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Lesbiana

UNA DIFICIL DECISION (III)

Para mí resultaría muy sencillo decir que lo vivido en esos breves días de playa me habían traumatizado. Pero no sería verdad..
En efecto, cuando de forma precipitada decidí regresar a mi vida conventual, no llegaba a la que era mi casa con un trauma ni con una pesadumbre por la transgresión a las normas que había protagonizado. Al contrario, me sentía liberada, consciente de mi nueva realidad, aunque por supuesto, decidida a que mis experiencias quedasen para mí.

Ni que decir tiene que ya aprendí a darme placer por medio de la masturbación, que practicaba casi a diario, y que el sexo empezó a tener en mi mente un lugar preeminente. Las horas del día se me hacían más cortas, tal vez porque las vivía más intensamente, y mi relación con las hermanas monjas, con mis compañeras profesoras seglares… y sobre todo, con mis alumnas, se hizo mucho más fluida y libre de encorsetamientos. A hurtadillas, me daba un suave maquillaje cada mañana, ante de ir al aula que tenía asignada, y hasta yo mismo percibía un nuevo brillo en mis ojos, que me hacía mas guapa y atractiva.

Esto lo comprobé no solo por lo que el espejo me transmitía, sino porque empecé a recibir  anónimos y «cartitas» de algunas alumnas que me las dejaban en los lugares más insospechados: mi carpeta de control, su cuaderno de clase cuando me los entregaban para alguna corrección y hasta en algún párrafo entrecomillado de algún que otro examen. Naturalmente que yo hacía oidos sordos a todas estas manifestaciones, pero cuando en la soledad de mi habitación las releía por las noches, la imagen de la alumna de la que se tratara volaba a mi imaginación y la veía a mi lado, haciendo el amor y apurando el sexo con la masturbación.

Fué más o menos por el mes de noviembre cuando la Superiora nos comunicó formalmente que ante a avanzada edad de dos de nuestras hermanas, iban a ser trasladadas a una residencia de mayores, lo que prácticamente, nos iba a dejar «en cuadro». Y que comunicada esta circunstancia por la Madre Provincial al Obispo de la Diócesis, éste había autorizado que desde la misión que manteníamos en la India, se incorporasen a nuestra Comunidad un cierto número de aspirantes al noviciado que se ocuparían de las labores más duras de la Casa, no teniendo así que recurrir a personal contratado, lo cual resultaba imposible para nuestra economía. ¡A tal grado de decadencia habíamos llegado!

Pasada la Navidad, llegaron cinco muchachas (por llamarlas e alguna manera) hindúes. A primera vista llamaban la atención por su extremada delgadez (se diría que estaban famélicas y casi enfermas), pero también se percibía en ellas una mirada triste procedente de los enormes ojos que casi les llenaban la cara. En mí surgió una intensa necesidad de acoger a aquellas crías (ninguna superaba los 19 años) con la mejor disposición, sin recelos, sin asomo de racismo pese a la diferencia de idioma, de color de piel, de facciones y de situación personal. Fui designada por la Madre Superiora para regularizar su estado en el convento, y aparte de subvenir a los trámites legales que no viniesen ya realizados desde la India, tuve que iniciarlas a la vida en comunidad, comenzando por buscarle unos hábitos que les vinieran medio bien en tanto se les hacían hábitos nuevos, ya que por su extremada delgadez, en los hábitos que teníamos procedentes de otras religiosas, sobraba tela por todos lados.

Tuve que enseñarlas a bañarse, a ducharse, a usar compresas higiénicas, e incluso a usar sujetador, ya que sus diminutas tetas nunca habían estado encerradas entre las copas de un cruzado mágico ni por supuesto de un wonder. Tengo que decir que para mí no resultaba excitante ninguna de estas operaciones, ya que las hacía con un sentimiento de misericordia y de cariño recto que me impedía dejar lugar a otras figuraciones mentales.

He de decir que el cambio fue radical: cuando las otras religiosas vieron a aquellas chicas limpias, aseadas, bien (o regular) vestidas y calzadas, casi no reconocían a las cinco niñas que bajaron de un microbús a la puerta de nuestra Institución unos días antes.

De entre todas ellas,me llamó la atención la llamada Anantha, que no sabía una palabra de castellano, pero que con la mirada sabía expresar su gratitud y su cercanía. Tal era la negritud de sus inmensos ojos que parecía que la noche habitaba en ellos. Pero además, a sus 18 años, cuando llevaba dos semanas entre nosotros, haciendo una vida occidental, comiendo debidamente y descansando por las noches de forma adecuada, dejaba ver una transformación absoluta, en su actitud abierta y alegre, y sobre todo, en su físico, que más rellenito y compacto, apuntaba ya en tan pocos días lo que podía ser en breve tiempo. Y de similar manera fueron evolucionando sus otras cuatro compañeras, de manera que pronto fueron una fuente de alegría para la Comunidad con sus risas, con su alegría al realizar las labores de la Casa y con la seguridad que les proporcionaba el saber que habían renacido a la vida.

Fue Anantha quien se hizo más próxima a mí. Cuando yo la llamaba por su nombre para interesarme por ella o par sugerirle que me prestase alguna ayuda, fue ella quien me dijo a una de mis llamadas: «Si, yo Anantha, y tu, como es tu nombre?». Entre risas le dije que me llamaba Madre Macarena, lo que tuve que explicarle enseñandole una fotografía de la Virgen de la Esperanza Macarena, tan venerada en Sevilla. Ella  besó  la fotografia, pero diciendome a continuación: «Sí, la Macarena es muy guapa, pero tú eres más guapa», lo que motivó mis risas y una pequeña regañina, porque decir eso en Sevilla es casi una blasfemia.

Así transcurrían los días en aquella Casa que se había visto alegrada y rejuvenecida por la presencia de las cinco jóvenes hindúes, a quienes por expresa instrucción del Prelado, no estaba autorizado el contacto con las alumnas mientras que no iniciasen formalmente su noviciado religioso, ya que por el momento, eran solo unas acogidas a nuestra Casa de Religión.

Pero mientras tanto, mi afinidad y mi cercanía a Amantha iban en constante aumento, siempre dentro de la más absoluta discreción. Al cabo de cuatro meses, su figura era irreconocible: Había engordado más de veinte kilos, había aumentado dos tallas de sujetador y su culete respingón ya no cabía en el uniforme que apresuradamente se le había apañado cuando llegaron por enero. Vaya, que ya era una chica que sin cumplir aún los 19, llamaba la atención, con una cara exótica preciosa, los mismos ojos de siempre pero dotados de alegría y expresividad y hablando ya un aceptable castellano que le permitía enjaretar frases bien construidas y mantener una conversación.

Ya en plena primavera sevillana, las temperaturas obligaban a ir desprendiéndose de prendas de abrigo, y así, en una tarde de trabajo en mi habitación, estaba yo vestida con un camisón corto y una braguita, sin sujetador, mientras corregía trabajos de mis alumnas. Tocaron a la puerta de la celda, y me dijeron «Macarena, vengo a traerte café», pues en mi obsesión por el trabajo hasta me había olvidado de bajar a merendar. Cuando le dije «adelante», y Amantha me vió así vestida (o casi desvestida), con el camisón a medio muslo, con los brazos libre de toda manga y mis hermosas tetas moviéndose provocadoramente debajo del camisón, la chica no supo otra cosa que balbucear «Ma…ca…re…na…», mientras me dejaba el café sobre mi mesita y salía apresuradamente de mi aposento.

Juro por Dios que en ningún momento fue una situación provocada. Yo ya tenía 31 años, y aunque desde aquel día del pasado verano en una playa del sur, en el que mi hermana y yo vivimos la loca pasión entre dos mujeres, mi vida sexual se limitaba a la masturbación secreta y silenciosa, sin que trascendiera lo más mínimo a mi entorno.

Pero aquella visión de Amantha casi asustada al verme en semidesnudez, me despertó de nuevo un sentimiento de deseo, casi lujurioso, junto a la necesidad imperiosa de sentir un cuerpo latir junto al mío. Y desde entonces supe que ese cuerpo iba a ser, tenía que ser, el de Amantha, la chiquilla de la India que había llegado toda famélica y con aspecto enfermizo a Sevilla unos meses antes.

Yo estaba segura -me lo decía mi sexto sentido- que ella había tenido una sensación semejante a la mía, de ahí que se asustara y saliera casi corriendo. Así pues, todo consistía en comprobar si esa impresión era real o imaginaria, y yo aposté fuerte por comprobarlo.

Convencía la Madre Superiora de que era necesario comprarle nuevas ropas a Amantha y  a las demás chicas antes de que iniciaran el noviciado a la vuelta del verano. También la convenci para que nos dejara vestir ropas seglares para ir de tiendas al centro de Sevilla, para que nuestra presencia no llamase la atención  entre los viandantes o los clientes de las tiendas. Así que le comenté a Amantha que necesitaba ropa de seglar y ropa interior, y que ya le estaban preparando dos hábitos nuevos para su estreno en la vida de religión en el siguiente mes de septiembre. La vestí con unos jeans míos, que le venían como anillo al dedo, y que mientras se los ponía se volvía de espaldas a mí para que yo no advirtiese la turbación de su rostro ni la respiración agitada de su pecho, ene el cual sus tetas se le salían por los bordes de un sujetador a todas luces insuficiente para dar cabida a tan hermoso caudal de glandulas mamarias. También vistió una blusa mía suelta de color discreto, y unas zaopatillas de suela de esparto que le llamaron mucho la atención. Por mi parte, yo me desvestí completamente delante de ella para ponerme bragas limpias y sujetador, siendo muy significativo  que ya no volviera la cara ni cerrase los ojos, antes bien, los abría como platos para ver el esplendor de mi intimidad. También me puse jeans, una camisa blanca bastante ceñida y una bailarinas como calzado. Y de esta guisa, salimos las dos del Convento en una tarde de junio, para ir al Centro de Sevilla y comprar ropa para Amantha.

Yo manejaba bastante dinero para lo que era normal en el Convento, ya que la buena posición económica de mis padres les permitía pasarme cada mes una buena asignación que yo mantenía a buen recaudo en mi cuenta bancaria, haciendo un uso muy corto de mi tarjeta, por lo que el saldo de mi cuenta era de bastantes ceros. Por tanto, me dispuse a regalarle a Amantha todo lo que necesitase. Fuimos a comprarle faldas, pantalones, vestidos, blusas, camisetas… y por supuesto, braguitas, culottes, tangas y sujetadores ajustados a la nueva realidad de sue preciosas tetas.

Amantha se sentía abrumada pero feliz. Y el éxtasis le llegó cuando, estando probándose un sujetador de una afamada marca, toqué suavente en la puerta del probador, a lo que oí las palabras mágicas: «Entra, Macarena», y el sonido de un cerrojito al descorrerse.

Evito decir lo que ví en ese momento. Un cuerpo perfecto, lleno de curvas rotundas, un pubis con un vello rizado y oscuro, un pecho casi exhuberante y una vulva -lo que se podía ver tras la mata de pelo- cerradita y muy gruesa. Sin palabras, cerramos el cerrojito, nos abrazamos y nos besamos locamente, mientras yo me desnudaba también de forma apresuradamente para que ese cuerpo maravilloso se uniese al mó en uina tarde sevillana necesitada de un amor como el nuestro.

Llegamos al convento. Tras ir hacia nuestros aposentos tras la cena en Comunidad, esperé pacientemente su llegada. Esta vez no tocó a la puerta, sino que directamente se vino hacia mí para llenarme otra vez de besos y caricias. Rapidamente hicimos el amor, frotamos nuestros coños, bebimos simultáneamente de nuestros jugos un un 69 interminable y nos jurábamos amor eterno.

Cuatro semanas después, se dió por terminado el curso, y cada noche de este entreacto nos volviamos a ver y a amar. Amantha y Macarena ya no eran dos, eran solo una fundidas para siempre en el crisol del amor. Con el permiso de la Madre Provincial, cada una de las chicas hindúes marchaba por unos días con una de nosotras -no le arriendo las ganancias a las pobres que les tocó en suerte la Superiora o la Prefecta- y Amantha y yo volvimos a ir a la playa del sur donde mis padre me esperaban con los brazos abiertos, aunque sin saber nada de la presencia de Amantha, que les cogió de sorpresa.

Como les cogió por sorpresa mi comunicación de que colgaba los hábitos y de que iba a iniciar una nueva vida como Abogada, proclamándome lesbiana, y declarando mi amor por Amantha.

Es curioso que parece que los padres más ortodoxos son también los más intransigentes. Afortunadamente, no fue el caso de los míos, que tras aceptar mi decisión, me dejaron convivir con Amantha bajo su mismo techo durante todas las semanas que duró aquel verano inolvidable. Hasta mi hermana se alegró «de lo mío», recordandome que ella fue quien me abrió los ojos a la vida sexual. Y así mis padres lo notificaron a la Comunidad de religiosas, con gran sentimiento de estas, de mis compañeras seglares y de mis alumnas, aunque omitiendo mi opción seual y mi emparejamiento con Amantha.

Han pasado seis años. Yo sigo siendo una bella mujer con 37 años, y Amantha, a sus 26, está cada día más guapa y me tiene más enamorada. Hemos pensado en la adopción de alguna niña, pero los trámites son largos y pesados, y lo vamos aplazando para mas adelante, aunque sin duda, todo llegará. Mientras tanto,  yo  abrí mi despacho de Abogada, que día a día aumenta su buen nombre en Sevilla. Amantha es mi Secretaria, y entre cita y cita de clientes, nos tumbamos en el sofá y hacemos el amor de todos los modos posibles.

Esta es mi historia, queridas amigas.

3663 Lecturas/30 julio, 2020/2 Comentarios/por Luis Miguel
Etiquetas: compañeras, hermana, padre, playa, sexo
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2 comentarios
  1. jimakawari Dice:
    26 agosto, 2020 en 4:32 pm

    Excitante relato, muy bien redactado y fue real?

    Accede para responder
  2. ElOriginal Dice:
    3 septiembre, 2020 en 12:13 am

    Muy bien redactado pero le faltó relatar más escenas eróticas.

    Accede para responder

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