UNA DIFICIL DECISIÓN (II)
Sí, en efecto, nunca me podria haber planteado el giro copernicano que las cosas iban a dar en un corto espacio de tiempo..
En efecto, en pocas semanas las cosas iban a cambiar -y mucho- en mi ámbito personal. De una parte, la llegada del verano me permitió hacer una escapada a la casa de veraneo de mis padres, en una concurrida playa del sur. Tenía yo ya los 30 cumplidos, y sin embargo, mi vista no estaba habituada a ciertas cosas, ni mi espíritu me permitía autocomplacerme en la contemplación de estas mismas cosas.
Muy posiblemente influida por las confidencias de mis alumnas, cuando empecé a ver en la playa esos cuerpos atléticos de chicos jóvenes, mi instinto, o mi sexto sentido si quieren llamarlo así, me indicaba que eso era una parte de la obra de Dios, que había creado la belleza en el cuerpo humano. Pero cuando también ví a numerosas chicas practicando top-less, con su pecho al aire, comencé a darme cuenta de que la educación y la moral se estaban perdiendo en España. Aunque me planteé… «¿Y si la que he perdido no la moral ni la vergüenza, sino el tiempo, he sido yo?». Todo ello contribuyó a que en esos días tuviese mis primeros sueños eróticos ¡a los treinta años de edad!, y también, a que empezase a mirarme al espejo de mi cuarto de baño cuando salía de la ducha para decirme que yo también había sido tocada por la varita mágica de Dios, pues mi propio cuerpo me gritaba a voces que estaba muy bien hecho, que estaba reclamando alegría y disfrute y que no era justo tener todo eso escondido debajo de un hábito de religiosa.
Sí. por primera vez me masturbé, torpemente, pero me masturbé. ¡Con 30 años! Mi orgasmo quedó en un sentir y no sentir, pues en cuanto percibí las sensaciones indescriptibles que el sexo nos tiene guardadas (en mi caso, en un baúl con siete llaves), me asusté y corté por lo sano, tratando de suplir mi pecado con rezos y más rezos y arrepintiéndome de mi pecado. A qué punto de desazón llegaría mi estado de ánimo que hasta mi hermana, que ya tenía 32 años, me lo notó, y tras la cena familiar de aquel día, acudió a mi dormitorio con un pretexto fútil y empezó un interrogatorio que tenía por objeto, indudablemente, que yo le abriera mi cofre secreto y le contara lo que me había sucedido.
Nada más comenzar a preguntarme, yo negaba con la cabeza a todas sus preguntas e insinuaciones, pero mis ojos eran un mar de lágrimas, lo que dejaba en evidencia lo que salía de mis labios. Como buena psicóloga que era, se dió cuenta de que por ahí solo conseguiría que yo me encerrase aún más en mi caparazón, por lo que con mucha delicadeza volvió a la reunión familiar y me dijo que antes de irse a dormir pasaría a verme de nuevo, para comprobar si estaba ya más calmada.
Mi hermana volvió ya bien entrada la noche. ¡Y como volvió!. Ella, tan puritana y tan recatada, se introdujo en mi alcoba cubierta por un corto camisón semitransparente, y sin ropa interior alguna, lo que me permitía no adivinar, sino ver completamente, sus dos hermosas tetas, erectas y perfectamente redondeadas, un culo de infarto que nada tenía que envidiar (al contrario) al de las chicas más jóvenes que había visto en la playa, y un negrísimo vello púbico, abundante pero bien recortado, que formada un perfecto triángulo sobre su sexo.
Me sentí morir. Ella, percatándose de mi turbación, me tranquilizó en seguida, diciéndome «creo que si quieres contarme o consultarme algo, lo más oportuno es que no haya barreras entre nosotras, y que me muestre ante tí tal cual soy». Por momentos creí morir, me faltaba la respiración, y cuando sentí que por mis muslos bajaba un abundante caudal de líquido procedente de mi coño, me sentí tan avergonzada que instintivamente me llevé las manos a mi zona vaginal, lo que solo sirvió para darme cuenta de que mis bragas estaban completamente empapadas por «aquello» que fluía de mi coño, y que hasta entonces, jamás había visto en mí ni percibido en ninguna otra mujer.
Mi hermana, la responsable, la puritana, la virtuosa… me llevó al cielo del gozo en aquella noche memorable. Pasé de la ignorancia a la sabiduría, de la inocencia a la experiencia, de la ortodoxia a la libertad y de la negación de la realidad al amor terrenal, puro y duro. Una noche inolvidable, cuyos detalles no relataré, para dejarlos a la imaginación de los lectores. Baste con decirles que juntas, disfrutamos salvajemente de nuestros cuerpos y que los sucesivos orgasmos que íbamos teniendo al practicar toda clase de locuras posibles, nos redujo a la calidad de simples personas adultas, reprimidas durante muchos años, y cuya sexualidad lo arrasó todo como un tsunami en una sola noche y madrugada de pasión.
Describir lo que esa noche significó en mi vida posterior, es algo inimaginable.Por lo pronto, al día siguiente me inventé una llamada de mi Comunidad de religiosas, urgiendo mi presencia en el Centro. ¡Solo llevaba tres días en la playa!, me comentaba mi madre, pero aduje la importancia de una cita en mi residencia y me despedía con la promesa de que si terminaba con brevedad, volvería con ellos a seguir disfrutando de mis vacaciones.
DISFRUTANDO. Esa era la palabra clave. No quise ni despedirme de mi hermana, pues sabía que si la veía, me iba a resultar imposible mantener mi decisión de marcharme. Pero en mi cuerpo ya había quedado grabado a fuego el sentimiento del placer, y ese ya me iba a perseguir, afortunadamente (aunque eso lo comprobé más tarde) el resto de mi existencia.
Llegué a mi destino, con mis queridas monjas, a las que pretexté que el mundo que había visto en esos días no estaba hecho para mí. Esas venerables hermanas se deshacían en elogios hacia mí, alabando mi virtud. Pero claro, en pocos meses se iba a comprobar que mi virtud, desde aquella noche de disfrute ciego, era algo impostado y que quedaba en el pasado de mi vida.
Pero lo que vino a suceder será objeto del tercer y último capítulo de esta narración.
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