acariciar la otra pucha, así que metí dedos; de plano estábamos acariciándonos como si estuviéramos solas y bajo la protección de cuatro paredes.
Fue difícil contener gritos que los enormes orgasmos nos provocaron; nos mordimos los labios hasta hacerlos sangrar. Cuando disfrutábamos el placer de lamer los ricos jugos obtenidos por los dedos nadadores, el espectáculo terminó, por tanto los en ese momento–siempre–los odiosos machos volvieron “a la mesa”, sonrientes, un tanto acalorados. El jefe tomó la copa, y nos llamó a brindar; luego de beber dijo:
Bueno, chicas, hora de marcharnos. Aquí ya no habrá nada; tenemos que trabajar mañana.
Nos vimos entrambas; hizo un mohín, yo la imité, pero no había nada que hacer, ni siquiera podíamos discutir, mucho menos por la posición subordinada de mi estúpido marido; salimos; ellos delante, nosotras atrás con las manos de las dos en las puchas de cada una respectivamente sin importarnos ser vistas por no pocos pelafustanes y graciosas chicas que discretas dijeron: Inviten, no sean gachas; sus risas fueron una delicia. En el auto no hubo la posibilidad de hacer nada más; miradas cargadas de afecto y deseo intercambiamos. Al despedirnos, en el cariñoso abrazo permitido, ella dijo:
Sin excusa ni pretexto te espero mañana en la mañana en mi casa; el domicilio te lo dará, seguro, la secretaria de tu marido.
Claro, la llamé. La secretaria de mi marido me dijo que tenía el chorro de ganas de conocerme, así dijo. Y, con la experiencia tenida, le prometí verla a la brevedad. Y sí, estuve con mi amada. Lo mejor de lo mejor fueron grandes mamadas que nos dimos, sin contar las interminables caricias en la piel de todo el cuerpo en ambas, y los besos prolongados, y las lamidas de la piel del hermoso cuerpo, y las metidas de la lengua en los agujeros, incluido el culito, en fin, el fabuloso 69 en el que nos derretimos y desgañitamos gritando nuestro gran placer. Nos seguimos viendo al menos dos veces por semana, siempre con enorme placer.
Les contaré, por ultimo, la entrevista con la secretaria de mi marido. Fui a la oficina precisamente un día que mi marido, en compañía del jefe, viajó fuera de la ciudad, así no se enteraría de mi presencia allí. Mi idea era, más que nada, conocer a la susodicha para intentar descubrir una posible “cercanía” entre ella y mi marido. Me sorprendió la belleza y juventud de Berenice, la secretaria. Más me sorprendió el cálido abrazo que me dio al encontrarnos, también lo que dijo: Tenía enormes deseos de conocerte en persona, con expresión de arrobo en el bellísimo rostro. Y siguió diciendo: Te conocí en el retrato que mi jefe tiene en el escritorio; Dios, en vivo eres doblemente bella. Me halagas muchísimo por haber venido… el jefe no está. Un tanto cohibida – ¿sin razón? – le dije que tenía deseos de conocerla, y también de conocer el lugar donde mi marido trabajaba. Le pedí si podía ver la oficina; sonriendo de manera bastante agradable, se puede decir seductora, me condujo hasta entrar a la oficina.
Desde verla, la deseé. Sin embargo estaba confusa y, decía, cohibida. Me gustaba, sin ninguna duda quería besarla; no tenía experiencia; en mi primera incursión en el hermoso mundo del placer lésbico había sido seducida. La oficina ni la veía; al dar una vuelta para ver a otro lado, la mano de ella tocó la mía; me estremecí; sin pensarlo enlacé esa mano en la mía; volteé a verla; me veía lánguida, sonrojos monumentales; su mano suave apretó dulce la mía; respondí apretando a mi vez, ambas nos veíamos arrobadas mientras las bocas estaban entreabiertas; no me contuve pensando el posible rechazo, el escándalo consiguiente, la besé; respondió al beso con más calor del imaginado por mí. Mis manos se fueron a tocar las hermosas nalgas de Berenice, mismas que deseaba acariciar en cuanto las conocí. Cuando el hermoso beso se suspendió, porque se separó, creí llegado el momento de los reclamos y amenazas de escándalo. Pero, después de acariciar mi rostro encendido, se fue a poner los seguros a la puerta.
A partir de ese momento las acciones aprendidas con las muchísimas cogidas con mi amada, se pusieron en práctica, y ella, caray, respondió con largueza a mi expectativas. Terminamos encueradas, desgreñadas, bañadas de saliva, ella con la ropa interior desgarrada por mis manos desesperadas por llegar rápido a la piel del cuerpo, de todo su hermoso y casi adolescente cuerpecito, tiradas en la alfombra con la cabeza de una metida entre los muslos de la otra con peluda pucha, el 69 preferido para la mutua mamada, ahora de ladito cosa que para mí fue fabuloso pues así las mamadas se pueden dar de mejor manera. Salí pensando seriamente en proponer a mi amada una reunión a tres… ¿querrá?, veremos.
Linda.
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