Sombras de la fe (parte 1)
Elena, una joven devota de Lunara, conoce a Sara, cuya sonrisa la deslumbra. Entre la fe y el deseo, un beso prohibido enciende una pasión que desafía todo lo que creía. ¿Podrá resistir la culpa o se entregará al amor?.
¿Por qué tuvo que ser así? Cada mañana me pregunto lo mismo desde que él murió, mi amor, mi esposo, mi todo.
Aún recuerdo cuando lo conocí. Yo tenía 18 años y, en ese entonces, no conocía nada más allá de mi hermosa familia. Siempre fuimos la típica familia religiosa: respetábamos todas las normas, íbamos a la iglesia todos los domingos, pasábamos tiempo en familia y no faltábamos a ninguna misa. Mis padres no eran tan estrictos; desde muy pequeña, me enseñaron a creer en los valores de la iglesia de la diosa Lunara. Nuestra fe se sostiene en tres pilares fundamentales: el respeto, el cariño y la familia tradicional. De ellos se derivan otras reglas, aunque estas tienen menor importancia. Nunca me cuestioné nada acerca de lo que creía hasta que una chica nueva llegó a mi colegio. Sara, una chica que, nada más verla, me hizo sonrojar. Tenía el pelo rubio, unos ojos azules como el mar y una sonrisa preciosa que, estoy segura, podría haber conquistado a los mismísimos ángeles. Ella era nueva en la ciudad y, al llegar a mi colegio, fue asignada como mi compañera de clase, justo a mi lado. Al principio, no podía concentrarme en las clases porque quería seguir observando esa hermosa sonrisa. Cada vez que podía, volteaba y veía su rostro, sus mejillas con un ligero sonrojo y sus ojos azules atentos a la pizarra. Pero no podía mantener la mirada mucho tiempo; me daba miedo que me descubriera observándola. Intercalaba vistazos a la pizarra y a su rostro. En uno de esos momentos, ocurrió lo que temía: ella volteó y nuestros ojos se cruzaron por un instante. Rápidamente me giré, escondí el rostro en mis brazos y sentí un ardor que se extendía por mis mejillas. Quería desaparecer. El resto de la clase me la pasé escondida, evitando su mirada.
Cuando sonó la campana del recreo, escuché el traqueteo de unos zapatos acercándose y sentí unos dedos posarse suavemente en mi hombro. Levanté la vista y ahí estaba ella, con una sonrisa de oreja a oreja. Me preguntó si la estaba observando. No supe qué responder; mis palabras se trabaron. Ella simplemente se rio, se presentó y pasamos el resto del recreo conversando. Resultó ser una chica muy agradable y teníamos mucho en común. Los días pasaron y nos volvimos mejores amigas. Conversábamos todo el tiempo, y yo dormía cada noche pensando en qué haríamos al día siguiente. La ansiedad me carcomía; mi deseo de estar con ella era tal que incluso descuidé un poco mis estudios por pasar más tiempo juntas.
Una tarde, Sara me invitó a estudiar a su casa. Estaba feliz: podría recuperar mis notas y, al mismo tiempo, estar con ella. Su casa era más pequeña que la mía, pero no lucía mal en absoluto. Sara abrió la puerta, vestida con una falda rosa y una blusa, con el pelo recogido en una simple cola. Al verme, me abrazó y me invitó a pasar. Al entrar, noté que todo era muy femenino: las paredes estaban pintadas de rosa y blanco, había decoraciones hechas a mano en la sala y una mesa familiar en el centro con flores y un mantel celeste. Mientras observaba la sala, una señora alta, de unos treinta y tantos años, apareció por el pasillo. Su pelo castaño caía suelto, y su rostro no se parecía al de Sara. Me saludó con un abrazo cariñoso y llamó a su esposa. Me sorprendí: ¿esposa? Nunca había considerado la posibilidad de que dos mujeres se casaran. Siempre pensé que solo un hombre y una mujer podían hacerlo. Me pareció extraño que, en los textos sagrados de Lunara, se prohibiera específicamente el amor entre dos mujeres o dos hombres. Pero al parecer, así era. Una joven un poco más alta que Sara y yo apareció; llevaba el pelo corto y un vestido con un mandil que decía “I love my family”. Me abrazó con el mismo afecto que su esposa. Me sentí incómoda al estar con personas que no seguían las sagradas escrituras de Lunara. Fingí una sonrisa amistosa y le pedí a Sara que me mostrara su habitación. Ella sonrió y me llevó a su cuarto, que lucía muy ordenado. Había varios peluches, una cama que parecía cómoda y muchos posters en las paredes. De repente, su ropero se abrió y un montón de ropa sucia salió disparada, incluyendo algunas bragas y sostenes. Ambas nos reímos; mi imagen perfecta de ella se desvaneció, pero eso me hizo sentir más cómoda. La ayudé a ordenar su ropa, y nos pasamos conversando y estudiando, olvidándome por un momento de la incomodidad que sentía por sus madres. En medio de la charla, surgió un tema que me avergonzó. Sara me preguntó por qué la observaba tanto en clase. Mi corazón se aceleró; no sabía cómo responder. Balbuceé algo sobre su sonrisa, pero mis mejillas ardían de nuevo. Ella rio suavemente, inclinándose un poco más cerca, y dijo que también había notado cómo la miraba. Por un instante, el aire se sintió más pesado, como si el tiempo se detuviera. No supe qué decir, pero sus ojos azules brillaban con una calidez que me hacía querer confesar lo que sentía. Sin embargo, el peso de las enseñanzas de Lunara me detuvo. Me limité a sonreír tímidamente.
Ella me confesó que también me había estado observando, con las mejillas teñidas de carmesí. Colocó sus manos sobre mi muslo y acercó su rostro al mío, y me besó. Era mi primer beso y era con una chica. Intenté apartarla inicialmente, murmurando algo sobre que esto estaba mal según Lunara, pero en el fondo lo deseaba tanto que mi resistencia fue débil. Sus labios eran suaves y muy tiernos; su lengua se metió dentro de mi boca y rodeó la mía con una delicadeza que me hizo temblar de placer. Ella me tiró suavemente sobre su cama y se colocó encima de mí, con su trasero presionando contra mi estómago. Me confesó que yo le gustaba, que era difícil para ella fingir que solo éramos amigas. Le dije que eso estaba mal, que dos mujeres no debían gustarse, pero mi voz era un susurro inseguro, y mi cuerpo traicionaba mis palabras al arquearse ligeramente hacia ella. Sara ignoró mis quejas morales, sabiendo que en el fondo yo lo quería, y me volvió a besar, sus pechos chocando contra los míos, solo cubiertos por la tela de nuestras blusas y sostenes. Sentí la humedad de su entrepierna filtrándose poco a poco, humedeciendo mi estómago mientras no dejaba de besarme una y otra vez. Finalmente, se detuvo un momento; sus ojos parecían haber tenido corazones si estuviéramos en un anime, las comisuras de su boca estaban cubiertas de nuestra saliva mezclada. Ella me dijo que me amaba y que nunca me dejaría ir. Me empezó a besar el cuello mientras me susurraba que yo era suya y solo suya, con sus brazos impidiéndome moverme. Yo le decía que parase, pero ella no me hacía caso. Cuando de repente se me escapó un gemido, giré el rostro mientras trataba de ocultar el vergonzoso sonido que había salido de mi boca. Ella se acercó a mí y me mencionó que mi sonido era muestra de que realmente lo estaba disfrutando. Yo traté de negarlo apresuradamente. Ella simplemente se rio y se levantó la falda; sus bragas estaban realmente húmedas, principalmente una raya en medio de color totalmente oscuro. Me dijo que era mi culpa que ella estuviera mojada, y que yo probablemente debía estar igual. Yo lo negué fervientemente, sacudiendo la cabeza como si eso pudiera borrar la traición de mi propio cuerpo. «No, no es así… Esto no puede ser», murmuré, mi voz un hilo tembloroso que se perdía en el calor de la habitación. Pero Sara solo sonrió, esa sonrisa traviesa que había empezado como algo inocente en el recreo y ahora se convertía en una promesa peligrosa. Se incorporó un poco, aún a horcajadas sobre mí, su peso ligero pero firme contra mi estómago, y me miró con esos ojos azules que parecían leer cada secreto que intentaba esconder.
«¿En serio? ¿No estás ni un poquito mojada por mí?», dijo con un tono juguetón, como si estuviéramos hablando de un secreto compartido en el patio del colegio. Sus dedos trazaron un camino lento por el borde de mi falda, rozando apenas la piel de mis muslos, enviando chispas que me hicieron apretar los dientes. «Si no lo estás, te dejo ir ahora mismo. Promesa. Puedes volver a tu casa, a tus libros y a tus oraciones a Lunara, como si nada hubiera pasado». Su voz era un susurro ronco, cargado de desafío, y por un segundo, quise creerle. Quise que fuera verdad, que mi fe me salvara de esta corriente que me arrastraba. Pero el calor entre mis piernas me delataba, un pulso insistente que crecía con cada latido de mi corazón.
Intenté sentarme, empujándola con las manos débiles contra sus hombros. «Sara, por favor… Esto está mal. Lunara no lo perdonaría». Pero ella no se movió. En cambio, se inclinó más cerca, su aliento cálido contra mi oreja. «Pruébamelo, entonces. Déjame ver». Antes de que pudiera reaccionar, se deslizó hacia abajo, arrodillándose en el suelo junto a la cama. Sus manos agarraron el dobladillo de mi falda con una determinación suave pero inexorable, tirando hacia arriba. Cerré las piernas con fuerza, cruzándolas como un escudo, y puse mi mano sobre la suya, intentando detenerla. «¡No! Sara, detente… No puedes…». Mi voz se quebró, una mezcla de pánico y algo más oscuro, algo que anhelaba que fallara en mi resistencia.
Ella levantó la vista, sus ojos brillando con una mezcla de ternura y hambre. «Shh, Elena. Solo quiero ayudarte a ver la verdad. No te haré daño». Sus palabras eran como un bálsamo, pero sus acciones eran fuego. Con la mano libre, separó mis rodillas poco a poco, sus dedos fuertes pero gentiles presionando contra la piel sensible del interior de mis muslos. Yo me retorcí, empujando con mi mano, pero ella era más rápida, más decidida. En un movimiento fluido, levantó la falda lo suficiente para exponer mis bragas blancas, simples y castas, las que mi madre me había comprado para la escuela. El aire fresco de la habitación rozó la tela húmeda, y sentí un rubor abrasador subir por mi cuello. Ahí estaba, la evidencia traicionera: una mancha oscura en el centro, extendiéndose como una flor prohibida, el algodón pegado a mi piel por la humedad que no podía negar.
Sara soltó un gemido bajo, casi reverente. «Mírate… Tan mojada por mí». Sus ojos se clavaron en esa marca, y antes de que pudiera protestar, sus dedos enganchados en la cintura de mis bragas comenzaron a deslizarlas hacia abajo. Intenté cerrar las piernas de nuevo, pero ella ya estaba entre ellas, su cuerpo arrodillado bloqueando mi escape. «¡Sara, no! «Por favor…», supliqué, pero mi voz era un jadeo, no una orden. Las bragas bajaron por mis muslos, rozando la piel sensible, hasta que se enredaron en mis tobillos. Ella las quitó del todo con un tirón suave, dejándolas caer al suelo como una ofrenda descartada. Ahora estaba expuesta, completamente vulnerable: mi vagina peluda, un nido oscuro y desordenado de rizos castaños que nadie había visto jamás, ni siquiera yo misma en el espejo con tanta atención. Sentí el aire fresco contra los labios hinchados, el calor de mi propia excitación contrastando con la frescura, y quise cubrirme, desaparecer en la cama.
Pero Sara no me dejó. Sus manos volvieron a mis muslos, abriéndolos con más firmeza esta vez, y se inclinó hacia adelante. «Eres tan hermosa aquí abajo, Elena. Tan… natural». Sus palabras me avergonzaron, pero también avivaron el fuego. Sus dedos, delgados y curiosos, rozaron primero el exterior: el monte suave cubierto de vello, trazando círculos lentos alrededor de los labios mayores, separándolos apenas para sentir la humedad que se acumulaba allí. Gemí sin querer, un sonido ahogado que intenté tragar, pero ella lo oyó. «Sí, así… Déjame tocarte». Uno de sus dedos índice se deslizó más adentro, explorando la entrada resbaladiza, rodeando el clítoris hinchado sin presionarlo directamente, solo provocándolo con toques feather-light que me hacían arquear la espalda. El vello púbico se pegaba a su piel por la humedad, y ella lo apartaba con delicadeza, como si estuviera deshojando una flor delicada. Introdujo el dedo un poco más, curvándolo ligeramente para rozar las paredes internas, cálidas y palpitantes, y yo apreté los puños en las sábanas, mordiéndome el labio hasta que dolió. «Estás tan apretada… Tan virgen aquí. ¿Sientes eso? Es por mí».
Intenté resistirme, empujando sus hombros con las manos, murmurando plegarias a Lunara en mi mente —»Perdóname, Diosa, esto no soy yo»—, pero mi cuerpo la traicionaba. Mis caderas se alzaron involuntariamente hacia su toque, buscando más. Ella agregó un segundo dedo, estirándome con lentitud agonizante, el sonido húmedo de mi excitación llenando la habitación como una confesión obscena. Sus nudillos rozaban el vello, enredándose en él mientras bombeaba suavemente, curvando los dedos para golpear ese punto sensible dentro de mí que no sabía que existía. El placer era una ola creciente, un cosquilleo que se extendía desde mi centro hasta las puntas de mis dedos, haciendo que mis pezones se endurecieran contra la blusa. «Sara… Para… No puedo… —solloce, pero mis gemidos decían lo contrario: suaves al principio, como suspiros reprimidos, luego más profundos, roncos, escapando de mi garganta mientras ella aceleraba el ritmo, su pulgar ahora presionando directamente el clítoris, frotándolo en círculos firmes.
Y entonces, cuando pensé que no podía ser más, ella se inclinó más. Su aliento caliente rozó mi piel primero, un preludio que me hizo temblar. «Déjame probarte, Elena. Déjame hacerte mía». Su lengua salió, plana y cálida, lamiendo desde la entrada hasta el clítoris en una pasada larga y lenta, saboreando la sal de mi humedad mezclada con el almizcle natural de mi vello. El contacto fue eléctrico: áspero por el roce de su lengua contra los rizos, suave en los pliegues resbaladizos. Chupó suavemente los labios, succionándolos uno por uno, como si fueran pétalos maduros, y yo grité, un sonido crudo que no reconocí como mío. Sus manos sujetaron mis muslos con fuerza, manteniéndolos abiertos mientras enterraba la cara más profundo, su nariz presionando contra el monte púbico, inhalando mi aroma como si fuera un elixir. La lengua se hundió dentro de mí, imitando los dedos de antes, follando con movimientos ondulantes que me hacían ver estrellas. El vello se mojaba más con cada lamida, pegándose a su barbilla, y ella no se detenía: rodeaba el clítoris con la punta de la lengua, chupándolo con succiones rítmicas que enviaban descargas directas a mi espina dorsal; luego bajaba para lamer las gotas que se escapaban de mi entrada, bebiéndome como si tuviera sed eterna.
Resistí al principio, apretando los ojos cerrados, recitando en silencio los pilares de Lunara —respeto, cariño, familia—, pero el placer era demasiado. Cada lamida era una grieta en mi armadura, cada succión un golpe que me hacía ceder. Mis gemidos se volvieron incontrolables: «Ah… Sara… No… Sí…», un mantra confuso que salía entre jadeos. Mis caderas se movían solas ahora, empujando contra su boca, enterrándola más en mí. Sentí la presión construyéndose, una espiral tensa en mi vientre, como si algo dentro de mí estuviera a punto de romperse. Ella lo notó, porque aceleró: lengua rápida sobre el clítoris, dedos curvados dentro golpeando ese punto, su gemido vibrando contra mi piel. Y entonces explotó. Mi primer orgasmo, un cataclismo que me sacudió entera. Ondas de placer puro me atravesaron, mi vagina contrayéndose alrededor de sus dedos, chorros de humedad saliendo en pulsos que ella lamía ávidamente, tragándose todo. Grité su nombre, arqueándome tan alto que casi me caí de la cama, lágrimas de éxtasis y culpa rodando por mis mejillas. Fue como si el mundo se deshiciera, dejando solo ese éxtasis blanco, y cuando volví, exhausta y temblando, su boca aún estaba allí, besando suavemente los muslos para calmar las réplicas.
Sara se incorporó, su rostro brillante con mi esencia, labios hinchados y rojos. Sonrió, pero había algo vulnerable en sus ojos. Sin decir nada, se puso de pie, enganchó los pulgares en sus propias bragas —aún empapadas, la mancha oscura extendida como una acusación— y las deslizó por sus piernas, dejándolas caer al suelo con un sonido suave. Su vagina era más depilada que la mía, solo un triángulo rubio ordenado, labios rosados e hinchados brillando con su propia humedad. Se subió a la cama de un salto, arrodillándose sobre mí, y sin darme tiempo a procesar, se posicionó sobre mi rostro, sus rodillas a cada lado de mi cabeza. «Tu turno, Elena. Solo… solo un poco. Por favor».
Mantuve la boca cerrada con fuerza, girando la cabeza, el pánico regresando como una ola fría. «No, Sara… No puedo… Esto es demasiado». Pero ella se bajó un poco, su calor rozando mis labios cerrados, y el aroma de ella —dulce, almizclado, como miel y sal— me invadió. Me faltaba el aire; mi pecho subía y bajaba rápido, y en un jadeo desesperado, abrí la boca para respirar. Fue mi error. Su clítoris rozó mi lengua expuesta, un toque accidental que la hizo gemir alto, sus caderas temblando. «¡Sí! Justo así…». El sabor explotó en mi boca: salado y ligeramente ácido, sus fluidos goteando directamente sobre mi lengua. Intenté escupir, cerrar de nuevo, resistir el asalto sensorial —»Lunara, ayúdame»—, pero ella se movió, frotándose lentamente contra mí, su humedad cubriendo mi barbilla, mis labios. El calor de su piel contra la mía era abrumador, y poco a poco, el instinto tomó el control. Mi lengua salió, tímidamente al principio, lamiendo el pliegue inferior de sus labios, explorando el vello rubio que se pegaba húmedo a mi nariz.
Sara jadeó, sus manos agarrando la cabecera de la cama para estabilizarse. «Oh, Elena… Eres tan buena…». Animada, lamí más profundo, separando sus labios con la lengua plana, saboreando cada gota que se escapaba. El clítoris era un botón duro y sensible; lo rodeé con la punta, chupándolo suavemente como ella me había hecho a mí, y ella se convulsionó, un orgasmo rápido y violento golpeándola casi de inmediato. Sus muslos se apretaron alrededor de mi cabeza, ahogándome en su calor, fluidos calientes salpicando mi rostro mientras gritaba mi nombre, su cuerpo temblando en espasmos. Se derrumbó hacia adelante un segundo, jadeando, y cuando se apartó lo suficiente para mirarme, sus mejillas ardían de vergüenza. «Dios… Fue tan rápido. Lo siento, Elena. Es que… Me he masturbado todas las noches pensando en ti. En tu boca, en tu cuerpo… No podía esperar más».
Sus palabras me golpearon, un torrente de confesión que avivó algo en mí. El sabor de ella, aún en mi lengua, salado y adictivo, me hizo tragar con dificultad. Al principio, me resistí al pensamiento —era sucio, prohibido—, pero el deseo ganó. La atraje hacia abajo con las manos en sus caderas, enterrando mi rostro de nuevo en ella con una urgencia que no sabía que tenía. La lamí con hambre ahora, mi lengua hundida profundo en su entrada, follando con movimientos rápidos y curvados, saboreando las paredes resbaladizas que se contraían a mi alrededor. Sus fluidos fluían libres, empapando mi boca, mi cuello, goteando por mi barbilla mientras chupaba su clítoris con succiones fuertes, alternando con lamidas largas que cubrían todo: labios, vello, hasta el perineo sensible. Ella se retorcía encima de mí, gemidos convirtiéndose en gritos ahogados —»¡Elena! ¡Más! ¡No pares! —sus caderas moliéndose contra mi rostro en un ritmo frenético. El segundo orgasmo la golpeó como un trueno, su cuerpo arqueándose, chorros de humedad caliente inundando mi boca mientras lamía sin piedad, tragándome todo, el sabor intensificándose con cada pulso.
No me detuve. La volteé con cuidado, poniéndola de espaldas en la cama, y me arrodillé entre sus piernas, como ella me había hecho a mí. Ahora era mi turno de explorar: mis dedos separaron sus labios, revelando el interior rosado y palpitante, y hundí la lengua de nuevo, lamiendo en espirales que la hacían sollozar de placer. Chupé el clítoris con labios suaves, luego lo mordisqueé apenas, lo suficiente para que se arqueara y gritara. Introduje un dedo, luego dos, curvándolos mientras mi lengua trabajaba el exterior, el sonido húmedo de su excitación mezclándose con sus gemidos. El tercero llegó rápido, su cuerpo convulsionando, uñas clavándose en mis hombros mientras gritaba mi nombre como una oración profana. Pero seguí: lamidas lentas para calmarla, luego rápidas para construir de nuevo, mis labios hinchados por el roce, su vello rubio pegado a mi piel. El cuarto orgasmo fue un torrente, sus piernas temblando incontrolables, fluidos escapando en oleadas que lamí con avidez, bebiéndola hasta que se corrió una quinta vez, un clímax prolongado que la dejó sollozando de sobreestimulación, su clítoris sensible pulsando contra mi lengua.
Finalmente, exhaustas, nos derrumbamos. Sara se acurrucó contra mí, su cabeza en mi pecho, nuestras piernas enredadas en un nudo sudoroso. La habitación olía a nosotras: almizcle, sal, deseo cumplido. Yo acaricié su cabello rubio, el corazón aún latiendo desbocado, y por primera vez, el peso de Lunara se sintió lejano, como un eco en lugar de una cadena. Pero en el fondo, sabía que la pregunta volvería: ¿por qué tuvo que ser así? Por ahora, solo quería dormir en sus brazos.
Desperté con un beso en los labios. Al abrir los ojos, la vi ahí: la habitual Sara, pero sonrojada y muy feliz. «Buenos días, mi amor». Sus palabras provocaron un eco en mi interior que se extendió por todo mi ser. ¿Acaso yo era su novia? ¿Acaso yo era una pecadora? Esas preguntas surcaron mi mente en ese momento. Sara se disculpó por haber sido tan ruda, dijo que había estado ocultándolo, pero que ya no había podido soportarlo. Lo único que pude hacer fue darle una sonrisa nerviosa y una excusa rápida para volver a mi casa. Ella asintió, sacó unas bragas nuevas y me prestó uno de sus conjuntos. Se lo agradecí y guardé mi ropa sucia en mi mochila.
En la sala, ambas madres de Sara estaban preparando el desayuno. Al vernos, se rieron y nos preguntaron si lo habíamos pasado bien. Ambas nos sonrojamos. Nos dijeron que nuestros gemidos se habían escuchado por toda la casa y que, para la próxima, fuéramos más cuidadosas. Intentamos escapar del tema mencionando que ya me tenía que ir. La madre más pequeña me invitó a quedarme a desayunar, pero lo rechacé, en parte por la vergüenza y en parte por la incomodidad de una pareja de mujeres. Las tres mujeres me despidieron con una sonrisa. Esa sería la última vez que vi a Sara.
Mientras caminaba a casa, no pude evitar que la culpa me consumiera por dentro. No debí haberme dejado llevar por mis sentimientos. Yo era una chica mala y no quería serlo. Al llegar a mi casa, mi madre miraba televisión. Intenté ocultar cómo me sentía, la repulsión que sentía conmigo misma por haber disfrutado de hacer esas cosas sucias con Sara. Finalmente, no pude contenerlo, y lloré y lloré sin parar mientras le decía a mi madre lo que había hecho. Ella, al contrario de lo que había pensado, no se enfadó conmigo. Simplemente decidió que Sara era una mala influencia para mí. Inmediatamente le comentó esto a mi padre y, para el día siguiente, estábamos en una ciudad muy alejada.
Al llegar, uno de los vecinos, muy amable y apuesto, salió a saludar. Ese chico se volvería mi esposo.
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