UNA DIFICIL DECISIÓN
Desde muy jovencita me sentí inclinada a la vida religiosa. Mi familia, muy conservadora, fue moldeando mi carácter y mi manera de vivir dentro de las más estrictas normas de moral católica, lo cual hizo que mis pasos se dirigiesen a la vida en relig.
UNA DIFÍCIL DECISIÓN (1)
Desde muy jovencita me sentí inclinada a la vida religiosa. Mi familia, muy conservadora, fue moldeando mi carácter y mi manera de vivir dentro de las más estrictas normas de moral católica, lo cual hizo que mis pasos se dirigiesen a la vida en religión.
Cuando desperté a la sexualidad, sentí con naturalidad las transformaciones que mi cuerpo iba experimentando, y el único problema que tuve fue el mantenimiento de la virginidad, ya que los chicos con los que alternaba en el instituto siempre estaban dispuestos a disparar sus dardos contra cualquier compañera que se pusiera a tiro, tratando de llevársela al huerto. Pero supe mantenerme en mi sitio, no sé si ayudada por Dios o porque mi temperamento y mi sexo eran bastante pasivos y llevaderos. Vamos, que no me costaba demasiado trabajo no tener relaciones sexuales, pese a que los chicos me gustaban, y mucho.
De tal modo fueron pasando los años, hasta que llegué a la Universidad, y me mantuve en la observancia de las normas religiosas católicas, es decir, no permitir que ningún chico se propasara ni, por supuestos, tener relaciones sexuales con nadie. Así, un año y otro año, hasta que ya con 21, mi madre me insistió en que acudiera con ella a unos ejercicios espirituales que iba a impartir un sacerdote muy conocido en mi ciudad.
Este sacerdote despertó en mí sentimientos ignorados hasta entonces: Nos hablaba de la vocación cristiana, de la vida religiosa, de la necesidad de la iglesia de que hombres y mujeres (en este caso solo nos hablaba a mujeres) se comprometieran con ella y entregasen su vida a la vida en religión. En definitiva, me metió en la cabeza la idea de que si ingresaba en alguna comunidad religiosa, la que considerase más afín a mi manera de ser, tendría el cielo ganado.
Desde esos días, entregada a la meditación y a la espiritualidad, sentí la llamada de Dios, cada vez más persistente y directa. Lo hablé con mis padres y con mi hermana mayor, tan estricta como toda la familia en la observancia religiosa, y no solo no se opusieron a la idea, sino que me animaron a iniciar la senda de la entrega a la religión. Tan solo me sugirieron que terminase mis estudios universitarios de Derecho antes de ingresar en la vida religiosa. Ello me movió a redoblar mis esfuerzos (siempre fui una buena estudiante) y dos años después, obtuve la licenciatura en la Universidad de Sevilla, en España.
Pocos meses después, y tras mi último verano «normal», ingresé como novicia en una Comunidad de religiosas dedicadas a la enseñanza. Mis estudios universitarios me resultaron muy valiosos a la hora de simplificar los estudios de filosofía y de teología, por lo que en un tiempo relativamente corto, profesé en religión, hice mis votos perpetuos y fui consagrada como monja por el Obispo de la diócesis.
La vida en comunidad no me resultaba especialmente difícil, ya que éramos pocas religiosas y el centro donde empecé a impartir clases hacía años que habia recurrido a la contratación de profesoras seglares. Muy pronto empecé a relacionarme mucho con estas jóvenes profesoras, ya que por su edad, estaban más en sintonía con su mentalidad, ya que pese a las muchas cosas que me unían a mis hermanas en religión, todas ellas eran de edad madura y poco acorde en su forma de ver la vida y el mundo al de una chica de 28, que era mi edad cuando por primera vez me puse ante un grupo de alumnas, de mis alumnas.
Todas las jóvenes veían en mí también a una chica algo mayor que ellas, pero que podía sentirme más cercana a sus dudas y a sus problemas que las venerables monjas de 50 o 60 años que eran todas las demás religiosas de la Comunidad. Pero no, no crean que ninguna alumna me tiró los tejos ni que yo me sintiera atraida por ninguna, pese a que las había muy lindas y sin duda, atractivas para cualquier varón, de hecho la mayoría de los problemas que me confiaban estaban relacionados con las relaciones sexuales que, unas con mayor profundidad que otras, mantenían con sus novios o amigos.
Mi vida, pues, era satisfactoria: Mi vocación religiosa la vivía en plenitud, mi espiritualidad no se veía perturbada, mi ascendiente sobre mis alumnas era grande, y la convivencia con las demás religiosas era armónica y bien sobrellevada, pese a las manías o a las indirectas que algunas veces me lanzaban las más conservadoras, que interpretaban que ponía demasiada atención a lo que me contaban las alumnas de su vida personal. Pero siempre tuve palabras dulces hacia mis hermanas de religión, fui delicada y comprensiva con ellas, y me supe ganar su afecto y consideración.
Así pues, mantuve sin mayor esfuerzo -sin duda, era yo lo que se suele decir una mujer «fría» en lo sexual- mi celibato, y nada perturbaba mi vocación. En resumen, era una joven feliz, entregada a su vocación religiosa, que a cambio de nada, vivía mis días en Comunidad y trasladando mis conocimientos a la juventud femenina que pertenecía a aquel centro como alumnado.
Así fue todo hasta que el destino trastocó todo lo que Dios y yo habíamos diseñado para mi vida. Pero eso seguiré contándolo en otro capítulo.
Dejar un comentario
¿Quieres unirte a la conversación?Siéntete libre de contribuir!