SEXO A FLOR DE PIEL 1
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por Anonimo.
Nací en 1969 en el pequeño pueblo de Meussy, próximo a la frontera con Suiza y a la ciudad de Lausanne, hija de Marie Bascon y de Alfredo Sartori, un argentino hijo de italianos que alucinado por las montañas y el esquí alpino, decidió afincarse en el lugar. En realidad era un autoexiliado político de pensamiento, ya que como enemigo de la violencia aborrecía el accionar de la izquierda contra los militares pero al mismo tiempo no estaba dispuesto a aceptar borregamente a una dictadura. Su llegada a Francia coincidió con los días de mayo de 1968 y fue en medio de esa burbujeante efervescencia que conoció a mi madre.
Cuando regresó la calma y casi sin saber cómo, se encontraron viviendo en un tabuco maloliente y sin luz, un cuchitril infecto en el que las cucarachas eran más activas que sus indolentes habitantes. El hambre y la miseria le hacían recordar a Alfredo con nostalgia sus días de bonanza y la práctica en Bariloche del único deporte que le interesaba; seguramente exagerando en sus cuitas y contagiando con su entusiasmada evocación a la romántica Marie reunieron sus escasos bienes y se dirigieron a Lyon, de allí a Annecy, para recalar finalmente en Meussy.
Encandilados por el lugar, consiguieron ubicarse laboralmente; ella como camarera en uno de los tantos bistrós del lugar y él, dada su experiencia andina amateur, como ayudante de un profesor de esquí. Cuando comenzó la temporada, se manifestó como un verdadero fenómeno de las pistas en las distintas disciplinas, convirtiéndose en poco tiempo en un profesional que intervenía en cuanta competencia nacional se diera.
En medio de todo ese alegre desorden, nací yo y uno de mis primeros recuerdos conscientes fue el de sentirme protegida por él mientras descendía a velocidades que me parecían alocadas por las pistas de la estación de invierno en unos esquís que hiciera construir para mí, deslizándonos juntos por las empinadas laderas nevadas. Junto con el éxito de mi padre, vino el bienestar. Previsoramente, invirtió todo el dinero ganado en las competencias ya no sólo de Francia sino de todo Europa, en una hermosa casa, un lujoso auto alemán para él y un pequeño utilitario para mi madre e instaló una de las mejores hosterías de la región que, prestigiada por su fama, se convirtió en la preferida de todo profesional que acudía a las pistas.
A los siete años se acabó mi idilio con las montañas y fui internada pupila en un colegio de Lausanne. Para una niña de mi edad acostumbrada a la libertad más absoluta, fue un golpe tremendo. Debo de admitir que pese a mi rebeldía, me adapté enseguida a ese ambiente internacional, ya que la mayoría de mis condiscípulas eran hijas de diplomáticos acreditados ante el gobierno suizo, las Naciones Unidas y algunos países vecinos. Aferrado a la nostalgia que acentuaba su nacionalismo, dentro de la casa mi padre hablaba sólo en español y me exigía que lo aprendiera. Sus remembranzas me ayudaron y descubrí que mi “argentino”, era recibido con beneplácito por otras chicas latinoamericanas y españolas.
Aun cuando no era de las más brillantes, no desentonaba intelectualmente y sí, estaba especialmente dotada para los idiomas, por lo que las clases dictadas en tres distintos – francés, alemán e inglés – me resultaban gratas, mejorando mi rendimiento en otras materias. En ese ambiente refinado y culto, los años de mi escuela primaria pasaron rápidamente, especialmente condimentados por las temporadas que pasaba en compañía de mi familia y podía asistir en Grenoble, Chamonix o Albertville a las competencias donde mi padre era agasajado y admirado como el más intrépido, elegante y buen mozo de los competidores profesionales.
Ya fuera en Cortina d’Ampezzo, Nagano, Aspen o Innsbruck, las multitudes enloquecían cuando “l’argentine” asomaba en lo más alto de las pistas con su característica ropa celeste y blanca y deliraban viendo la audacia de su slalom, sorteando los coloridos banderines que azotaban la nieve ante el ímpetu y la inclinación insólitamente suicida que el imponía a su cuerpo en el precipitado descenso.
Recuerdo aquella tarde que quedó grabada en mi memoria como una imagen inalterable. Era la final del campeonato europeo y ya había hecho su primera pasada junto con el competidor alemán. Ahora, en la bajada final cambiaba de cancha como corresponde a cada competidor. Con el primer salto, el alemán sacó una ventaja apreciable pero cuando llegaron a la parte sinuosa y dueño de la cuerda interna, mi padre superó al germano. Ante los alaridos entusiastas del público, comenzó a hamacarse con su característica plasticidad y, cuando llegaban al punto más veloz de la pista, extrañamente, salió despedido por el aire en una acrobática y fatal voltereta. Como en cámara lenta, su cuerpo se sacudía desesperadamente y el sonido ominoso al estrellarse contra la pista para resbalar desmadejado casi hasta los pies de los azorados espectadores, no hizo dudar de su muerte.
Superado el trance de las exequias y el continuo desfilar de personalidades deportivas por la casa, mamá demostró que en esos años a cargo de la hostería había madurado más de lo esperado en una joven de su edad, ya que a pesar de mis once años, ella apenas alcanzaba los veintinueve y decidió continuar con el negocio, aunque la estrella que atraía a la gente ya no estuviera. En cuanto a mí, debería completar el año que me faltaba y que estaba pago por adelantado; recién al año siguiente se vería la posibilidad de continuar estudiando en Suiza.
Afortunadamente, la hostería cobró aun mayor fama que antes, ya que todos querían vivir en el lugar, acariciando los trofeos del ídolo y alardear de que hubieran conocido personalmente a la viuda y la hija. Esto posibilitó el inicio de mis estudios secundarios en el mismo colegio de Lausanne.
A pesar de la alegría de tener la posibilidad de reencontrarme con mis amigas de tantos años y seguramente, conocer a nuevas compañeras, yo no era del todo feliz, puesto que en las últimas semanas había visto como mi madre aceptaba complacida el velado cortejo del nuevo y seductor instructor, a la vez que descubriría en mí algo que me marcaría para toda la vida.
Mis trece años me mostraban alta y delgada y aquellas adiposidades que abultaran como papas en una bolsa, se estaban definiendo como sólidos pechos y glúteos. Aunque tenía la edad y este desarrollo superaba con creces lo esperado, aun no había pasado por la experiencia de la menarca y la primera menstruación, cosa que ya les había ocurrido a la mayoría de mis amigas. Sentía como en mi vientre se agitaban órganos y fluidos que me provocaban dolores y contracciones espasmódicas pero eso no terminaba por manifestarse en el clásico sangrado, estigma femenino sobre el cual tanto me había hablado mi madre quien, alarmada por esa anomalía, me llevó a un hospital en Lyon.
Tras la primera revisión, también los médicos expresaron su extrañeza, ya que mi cuerpo se había desarrollado normalmente y hasta un poco más, alcanzado con mi estatura de más de un metro setenta la contundencia de una mujer adulta. Para profundizar el diagnóstico, le sugirieron a mi madre realizar estudios más exhaustivos y tener una clara noción de lo que me sucedía.
Además de molesto y doloroso, fue muy vergonzoso y humillante verme desnuda ante un grupo de hombres que palpaban concienzudamente – creo que más de lo necesario – mis senos y glúteos, discutiendo con palabras que yo no entendía, esmerándose sañudamente en introducir dedos e instrumentos en mi sexo, obscenamente expuesto entre mis piernas abiertas y alzadas sobre altos estribos metálicos.
Tres días más tarde teníamos los resultados; mi aparato reproductor adolecía de una malformación congénita irreversible. Algo fallaba en mis ovarios impidiéndoles la creación de óvulos y en consecuencia, no se producía la menstruación; por lo tanto, era estéril. Sexualmente, todo parecía funcionar correctamente y respondía los estímulos superficiales iniciales, aunque debería esperar a tener la edad suficiente como para sostener relaciones y ver si podía experimentar placer y tener orgasmos.
Mi madre estaba desolada, su única hija era incapaz de concebir y, por lo tanto, de darle un nieto. Posiblemente fuera a causa de la irresponsabilidad de mi edad o a causa de alguna manifestación psicológica de mi defecto, lo cierto es que no me importaba en absoluto y no participaba del desconsuelo de mamá. Es más, en mi fuero interno me alegraba estar libre de esa inmundicia y del hecho que, cuando tuviera relaciones sexuales, no quedaría embarazada del primer imbécil con quien me acostara.
Cuando comencé el año escolar, me encontré con la grata sorpresa de que casi todas mis compañeras de la primaria me acompañarían en el curso y había dos o tres chicas sudamericanas nuevas. Como yo tenía experiencia con el español y conocía al dedillo las costumbres del establecimiento, me asignaron como compañera de cuarto a una chica brasileña que hablaba bastante bien el alemán y no tan bien el español porque nunca había estudiado fuera de su país. A pesar de lo estrictos que eran con los estudios, respetaban nuestra identidad y privacía, por lo que cada cuarto era como un pequeño feudo que podíamos decorar a gusto y vivir como si estuviéramos en casa.
Mi padre se había referido siempre a los brasileños como “los macacos” y yo realmente creía que eran todos negros o mulatos. Elena me sorprendió con su tez marfileña, bastante más clara que la mía y su dorado cabello rubio. Posteriormente, me contaría que era originaria de Blumenau, una ciudad donde casi todos provenían de Alemania o eran descendientes de aquellos, al punto que las calles ostentaban nombres en ese idioma escritos en letra gótica.
Unidas por orígenes geográficos e idiomas más o menos comunes, pronto nos hicimos inseparables. Como nos entendíamos en español, que no era una lengua del instituto, éramos cómplices de algunas travesuras y en los estudios, nos soplábamos descaradamente delante de los profesores. Recién cuando ella tuvo su primera menstruación me enteré de que era dos años mayor que yo y di gracias al cielo por estar libre de esa maloliente suciedad.
La pobre sufría de intensos dolores en el vientre y como le habían ordenado reposo, me asignaron para cuidarla y así, matando el tiempo entre confidencia y confidencia, le conté con cierta vergonzosa timidez de mi “defecto”. Tal vez porque había sido formada en otra cultura, más liberal y menos gazmoña que la cerrada europea o por el hecho de ser más adulta que yo, me dijo cuanto me envidiaba y que debería de estar agradecida por estar libre de esa maldición que la sumía en espantosos dolores y la encharcaba con sus profusas hemorragias.
A pesar de mi aspecto físico, todavía era una niña que lo ignoraba todo del cuerpo femenino, las funciones genitales y mucho menos lo referido a la sexualidad. Por el contrario, Elena parecía saberlo todo del sexo, por lo menos en teoría. Desde muy chica había contado con la confidencia explícita de sus dos hermanas mayores sobre cómo hacerlo con los hombres y el placer que se encontraba en cada de esas maneras.
Sus explicaciones crudamente verosímiles, me fueron introduciendo a un mundo mágico en el cual cobraba sentido el por qué de algunas cosas que observara en mi cuerpo y que me permitían fantasear en la íntima oscuridad de la cama con sensaciones hasta ahora inexplicables. A pesar del grado de confianza que con estas confidencias habíamos alcanzado, esas fantasías no habían pasado de ser tales y cada una guardaba para sí la intimidad de sus actos.
Las vividas descripciones de Elena habían despertado ciertos desconcertantes cosquilleos y calores en la parte baja de mi vientre, pero una ruborosa reticencia me impedía alguna tarea exploratoria a esa región, cosa que no sucedía con ella a quien, en las penumbras de la noche, columbraba agitándose frenéticamente bajo las frazadas, reprimiendo apenas los quejumbrosos gemidos que la afanosa inquietud manual le arrancaban.
Cuando por la mañana le hacía alguna irónica observación sobre sus entusiastas manipulaciones, lejos de ofenderse, me explicaba con morbosa minuciosidad lo que sus dedos habían hecho y el placer que le procuraba en conseguir las emanaciones de sus fluidos internos e invirtiendo la situación, se burlaba de mi renuencia pacata a la masturbación.
Sabido es que en Europa y a causa del clima, la mayoría de las actividades importantes se realizan durante el verano. La educación forma parte de ello y cuando en el hemisferio sur los jóvenes disfrutan del sol y las playas, nosotras debíamos recluirnos en la densa atmósfera de las aulas. Aunque la temporada estival es corta y las temperaturas moderadas comparadas con las de América, cuando uno ha crecido en ese clima le parecen especialmente sofocantes.
El verano de 1983 estaba resultando bochornoso y por las noches, no veíamos la hora de recluirnos en nuestros cuartos para, luego de ducharnos, abrir las ventanas y disfrutar de la levedad de nuestros camisones sobre las pieles sudorosas. Cierta noche y antes de caer en esa suave modorra que precede al sueño, la última imagen que se clavó en mi subconsciente fue la de Elena que, creyéndome dormida y perdido todo recato, había alzado la falda del camisón hasta su pecho, deslizando sus manos por el vientre para alojarlas en el sexo y restregarse con las piernas abiertas mientras se penetraba frenéticamente.
Tal vez fuera por el agobio del calor o a la influencia que esas últimas imágenes había fijado en mis retinas, lo cierto es que me hundí en un pesado sueño que fue convirtiéndose en un delirio en el cual me veía a mí misma, absolutamente desnuda, masturbándome enloquecida mientras unos misteriosos y diligentes dedos y bocas invisibles se deslizaban por todas las regiones de mi cuerpo, enajenándome con la suavidad de sus caricias.
Sintiendo el ahogo de la excitación, fui despertando lentamente del sueño, temblorosa y bañada en transpiración, sintiendo todavía como los dedos acariciaban mis pechos y mi rostro mientras la profunda y cálida voz de Elena me susurraba al oído que me calmara y no tuviera temor. Aliviada por haber salido del sueño y la presencia tranquilizadora de mi amiga, con los ojos velados por las lágrimas, me dejé estar, permitiendo que sus dedos acariciaran amorosamente mis cabellos húmedos. Sus labios fueron depositando besos menudos en mi frente, ojos y mejillas, acercándose con precaución a la comisura de los míos que, entreabiertos y resecos, dejaban escapar el acelerado y corto jadeo que sacudía mi pecho mientras percibía como ella iba despojándome del transpirado camisón.
Al sentir la fresca suavidad del interior, mis labios se agitaron temblorosos y entonces su lengua, portadora del vigorizante elixir de la saliva, exploró concienzuda y leve al principio todo el interior de mis encías, humedeciéndolas y produciéndome un esbozo de cosquilleo. La excitación envaraba mi cuerpo y me hacía hundir la cabeza en la almohada mientras la boca se abría en procura de aire en la muda expresión del grito. Su lengua vibrátil se internó en la boca y la mía salió instintivamente a su encuentro, trabándose en una lenta danza de alucinante dulzura para que las bocas encajaran en un perfecto ensamble, succionándose ávidamente hasta hacernos perder el aliento.
A lo largo de los años he comprobado que el ser humano lleva grabado en su inconsciente todo el conocimiento sexual que a lo largo de su evolución ha ido incorporando y que llegada la ocasión, atávica e involuntariamente, este emerge y se manifiesta en plenitud. Ninguna de las dos había tenido jamás contacto físico con persona alguna y menos para nada que se relacionara con lo sexual, Jamás habíamos besado, jamás habíamos acariciado, pero algo subyacente, instintivo, primitivamente animal, nos hacía sabias y nos compelía a internarnos en ese nuevo mundo, soñado subconscientemente y desesperadamente ansiado, pleno de bucólicas sensaciones y placenteramente satisfactorio. Un burbujeante frenesí nos poseyó y nos abrazamos estrechamente con pequeños gruñidos amorosos, descubriendo entonces la total desnudez de Elena, que aplastaba y restregaba la dureza de sus pequeños senos contra los míos. Mientras rasguñaba cariñosamente la tersura de su espalda, me puse de costado y entonces ella terminó de trepar a la cama, acostándose a mi lado.
Besándola con angurrienta gula, dejé que mi mano buscara sus senos y, apoderándose de uno de ellos, comenzó a acariciarlo tiernamente, provocando con su trémulo palpitar que en mi exaltación derivara a un sobamiento en el que mis dedos se clavaron con dureza en la carne prieta, estrujándola y haciendo que Elena emitiera un hondo gemido mientras redoblaba enardecida la succión del beso.
Un demonio lujurioso pareció apoderarse de mí y envalentonada por su reacción, comencé a rascar con mis cortas uñas la superficie apenas arenosa de sus rosadas aureolas y buscando al pezón, las clavé con malvado sadismo, comprobando cómo se estremecía de dolor ante esa agresión. Abandonó mi boca e inclinando la cabeza, comenzó a lamer y succionar mis senos con tan dulce ternura que me hizo temblar de placer y, mientras acariciaba el oro de su cabello, le susurraba frases incoherentes de temor y deseo.
Elena había encerrado entre las piernas el muslo de mi pierna derecha y, acomodándose, alojó su sexo sobre la prominencia de la rodilla e iniciando un movimiento pendular de las caderas similar al de la cópula de los perros, restregaba contra ella la suave mata de su vello púbico mojada con los fluidos que rezumaba el sexo y sentí el fuerte calor húmedo de la vulva dilatada contra mi piel. El tenue sorber de su boca en mi pezón se había convertido en un desesperado mamar que me llevaba a clavar los dedos en su espalda y mi cuerpo se vio compulsado a agitarse en un rítmico ondular, acompasándose a los embates de su pelvis.
Sin cesar en su vaivén y apoderándose del otro seno, rugiendo quedamente, lo sometió con mayor ensañamiento que al anterior al tiempo que su mano derecha bajaba hasta rozar el pelambre de mi sexo. Dedos furtivos se deslizaron por la suave alfombra, provocándome cosquillas que nada tenían que ver con la risa sino que colocaban un fino puñal en mi región lumbar que, poco a poco, fue hundiéndose en la columna vertebral cuando los dedos iniciaron un suave y cadencioso ir y venir a todo lo largo de la vulva.
Pletórico de jugos vaginales, mi sexo latía con pulsante ansiedad y entonces los dedos penetraron por entre los labios inflamados, restregando concienzudamente los tiernos plieguecillos que envolvían al clítoris, provocándome una irrefrenable agitación que me hacía sacudir la pelvis en un instintivo coito. Tan enajenada y temblando como yo, mi amiga se escurrió entre mis piernas para hundir su boca en el sexo y la lengua tremolante recorrió hasta el último rincón, mezclando su saliva con los jugos que manaban del interior, sorbiéndolos con verdadera fruición y atrapando entre sus labios ese para mí inexistente trozo de extrema sensibilidad.
Apretándolo levemente entre los dientes, lo fustigaba sañudamente con la punta de la lengua. Estremeciéndome del goce y sin poderme contener, prorrumpí en un sollozo de satisfacción y mis piernas, abiertas y encogidas, comenzaron a aletear convulsivamente como las de una mariposa. Levantándose por un instante, anudó su largo cabello en la nuca y pidiéndome que no gritara, volvió a entregarse a la alucinante succión en tanto introducía un dedo en mi vagina. Yo sentí como la fina punta de su dedo rasgaba una especie de membrana y, mordiéndome los labios, soporté esa excoriación pero cuando el dedo se deslizó sobre las mucosas del interior, me relajé y comencé a gozarlo. Sintiendo como mis músculos cedían y yo esbozaba una sonrisa placentera, introdujo otro dedo y los dos juntos se removieron en un lento vaivén que fue transformándose en rotación, rascando las mucosas en toda la extensión del anillado conducto.
Yo no podía dar crédito al placer que me estaba proporcionando. Nunca, jamás había imaginado que una persona podía experimentar simultáneamente sensaciones tan dulces y satisfactorias. Mientras le susurraba roncamente que no dejara de hacerlo y que me penetrara aun más profundamente, sentía como los dedos desgarraban mis íntimos tejidos y que los músculos obraban en consecuencia, ciñendo apretadamente entre ellos a los invasores pero incrementando el goce de la fricción. Sin dejar de succionarme, sumó otro dedo a la penetración y entonces el gozo adquirió niveles de excelsa gratificación.
A la par del cosquilleo que ya se había instalado definitivamente en mis riñones, unas fierecillas de afilados colmillos buscaban apoderarse de los músculos de mi pecho y vientre, tratando salvaje y dolorosamente de arrastrarlos hasta la hoguera del sexo separándolos de los huesos y la vagina parecía hincharse no teniendo cabida para nada más. El llanto de alegría no me abandonaba pero ahora predominaba la angustia de saber que algo estaba por estallar y el pecho se agitaba en convulsivas contracciones. Tomando la almohada, hundí mi rostro en ella y mientras sentía como el cálido alivio de una marea interna se derramaba por mi sexo, sofoqué el grito más estridente y feliz de mi vida.
Llorando como dos criaturas, nos abrazamos convulsivamente y mientras de nuestros cuerpos aun fluían los jugos de los orgasmos, nos besamos hasta perder la conciencia, cayendo en un soporífero sueño del que sólo nos arrancó el timbre que anunciaba la hora del baño.
Como ignorábamos si nuestra tormentosa relación había llegado trasponer las paredes del cuarto, estuvimos más lejanas que de costumbre y recién por la noche nos sentamos en la cama a conversar seriamente de lo que nos estaba pasando. Las dos éramos ajenas a todo conocimiento sexual y, de no haber mediado la tentación de Elena ante mi cuerpo semidesnudo, tal vez hubieran pasado años hasta que alguna de las dos accediera al sexo.
Eramos incultas pero no estúpidas. Sabíamos perfectamente como las mujeres hacían a sus hijos con los hombres y teníamos un conocimiento general superficial de la anatomía y sus funciones. También estábamos seguras que lo que nos había sucedido la noche anterior estaba prohibido y condenado por la sociedad. Sin embargo, desde la misma mitología hasta las revistas de chismes artísticos, estaban llenos de casos de homosexualidad de gente archiconocida y que, hasta cierto punto, otorgaba a sus protagonistas un halo de misterio y sofisticación.
Examinándolo sinceramente, llegamos a la conclusión de que entre nosotras no había amor y que la respuesta entusiasta de las dos obedecía a una histérica necesidad sexual imposible ya de reprimir y había sido la confianza que nos teníamos la que nos había conducido a tan satisfactoria relación. Decididas a constituirnos en pareja sexual de donde podríamos sacar valiosa experiencia para el futuro, nos dedicamos a aprender todo lo concerniente al estudio científico de la anatomía, la psicología y las desviaciones sexuales y provocamos las confidencias de algunos secretos íntimos de las muchachas mayores.
Fuimos prudentes y espaciábamos los encuentros nocturnos casi con perversa intención hasta que nuestra histeria nos lo exigía. Perfeccionamos las técnicas orales y manuales, aprendimos a esperar a la otra para la consumación del goce simultáneo y hasta nos permitimos intentar ligerísimas pero placenteras intrusiones anales. En ese primer año descubrí que, posiblemente a causa de mi malformación, mi placer aparecía exacerbado y llegaba fácilmente a los orgasmos múltiples pero la satisfacción obtenida era sólo circunstancial y efímera. Diez minutos después de haber tenido una eyaculación violenta y abundante, estaba tan ansiosamente ávida como antes y me entregaba con denodado entusiasmo a una nueva cópula.
Tiempo después supe que esa incontinencia se llamaba ninfomanía y que, con el paso de los años, me acarrearía más de un problema. Entretanto, yo permanecía en un estado constante de calentura latente, siempre dispuesta para hacerlo tantas veces como quisiera con la misma pasión que en la primera sin decaer en lo más mínimo. Casi al finalizar el curso, me enteré con disgusto que mi madre había vuelto a casarse, esta vez con aquel instructor de esquí que reemplazara a mi padre y que tanto me había desagradado por su descarado cortejo a una viuda reciente, pero lo admití con tolerancia. Ahora que conocía las delicias del sexo comprendía su angustiosa necesidad de ser amada, con apenas un poco más de treinta años.
En una especie de revancha celosa, en esas primeras vacaciones y con el consentimiento de sus padres, Elena vino a pasarlas en casa. Como la mayoría de los brasileños, nunca había tenido contacto físico con la nieve y poder vivir durante cuatro meses practicando esquí la enloqueció de alegría y esa felicidad se manifestaba en los entusiastas agradecimientos nocturnos a los que dábamos expansión total en uno de los bungalows para turistas que mi madre nos había cedido, tal vez por la forma insolentemente implícita no disimulaba de nuestra relación, aunque de manera explícita sólo éramos muy buenas amigas.
La soledad del lugar nos aseguraba la absoluta privacidad que necesitábamos para poder practicar el sexo como nunca lo habíamos hecho y en esa libertad dimos rienda suelta a nuestra curiosidad ilimitada para, progresivamente, ir recurriendo a domésticos sustitutos penianos. Para las dos, esas penetraciones inaugurales se constituyeron en una nueva fuente de placer distinta y el descubrimiento de cuanto podían gozar las mujeres con los hombres. Aunque denodadamente vehementes pero conscientes de nuestra edad, fuimos cautas, con la certeza de que esa relación homosexual sería circunstancial y que, en nuestro propio beneficio, deberíamos guardar una actitud comedida para no caer en el desenfreno.
Ya de vuelta en el colegio, nuestra relación había entrado en una meseta de tranquilidad y sin la ayuda de sucedáneos que no podíamos ocultar, entramos en la rutina de una pareja cualquiera, pero en este nuevo año un nuevo condimento se agregaba a la situación. No sé de qué manera misteriosa, entre nuestras compañeras de curso se había esparcido el rumor de nuestras relaciones pero lejos de discriminarnos o acarrearnos problemas, todas nos alentaban en nuestra posición que seguramente creían fruto de un amor secreto y rebelde. Con tímida complicidad, algunas se acercaban a preguntarnos acerca de lo que se sentía física y moralmente y otras, las más osadas, ya cansadas de sus solitarias e insatisfactorias manipulaciones nocturnas, nos pedían consejo para hacerlo entre ellas. Esa popularidad nos hizo aun más cautas y tratábamos de no dar motivo a las sospechas de las autoridades, manteniéndonos públicamente lo más lejanas posible. Y así, tranquila y felizmente transcurrió ese año, pero al finalizar las clases y, ante nuestras planificadas vacaciones en la estación de invierno, sus padres se pusieron firmes y Elena debió regresar con ellos al Brasil.
Con mis expectativas trastocadas y ya con dieciséis años, estaba lejos del entusiasmo pueril por el esquí y, si bien aun seguía practicándolo asiduamente, decidí canalizar mi frustración ocupando un puesto en la hostería de la cual me sabía dueña en un cincuenta por ciento, haciéndome cargo de los bungalows. Aunque había personal para el mantenimiento y la limpieza, puse especial acento en los detalles mínimos que sabía satisfacían al turista, desde la calidad en las telas de las sábanas hasta el de encontrar un buen libro a mano o la sorpresa de descubrir bebidas exóticas, buenos perfumes y cremas de calidad.
En lo más alto de la temporada y viendo la eficiencia con que yo manejaba la administración de los bungalows y Marcel, su marido, la dirección general del complejo, mi madre decidió viajar a Lyon, ya que habían quedado asuntos pendientes sobre la herencia de mi padre en los tribunales de esa ciudad.
Ese año en particular, fuera por las abundantes nevadas o por la bonanza económica en que vivía el país, las instalaciones no daban abasto y los turistas exigían de nosotros un esfuerzo especial. Aquella noche, después de atender pedidos en las cabañas más alejadas, me ubiqué en una mesa cercana a la gran chimenea de leños del restaurante y devoré ansiosamente lo que el cansado camarero me sirviera. Satisfecha pero agotada por la extensa jornada, dejé el comedor a las once de la noche y caminé bajo la espesa nevada hasta nuestra casa, a la que encontré a oscuras, lo que no me sorprendió ya que Marcel acostumbraba a acostarse temprano.
Agradecida por esa tranquila soledad, me metí en el baño y llenando la bañera de agua casi hirviente, me deslicé en ella, sintiendo en toda la piel la sensual caricia envolviéndome. Mientras mis manos enjabonadas recorrían los agotados músculos, siempre ávidamente dispuestos, no pude dejar de recordar la suavidad de las ausentes de Elena. Con los ojos cerrados a la búsqueda de añoradas imágenes mentales, fui estrujando apretadamente mis senos hasta sentir como el dolor de las uñas en los pezones me exacerbaba. Gimiendo quedamente, clavé los talones en los bordes de la bañera, arqueándome y hundí los dedos en la vagina a la búsqueda de aquella aspereza que, en la cara anterior, se hinchaba y endurecía al estímulo, restregándola frenéticamente hasta que el cálido alivio del orgasmo me derrumbó temporalmente satisfecha.
Dormité un rato en la tibieza del agua que me abrazaba como una amante fiel y, finalmente, espantando fantasmas, me incorporé y sequé estregando la aspereza de la toalla sobre la piel, mientras trataba de ignorar la inquietud que su contacto volvía a instalar en mi sexo. Con el largo cabello aun húmedo y envuelta en un amplio toallón anudado en el pecho, me encaminé hacia mi dormitorio. Cuando estaba pasando frente al de mi madre, la puerta se abrió bruscamente y Marcel, vestido sólo con un mínimo calzoncillo, me aferró de los cabellos arrastrándome dentro del cuarto. A pesar de lo sorpresivo y brutal de esa acción, mi mente parecía hallarse desdoblada y sin reacción, con pasmosa tranquilidad, no podía menos que admirar la espectacular musculatura de ese cuerpo masculino de casi dos metros de estatura. Sus bruscos tirones me hicieron tropezar y cuando llegué junto a la cama, él me despojó de un tirón de la toalla para empujarme hasta que caí boca abajo sobre las sábanas. Me inmovilizó apoyando una de sus rodillas en la espalda y tomando mis manos, las ató detrás con una corbata.
Lo más extraño de esa situación era el silencio, espectral y casi siniestro, como si algo amenazador espesara el aire. Ninguno de los dos había pronunciado palabra y, sin proponérmelo voluntariamente, sentía que mi cuerpo se prestaría maleable para lo que él quisiera. Expectante, sin el menor atisbo de resistencia y tal si se tratara de otra persona, parecía asistir a lo que seguramente sería una violación, como si fuera un espectáculo que me era ajeno. Aquella sensación siempre latente que había despertado el mero roce de la toalla, ahora fogoneaba la entrepierna haciendo bullir mi sangre en las venas.
Viendo mi mansa aquiescencia, él se acostó encima, haciéndome sentir todo el peso de su corpachón y la dureza inquieta de su miembro. Apartando los cabellos, hundió la boca en mi nuca, besando y mordisqueándola mientras sus manos separaban mi cuerpo de la cama para clavarse férreamente en mis pechos. Sin proponérmelo, comencé a ondular suavemente, restregando mi cuerpo contra el suyo.
En medio del espeluznante silencio, alzó mi cuerpo por la cintura para colocarme de rodillas y separarme las piernas. Arrodillado frente a mi grupa, deslizó sus manos sobre los muslos y separando las nalgas, dejó expuesto mi sexo. Una lengua enorme, áspera y dura, se deslizó por la hendedura, se solazó por unos momentos en los pliegues fruncidos del ano y luego se sumergió a recorrer vorazmente toda la vulva, a la sazón, palpitante y húmeda por mis fluidos. Dúctil y poderosa, no tenía nada que ver con la delicada y tierna de Elena. Esta era violenta y atacaba con dureza los pliegues más sensibles sometiéndolos con verdadera saña y era justamente eso, la agresión animal lo que lentamente me enajenaba y llevaba a quebrar el voluntario hermetismo con irrefrenables gemidos de satisfacción. Su boca se había concentrado en excitar mi ano que pulsaba instintivamente y dos de sus dedos se hundieron hondamente en la vagina, hurgando, rascando y escarbando todo el interior pletórico de mucosas. Con un agudo chillido de histérica angustia me agitaba violentamente, hamacando el cuerpo al ritmo de la penetración de los dedos hasta que él se incorporó y hundió la verga sin contemplaciones.
Nunca había supuesto el verdadero tamaño de un pene y mucho menos lo que se sentiría al tenerlo adentro. La primera sensación que puso un grito mudo en mi boca haciéndome desorbitar los ojos, fue de un dolor agudo y penetrante a la que, inmediatamente, se agregó la de plenitud saciada. El falo parecía ocupar todo los espacios de mis entrañas y más aun, como si los músculos que lo ceñían estuvieran a punto de ser excedidos y romperse, pero entonces, con el rítmico vaivén que él imprimió a su cuerpo, el roce bestial se convirtió en una fuente de placer inefable. Desde la vagina, irradiaba a todo mí ser la más alucinante dulzura mezclada con la más salvaje de las necesidades insatisfechas y, rugiendo como una fiera, acompasé el ondular de mi cuerpo a los violentos remezones de Marcel.
Al ver como yo respondía a sus exigencias, me desató las manos y dándome vuelta, salió de mí para poner la verga entre los labios. Con una naturalidad que me sorprendió, no sólo ni intenté algún gesto de repulsa sino que la tome en las manos y así, mojada por mis propios jugos, la lamí concienzudamente al tiempo que azotaba al glande con fuertes golpes tremolantes de la lengua. Acariciándola con la suave humedad del interior de mis labios, sorbiendo con fruición la tierna piel del prepucio y socavando el surco que lo cobijaba, fui introduciéndola en la boca hasta sentir como su gruesa carnosidad me ahogaba.
Mientras los labios succionaban ávidamente la cabeza del falo, mis dedos lo estrecharon apretadamente, sometiéndolo a un intenso vaivén masturbatorio que fue levantando un rugido en el pecho de Marcel quien, aferrándome por los cabellos, sacudía mi cabeza penetrándome como si la boca fuera un sexo. Un intenso mareo nublaba mi vista y en tanto los dedos aprisionaban al falo, él comenzó a eyacular en una suerte de cortas explosiones de semen que se volcaron sobre mi mentón y boca la que, ante el desusado sabor a almendras dulces, se afanó en sorberlo con unas ansias que desconocía. Jamás había tan siquiera imaginado la beatitud y el baño de bienestar interno que esa degustación derramaría por mi cuerpo y en tanto seguía chupando el pene, le suplicaba a Marcel que me hiciera alcanzar el orgasmo. Afortunadamente, el debía de tener un vigor desusado o sufría de la misma incontinencia sexual que yo y esa primera eyaculación parecía haberlo estimulado.
Acostándose a mi lado y detrás, alzando una de mis piernas me penetró, pero no comenzó con el vaivén del coito sino que volvió a retirar el pene para volverme a penetrar y así una y otra y otra vez y cada una era como la primera. Esperaba que mis esfínteres vaginales volvieran a contraerse para recién después forzarlos nuevamente. La sensación era terriblemente deliciosa, combinando el dolor con el placer y cada remezón suyo me sacaba de quicio. Simultáneamente, estregaba con sus dedos mi clítoris y lo empujaba hacia abajo de tal forma que el príapo lo arrastrara dentro de la vagina, sometiéndolo a tan duro roce que me enajenaba y hacía estallar en hondos gemidos de felicidad.
Lentamente, él fue echándose hacia atrás y acostado boca arriba, hizo que yo quedara ahorcajada sobre su cuerpo; guiándome por las caderas, me incitó a iniciar un leve galope. Instintivamente, comencé a flexionar mis piernas tan expertamente como con los esquís y sentía que en cada movimiento la verga se estrellaba en el fondo del útero, conduciéndome a niveles de placer indescriptibles. Inclinándome hacia atrás sobre él, llevó sus manos hasta mis pechos y luego de sobarlos hundiendo los dedos en la carne, fue tomando los pezones entre los índices y pulgares apretándolos fuertemente, estirando y retorciendo hasta que prorrumpí en un llanto dolorido.
Yo me apoyaba con las manos en sus rodillas para darme envión y, mientras él renovaba la intensidad de los remezones, fue acariciando con sus pulgares los plieguecillos fruncidos del ano, cuyos esfínteres fueron relajándose lentamente y finalmente, introdujo uno de ellos tan profundamente como pudo. Con Elena habíamos intentado hacerlo pero nuestros débiles dedos intimidados por la aprensión, penetraron escasamente un par de centímetros. Ahora, este grueso pulgar se introducía hondamente y junto con la sensación de dolor, ramificaba un intenso cosquilleo en mi columna e instalaba en la vejiga unas ganas inmensas de orinar. En medio de mis exclamaciones de dolorido placer, él salió de debajo y orientando mi torso hacia abajo, apoyó el miembro cubierto por mis mucosas contra el agujero del ano; empujando con mucha fuerza fue haciendo que se dilatara, penetrándolo en toda su imponente envergadura. De todos los dolores que me había producido, este era el más intenso y cuando mi boca se abría para dejar escapar un estridente grito, el placer que se extendió como un bálsamo por el suave vaivén de la verga en mi intestino me hizo convertirlo en incoherentes reclamos insistentes de mayor goce.
El comprendió mi angustia y, dándose aun mayor impulso, intensificó la dureza de la penetración con enloquecedor vigor pero alternando la penetración, ora en el ano, ora en la vagina. Yo sentía como los duendecillos infernales de mi cuerpo tironeaban sin piedad de los músculos y empeñándome en un enloquecido hamacar del cuerpo con mis senos meciéndose alocadamente, fui sintiendo como mi boca se llenaba de una saliva espesa y la descarga espermática de Marcel se concentraba en el ano mientras de mi sexo manaban los fluidos de un maravilloso e inédito orgasmo.
Con las lágrimas de mi alegría ante tan excelso goce corriendo por las mejillas y que, mezclándose con los hilos de baba que se deslizaban por mis labios entreabiertos goteaban sobre los pechos aun sacudidos por los violentos espasmos y contracciones de mi vientre, me di vuelta, abrazándome estremecida al cuerpo sudoroso y agitado de Marcel. Como si lo sucedido sólo hubiese sido la mecha que enciende a un explosivo, busqué ávidamente su boca y mientras mi mano exploraba en búsqueda del miembro tumefacto, volvimos a hundirnos en un nuevo vórtice de deseo y placer del que sólo saldríamos horas después, hartos de agredirnos repetidamente en violentos encontronazos placenteros. Totalmente enajenados, perdido todo control sobre nuestras conductas que no fuera la satisfacción animal y primitiva de los deseos y sensaciones más salvajes, nos entregamos con desaforado denuedo a buscar en el otro recónditas y presentidas formas del placer, sin el mínimo recato y perdido en respeto por nosotros mismos.
Tanto él como yo parecíamos insaciables e inagotables y, cuando uno creía haber alcanzado la cumbre del goce más perfecto, el otro recomenzaba para introducirlo en una nueva vorágine sensorial. El eyacularía tres veces más y yo alcanzaría una cantidad innumerable de orgasmos que, no obstante no satisfarían mis histéricos reclamos, convirtiéndose en una prueba inequívoca de mi anormalidad e incapacidad física y psíquica para satisfacerme.
Cuando desperté, tarde en la mañana, envuelta en las sábanas todavía húmedas y oliendo a nuestros sudores y fluidos, comprobé dolorosamente el nivel de demoníaca demencia con que nos habíamos agredido mutuamente. Mi cuerpo entero estaba plagado de magullones y hematomas, producto de las fuertes manos de Marcel y de los arañazos, chupones y mordiscos que me propinara. Mis pechos lucían una especie de corona de cardenales y profundos rasguños surcaban mi vientre y espaldas, en tanto que mi sexo y ano, inflamados e hinchados, pulsaban afiebrados por el castigo. Esa misma sensación de carne lacerada latía ardorosa en mi interior, como si cada rincón de mis entrañas estuviera ocupado por la tumefacción de las carnes y músculos.
Todavía adormilada, absorta en la contemplación del cielo raso y con la vista perdida en una nada brumosa que lentamente me iba abandonando, fui cobrando conciencia de la monstruosidad de lo ocurrido la noche anterior. No calificaba la conducta de Marcel que lo había conducido a mi violación más que como una demostración impresionante de su demoledora masculinidad y en realidad, sólo se había comportado como un hombre ante mi provocación inconsciente.
Lo que aun me asombraba y desconcertaba, ya que hacía casi dos años que tenía asumida mi homosexualidad, era la respuesta descontrolada a sus requerimientos y la natural maestría con que había afrontado cada situación. Capítulo aparte merecían el goce y el placer inmenso que, aun en medio del dolor o tal vez a causa de él, había experimentado y disfrutado. El recuerdo de las oleadas orgásmicas y la inmediata recuperación del sexo insatisfecho, volvían a poner en cada fibra de mi ser la angustiosa necesidad de ser poseída, fálica, oral o manualmente y, sin tener cabal conciencia de lo que hacía comencé a acariciarme hasta masturbarme con frenesí, sintiendo como la cálida marea de flujo escurría entre los dedos.
Mientras me duchaba largamente, pensé en mi madre y en lo feliz que era con Marcel. Segura de que aquel no se conformaría con lo que había iniciado hacía horas y de que yo tampoco podría resistirme a su sometimiento, decidí desilusionar de una manera menos cruel a mi madre. Después de vestirme, llené una mochila con lo más imprescindible, rebusqué en un cajón donde sabía que Marcel escondía su dinero y juntándolo con mis documentos, los guardé en un bolsillo de la campera.
Aprovechando que a esa hora él estaría revisando las pistas más lejanas y hasta pasado el mediodía no regresaría por la hostería, abordé a un ómnibus que había traído turistas y se dirigía a Strasburgo, exactamente en el sentido contrario al que todos supondrían tomaría si es que me dirigía a París.
Una vez en esa ciudad extraña y con una serena seguridad que desconocía en mí, busqué tranquilamente una pensión para estudiantes. Apoyándome en mi aspecto adulto alquilé una habitación, registrándome como alumna de la Universidad local. Disponiendo de dinero en efectivo, reclamé tomar un cuarto con baño privado, lo que sumado a una generosa propina al encargado hizo que aquel hiciera caso omiso en la exigencia de documentos y se desviviera por atenderme personalmente, conduciéndome a la habitación y proveyéndome de una cantidad de toallas y jabones que me pareció desmedida.
Cambiando de ropa y vistiendo la mejorcito que tenía, salí a recorrer las calles en procura de algún tipo de trabajo. Después de algunas horas de caminar, encontré en la vidriera de un restaurante muy parecido a nuestra hostería el pedido de una camarera y, tras responder satisfactoriamente al interrogatorio a que me sometió el dueño, demostrándole y demostrándome a mí misma que tantos años en la hostería no habían sido en vano, logré el puesto.
Entré en funciones al día siguiente y vistiendo el llamativo uniforme de aldeana tirolesa que me quedaba dos talles más chico destacando con generosidad las formas de mi cuerpo, cumplí con diligencia y eficiencia cada uno de los pedidos de los clientes que, al decir del dueño estaban súbitamente caprichosos e indecisos y me solicitaban con insistente frecuencia para hacerme caminar de un lado a otro del salón. Caí rápidamente en la cuenta de que mi figura los desasosegaba, excitándolos y no escatimaba ocasión para dejarles ver, aunque fuera de soslayo, la solidez de mis muslos bajo la corta falda o la turgencia de los senos excediendo el escote de la blusa campesina. Al término de la jornada, lo abultado de las adiciones dejó satisfecho y entusiasmado al propietario en tanto que las desproporcionadas propinas, a las que los franceses no somos adictos, pasaron a engrosar mi pequeño tesoro.
Al cabo de un mes y con el asesoramiento del patrón, ya había adquirido mayor aplomo y sabía como convencer a los clientes sobre determinados vinos o platos que engrosaban la cuenta y con ello, una pequeña comisión que había convenido con el dueño a despecho de las generosas propinas.
Pasado un tiempo, me di cuenta de que debía adecuar mi vestuario personal a una ciudad que, aunque provinciana, exigía un poco más de formalidad y compré una serie de blusas con profundos escotes y faldas que acentuaran el largo de mis piernas y lo rotundo de las nalgas. A pesar de mis prolongadas caminatas por las calles de la ciudad y mis buenas intenciones, finalmente todo se redujo a eso. No obstante mi éxito en el restaurante, donde sorprendía a la clientela por mi figura, la suavidad en el trato, los modales gentiles y educados, el conocimiento del protocolo en la mesa y los cuatro idiomas que dominaba, no lograba hacer amistades.
Algo en mí me hacía desconfiar de todo y de todos y la soledad comenzaba a serme angustiosa. Salvo la conversaciones circunstanciales en el trabajo, hacía meses que no sostenía un diálogo coherente con persona alguna y mientras me agotaba en interminables caminatas para no pensar, no podía evitar el ver a mujeres jóvenes como yo correteando alegremente o del brazo de sus novios o maridos, sirviendo sólo para endurecer cada día un poco más el caparazón de indiferencia y tristeza que me iba cubriendo.
En las largas noches invernales, mi mente no acompañaba al agotamiento del cuerpo y se poblaba de las imágenes de mi felicidad entremezclándose mis padres con los oscuros pero alegres salones del instituto, los juegos infantiles con mis amigas y los tiernamente eróticos que sostuviera con Elena para caer inevitablemente, en la traumática pero deslumbrantemente placentera relación con Marcel, hallazgo inquietante de mis desaforados apetitos sexuales y de la sempiterna insatisfacción.
Mis manos, hábiles, diestras y expertas ya en el arte de la masturbación, recorrían cada rincón de mi cuerpo encendido, escurriéndose por las oquedades y rendijas y deslizándose sobre la fina capa de sudoración que al influjo del volcán que bullía en mis entrañas me iba cubriendo. Sabiamente y con cruel lentitud, se detenían a sobar y estrujar con suavidad al principio para clavarse luego con saña en las carnes de los senos, rasguñando tenuemente las arenosas aureolas irritadas e hincando prietamente las uñas, afiladas y cortas, en los hinchados pezones, haciendo que mí cuerpo se arqueara a la búsqueda de aquello que estaba definitivamente ausente.
Revolviéndome entre las frazadas, mis piernas se abrían oferentes y las manos se hundían en las carnes inflamadas del sexo, estregando duramente al erecto clítoris y sumiéndose, finalmente, en la oscura cavidad de la vagina, pletórica de espesas mucosas. Allí se solazaban entrando y saliendo, escudriñando hasta el último rincón del canal y sometiendo a las carnes entre lágrimas de alegría y sollozos angustiados a tan placenteras caricias, hasta que no podía más y buscaba esa áspera callosidad que había descubierto en la parte anterior y que, excitada, abultaba como una pequeña nuez.
Macerándola concienzudamente, sentía ese cosquilleo que subía irrefrenable por mi columna y estallaba en el cerebro, dando rienda suelta a las furiosas ganas de orinar evacuando mis jugos uterinos. Mi garganta se cerraba mientras el orgasmo inundaba hasta la última partícula de mi ser y mordiendo las sábanas para acallar los gritos de alegría ante el placer satisfecho, sentía rezumar a través de mis dedos los jugos fragantes de la vagina que yo extendía por todo el sexo, sorbiendo mis dedos con delectación y degustando su agridulce sabor, hasta que la paz me alcanzaba, sumiéndome en un sueño profundo, circunstancialmente feliz y plena.
Mi insatisfacción había trascendido lo interno, para manifestarse a través de todo mi cuerpo, especialmente en aquellos lugares vinculados directamente con el placer. La sensibilidad de mis pezones era extraordinaria y permanecían permanentemente endurecidos e inflamados. Ante el mero roce de cualquier tela, transmitían como suaves descargas que avivaban las brasas eternas de mis entrañas, obligándome a usar corpiño y cubrirlos de ese contacto con gruesas capas de algodón. Contrariamente, la sensibilidad de mi sexo y ano, exacerbada por el restregar de la trusa humedecida por el constante rezumar de mis jugos, especialmente sobre la enrulada mata de vello, hizo que afeitara totalmente la vulva y prescindiera de cualquier tipo de bombacha, circunstancia que me exigía visitas frecuentes al toilette para secar mi entrepierna y los hilillos que escurrían por los muslos.
Con todo y como es habitual, tanto mi soledad como la insatisfacción constante de mi cuerpo junto al trabajo agotador y la extenuación de los largos paseos, fueron convirtiéndose en rutina. Concluí que esa debería ser mi cruz y aceptándola con sinceridad, comencé a disfrutar hasta de lo malo. Tal vez a causa de esa admisión o por lo que la cercanía del estío influía en mí, lo cierto es que mi cambio se hizo evidente y los clientes volvieron a reencontrarse con la alegre y coqueta chiquilina de meses atrás.
Entre ellos había un estudiante de medicina, ya en el último año de su carrera, que volvió a la carga con sus requiebros y lindezas. Como a pesar de mi tímida renuencia a relacionarme con extraños no me era del todo indiferente, hice realidad sus sueños y acepté dar un paseo el sábado con él.
Por primera vez en mucho tiempo tenía la posibilidad de conversar seriamente con alguien a quien le interesaba todo lo que prudentemente le contaba. Me costaba sincerarme, pero la escucha fue tan atenta y Jean-Luc con su comprensión me animó de tal manera a desahogarme que, cuando dos horas después terminara de relatarle las dichas y tristezas de mi vida, como médico, lo fui interiorizando con avergonzada reticencia de mis anormalidades; la que me impedía concebir y la otra, aquella que me hacía disfrutar del sexo como la más salvaje de las mujeres pero me negaba la satisfacción plena, no importando cuantas veces fuera penetrada ni la cantidad de orgasmos que obtuviera.
Lo atinado de sus consejos y la delicadeza de él en la comprensión de mis relatos, detallados y minuciosos de las relaciones con Elena y la sorpresa ante el placer desmedido que me había provocado la violación de Marcel, hicieron que, cuando al cabo de un mes me propusiera constituirme en su pareja y cohabitar con él en un departamento que compartía con Pierre, otro estudiante de medicina, no lo dudé un instante.
El departamento era pequeñísimo y ellos, combinando sus distintos horarios de trabajo y estudio, habían establecido un eficiente sistema de “cama caliente” y, cuando uno se levantaba, el recién llegado ocupaba la cama. Mi unión a ese sistema no modificó nada en absoluto, toda vez que yo tenía los mismos horarios que Jean-Luc y sólo cruzaba circunstanciales, parcos y legañosos saludos con Pierre.
En cuanto al sexo, Jean-Luc fue tan comprensivo como en sus conversaciones, entendiendo que mis tiempos no eran los de él. Que yo no alcanzaba un pico de goce y placer para luego caer en la paz que le otorgaba la eyaculación sino que alcanzaba un nivel altísimo de clímax y allí me mantenía en una meseta inefablemente placentera hasta que las bestias que habitaban mis oscuras fantasías desgarraban las carnes, rompiendo los diques y derramándose impetuosas a través de mi sexo. Una vez que eyaculaba, se esmeraba con manos y boca en hacerme alcanzar los múltiples orgasmos que, momentáneamente me dejaban ahíta, durmiéndome en sus brazos con la plenitud de la satisfacción.
Tras seis meses de esa cohabitación casi cronométrica, Pierre nos anunció su cumpleaños y como estaba muy lejos de su familia que vivía en Niza, quiso festejarlo con nosotros, sus únicos amigos. Yo me encargué de pedirle al chef del restaurante una serie de platos fríos y Jean-Luc de una apropiada selección de bebidas.
En honor de nuestro amigo, decidí estrenar un nuevo vestido de gasa, ajustado en el talle pero con una amplia, fresca y alegre falda plisada que me permitía libertad de movimientos sin preocuparme por la falta de ropa interior que a pesar de mi nueva condición sexual seguía sin usar ya que durante el día mis urgencias continuaban.
Con las últimas horas del día, Pierre volvió de la Facultad y mientras se bañaba y vestía más informalmente, nosotros terminamos de preparar la mesa. Cuando nuestro amigo salió, acicalado para la ocasión y al son de buena música, nos deleitamos con los sabrosísimos bocados que el chef preparara para nosotros.
Para mí era la primera fiesta de mi vida y poder compartirla como si fuera una mujer adulta en compañía de mi amante y su amigo me ponía alegremente nerviosa. A pesar de la temperatura bochornosa, nos acomodamos y fuimos trasegando los distintos vinos en copiosas libaciones mucho más abundantes que la comida. Con el correr del tiempo estábamos divertidamente excitados como chiquilines y chocábamos las copas proponiendo absurdos brindis por cualquier nimiedad y nos deslizábamos al ritmo de dudosos ritmos caribeños que, de cualquier manera, no nos ocupábamos por llevar.
Demostrando que, a pesar de mi educación aun era una campesina, ni llegué a sospechar que todo obedeciera a un plan premeditado de los hombres que volcaban disimuladamente en mí copa el polvillo de molidas anfetaminas. Alternativamente, los muchachos me hacían cambiar de pareja y cuando las cadencias de la música me agitaban, me derrumbaba fatigada en el amplio sillón y ellos se ocupaban solícitos de que mi copa no permaneciera vacía. Cuando el calor y la transpiración nos obligaron a disminuir la intensidad del festejo, nos sentamos despatarrados en el sillón y, jocosamente, apuramos pequeños vasitos de vodka, al desafiante grito de “fondo blanco”.
Sin poder precisar cuándo, perdí la noción de dónde me encontraba y al recuperar la conciencia, el olor dulzón de la marihuana flotaba en el cuarto. Los muchachos, desprovistos de sus camisas se ocupaban de sorber e inhalar profundamente el humo de unos mediados porros. Viéndome despierta, Jean-Luc me tomó en sus brazos en medio de injustificadas y bobalicones risas. Luego de un largo beso en el que su lengua azotó a la mía, excitándome, introdujo entre mis labios la colilla del desarticulado cigarrillo, instándome a chuparlo.
Yo nunca había fumado nada, pero la curiosidad exacerbada por el alcohol y mi deseo de complacer al hombre que tanta amistad y placer me daba, hizo a mis labios rodear al porro y aspirando profundamente, llené del inédito humo mis pulmones. Un acceso de tos puso lágrimas en mis ojos pero, tal vez celoso por haber perdido el protagonismo de la ocasión, Pierre se apresuró a obligarme a fumar del suyo. Superado el trance del ahogo inicial, mi respiración se adecuó al humo y como en una especie de duelo, los dos se disputaban el privilegio de darme su colilla y entre pitada y pitada, bebíamos colmadísimos vasitos del aguardiente.
Nunca supe si ese es el efecto que causa la droga o si fue su potenciación con el alcohol, pero lo cierto es que me sumí en un letárgico abandono y en medio de una luminosa nebulosa morada, los sentidos se iban exacerbando; la música, de una consistencia casi corpórea parecía filtrarse en mí a través de la piel y desde allí irradiar con las pulsaciones de la sangre. Las luces eran corpúsculos gaseosos de distintas tonalidades doradas e iridiscentes que no sólo colmaban mis ojos sino que inundaban la totalidad del cerebro y circulaban por las venas en efervescentes explosiones de placer.
Cuando Jean-Luc tomó mi cara entre sus manos y hundió su boca en la mía, fue como si los labios enormes de un monstruo, impregnados de una dulzura inédita me absorbiera en sus fauces y su mano se deslizó por le cuello hacia mis senos, dejando una huella de lacerante fuego, trazando un surco de indescriptible deleite que me purificaba.
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