María le hizo ver la luz
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por barquito.
María le hizo ver la luz
Luz estaba contenta con ese nuevo trabajo que había conseguido. En realidad no era muy distinto a los otros trabajos de limpieza que ejecutaba por horas, solo que a esa casa iba una sola vez por semana y la dueña tenía para con ella un tratamiento deferente que no la hacía sentir una sirvienta.
El trabajo no era extenuante, ya que en realidad sólo complementaba lo que que durante los otros días hacía la señora y ella sólo tenía que limpiar vidrios, hacer un aseo profundo a los baños y pasar un trapo con lustre a los pisos plastificados, lo que le llevaba tres horas que la mujer recompensaba con la propina de otra más.
Lo que más la complacía era la gentileza con que la señora la trataba, sirviéndole apenas llegaba, un café con leche acompañado por tres alfajores y en ese tiempo, sostenía con ella una conversación en la cual encontraba una oreja en la cual descargar las frustraciones cotidianas, ya que, madre de tres hijos y con un marido que sólo hacía changas eventuales, mantener la casilla se le hacía ingrato y a veces insoportable.
El vivir en una casilla no le importaba, puesto que desde su más tierna infancia había vivido a salto de mata; huérfana de padres y sin hermanos, rodó de un instituto a otro, aceptando con la pasividad de los sin nadie, ser maltratada físicamente de niña y vejada sexualmente por preceptores y compañeros de ambos sexos al desarrollarse.
A su pesar, eso le había servido para que, una vez fuera de los institutos, complementara sus trabajos de sirvienta con la entrega ocasional de su cuerpo por buena paga. Sin embargo, no se había aferrado a la facilidad de la prostitución y encontrando un hombre tan desgraciado como ella, habían formado un hogar.
Afortunadamente, María, a quien no le gustaba que la llamara señora, escuchaba con atención sus desventuras y no sólo la aconsejaba sino que hasta la ayudaba económicamente con propinas que excedían largamente lo que cobraba por su trabajo, llegando a pagarle vacaciones y aguinaldo.
En la tranquilidad de esa gran casa, ella se explayaba confesándole intimidades de su matrimonio y así comenzaron a intercambiar confidencias en la que María le hizo conocer sus frustraciones sexuales, toda vez que su marido, bastante más viejo que ella, hacia casi un año que no le prestaba la menor atención.
A sus observaciones sobre la masturbación, María le confesó que jamás, ni en su adolescencia, había encontrado goce en auto satisfacerse pero que, contradictoriamente y proporcionado por otra persona, el sexo manual y oral fuera hasta hacía no mucho una de las cosas más placenteras con las que disfrutaba, alcanzando sus mejores orgasmos de esa manera; Luz creía encontrar cierta intencionalidad en las palabras de la mujer, especialmente cuando le describía con cruda franqueza y minuciosidad las cosas que le gustaba sentir en su concha y culo, pero la delicadeza en el trato y la diafanidad de sus ojos claros la hicieron desechar esa eventualidad por fantasiosa.
Y así pasaron meses en que las tres horas se desperdiciaban por las largas conversaciones que mantenían, ya que, aunque estuviera encaramada en una escalera limpiando las arañas o pasando un trapo al piso, María la seguía para sostener esas charlas. También era habitual que, mientras ella limpiaba su dormitorio, la mujer se recostara en la cama y eso parecía darle fuerzas para incrementar el nivel de su confianzuda cháchara, hasta obligarla a sentarse junto a ella para darle mayor intimidad a las aflicciones de su abstinencia.
La pobre mujer le daba pena porque, por su edad y prestancia no tenía necesidad de padecer esas privaciones físicas. Algo menor a los cincuenta años por las cosas que contaba, su cuerpo era de contextura mediana y, aunque sin generosa abundancia, sus tetas y culo mantenían una sólida turgencia gracias a las horas de gimnasio, según su propia confesión. De joven, debería haber sido una hermosura, pero los años y los hijos habían marcado en los ojos y boca arrugas insoslayables, aunque el cutis mantenía una tersa lozanía y en sus ojos verdes brillaba una llamita de festiva juventud.
María se atrincheraba en su cama cada día más, pero ahora ya la invitaba a compartir en ella un café y hasta la convidaba con sus cigarrillos, de esos importados que son exclusivamente para mujeres. Lentamente, la muchacha fue desarrollando hacía su patrona, a quien ahora tuteaba, una confianza que no tenía límites hasta hacerla confidente con lascivos detalles que nunca compartiera con nadie, de las tumultuosas relaciones con su esposo.
En su simpleza, ella no se daba cuenta como aquello enardecía la imaginación de esa mujer privada de sexo cuando aun no había entrado en la menopausia, hasta que en una de esas tardes en que Luz ponía especial acento en describirle con minucioso cuidado cada una de las cosas que la noche anterior realizara su marido en su sexo con dedos y boca, enardecida por la abstinencia, María tomó una de sus manos para conducirla hacia su entrepierna al tiempo que le rogaba que la pajeara.
Casi instintivamente, con una reacción propia de una adolescente, Luz retiró con presteza su mano de la de María y avergonzada, se retrajo sin hacer el menor intento de huir pero sí le recriminó enfurruñada que la tratara como a una putitas de barrio que se venden por monedas; su airada protesta hizo que la mujer se arrodillara en la cama y en tanto le decía que jamás había intentado tratarla como a una puta cualquiera y que su reclamo obedecía a una necesidad imperiosa que no la dejaba dormir, pero que, de no ser ella, a quien había aprendido a querer sanamente, no se hubiera animado a pedírselo a cualquiera, ya que siempre había despreciado ni siquiera mencionar el sexo entre mujeres.
Aunque no lo dejaba traslucir, Luz estaba emocionada con la posibilidad de tener sexo con la mujer, cosa que no sucedía desde que abandonara la prostitución, pero en su adolescencia había sido asidua practicante del lesbianismo, forzada al principio por preceptoras y compañeras mayores del Instituto y, con el tiempo, seduciendo ella misma a internas nuevas.
Distraída por esas cavilaciones, había dejado que su patrona se acercara muy junto a ella y en tanto le pasaba un brazo cariñosamente por sobre los hombros, dejaba deslizar la otra mano sobre sus pechos al tiempo que le hacía morisquetas mimosas de aflicción. Más por compromiso que por otra cosa, aun hizo un débil intento de protesta pero nuevamente María tomó una de sus manos para introducirla por debajo de la pollera y restregarla contra su bombacha mientras se recostaba en la cama, tratando de arrastrarla con ella.
A pesar de ser físicamente más pequeña que la mujer, por su trabajo y los años de practica en zafar de situaciones aun peores, fingió acompañarla en su caída pero terminó por desprenderse de sus brazos y apoyando una mano en el torso de María para inmovilizarla, le alzo la falda hasta la cintura y dejó que su otra mano comprobara la humedad que ya cubría el delgado tejido de la bombacha; con una sonrisa feliz en sus labios, la mujer asentía repetidamente al tiempo que la alentaba a que la desprendiera de la prenda para pajearla como le gustaba. Asumiendo que ella misma estaba excitada y que, en definitiva, lo que hiciera no podría reportarle sino beneficios, se acomodó entre las piernas abiertas de María para asir la pequeña bombacha y sacarla cuidadosamente por los pies.
Hacía rato que no veía una concha de esa manera y hacerlo, colocó una golosa ansiedad en su bajo vientre mientras la boca se le llenaba de saliva como siempre que estaba tan profundamente excitada. La entrepierna de María era una invitación al pecado, ya que dejaba en evidencia que el traqueteo de largos años exacerbara no sólo su apariencia sino la consistencia de las partes; el vello púbico, cuidadosamente recortado para que formara un triángulo, se mostraba ligeramente entrecano y cubría todo el elevado Monte de Venus hasta perderse en dos finas líneas entre los costados de una concha que merecía un capítulo aparte; grande, la más grande que ella viera, abultaba como la mano de un hombre y su hinchazón mostraba un fuerte color rosado que se oscurecía hacia los labios mayores y estos mismos, dilatados, adquirían un tono marrón ennegrecido.
Por entre la rendija que se entreabría como una boca desdentada, se percibían los frunces de los labios menores y en su parte superior, enhiesto y grueso, la carnadura del clítoris; un largo tubo cubierto por una caperuza de arrugados tejidos carnosos; verdaderamente, a Luz se le hacía agua la boca ante la promesa de semejante festín, pero decidió valorizar su intervención tomándose el tiempo necesario. Al menor toque de sus manos, María levantó la pollera hasta la cintura y encogiendo sus piernas, las abrió tan invitadoramente que ella no pudo resistir el influjo que los aromas venéreos ejercían en su mente.
Con las yemas de sus dos dedos índice y simultáneamente, recorrió las canaletas de las ingles, arrastrando la capa de fino sudor que las cubría hasta el inevitable encuentro con al nacimiento de los costados de la vulva y allí, como comprobando la consistencia de esa hinchazón, se entretuvieron unos momentos en lento recorrido que levantaba inquietos suspiros en la mujer.
Juntando las manos, dejó que sus pulgares separaran los bordes oscurecidos y ante sus ojos se le ofreció un espectáculo maravilloso; seguramente por los partos y los años de trajín, los labios menores habían devenido en gruesos colgajos fruncidos que, henchidos de sangre, mostraban la apariencia de retorcidos pliegues que se abrían como las alas de una mariposa. Rodeados por ellos, el fondo tenía una apariencia nacarada, exhibiendo en el centro el curioso aspecto del meato cuyos bordes de alzaban como un minúsculo volcán. Inmediatamente debajo, se abría un dilatado agujero vaginal rodeado por una corona de pequeños pellejos y sí, allí en la parte superior de aquel sexo, se erguía un clítoris notable; grueso como un dedo meñique, el tubo mostraba la arrugada cubierta de piel que, como caperuza, cobijaba al glande de ese pene en miniatura que, aun escondido detrás de un membranoso tejido, tenía la apariencia ovalada de la cabeza de una bala.
Fascinada como nunca lo estuviera ante sexos más jóvenes, y prometiéndole disfrutes infinitos con la mirada a esa mujer que alzaba la cabeza para ver como la sometía con ojos de angustiosa lascivia, hizo que los pulgares se deslizaran simultáneamente sobre aquellas crestas en acariciantes toques que le hicieron comprobar su consistencia mórbida; los bordes ennegrecidos de los frunces parecían ser terminales nerviosas que, ante su estregamiento, hicieron prorrumpir a María en regocijadas frases de conformidad al tiempo que le pedía que no terminara nunca con aquello.
Mientras los dedos subían y bajaban a lo largo, restregando cada vez con mayor vigor los pliegues carnosos, inevitablemente llevó su boca hasta la parte superior y la lengua ondulante salió para fustigar suavemente la punta de aquel soberbio clítoris. El sabor, entre picante y dulzón, se correspondía con los aromas que exhalaba y ahora fue para Luz el turno de la excitación; encendida como no recordaba estarlo desde hacía mucho tiempo, la muchacha hizo tremolar la lengua sobre el tubo carneo el tiempo que los labios colaboraban al envolverlo en incruentos chupones. Ya alienada por el gusto que le recordaba cuanto disfrutara antaño realizando aquello, hizo que la lengua se metiera por debajo del capuchón a hurgar en el hueco para azotar la cabecita y, en tanto lo alternaba con intensos chupones, llevó dos dedos a explorar la entrada a la vagina que cedió dócilmente cuando los introdujo al interior cubierto ya de una espesa capa de mucosas.
Meneando suavemente la pelvis en una reprimida cogida, María se agitaba febril mientras proclamaba cuanto placer le estaba dando y que la sometiera hondamente con los dedos. Tanto o más enardecida que la mujer, Luz hizo caso a sus reclamos y al tiempo que la boca cometía una verdadera carnicería en el clítoris, introdujo profundamente los dedos y, encorvándolos, rascó delicadamente las carnes ardientes de aquel áspero conducto que lo había conocido todo; fácilmente encontró la protuberancia del punto G en la cara anterior y sorprendida por su tamaño, que semejaba una aplastada media almendra, presionó fuertemente con las yemas en pequeños círculos que hicieron prorrumpir a la mujer en alborozadas frases de contento al tiempo que ondulaba lujuriosa todo su cuerpo. Añadiendo otro dedo a la penetración, Luz inició un intenso vaivén mientras hacia girar la mano en semicírculos que la hacían rascar todo el interior vaginal.
Sintiendo en sus entrañas los movimientos que prologaban sus propias eyaculaciones, chupeteaba y mordisqueaba furiosamente la excrecencia femenina, cuando María, extrayendo de la vecina mesita de noche un consolador de silicona, se lo entrego al tiempo que le exigía que la cogiera con él; súbitamente, Luz caía en cuenta de que su patrona no era quien proclamara ser y, sin embargo, era tanta su propia excitación calenturienta, que no le importó y decidió llegar hasta el final de lo que la mujer le propusiera. El falo que imitaba en todo a uno real, era bastante más grande que la verga de su marido y, aunque no poseía experiencia en su manipulación pero calculando cómo lo sentiría ella si estuviera en su concha, lo tomó entre los dedos y, aproximándolo al agujero rebosante de fluidos, fue introduciéndolo muy lentamente hasta que los falsos testículos por los que lo sostenía, chocaron contra las nalgas.
Al tener semejante verga en su interior, María proclamó su contento por medio de enronquecidos jadeos en los cuales le rogaba y exigía que le cogiera como un hombre con el vocabulario más ordinario y grosero. Cuando Luz le comenzó a dar un suave vaivén, la mujer tomó sus piernas por detrás de las rodillas y en tanto las encogía hasta que las rodillas tomaron contacto con sus pechos, dio a su pelvis cortos remezones que profundizaban aun más la penetración del falo; realmente, fuera por mérito de Luz o por el largo y grosor del consolador, parecía estar disfrutándolo de una forma tan increíble que hasta le pedía que la culeara y entonces la muchacha, encontrando la cadencia a la cogida, subyugó con labios y dientes al clítoris al tiempo que el pulgar de la otra mano iniciaba exploratorios tanteos entre las nalgas hasta tomar contacto con el hoyo del culo y, con sumo cuidado, fue introduciéndose en el recto hasta que el nudillo le impidió seguir adelante.
María ahora se retorcía y corcoveaba, lanzada a protagonizar una cogida que, por ser entre mujeres, no le era menos satisfactoria que las que podría sostener con un hombre. El goce de la patrona se había contagiado a la menuda muchacha y en su afán, mordisqueaba y tironeaba con los dientes del clítoris en tanto que la mano que manejaba al falo no sólo se movía como un pistón sino que también lo hacía girar en ciento ochenta grados. Por su parte, el dedo que socavaba al culo, iba y venía dentro de la tripa al tiempo que se plegaba y desplegaba para hurgar los tejidos.
Expresando su satisfacción con hondos suspiros y quejidos, María le rogó que dejara de penetrarla por la concha para culearla y así llevarla al éxtasis del orgasmo. Embravecida y sintiendo explotar en sus entrañas la proximidad de su propia eyaculación, Luz sacó la verga de la concha y empapada por las abundantes mucosas de la mujer, la apoyó contra los esfínteres que su dedo había dilatado y empujó; prudentemente y teniendo en cuenta el tamaño del consolador, fue haciéndolo penetrar muy lentamente al recto y las exclamaciones entre doloridas y gozosas de su patrona le dijeron que estaba haciéndolo bien. En la medida que la verga se introducía, la mujer, que había soltado sus piernas encogidas, asentando los pies en la cama, fue dándole al cuerpo una progresiva elevación hasta formar un arco, sosteniéndose en el aire y sus dos manos concurrieron a la entrepierna para, mientras tres dedos de una se introducían en la concha, los de la otra restregaban sañudamente al clítoris en forma circular.
Luz estaba asombrada por las actitudes de aquella mujer que debía doblarla en edad y cuya finura y delicadeza en el trato no dejaban ver a la bestia sexual que llevaba dentro. Con la comezón royéndole las entrañas, la muchacha aceleró cada vez más la culeada hasta que María, convirtió al arco que sostenía en un ondular desenfrenado y al tiempo que proclamaba el llegada del orgasmo en roncos bramidos animales, Luz se dio la satisfacción de observar como entre los dedos que la mujer metía y sacaba de su propia vagina, rezumaba la abundancia de melosos fluidos; finalmente, María se desplomó en medio de ahogados jadeos pero, contra todo lo esperado, no cayó en la clásica lasitud que amodorra los sentidos sino que rápidamente se incorporó en la cama y empujando a Luz hasta que esta quedó acostada boca arriba, se ahorcajó sobre ella inmovilizándola con el peso de su cuerpo.
Con una amplia sonrisa de lasciva impudicia alumbrándole el rostro y transfigurada como si el orgasmo hubiera disparado un mecanismo oculto, se fue desnudando al tiempo que proclamaba que ese era su turno y que no sabía el mundo de goces al que la introduciría; a pesar de sus esfuerzos, Luz no había alcanzado el deseado orgasmo y la vista de aquella mujer que asentaba las nalgas contra su concha al tiempo que terminaba de desnudarse sacando la falda que tenía arrollada en la cintura por la cabeza, volvió a encender los ardores en el fondo del bajo vientre.
Liberada de la camisa y sin corpiño, María exhibía un cuerpo tentador que muchas jóvenes envidiarían y sólo se notaba un poco de adiposidad en la cintura y el abdomen mostraba un leve flojedad. Por otra parte, los tetas, sin ser grandes ni pesadas, colgaban un poco sobre el pecho dejando ver una inquietante cualidad gelatinosa y en sus vértices se veían dos grandes y amarronadas aureolas en cuyo centro se alzaban desafiantes los gruesos pezones.
Inclinándose sobre la joven y tras encerrar entre sus manos la carita aun sudorosa por el denodado entusiasmo con que la había cogido, acercó su boca abierta para besarla con apasionamiento. Hacía años que Luz no disfrutaba de un beso femenino y al contacto con esa suavidad, sus labios se abrieron para imitar la acción succionante de la mujer y su lengua salió al encuentro de la que invadía vorazmente su boca; con golosa avidez las bocas se unían y separaban para volverse a juntar como dos ventosas insaciables y Luz envolvió el cuello de esa nueva amante con los brazos al tiempo que su pelvis imitaba inconscientemente a una anhelada cogida, golpeteando contra las nalgas poderosas.
Sin dejar de besarla pero con esa destreza que da la habitualidad, las manos de María parecían moverse independientemente para irla despojando de la blusa y luego desprender el corpiño que sujetaba sus pequeñas pero sólidas tetas; ahora las dos alternaban los hambrientos besos con susurradas promesas de mayores y mejores goces mientras sus manos recorrían anhelosas las tetas de la otra, sobando y estrujando las carnes hasta que María puso final a esa situación y descendió al pecho para buscar con la boca los turgentes senos de la muchacha.
Sabia de toda sabiduría y en tanto los dedos jugueteaban acariciantes amasando entre ellos la prominencia de la mama, la boca toda se ponía al servicio de satisfacerla; los labios chupaban al pezón para que luego el filo romo de los dientes lo encerraran en un leve mordisqueo que no lastimaba pero cuya presión se hacía intolerable y ese mismo sufrimiento incrementaba sus ansias de ser poseída; sus ayes y gemidos parecieron motivar a la mujer y, sin dejar de sobar reciamente las tetas con las manos, descendió a lo largo del vientre hasta encontrar el obstáculo del pantalón pero Luz, comprendiendo su intención y deseando disfrutar de esa boca en su concha, bajó con sus propias manos la elástica cintura del jogging junto con la bombacha.
Incorporándose un poco, María terminó de sacarle la ropa por los pies para luego abalanzarse contra la entrepierna. Abriéndole las piernas con brusquedad, posó su boca abierta como la de una gigantesca lamprea y Luz se sintió chupada como nunca lo fuera. Los labios tenían una fuerza impresionante y sentía como una ventosa ciclópea chupando sus carnes en tanto la lengua se movía en su interior en tremolantes vibraciones que la enajenaban de placer.
Ya la muchacha estaba fuera de sí y deseando concretar el orgasmo o por lo menos una eyaculación que la aliviara de la tensión acumulada en el acto anterior, le rogaba y suplicaba a la mujer que la hiciera acabar. Concentrando al accionar de la boca en la parte superior y sin miramiento alguno, María metió tres expertos dedos en la vagina para iniciar una tan rápida como violenta cogida a la cual reaccionó con un intenso menear de las caderas en tanto asentía fervorosamente que así quería ser penetrada.
Cuando sentía los demonios del vientre acuchillándola con sus filos y estaba pronta para dar rienda suelta a la marea que acumulaba en sus entrañas, su patrona y amante se incorporó y tomando la carita trémula entre sus fuertes dedos, le pregunto casi con una rabia contenida si realmente quería que la hiciera acabar como una mujer entera y ante su rápido asentimiento y el angustioso deseo expresado en su mirada suplicante, se levantó de la cama para desaparecer por un momento de su vista.
Respirando afanosa para recuperar el aliento y preguntándose ahora con aprensión que le esperaba, escuchó a la mujer traqueteando a sus espaldas y cuando esta reapareció, su vista la sobresaltó. El resto del cuerpo de María conservaba la armonía que observara en los pechos y las caderas se apoyaban las columnas torneadas de unas piernas todavía firmes pero, justamente en el vértice en que aquellas se unían, un extraño artefacto adornaba la entrepierna; una especie de arnés sostenía una copilla charolada que en su parte baja exhibía una verga enorme. Mucho más grande que aquel con el cual ella sometiera a su patrona, el consolador no tenía como ese la apariencia de uno real, sino que todo él era de un color azulado y el material traslúcido dejaba adivinar que en su centro poseía una estructura vertebrada.
Parecía que su uso otorgaba a María una característica o personalidad distinta y toda ella, sin perder el equilibrio de las formas, cobraba un aspecto masculinizado, casi de prepotente bravuconería. Lentamente, se acercó nuevamente a ella para aprovechar su nerviosa quietud y merced a la diferencia física, colocarla en el borde del lecho y tras alzarle las piernas, pedirle que las sostuviera así para luego arrimar el cuerpo hasta que la punta de la verga tomó contacto con la entrada a la vagina.
El tamaño del falo atemorizaba a Luz, ya que a pesar de toda su experiencia, nunca había tenido sexo más que con vergas comunes y corrientes. Y sin embargo, junto con esa luz de alarma, sintió que su cuerpo clamaba involuntariamente por realizar esa experiencia. Con sólo presionar un poco, el glande penetró a la vagina y ya aquel superaba a cualquier cosa que hubiera transitado por ella a excepción de sus hijos.
Al escuchar el medroso gemido de la muchacha, María suavizó su voz para decirle que no le causaría daño y que una vez que probara aquello ya nada le parecería satisfactorio. Con la garganta aun cerrada por el miedo, sintió como la verga continuaba entrando, pero la tersura de su superficie no lastimaba y sólo era la distensión de sus músculos lo que marcaba la diferencia. Con sabia prudencia, la mujer no aceleraba la penetración y al no sentir dolor, sus músculos cedían a la presión para luego volver a ceñirse alrededor del tronco.
A pesar de todo, experimentó un sobresalto al constatar que su longitud excedía los lugares hasta donde había sido penetrada pero como aquello no sólo le era incruento sino que la hacía experimentar un goce desconocido, comprobó como por primera vez algo dilataba penosamente su cuello uterino para después rozar levemente el endometrio mucoso.
Una vez que todo el falo estuvo dentro, María se afirmo con las manos en sus muslos e inicio el movimiento de retroceso y eso puso un ansioso quejido en labios de la muchacha. Comprendiendo que Luz comenzaba a gozar de esa cogida, fue imprimiendo un suave hamacar a su pelvis y una deliciosa sensación de placer la acompañó; jamás en su vida Luz había experimentado semejante goce y expresándolo a voz en cuello, le pidió a la mujer que se inclinara para que ella pudiera disfrutar de sus magníficas tetas oscilantes. Contenta con su reacción, María la hizo envolver con las piernas su zona lumbar e inclinándose sobre ella con las manos apoyadas en la cama, permitió que la muchacha se cebara con las manos en sus tetas colgantes.
Todo era nuevo para Luz y sentir como esa gruesa masa se deslizaba en su interior produciéndole sensaciones inéditas, la enajenaba. Aferrando a su patrona por la nuca para obligarla a agacharse aun más, accedió con la boca a esa mórbida carnosidad que las manos ya no sobaban sino que estrujaban rudamente y sus labios rodearon con gula la excrecencia de la mama; María disfrutaba cogiendo a la muchacha y todo cuanto esta hacía con manos y boca en sus tetas, más la fuerte presión que ejercían los talones en sus nalgas, la llevaron a incrementar el ritmo de la cogida con la consecuente exacerbación de la mucama. Y de esa manera, se perdieron en un laberinto de placer donde cada una obtenía y otorgaba goce en la misma proporción que lo recibía.
Decidida a profundizar la relación, la mujer mayor fue dejándose caer de lado sin sacar el falo de la vagina y al quedar sobre la cama, condujo a la joven para que quedara acaballada sobre ella. Luz era practicante de esa posición que la liberaba de la opresión del cuerpo de sus amantes y obedeciendo las susurradas indicaciones de su patrona, acomodó los pies para quedar acuclillada e inició un lento sube y baja que la hacía sentir el volumen del falo portentoso en regiones uterinas ignaras de todo contacto hasta el momento.
La punta de pulida silicona escarbando en la mucosa del endometrio la asustó por un momento, pero era tal el goce que experimentaba que flexionó las piernas en cortos remezones, sintiéndola golpear contra el estómago mismo. Ahora era el turno de María para satisfacerse en sus tetas y en tanto las fuertes manos sobaban los senos que el amamantamiento había consolidado, los dedos se turnaban para encerrar y retorcer entre ellos los pezones erectos.
Luz había encontrado una cadencia en el subir y bajar, que fue complementando con el meneo de las caderas para sentir en plenitud la fortaleza de la penetración que la mujer mejoraba con violentos empujones de su pelvis hacia arriba. Con farfullados asentimientos la muchacha le suplicaba y exigía a la vez que no cejara en la cogida para llevarla a regiones aun no vividas de ese placer demoníaco que las había invadido.
Dándole y dándose gusto, María la hizo salir de encima suyo y acomodándola de forma que quedara arrodillada, con la cabeza apoyada en sus antebrazos y la grupa alzada apuntando hacia afuera, se paró detrás de ella y, sin que Luz cobrara conciencia, acomodó la elasticidad móvil del consolador en forma sinuosa y volviendo a embocar el falo en la concha, la penetró tan profundamente que arrancó un gemido dolorido en Luz.
Asiéndola por las ingles desde atrás, la hacía hamacar para adaptarse al bamboleo de su cuerpo y entonces la cogida se hizo bestialmente animal, desde la forma primitiva de todos los cuadrúpedos hasta la vehemencia que las mujeres ponían en su empeño por penetrar y ser penetrada. La pavorosa S se movía bestialmente en su interior y Luz arañaba las sábanas mientras proclamaba con voz estrangulada su deseo, sin dejar de proyectar instintivamente el cuerpo para ir al encuentro de los fuertes rempujones de su patrona.
Entre ayes y quejidos, bendiciones, alabanzas y maldiciones, los cuerpos disímiles ofrecían un espectáculo grandioso de excitante belleza, hasta que la muchacha asintió fervorosamente a la consulta de la mujer sobre si quería ser conducida al más excelso plano del placer; retirando el consolador, María se dio un respiro durante el cual se inclinó sobre la menuda figura juvenil para envolverla entre sus brazos y descansar mientras sus manos recorrían todo el torso, desde los tetas aun estremecidas hasta excitar dulcemente al clítoris, logrando que de esa manera la muchacha se impacientara por dar rienda suelta a aquello que le carcomía las entrañas y le exigiera que siguiera penetrándola hasta hacerla acabar.
Desprendiéndose del arnés, la acomodo de costado y haciéndole encoger la pierna izquierda hasta que la rodilla tocó su mentón, fue escarbando con los dedos en la anegada concha para elevarla a un nivel de calentura excepcional y entonces, fue metiendo tres dedos la vagina en una cogida que fue en crescendo y cada vez los hundía un poco mas; como Luz expresaba su contento con acalorados reclamos de que le diera más, hizo girar al brazo en casi ciento ochenta grados, con lo que la aplanada “verga” distendía dolorosamente los músculos de la abertura y viendo la elasticidad que adquirían, fue plegando hacia la palma de la mano a pulgar y meñique para formar una temible cuña con la que empezó a presionar, haciendo que los nudillos se estrellaran exigentes y entre los sollozos de dolor mezclados con la insistencia que sí, que así le gustaba ser cogida, se propuso terminar de una vez con aquel maravilloso acople.
Mojando con abundante saliva el punto de fricción, comenzó a empujar al tiempo que movía de lado la mano, con lo que los huesos se fueron internando a la vagina entre las exclamaciones sufrientes de Luz hasta que, como si hubiera derrumbado un obstáculo, finalmente la mano penetró al canal vaginal, entre los jubilosos lloriqueos de la mujercita; María sintió el intenso calor de esos tejidos que se apretaban sobre la mano entera y siguió penetrando hasta que la punta del dedo mayor rozó la todavía dilatada entrada al cuello, pero sabiendo que esa distensión era antinatural y evitando traerle problemas a la muchacha por cualquier roce de sus uñas, retrocedió hasta que casi la mano salía de la vagina, pero eso le marco el tiempo para iniciar un repelido ir y venir que los complacía a las dos.
Luz se prendía a la rodilla con las dos manos y daba al cuerpo un meneo copulatorio que convenía a los planes de Maria quien entonces cerró los dedos en un puño con el que avanzó como un ariete que al llegar al fondo, se abrió como una araña para que los dedos distendieran al canal de parto en su retroceso; aunque doloroso, aquello resultaba fantástico para la sexualidad de la muchacha a quien parecía no disgustarle lo sado y entonces fue que María se aplicó en penetrarla honda y violentamente de esa manera hasta que la mujer clamó por su satisfacción demorada.
Haciéndola recuperar la posición boca arriba, María se abalanzó con la boca abierta como las fauces de un depredador y al tiempo que la mano entraba y salía como un martinete de la concha entre los chasquidos de los jugos que escapaban filtrándose a través del brazo, labios, lengua y dientes se apoderaron del clítoris para macerarlo con gula hasta que, entre los gritos desesperados de Luz que sentía como todo aquello excedía el dolorosísimo placer de parir y elevando el cuerpo en un arco perfecto por la tensión que la dominaba, le reclamó a los gritos por más y más a la vez que sentía a su cuerpo irse en aquellas riadas de placer que expulsaba espasmódicamente hasta que se envaró y con un bramido enronquecido, se desplomó como fusilada sobre la cama.
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