TODAS SOMOS LESBIS O DONDEQUIERA NOS ENCONTRAMOS
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por Anonimo.
Por mi posición socio económica me ligué a una organización dedicada a la “caridad cristiana” ocupación que disfraza nuestra clara estulticia, las familias en conjunto, para “ocultar” la feroz explotación a que sometemos a marginados y desheredados. Pues bien, la “organización” cuenta entre los varios “afiliados” un convento, al que debo atender, donde permanecen encerradas de por vida alrededor de quince monjas, No hay vocaciones, dice la superiora del convento, por eso somos tan pocas. Mi visita al convento era, es, cada semana, los jueves. Les llevo… bueno, puras pendejadas… Dios, ahora hasta malas palabras digo. Siempre soy recibida por la superiora.
Cuando me presentaron a la nueva superiora me sorprendí de su extrema juventud; no creí que tuviera más allá de 19-20 años. Después, supe que el meteórico ascenso se dio por ser sobrina del cardenal. Rostro muy, muy bello, cuerpo esbelto a pesar del horrendo habito, mirada franca, alegre, irradiando simpatía en la conversación, siempre ágil e informada de los sucesos más destacados del mundo “exterior”, me asombró, me aventajaba en eso, y en otras cosas, ya se verá. Tenía unos seis meses asistiendo al convento bajo la dirección de la joven monja, Sor Guadalupe es su nombre, cuando puso mi mundo a girar en forma devastadora, y sin embargo…
Ese día iba a entregar una cantidad reunida precisamente para las necesidades de las hermanas enclaustradas. Llegué a la misma hora de siempre, esto es, las once de la mañana. A esa hora, las hermanas disfrutan del “recreo” matutino, es hora que la superiora puede atender negocios mundanos. Nuestras entrevistas siempre son en su oficina. Por supuesto, la ofician es una linda habitación, amplia, limpia, bien amueblada, donde no es posible constatar la pobreza del convento. La mayoría de las veces nuestras entrevistas eran a solas. Por eso no me extrañó que la portera se retirara luego de hacerme pasar a la oficina.
Sor Guadalupe me recibió con más alegría que las veces anteriores. Después de los saludos permaneció de pie, algo extraño, pues siempre se sentaba muy seria y formal tras el escritorio.
– No sabe cómo le agradezco su puntualidad. Estaba ansiosa por verla. No sabe, la semana entera la pasé pensando en usted.
Dijo la joven moja, la vi con bastante sorpresa; nunca se había expresado así. Enseguida pensé en algún problema fuera de los usuales dentro del convento. Su sonrisa, además, era más amplia, más alegre. Sus manos al frente entrelazadas, rubores encendidos también inusuales. Miraba intensamente, siguió:
– Desde conocerla, usted me simpatizó demasiado, Doña Clotilde [vaya nombrecito endilgaron mis padres, ¿no creen?, es nombre tradicional en la familia, pero uffffff]. Además, con el transcurso del tiempo he sentido que nos tenemos enorme confianza, ¿no es así? – asentí con la cabeza, turbada e intrigada por saber a dónde iba la Sor con el insólito discurso – Pues bien, apoyada en esa confianza me atrevo a pedirle… me ayude usted a satisfacer un deseo, un loco capricho de joven si usted quiere. Para su tranquilidad, consulté con mi confesor, él dio la autorización… para satisfacer ese deseo, claro, no para pedirle a usted nada. – Asombro en mí, en ella aumento de los rojos rubores que embellecían el de por sí bello rostro – Mi deseo es como comer un dulce, o un poco de helado en días y horas no acostumbradas, es decir permitidas. ¿Puedo confiar en usted?
Mi turbación, monumental.
Sin embargo, no podía negarme, y menos pensando en el deseo, quizá trivial, producto del encierro de la jovencita. Sonreí casi sin proponérmelo, y dije:
– Por supuesto, Madre, por supuesto… adelante.
– Antes de expresarle mi deseo quisiera que me prometa, acepte usted o no ayudarme a satisfacer mi deseo, que nada saldrá de su boca de lo que… un tanto ansiosa, y avergonzada, debo decirle, más bien pedirle, ¿me lo promete?
Caramba, mi desconcierto fenomenal, indescriptible. Claro, ya metida hasta el cuello en la plática, no podía negarme, dije:
– Por supuesto madre, por supuesto… cuente usted con mi absoluta discreción.
– Caramba, no estaba equivocada; gracias por escucharme y por su prestancia. Bien. Caray, no es fácil; pero bueno, ahí va. Ingresé a esta sagrada institución cuando apenas tenía 13 años… locura, no mía, de mi familia obsesionada con tener una religiosa en su seno, ¿no cree que es una real locura?, pero no se trata de mi biografía. No obstante mi corta edad supe de la moda en el vestir; ya sabe usted la alcurnia de mi familia. Pues bien, el día de mi ingreso al convento, luego de los trámites de presentación y demás feas monsergas, la superiora de aquél tiempo instruyó a una hermana para que me llevara a cambiar mi ropa por el hábito. Esa inolvidable mañana vestía un conjunto de ropa interior muy fino, muy lindo, hasta un tanto atrevido para mi edad. Claro, mi linda y suave ropa interior fue sustituida por ásperos calzones y, claro, un sostén… ¡horroroso!, prendas que desde entonces, impotente y a mi pesar, visto a diario; lo digo sin ningún temor, plenamente consciente de las sabidas implicaciones que esto tiene.
Si antes estaba bien aturdida, ahora estaba muy perturbada, ansiosa sin poder remediarlo, temerosa sin saber exactamente por qué. Ella no dejaba de verme con fija mirada lánguida, desconcertante. Sus manos se frotaban sin parar, hasta gotitas de sudor vi en la frente del hermoso rostro. Siguió:
– Pensará usted que soy vanidosa, y olvido mis votos… pues sí, así es, y sin embargo, vaya usted a saber por qué no me siento mal, y menos luego de la consulta hecha a mi confesor por… por estos pensamientos, más por el deseo que a estas alturas, quiera o no, le debo expresar. ¿Me permite? – cual estúpida volví a asentir sin poder retirar mis ojos de los de ella; intensas sensaciones, raro, indescriptible, desconocidas, recorriéndome incansables – Siendo así, le ruego, le imploro encarecidamente trate de comprenderme… digo, soy muy joven, llevo muchos años encerrada aquí… ¿por qué sigo?, debe preguntarse, eso se lo comentaré después, digo, si continuo contando con su comprensión y confianza luego de… decirle lo que ya no puedo callar.
Se hizo un silencio espeluznante, de manera asombrosa no sabía dónde meterme ni qué pensar, mis piernas temblaban, casi me sentía caer, recuerden, estábamos de pie. Quizá intuí algo de lo que ella iba a decir, tal vez a pedirme. Ella, luego de visibles titubeos, siguió:
– Bien, no hay porqué retrazar lo ya inevitable. Quisiera, si es usted comprensiva, y yo pienso que sí lo es, mi deseo es… vestir, al menos por unos minutos… la que supongo fina ropa interior que usted viste, estoy segura… bueno, ese es mi descabellado deseo, y, no por esto, creo, se puede descartar… ¿Podría usted hacerme la caridad de satisfacer este loco pero muy sentido y humanos deseo?
Ahora sí temblé de arriba abajo, casi caigo; puse la mano en mi rostro sin saber responder, ni siquiera pensaba en forma clara en torno a la, caramba, increíble petición de la jovencita. De manera paradójica las raras sensaciones recorriendo mi cuerpo, sí, incomprensibles para mí, me hacían sentir inusitada fortaleza para no salir corriendo de ahí. Al retirar mi mano del rostro la vi; estaba lánguida, ahora con palidez mortal, sudaba a chorros, sus extremidades superiores colgaban inertes a los lados del cuerpo, tal vez estaba al borde del colapso. Verla al filo del cataclismo me conmovió. Entonces mi mente pudo, al fin, articular pensamientos. Es lógico, me dije, siendo tan jovencita, con pocos años al margen del mundo, siente la nostalgia de la buena vida que, seguro, llevaba en su malvada familia; no pude dejar de calificarla así. Quizá de esa forma exprese el gran rechazo al encierro, todavía obligada por sus familiares.
En fin, un torrente de ideas vinieron a mi mente; primero el aumento de mi desconcierto hasta hacerse angustia; después, la calma inusitada apoyada en mis primeras lucubraciones sobre los motivos de la joven para tan explicable deseo, por mucho que trasgrediera normas de la organización religiosa, también otras más, pensé. Tuve que sentarme en una silla cercana cuando pensé en las implicaciones que conllevaba el inaudito deseo pues debía desnudarme para quitarme la ropa interior y eso, caramba, nunca lo había hecho frente a otra persona, ni siquiera delante del marido; siguió de pie, sudando, respirando agitada, mirada fija en mi ojos, la boca entreabierta. Yo seguía sin saber responder a su petición, no obstante, no pensaba retirarme sin dar una respuesta a la bella jovencita. Por fin pude decir:
– Por Dios, madre no sé cómo la autorizó su confesor a… satisfacer su, caray, increíble deseo. He permanecido aquí… no sé por qué, pero… pues… [Me confundía, mi turbación era colosal, suspiré y seguí] Dios nos ampare, incluso por y con el solo hecho de mantener esta… asombrosa conversación. ¿No percibe usted la enormidad de su deseo?, ¿no se da cuenta que, para… satisfacerla, debo… caray, desnudarme?, ¿no está usted planteando algo… esto nos puede llevar a las dos, sí, a las dos, al infierno?, y, caray, usted también debe desnudarse para vestir… caray, caray, caray…
– No se mortifique señora. Sin para usted resulta algo insalvable, algo por completo imposible de hacer por mí, algo tan pecaminoso, pues… le aseguro, no me sentiré enojada, quizá un poco defraudada, nada más. Si usted está ahora en ese estado, debe imaginarse el mío, poco más muero de bochorno, la vergüenza, el temor… pues sí, al infierno. Mi enorme angustia la padezco desde… pues sí, sí, desde el mismo momento de sentir la imperiosa necesidad de… ponerme ropa íntima fina, delgada, suave al tacto… de eso hace al menos dos años. Antes sentía, bueno, no sé, lo debo decir, una imparable sensación de ser atraída por usted… y perdóneme si con esto la ofendo.
“Puede imaginar la de martirios que he vivido desde entonces. No he muerto precisamente por… a estas altura callar es imposible, pues sí, no he muerto porque… mi corazón me ha dicho, siempre, que usted podría y puede comprenderme. Quizá pensaba, y pienso, que usted no esté de acuerdo en… satisfacer mi miserable demanda. Digo miserable por ser tan poco la que pido, sin otra connotación. Decía, podría comprenderme y, sin embargo, negarse… eso, le aseguro, no se lo reprocharía; entiendo el mundo donde vivimos, hasta ustedes que gozan de la relativa libertad se mueven en medio de enormes prejuicios en estos menesteres, ¿cómo cree que vivimos nosotras aquí, no sólo con terribles prejuicios generales, también agregadas las sagradas prescripciones de la religión?, más cuando se han hecho votos, caray, votos de muchas cosas… absurdas, en primerísimo lugar…, la castidad. Para mi desgracia, y gracias a mi posición de Superiora, me he podido enterar de que son pocos… sí, en masculino, los que guardan cabalmente esta prescripción de la castidad, y cómo, si es algo de lo más poderoso en nosotros los mortales. Las hermanas no menos, muchas veces presionadas, obligadas a satisfacer indecibles deseos…, de la superioridad jerárquica; entiende, ¿no?
Conforme iba hablando me sentía ahora sí con un pie en el infierno. De cualquier forma resultaba interesante las muchas justificadoras ideas que de viva voz iba expresando, escuchaba con atención no exenta de aguda angustia. Me desconcertaba enormemente la mención a la crasa violación de la castidad por los que, supuse, no eran sacerdotes, sino los más encumbrados jerarcas de la iglesia, ¡Dios mío!, pensé, ¿será posible?
– También, puedo decirle, he reflexionado como no tiene idea en torno a estas tremendas cosas de la vida en general, y más en esta terrible forma de vivir enclaustrada… no sabe usted lo que es esto. ¿Por qué aguanto?, bueno, es, le decía, algo que quizá después le comente. No quisiera influir con eso en su libre decisión, pero referiré mis pensamientos más remotos y los actuales. A pesar de esto, le contaré algo de mi vida anterior al encarcelamiento. Creo que lo más importante de este período es decirle que leí muchísimas cosas antes de mi forzado ingreso al claustro. Muchas, Ud., debe suponer, prohibidas en la familia; las conseguía en la biblioteca de la escuela, o mis amigas me facilitaban libros increíbles de todo tipo. Esto, supongo, nutrió mi intelecto. Por desgracia hoy, aquí, mis lecturas ya las puede imaginar.
“No quisiera aburrirla Sin embargo, durante el prolongado claustro, no por ser diez años no lo he sentido siglos, he podido reflexionar pues aquí, ¿qué otra cosa se puede hacer?, más si piensa usted que, siendo la superiora, estoy exenta de los duros trabajos generales. Resumiendo: nos manipulan, creo, de lo lindo con dizque las normas a seguir aquí y afuera. Por principio de cuentas, conocí lo relatado respecto a la castidad. Luego concluí: en realidad los reales humanos mismos han inventado… hasta a Dios, a esa tremenda conclusión he llegado. [Si antes estaba asombrada, ruborosa, perpleja, inmóvil, ahora estaba francamente escandalizada, sin embargo…] lo sé, comprendo que desde hace mucho rato estoy blasfemando, pero no me arrepiento ni rectifico. Por el contrario, viéndola sufrir ratifico y afirmo mis nuevas ideas. Quisiera contar con la capacidad de hacerla discernir para entender esto, de lo cual, insisto, estoy plenamente convencida.
“Desde luego, el infierno es otra negrísima idea de las feas patrañas inventadas para someternos. Sí, piénselo y, verá que no hay tal, incluso el papa se ha visto obligado a admitir que el infierno no es como lo han pintado a lo largo de la nefasta historia de la religión, y ahora de los explotadores. Sí, los ricos, y perdóneme usted, han amasado su fortuna con la explotación de la pobre fuerza de trabajo, para no hablar de los delitos que seguramente muchos han cometido para llegar a la insultante riqueza que ostentan.
[Contra lo esperado, no había tomado las de Villadiego, sino estaba prestando continua, concentrada atención al insólito, inaudito y espeluznante discurso; con espanto admitía que mucho de lo que estaba diciendo, en especial lo referente a la forma de acumular capitales, yo misma sabía cómo mi familia tenía la fortuna monetaria que tiene. Por otro lado, de alguna manera recordaba mi infancia y mi adolescencia hundida en el tenaz sufrimiento, lo había dicho, por ¡las prohibiciones! que me hacían, y la frustración por no poder hacer lo que muchas veces deseé. Peor, recordé la azotaína que me dieron el día que me sorprendieron viéndome desnuda en el espejo: acababa de salir del baño]
“Lo más manipulado, seguía la Sor, ha sido lo referente al sexo. Sí, yo creo que usted, de alguna manera, ha sufrido esta manipulación y, casi con seguridad, la práctica sexual hasta asco le da, cuando esto, dicen los liberados de los absurdos prejuicios, es de lo más hermoso y necesario para los humanos. Entonces, si usted lo desea puedo aumentar mis argumentos, pero quisiera asentar: me niego a creer en la mentira. Por otro lado, nadie podrá nunca convencerme de la verdad de las ideas manipuladoras de los poderosos, entre ellos, de una manera especial, todos los sacerdotes, desde el papa hasta cualquier religioso.
Mire usted, sin en verdad existiera Dios y el diablo, seguro en este momento me vería usted consumirme en las llamas, al menos caer muerta fulminada por la ira de Dios. Pero, ya ve, nada pasa, ni nada pasará aunque usted – no lo creo, aunque existe esa posibilidad – me denunciara porque, ¿qué podría pasar?, bueno, seguro me expulsan del horrible claustro, eso me alegraría bastante; después, quizá mi familia me desherede, nada me importaría porque soy joven y, claro, puedo trabajar en cualquier cosa para subsistir; por otro lado, he sido despojada de mi posible herencia al enclaustrarme en esta horrible cárcel. ¿Qué otra cosa me podrían hacer?, bueno, quizá enviarme al manicomio, eso, confieso, asusta: porque sería la continuación del encierro forzado, quizá con más y mayores sufrimientos que en este también cruel manicomio, sí esto es, de alguna manera, manicomio, le aseguro.
“Por último, pregunto: ¿qué podría pasar si usted se desnuda, y me permite usar su ropa interior por algunos minutos?, nada de nada pues nadie se enteraría y, por tanto, sólo usted y yo estaríamos al corriente de esta no tan descabellada idea. Agrego: no soy inhumana, por eso, creo, no pondría, de ninguna manera, agredir su integridad física y menos su paz espiritual si no estuviera convencida de lo ya dicho: nada pasará en ninguna esfera de nuestra vida por hacer lo que le estoy solicitando encarecidamente que me permita hacer… incluso, para morir con algo de contento por haber satisfecho, al menos, uno de mis deseos.
[Veía mis terribles dudas, mi anonadamiento, mi perplejidad aterrorizada, y su mirada era de conmiseración, sufría a mi parejo; entonces, suspirando, continuó]
“No quería esgrimir un argumento especial, y no lo deseaba porque hacerlo significa denunciar… a mi propia comunidad, así mismo a sacerdotes, incluido el obispo, asistente casi constante a este convento. Pero ya he iniciado, convencida de su entera discreción y apelando a su buen juicio, debo decir, aquí, aunque usted no lo crea, es práctica común y corriente, constante, vamos, cotidiano, el lesbianismo. Sí, esto se sabe desde tiempos inmemoriales, siempre negada por la jerarquía eclesiástica y las reverendas madres de los conventos. Pero se da, créamelo; por otro lado, también muchas hermanas se han visto forzadas a satisfacer… al propio Cardenal.
“Yo misma he debido rechazar iracunda, y con la amenaza de hacer la denuncia pública correspondiente contra más de un sacerdote, el obispo primado el primero de ellos. La amenaza valió, y valió porque le dije que había una carta escrita por mí, depositada en el banco donde tenemos nuestras cuentas, con la precisa instrucción de entregarla a las autoridades civiles, religiosas y judiciales en caso de mi muerte, siendo esa carta la carta explicativa de mi suicidio. Sí, me hubiera suicidado si el hipócrita pelafustán me hubiera violado.
Entonces, ¿cuál es el infierno en el que creen los sacerdotes y las monjas con tales prácticas?, bueno, debo decir, mis pobres hermanas no son responsables, ellas son forzadas a hacer lo que tanto les han prohibido hacer en su vida fuera del convento. Pero también se han convencido, muchas de ellas, de la cruel falacia de los ordenamientos restrictivos de la vida monacal, y la misma civil fuera del claustro. Desde luego, sus deseos sexuales satisfechos como pueden, es decir con otra hermana, u otras, no sólo lo justifico sino lo apoyo aunque, sin que esto quiera decir que eludo mi responsabilidad, y no practique lo permitido por mí misma. Y esto, debe creerme, es el motivo por el cual sigo siendo la superiora de este manicomio.
[Cuando empezó a referirse a violaciones de los sacerdotes, debí reprimir mis lágrimas de vergüenza; cuando vivía mi floreciente adolescencia fui acosada y casi violada por uno de esos truhanes con ropa monacal, nada más eso pensé en aquél tiempo, lo reforzaba en ese bello momento por la denuncia que la hermosa Sor hacía. La vergüenza era porque, a pesar de todo, deseé intensamente que el cura de marras me acariciara, incluso me violara. Peor, debí crecer y casarme para soterrar el feroz recuerdo en mi subconsciente. Al hacer esta callada y anonadante reflexión, con aprensión empecé a sentir algo por completo inusitado: mis pezones se tensaron, mi cuerpo se estremecía con sensaciones increíbles, quizá sólo sentidas en ocasión del asedio descarado del cura de mis tristes recuerdos.
La mirada de la hermosa monja era de una profunda súplica, en cualquier sentido que esa súplica se pensara: pedía discreción y satisfacción de sus, en efecto, no tan descabellados deseos. No sé, conmovida, al menos eso fue lo que pensé en ese momento, mi mente me decía que no sería malo, de maldad, satisfacer el inaudito deseo de la hermosa jovencita. Al pensarlo así, más me estremecí; sin quererlo, pensé en el disfrute que debía implicar desnudarme y ella me viera y, caray, la inversa: verla desnuda fue algo conmocionante para mí en todos sentidos, desde la aprensión por el “indudable” pecado e infierno, hasta por, ahora comprendo, franca y gran excitación sexual. Quizá sin pensar en nada sino en lo anterior, dije]
– Ay, Sor, nos mete en tremendo problema. Estoy anonadada, francamente perpleja, casi aterrorizada. Y mire, aquí estoy hasta, para mi gran asombro, estoy hablando, caray, pensando, pensando… pues sí, mi pensamiento ha cambiado… con sus claras reflexiones, aunque al inicio estuve al borde del pánico… antes que nada quiero ratificar mi absoluta discreción… nunca diré nada… de lo que está pasando en este terrible… ¿terrible?… fíjese, ya dudo… bueno, de lo sucedido en este momento.
Me veía con ojos lánguidos, suplicante, hasta un esbozo de sonrisa en su boca. El sudor había cesado. Sus manos estaban entrelazadas, ya no se estrujaban una contra otra. Seguíamos de pie, por eso mis piernas temblaban. Mi asombro ahora era porque, sin poder remediarlo, mis dos pezones estaban tensos, nunca habían estado así, casi me desmayo al sentir mi ignota entrepierna sudando. Eso pensé, en realidad mi obvia y enorme ignorancia me impedía pensar que mi dulce sexo estuviera mojándose. Lo más serio y sentido, aún sin tenerlo claro, mis sensaciones eran de franca excitación aún sin reconocerlo así, pero eso me impulsaba a, queriendo y no, decidir satisfacer el loco deseo de la hermosísima jovencita; así lo pensé y, caray, más me enardecí en el sentido erótico del enardecimiento.
Con asombro y sorpresa me escuché decir:
– ¡Me ha conmovido usted, madre!… me estoy inclinando a… satisfacer su deseo – asombro – lo haré no por conmiseración, caray,… si Dios existe… caramba, ya dudo como usted de su existencia, que me condene porque… la verdad, hermana, de hacerlo será por mi propio… deseo… sí, caray, no puedo ser hipócrita: deseo… desnudarme y… ¡verla a usted… desnuda!
Ahora sí me tambaleé, ella se apresuró a sostenerme, y al hacerlo me abrazó… y fue el acabose. Mis brazos también la abrazaron y no sólo, también acariciaron la espalda, así fuera encima del horrendo hábito.
– Calma, señora, calma, el mundo no se acaba, quizá hoy está empezando para nostras…
Escuché que Sor Guadalupe me decía, y yo ya estaba en las nubes, es decir, no pensaba en nada, una forma de marginar los terribles y potentes prejuicios que rabiosamente intentaban hacerme modificar la horrenda decisión, claro, eso de horrendo proclamado por los propios prejuicios. Mi respiración se agitaba mientras mi alma, al margen de las falsas normas, cobraba tranquilidad; sensaciones desconocidas que se había iniciado desde cuando la hermosa jovencita expresó sus anhelos, se incrementaron de forma considerable. En el momento decisivo percibí ligero titubeo en la monjita, y el mismo tuvo una sesgada expresión:
– Le agradezco no sabe cuánto su disposición a acceder a mi deseo, me hará la mujer más feliz del mundo, tendré el sustento necesario para soportar por poco más tiempo este pavoroso encierro. No quiero apresurarla, pero, ¿podemos… empezar?
Titubeo, porque en las circunstancias del sustancial abrazo no cabía volver a la separación de los cuerpos, por el contrario, se debía pasar a no sabía qué, admití, no sin desconcierto, había cierta premura pues no dejaría de ser sospechosa, para la comunidad, la prolongación de la entrevista. Dijo:
– Aseguraré la puerta. No creo que nadie se atreva a entrar, pero más vale agregar prevención a los riesgos…
Por poco la inoportuna frase me hace desistir del propósito de ayudarla a satisfacer su deseo, ¿insano deseo? Ya estaba excitada, sin conciencia de esto, claro, porque cuando ella regresó con asombro y sorpresa, al mismo tiempo abrí los brazos para recibirla de regreso, dije:
– ¿Me permites ser yo la que… retire tu ropa para… caray, para luego hacerlo lo mismo con la mía y… darte mis… caray, mi brasier y mis calzones?
Se sonrojó muchísimo. Sonrió, la sonrisa denotaba gran desconcierto. Pero, creo, para la Sor tampoco había marcha atrás. Quizás sólo pensó en sentir el suave contacto de la fina seda y los finos encajes de la ropa interior sin pensar en nada más que eso, en primer término en el paso de eso a otras cosas quizá indefinidas, y para mí misma. Mi idea de desnudarla obedecía a una deferencia, aunque ahora, al relatarlo pienso que mi excitación francamente sexual y con el auxilio de mi mente al marginar la normatividad represiva detonó un deseo más allá de lo expresado por la bella monjita, es decir, deseé conocer el placer sexual, sin duda lo había, así lo percibía en las condenas de esas prácticas sexuales depravadas, decían las críticas, la misma Guadalupe las había señalado en su perorata justificadora al denunciar tales prácticas entre las hermanas de la comunidad.
Detuvo su marcha, dejó inertes los brazos a los lados de su cuerpo; nada dijo, sus sonrojos, un gran monumento al recato proclamado, falaz en la realidad. Zombi, caminé sintiendo hervir mi sangre, y los pezones muy tensos, eso no me alarmó; al contrario, me enardeció más, más. Con la respiración bastante agitada, sintiendo temblores en mi cuerpo entero, sudando, con jadeos que me sorprendían, al estar a centímetros de ella, una de mis manos acarició el rostro bellísimo; gimió y se encorvó un poco al sentir mi mano. Esta recorrió el rostro deteniéndose eternidades en los labios, ella gemía a cada segundo más. En mi mente estaba la idea de desnudarla, por eso, con las manos, la despojé de cofia y manto, y una larga mata de pelo castaño apareció para mi solaz y un cierto desconcierto: tenía la idea de que las monjas se recortan el pelo pues lo consideran un adorno inadmisible para las profesantes.
– ¡Qué bello pelo tienes!, dije sin pensar en que la tuteaba, y sí en sentir el placer de verla a rostro completo con el lindo pelo suelto, indudable adorno capilar. Bellísima.
Sin pensar, en franco automatismo, retiré el cuello falso del hábito; empecé a desabotonar la parte alta de este suspirando a cada movimiento de mis torpes dedos, cobrando agilidad sorprendente. La botonadura llegaba a la cintura. Revisé, nada había que soltar ya. Con pasmo creciente, la miré interrogante, y la cuestión era: ¿cómo retiro el hábito? Ella, caray, sonrió por primera vez desde mi avance en el acto. Se agachó, tomó el borde del hábito que barría el piso, lo levantó, y lo sacó por la cabeza quedando en una horrible especie de camisón, seguro el “fondo”, y este bien sujeto a la cintura con un burdo cordón de plástico. Entonces mis manos se apresuraron a desanudar el safio cordón, y los gemidos de ella se multiplicaron.
Cuando el cordón estuvo en el piso, teniendo la experiencia previa de la salida del hábito me agaché, tomé los bordes del pavoroso fondo, y lo elevé mientras ella alzaba los brazos para facilitar la salida de la prenda. Entonces la dulce monjita quedó vestida con toscos calzones de manta que le llegaban más allá de la raíz de los muslos; arriba, una especie de faja sujetaba, ocultándolos, los senos adolescentes, esculturales; debían sufrir de esa escandalosa y definitivamente brutal prisión. Los muslos fueron suculento alimento para mi exaltada imaginación erótica del momento. Cuando mis manos iban a explorar la faja superior para su retiro, dijo:
Espere señora… yo retiraré…
Me sorprendió el trato tan deferente, más su resistencia a que fuera yo la continuadora del placer de desnudarla. La interrumpí para decir:
Nada, nada, Guadalupe… lo haré… además no me hables de usted, ¿no estamos haciendo algo que al menos debe llevarnos a una amistad donde ese trato no se vale?, recuerda, me llamo Irene.
Sonrió, bajó las manos, estaban en la espalda quizá retirando lo que sujetaba el sujetador de los senos que yo ansiaba ver, ¿tocarlos?
Al tener las manos en la espalda de la bella jovencita, ahora más bella y esbelta sin el siniestro hábito, con belleza del rostro resaltada por primorosa mata de cabello rizado, gimió y suspiró repetidamente mientras el rojo de su rostro excedía cualquier hipertrofia de los colores del rostro, yo recibí su aliento en mi cara y percibí olores ya sentidos cuando levanté el tosco fondo, y esos olores me enfebrecían de deseo. La faja sostén tenía un alfiler sujetando los extremos, pensando en la injusta miseria del vestuario de la monja, sintiendo que algo escurría en mi entrepierna, abrí el alfiler, la faja se soltó; presurosa me retiré aunque mi idea inicial era abrazarla con cariño y ternura, pudo más la avidez de mi calenturienta actitud por ver los pechos de la jovencita llegada a monja por quién sabe qué nefasto conjuro o conciliábulo.
¡Los vi!, nunca pensé que unos senos ajenos pudieran despertar en mí tantas y tantas sensaciones, inexplicables en el momento, definitivamente era una colosal excitación sexual estar viendo las primorosas chichis de la monjita, y lo expresé:
– ¡Qué hermosos senos tienes, Lupita!
Por primera vez, además de sonreír gozosa, dijo:
– ¿Te parece?
– Caramba, no me parece, son en verdad de hermosura irrebatible: tienes unos senos bellísimos, de escultura, Lupita.
– Pues yo creo… que los tuyos son más bellos, querida Irene.
La forma de decirlo usando el tuteo, el calificativo de querida, me llevaron a un estado de exquisito arrobo, desde luego, al casi éxtasis por lo que hacíamos. Vi los infernales calzones. Sonreí al pensar que vería el sexo de la casi niña, y eso, detonó una explosión de sensaciones increíbles que me hicieron sentir enormemente cálida, dichosa, también excitada al máximo. Si antes no pensaba, ahora menos; una de mis manos tocó uno de esos preciosos senos, ella se retiró; de alguna manera aún se inhibía, eso confirmaba la idea de, en verdad, ella solo pensó en vestir mi ropa interior sin pensar en los alcances que su fogosa propuesta y el deseo que tenían al satisfacerlo pues el desnudo llevaría a más cosas, quedaba demostrado. Dijo:
– No, querida, no…
No intentó ocultar sus hermosas chichitas ni retirarse más. Los pezones de los senitos estaban parados, las lindas areolas contraídas por la enorme excitación de la bella monjita. Quizá pensando en ver el sexo de la niña, un tanto me detuve de las ansiadas caricias en esos senos – chichis pensé desde el aumento de la excitación, y el placer al pronunciar así fuera en la mente la palabra tan conocida y tan ocultada por las dizque recatadas señoras – reaccioné cuando vi que las manos de ella iban camino a los calzones.
Me apresuré; pude detener las manos ajenas para que las mías buscaran, en la demoníaca prenda, la forma de sacarlos de donde estaban. No había broches o cosa parecida, y sí un resorte en la parte superior; metí dedos en ese borde, y empecé a sacar los horrendos calzones. Inevitablemente debía acercarme, al hacerlo aquellos olores, que tanto me gustaron y excitaban, fluyeron abundantes a mi nariz, luego de paladearlos con enorme gozo, sentí la piel de aquel precioso cuerpo y más me estremecí de gozoso placer. Cuando mis dedos tocaron las deliciosas caderas, mis suspiros se tornaron jadeos intensos, y los flujos en mi entrepierna los sentí torrentes que ya mojaban mis muslos, me era por completo desconocido; sin embargo, arrobada como estaba por los hechizos de los olores, los tocamientos de la tersa piel, así fueran tenues, lo que ya ansiaba era conocer el sexo – así lo pensaba a pesar del horror que esto me provocaba antes nada más mencionar la palabra – por eso bajé con premura los burdos calzones a los tobillos; al hacerlo, los olores atiborraron mi nariz, quise solazarme de ellos, permanecí en esa posición y vi lo que tanto ansiaba: el sexo suculento lleno de finos pelitos y corroboré que los lujuriosos olores provenían precisamente de ahí, de ese sexo, de esos pelitos, del cuerpo primoroso que estaba por completo desnudo.
Temblaba de emoción y excitación, eso mismo percibía en el cuerpo de la audaz monjita. Sus gemidos rebasaban a los míos, sentí que se estremecía, sus piernas flaqueaban y sus caderas se movían en lo que identifiqué los claros movimientos coitales, lujuriosamente coitales. Ella, tomó suavemente mi cabeza para tirar de ella y hacerme erguir. Llena de pasión, excitada por sentir las manos de ella, me enderecé. La vi a los ojos, su mirada era lánguida, esa mirada, posteriormente supe que indicaba feroz excitación, o el tierno embeleso de la mujer enamorada.
– No sigas así… por favor… ahora debes… pues sí, quitarte la ropa para hacer lo…
– Sí, sí… ahora lo hago querida Lupita… pero, ¿por qué no lo haces tú?
La vi sorprenderse; gimió una vez más, enjugo su rostro; al retirar la mano su sonrisa era parca pero alegre, y dijo:
– ¿No te parece un exceso?
– Para nada querida, para nada… pues sí, hacemos lo acordado… aunque es más placentero hacerlo una con la otra.
Pensé el enorme placer obtenido por mí, y ella también a no dudar, por haber sido la que la desnudó. Ella, sonriendo con más amplitud, dijo:
– ¿No te parece que estamos yendo… muy lejos, querida?
– ¿Y qué si así fuera?, ¿no sentiste bien bonito que haya sido yo la que te quitó el horrible hábito?
Titubeó, su sonrisa casi desaparece, luego la amplió, y dijo:
– No puedo mentir, tampoco ser hipócrita; sentí hermosas sensaciones cuando estabas… desnudándome… pero…
– Nada de pero, también sentí esas sensaciones cuando te quitaba la ropa, ¿no crees que ahora vamos a sentirlas en sentido inverso, tú porque me desnudas, y yo porque me estás desnudando? ¿No crees que así seríamos consecuentes con lo que… pretendemos hacer?
No dijo más. Respirando agitada, jadeando realmente, se acercó, tomó el botón de mi saco formal, lo desabrochó; luego, con jadeos en ascenso, lo retiró de mis hombros. Lo tiró el piso, y eso me hizo sentir placer: denotaba el éxtasis de la monja por la excitación clara del desnudarme. Sus dedos torpes tardaron en retirar la botonadura de mi blusa; cuando las tibias manos tocaron mis hombros por la necesidad de sacar mi blusa, cerró los ojos, jadeó intensamente, sus manos deslizaron la prenda, al mismo tiempo, ¿intencionalmente? deslizaba con lentitud las manos por mi piel, me veía con mayor languidez; sus ojos se posaron ansiosos en mis senos protegidos por el fino sostén con ricos encajes opacos, no por esto menos cruel que el horrible retirado de los hermosos palomitos de la bellísima monjita.
Acezaba, sus ojos no perdían detalle de la tela, de lo poco que se veía de mis chichis, estaban fijos allí, con sus manos tocó los encajes quizá satisfaciendo su idea inicial de sentir la suavidad de la ropa fina; sólo fue un instante, porque enseguida, fue obvio, la tela no le importaba, y sí sentir la suavidad de mis chichitas, hermosas en realidad confirmé ese mismo día, apretó, acarició con la palma de las manos mis dos chichis, seguro pensando en verlos y tocarlos sin la ropa horrorosa a pesar de ser tan fina, pasó las suaves manos a mi espalda para desabrochar el sostén; al hacerlo el abrazo inevitable, mis manos no se retrasaron ni un segundo para ir a la espalda desnuda de la monja singular, apreté, apretó, los rostros se elevaron para ver a la otra, las miradas eran de franca excitación, y las manos empezaron una suave y lenta caricia por la espalda de la otra, las mías llegaron al borde de las lindas nalgas de la jovencita, y gemí del placer de imaginar las manos acariciando libremente las nalguitas casi adolescentes,
Sonreí, me imitó; suspiró; milésimas de segundo después lo inesperado: la monjita posó sus labios en los míos con cierta timidez, con los ojos cerrados, saboreando la delicia del ósculo quizá siempre imaginado, y luego, para mi sorpresa, lamió mis labios, Dios, nunca pensé en una emoción como esta, sentir lengua ajena en mis labios; me estremecí y quise sentir la inversa, es decir, sentir la emoción de lamer labios ajenos, y, al pensarlo, todavía más excitada, la emoción se multiplicó pues los labios ajenos eran de mujer, además, ¡de una monja!, y el conjunto de violaciones a las estrictas normas aprendidas incrementó muchísimo mi tremenda excitación al grado de detonar lo que ahora interpreto como mi primer orgasmo en la vida, y de ese hermosísimo momento.
Apretó el abrazo, también su boca; la punta de la lengua se insinuó entre mis labios, y yo, instintiva, los abrí, y la lengua ajena penetró mi boca y yo aumente la percepción de explosión recorriendo mi cuerpo y produciéndome el placer sexual nunca sentido, ni siquiera imaginado. Al mismo tiempo escuché sus gemidos y sentí sus propios estremecimientos casi de la misma intensidad de los míos, y supe que ella también había explotado. Mientras el beso se acentuaba, manos de la monjita retiraron el broche del sostén, luego lo sacaron por los hombros, enseguida el beso dulcísimo se suspendió; la monja deseaba ver mis chichitas desnudas; mis pezones estaban tensos, parados, sensibles, y ella, Dios de los Cielos, puso sus dos palmas de las manos a acariciar con suma suavidad extrema y tierna ambos pezones, rozándolos apenas, mientras me estremecía con más y más placer;
No quise permanecer al margen, por esto la imité y acaricié con las palmas de mis manos las deliciosas y hermosas chichitas de la jovencita venida monja. Ambas nos veíamos con miradas lánguidas y sonrisas de hembras excitadas; el placer recorriendo mi cuerpo no paraba, hasta me hacía gemir un segundo sí y el siguiente también, ella lo mismo, apretó mis chichitas, apreté las suyas, las sonrisas se ampliaron, y las manos pusieron a sus dedos a acariciar los parados pezones y estos enviaron placer a los cuerpos, y, en mí, seguro en ella también, se centraba ese placer en la mitad de mi puchita llena de pelos a estas alturas bien mojados. No lo sabía a ciencia cierta, pero así los sentía. Por esto quise apresurar el retiro de mi panti para así quedar plenamente desnuda, mucho me estremecí al pensarlo, para propiciar la continuación de las caricias por el resto de mi cuerpo.
Estábamos embebidas una de la otra, ella dejó mis chichitas para ahora, en efecto, ir a meter los dedos al reborde superior de los calzones para luego, así hice yo, sacarlos por mis tobillos; no perdió tiempo, se irguió para solazarse con mi bella desnudez, y hacía aspiraciones intensas, seguro degustando y gozando de mis olores sexuales; mirar que me veía arrobada fue placer indescriptible, tan bello como las ricas explosiones estremecedoras que continuaban perennes recorriendo mi cuerpo, más cuando las ricas manos, que parecían cumplir mis órdenes, empezaron a acariciar lo que tenía más a mano, claro, las mías imitaron a las otras, y, caray, así se inició la escalada de placer entre las dos. Tocarse dos mujeres, una a otra, es lo más enternecedor y amoroso que pueden hacer las mujeres cuando se aman, incluso en el preámbulo de la profundización de las caricias francamente sexuales. Las manos iban y venían por los cuerpos, yendo del rostro hasta los pies – ella inició esta linda forma de acariciar amando – pasando por los vellos de las puchas, ¡palabra sacrílega!, pero lindísima en ese y posteriores momentos; ahora estaba comprobando la humedad de los hermosos pelitos que veía y mis manos tocaban.
Ella detuvo una de sus manos en mi puchita – así pensé la palabra en ese precioso momento, me enardecí – la otra tomó uno de mis pezones y la primera inició un ir y venir por mi pucha anegada desde el vértice hasta lo más atrás que le era posible, actuando como su imagen en el espejo, toqué su pezoncito, mi mano recorrió la preciosa puchita con vellos suaves y mojados, los estremecimientos me sacudían, incluso llegué a pensar en una posible caída pues mis piernas temblaban casi sin parar, las de ella, comprobé, también se sacudían. Cerró los ojos y me abrazó sin retirar su mano de mi puchita, y en ese momento metió un dedo a la raja de entre los labios, y, Dios de los Cielos, mis muslos se abrieron para facilitar la caricia, y, al mismo tiempo, sentía lo que nunca imaginé que se podía sentir, gemí y mi garganta deseaba gritar; una vez más el espejo, mi dedo índice hizo lo mismo que el ajeno,
y, al sentir la charca de esa puchita con tan lindos pelitos y jugos, los estremecimientos aumentaron considerablemente, y más cuando el dedo ajeno acarició mi clítoris, y, al reciprocar buscando ese puntito endurecido, los mutuos gritos empezaron; intuitivamente las dos acallábamos esos gritos pero nuestras nalgas se movían como cuando vi las de la monja en el frenético movimiento de coito, lo mismo hacían las mías; las bocas se buscaron mientras las manos en las espaldas apretaban como queriendo impedir la huída de la acariciada, y el beso más pasional de esa mañana inolvidable se profundizo con lenguas móviles en extremo mientras los dedos en las puchas cobraban más movilidad que las lenguas, y, no sé cuánto tiempo después, los gritos no pudieron ser acallados, los estremecimientos de ambas fueron tan intensos que caímos al piso sin sacar los dedos de los mares rodeados de pelos, brillantes de jugos.
Gemimos abrazadas, besándonos con pasión mientras los dedos en las puchas seguían en la incomparable e insustituible caricia en los respectivos clítoris. Ella, quizá con las antenas de alerta desplegadas al máximo, suspendió el beso, me miró lánguida y excitada, sudando, acezando, y dijo:
– Ya querida, ya… ha pasado el tiempo… debemos ser discretas, querida, por favor… no quisiera terminar… pero, tú sabes, debemos…, hasta estamos gritando… peligrosamente.
– Sí, sí, mi amor – al decirlo me estremecí aumentando mi orgasmo – ya mi amor ya… me levanto…
Nos levantamos.
Nos besamos nuevamente, ahora con deliciosa ternura y precioso amor naciente. Tocó con suavidad mis sensibles pezones, y con eso debí encorvarme por la delicia de la caricia, lo mismo hice y ella gimió. Su mano inquieta y suave volvió a mi pucha, metió los dedos, la imité, ahora los dedos se clavaron hasta penetrar en mi vagina, y eso, por la Vida de Cristo, me hizo gritar de placer pues al mismo tiempo el dedo pulgar de la divina monja presionaba mi clítoris sensible en extremo y con eso detonó un nuevo orgasmo, maravilloso orgasmo. Y la caricia de espejo operó lo mismo en ella, solo que mis dedos no se clavaron tanto como los de ella, pero no obstante eso, su orgasmo fue tan o más intenso que el mío.
– Ya, ya… insistió la monjita.
Nos separamos. Vimos la ropa regada, tirada en el piso; echó a reír con alegría, y yo lo mismo. Luego dijo:
– Lástima… pero no, nada de lástimas… ¡fue maravilloso, mi amor!
Replicaba el calificativo, y me enterneció todavía más. No pude dejar de besarla; respondió con mucho cariño y más ternura. Dijo:
– No creo tener tiempo para… sentir y saborear tu ropa, querida…
Pensé un segundo, y eché a reír incontenible; dije:
– Claro que tendrás tiempo… y más que el imaginado: te dejo mi ropa interior… no me importa irme vestida nada más con el traje. ¿Quieres?
– ¡De veras me dejas… tu ropa…!
– Claro, mi amor… ¿la quieres, la deseas?
– Por los mil demonios… si ese fue… caray, mi deseo… pero fue más bello lo que… nos pasó, ¿no crees?
– Ay, querida, mi amor, no sabes cuánto gocé; de aquí en delante seré una empedernida pecadora…
– ¡Yo también!
Enseguida recogió mis finos encajes: fondo, pantaletas y sostén; con suavidad y cierta premura se los puso, yo acariciaba sus chichitas y sus nalgas, y su rostro. En un minuto estuvo de nuevo disfrazada de monja, no pude dejar de pensarla así, y luego, con más premura y nerviosismo, recogió sus horribles prendas interiores y las metió a un cajón del escritorio: Ya veré después cómo saco estas horrorosas cosas. ¿No te vistes querida?
Vino y me besó con mucho amor, y más ternura. Luego me entregó la blusa. Me la puse. Tenía mi falda en las manos, sonriendo amorosa me la entregó, me la puse; después recogí el saco del traje y con él cubrí mi torso desnudo, la tela de la blusa era bastante transparente. Suspiró en varias ocasiones, y me besó con un beso lindo y cariñoso, para enseguida decir:
– Ay, mi amor… no pensaba en esto… ¡fue hermoso!, no sabes lo lindo que siento tener puesta tu preciosa ropa… no sé, no me la voy a quitar hasta que se deshaga en pedacitos…
Su risa fue un placer más, agregó:
– ¿Puedes venir pasado mañana?, yo quisiera mañana mismo, pero tenemos la visita de una señoronas… ¡odiosas!, la verdad. Entonces, ¿te espero pasado mañana a la misma hora?, veré la forma de justificar una prolongada reunión contigo,
Más risas alegres, después me besó, y dijo:
– Ni modo, debemos salir; deben estar curiosas, preocupadas.
Metió la mano bajo mi falda y los dedos a mi raja, al sacarlos se los metió en la boca, y dijo:
– Sabe rica… tu humedad… ¿me dejarías tomarla con… mi boca?, digo, pasado mañana.
Yo estaba perpleja, además de nuevamente excitada, asentí sin poder hablar pues imaginaba su boca en mi pucha, eso me desconcertaba además de despertar inmenso deseo de sentir su boca precisamente allí donde tengo tanto y tantos pelitos. La besé; abrió la puerta sin dejar de reír salí del despacho sintiendo entrar el aire hasta mi gozada y todavía encharcada puchita. La ausencia de ropa, tener conciencia de estar desnuda bajo el formal y elegante traje sastre fue otro rico, imprevisto y colosal placer. En la calle me sentí todavía más excitada por saber que en cualquier momento alguien podría percatarse de lo desnudo. Camino a casa, en un alto, dentro del auto subí mi falda para ver mis pelos, sonreí; al reanudar la marcha, la falda quedó arremangada. Entonces, sin orden previa, los dedos de mi mano libre se metieron entre los muslos primero y luego a mi raja… ¡por primera ves en mi vida me tocaba la pucha fuera del baño!, no paré en esto, mis dedos repitieron las recordadas caricias de los dedos de la bella monjita y no pararon hasta hacerme repetir los gritos orgásmicos, gritados casi a todo pulmón plenamente consciente de no ser oída pues el ruido imperante impedía a cualquiera darse cuenta de mis gritos de placer.
Al estacionar el auto en mi casa, saqué los dedos casi estilando jugos y, ruborosa en extremo por el desacato a cometer, chupé los dedos pensando en la petición de la monja adolescente de poner su boca en mi pucha para saborear mis jugos, y, Dios de los Cielos, el sabor me subyugó, mucho más si se considera la concurrencia de intensos olores provenientes, en mis dedos, de mi anegada y rica puchita y para incrementar geométricamente mi excitación sexual.
CLOTILDE.
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