«ÉL»
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por Yolinda.
Siempre nos creímos una pareja liberal.
Presumíamos de ello ante los demás, aunque pocos, muy pocos, alcanzaban a comprendernos.
Nos complacía causar estupor y nos reíamos en la cara de los hipócritas que nos criticaban.
¡Tanto peor para ellos! Esas personas (encorvadas bajo la carga de sus propios prejuicios), nunca reconocerían que, en el fondo de sus almas, nos envidiaban.
Ella y yo, los dos éramos uno.
Nuestra confianza, absoluta.
Nuestra piedra angular: la sinceridad.
En contra de todos los funestos pronósticos ajenos, habíamos cumplido cinco años de feliz convivencia.
Sin embargo, todo comenzó a cambiar el día que llegué a casa y les encontré en la cama.
Intentaré recrear los acontecimientos en el mismo orden en que yo los viví: ese día, les oí incluso antes de verles.
Pude escuchar gemidos y jadeos desde la puerta de entrada.
En seguida me dispuse a investigar su procedencia.
Me detuve en el umbral de nuestra habitación.
Penetró en mis fosas nasales el olor acre del sudor, mezclado con otra cosa.
Olía a sexo, sexo intenso.
¡Vaya fiesta! ¡Y a mí no me habían invitado! Me embebí en la imagen que ante mí se plasmaba, la saboreé hasta los más mínimos detalles.
Esa imagen se grabó a fuego en mi imaginación; de ahí pasó directamente al lugar en donde guardo a buen recaudo mis tesoros y trofeos más secretos.
Me excité de inmediato.
La cabeza de ella colgaba de la cama, igual que las sábanas enredadas.
Las puntas de sus cabellos rozaban las bragas de encaje negro, tiradas sobre la moqueta del suelo.
La almohada, bajo sus caderas y él, entre sus esbeltas piernas abiertas, penetrándola sin tregua.
Sus gemidos eran como una ola que encendía hasta los más atrofiados sentidos.
Subían y bajaban de intensidad, según la cadencia de los movimientos.
No me vieron, tan concentrados estaban en su propio ritmo frenético.
Liberándome de la opresión de mis ropas, me acerqué a ella.
Atrapé con mis labios uno de sus pezones, duro y aterciopelado.
Dándome la bienvenida, tomó mi miembro erecto y se lo llevó a la boca.
Tras haber aplacado la acuciante sed del deseo, procedimos a las explicaciones:
—Pero cielo, me podrías haber avisado —sugerí, fingiendo sentirme un poco molesto.
—Quería que fuera una sorpresa.
¡sé que te gustan tanto las sorpresas! —exclamó ella, abriendo aún más sus grandes ojos.
Era su genuina mirada de niña buena y adorable.
—¡Y vaya si lo ha sido! —dije, no sin cierta ironía.
—¿Es que no te ha gustado? —me preguntó, haciendo un mohín.
—Ya sabes que sí, cariño —le sonreí, totalmente arrobado—.
Sabes cuánto disfruto viéndote gozar a ti.
Y a partir de entonces.
¡Vaya si la vi gozar!
La noche siguiente, ella se esmeró en cocinar mis platos favoritos.
Puso cuidado en todos los detalles, con el fin de conseguir un ambiente tan íntimo como acogedor.
Soltó su cabellera y se vistió con un ceñido vestido sexy.
Durante toda la velada nos acariciamos con nuestras anhelantes miradas y también con los pies por debajo de la mesa.
Cada vez que ella llevaba la copa de vino a sus labios de fresa, en mi imaginación veía culminar su dulce promesa.
Ella sonreía con picardía y jugueteaba con su colgante.
Mis ojos resbalaban por el profundo abismo, tan hipnótico como inhóspito, que se abría entre sus turgentes pechos.
Y ya los saboreaba.
Tras la cena, nos acomodamos en el sofá.
Los tres.
Durante la velada, el ambiente se había ido caldeando.
A esas alturas, la tensión sexual ya se podía palpar.
Nuestra piel ardía, las miradas se encendían, los labios se humedecían, la sed acuciaba; el deseo lo engullía todo y sólo quedaba el exigente torbellino de los sentidos.
Ella decidió que había llegado el momento y me pidió que le bajara la cremallera.
Centímetro a centímetro fue abriéndose su vestido, dejando a la vista su piel desnuda.
Al fin, alcancé las nalgas, donde la cremallera terminaba, y se las acaricié por un momento.
Con un sensual movimiento dejó que el vestido resbalara por su cuerpo.
Toda la luz de la habitación se concentró, avariciosa, sobre la espléndida desnudez de la mujer.
Sin más preámbulos, montó sobre nuestro dispuesto invitado, que ya estaba preparado.
Comenzó a gemir mientras aumentaba el ritmo y galopaba, ensartándose cual intrépida y desinhibida amazona.
Mi mirada la recorría con adoración, pues su belleza se me antojaba la de una diosa griega.
Pero aún mayor era mi sentimiento de satisfacción, sabiendo que era mía.
mi compañera, mi amada, mi amante, mi niña.
Mía.
Ella continuaba cabalgando como gloriosa lady Godiva, mientras con una de sus manos se estimulaba el clítoris.
Jadeaba, parecía que la montura se desbocaba, pero no.
Aún no.
Y seguía, seguía dominándolo entre la presa de sus piernas.
De repente, reparé en que yo mismo jadeaba, intentando seguir su frenético ritmo.
Me derramé en mi propia mano mientras continuaba observándoles, completamente extasiado.
La mañana siguiente se nos pegaron las sábanas.
Debía levantarme pronto para llegar puntual al trabajo, pero me demoré un rato más.
Me resistía a abandonar la calidez del lecho y de sus tiernos abrazos.
donde, estaba seguro, un hombre podría morir feliz.
Saboreé el néctar de aquella jugosa fruta que, palpitante y madura, ella me ofreció.
Con cada uno de sus suspiros, yo sentía que se entreabrían más las puertas del Edén.
Y, en efecto, se abrieron para mí.
Acaricié con deleite los suaves pétalos de las flores y bebí en el estanque de ese angelical jardín.
Debía de haberme sentido saciado (como así había sido hasta entonces), sin embargo.
—Cada día estoy más viejo —le dije después— y tú más arrebatadora.
No es justo.
—¡No seas tonto! —ella soltó una carcajada y me arreó un codazo—.
Me gustas así.
—¿No te importa que, cuando nos ven juntos, me confundan con tu padre?
—¡Eso es lo que más me gusta! —volvió a reír, pero calló en cuanto vio mi expresión- Cariño, ¿por qué te preocupas ahora por eso? Estoy contigo.
Te quiero.
—Debe ser la crisis de los cincuenta.
—me besó— .
y que últimamente se me cae mucho el pelo.
—Uhmmm.
me vuelven loca tus canas, ¿te lo había dicho ya?
—Pues.
no recuerdo.
También pierdo la memoria —recordaba perfectamente todas las veces que, juguetona, me lo había dicho.
Disfrutaba cada vez que me lo decía.
Regresé por la tarde con ganas de retomar la entrañable escena de esa mañana.
¡No pensé en otra cosa durante toda la jornada! Penetré en el salón, aún quedaban platos y restos de comida sobre la mesa.
Un poco extrañado, me dirigí a la habitación.
La cama seguía revuelta y había bultos de ropa esparcidos por el suelo.
La llamé, pero no recibí respuesta.
Revisé todo el apartamento, nada.
Confieso que empecé a sentirme alarmado; en mi mente comenzó a cobrar forma la delirante idea de que ella se había largado.
No obstante, al fin, escuché una risita.
¡El baño! Inmensamente aliviado (y sintiéndome ridículo por mis infundados temores), abrí la puerta y les encontré juntos en la bañera.
—¡Hola! ¿Ya estás aquí? —me saludó ella, risueña.
Se incorporó, tomando asiento en el borde de la bañera.
Mis escrutadores ojos iban de él a ella.
Terminaron por deslizarse sobre ella, atraídos por su hermosa piel mojada, sobre la que brillaban como perlas las gotitas de agua.
—¿Qué hacéis aquí? —pregunté estúpidamente.
—Ven, acércate y lo verás mejor —me dijo, y obedecí sin rechistar—.
Quería sorprenderte esta noche, pero no hace falta esperar.
Salió de la bañera, majestuosa como una sirena.
Sus dedos descendieron sinuosos, acariciando su propia piel, hasta alcanzar el pubis.
Con una sonrisita y un ademán de sus dedos, atrajo mi atención hacia esa zona.
Reparé en que su piel relucía, sonrosada y fresca.
Tomó mi diestra e hizo que la acariciara, guiándome con sus propias manos.
La sentí maravillosamente tersa y suave bajo las invasoras yemas de mis dedos; se había rasurado totalmente.
—Está suave, ¿eh? Sé que así te gusta más.
—me tomó con fuerza de la mano y tiró de mí, llevándome hacia la habitación.
—Sí, mi amor —consentí, ansioso como un inexperto colegial—.
Voy a comerte enterita.
Y ése.
¡Que se vaya a tomar por culo!
A pesar de que ella siguió comportándose como mi amante/niña/amada, siempre cariñosa y complaciente, algo en mí cambió sin remedio.
Tras largos años practicando y reafirmando mis ideas liberales, sucedió lo más inesperado, lo que nunca creí posible, la peor de mis pesadillas: caer derrotado ante el despreciable monstruo verde de garras ponzoñosas.
¡¡¡Estaba celoso!!! Tan celoso que ya no podía soportar verla gozando con él.
Él, que la hacía gemir larga y constantemente.
Él, con el que yo tenía que compartir mujer, casa y cama.
Él, tan fogoso, potente y bien dotado.
Él, convertido en su favorito.
Las comparaciones son odiosas, y yo salía perdiendo en todas.
Así fue cómo se derrumbaron mis antiguos ideales, transformándome en pelele, en el desperdicio de lo que un día fui; un ser débil, roto, inseguro, frustrado, angustiado, obsesionado, patético.
Acabado.
No dejaba de preguntarme con rabia: ¿y si él nunca hubiera llegado a esta casa? ¡Maldito sea! Loco de celos, me convencí de que el único problema era él.
Y decidí actuar como un egoísta despreciable, imponiendo mi voluntad: ¡¡¡Ella era mía!!! Al final, como habréis adivinado, la perdí.
Hizo su maleta y se marchó con él.
Quienes empezaron criticándome, terminaron por compadecerme.
Creedme.
————————————
Un pitido insistente se coló entre los envolventes jirones del sueño.
Me encontraba a medio camino, ni dormido ni despierto.
Las imágenes y sensaciones aún giraban dentro de mi cabeza a velocidad vertiginosa, nítidas y perturbadoras.
No obstante, a pesar del ciclón que en mi interior seguía rugiendo (arrancándolo todo a su paso), abrí los ojos.
Me latían las sienes y estaba sudoroso.
Lo recordaba todo.
Tuve conciencia de ello al mismo tiempo que reconocí el origen del insistente pitido: el timbre de la puerta.
A trompicones, me levanté del sofá.
A juzgar por la poca luz que entraba por el ventanal del salón, había dormido varias horas.
¡Qué locura! ¡Menuda pesadilla! Tal vez provocada por una mala digestión.
¿Me habría sentado mal la comida? En efecto, tenía mal sabor de boca.
Otra vez con los problemas de acidez.
Me pasé las manos por el rostro y me froté los ojos.
Sonó otra vez el timbre; esta vez un pitido más largo, enérgico, exigente: quien llamaba se impacientaba, pero no cejaba en su empeño.
—Ya voy, ¡¡¡ya voooooy!!! —grité, renqueando hasta la puerta.
Por lo visto, se me había dormido una pierna.
Mi voz sonó ronca, cavernosa como la de un viejo.
—¡Hola, cariño! —exclamó ella, contenta—.
¡Has tardado siglos en abrir! —añadió, dedicándome un enfurruñado mohín.
Pero enseguida avanzó, apoyó sus manos sobre mi pecho y (de puntillas sobre sus tacones de aguja) me besó en los labios—.
Buf, ¡hueles a cerdo!
—¿Y tus llaves? —indagué yo, con la intención de cambiar de tema.
—¡Oh! ¡Las olvidé! —me acarició el pelo, tratando de dominar algún remolino rebelde, como hacía siempre—.
Vaya, estabas durmiendo, ¿verdad? Te he despertado.
—Sí, cielo.
Me quedé dormido en el sofá y.
¡He tenido un mal sueño! Pero veo que tú has aprovechado la tarde.
—Con un ademán señalé las bolsas que llevaba.
—¡Te va a encantar! ¡Mira lo que he comprado!
—Ahora vuelvo.
Un minuto, ¿vale?
Me dirigí al aseo mientras ella dejaba su carga sobre la mesa del salón.
Me lavé la cara con agua fría y jabón.
Enseguida me sentí mejor, más sosegado, más yo mismo.
Mientras me cepillaba los dientes, alcanzaba a escuchar su risueña voz, que me apremiaba a regresar junto a ella.
Empecé a imaginar lo que habría comprado: algún vestidito nuevo, otros zapatos de tacón, cosméticos, ropa interior.
Excitado, deseé que se tratara de esto último: la animaría a ponérselo y disfrutaría aún más al quitárselo.
Observé mi reflejo en el espejo.
Los ojos hundidos, las patas de gallo, frente arrugada, ojeras, papada, canas, entradas.
la decadencia que nos regala el tiempo a su paso.
Sin embargo, me sonreí a mí mismo.
¡Tenía una mujer de bandera que me adoraba! ¿Cuántos podrían decir lo mismo? Sintiéndome satisfecho, henchido de orgullo, me dirigí de vuelta al salón.
Mi palomita me esperaba.
El dolor de cabeza había desaparecido, los últimos vestigios del desasosegante sueño, también.
¡La vida todavía me sonreía!
Entonces, les vi.
Me detuve, incrédulo.
Contuve el aliento.
¿Cómo era eso posible?
¿Cómo podía ser que ÉL estuviese aquí?
¿POR QUÉ?
Una vertiginosa sensación de angustia me recorrió el cuerpo.
Un nudo de terror me oprimió el alma misma, me convulsionó el estómago, subió por mi garganta y atenazó con sus garras mis cuerdas vocales.
Un grito desesperado emergía desde mis entrañas pero moría asfixiado, seccionado, castrado, cortado de raíz y desechado por ese nudo que era el terror mismo en estado puro.
De espaldas a mí, ella concentraba su atención en ÉL.
Le acariciaba de arriba abajo, disfrutando de su textura, de sus contornos.
Enloquecido, me acerqué a ella y le arrebaté aquello que miraba tan fascinada y que sostenía en su delicada mano.
No dudé en retorcérsela, pues la muy bruja no consentía en soltarlo.
Ignoré sus gritos, sus quejas; lo ignoré todo, salvo a ÉL.
Salí al balcón atropelladamente y le arrojé a la puta calle.
Durante esa acción, surgió de mi obstruida garganta (al fin) un rugido más animal que humano.
Era el rugido del triunfo.
Una mueca de satisfacción se expandió por todo mi rostro.
¡Me había librado de ÉL!
Miré abajo.
Había caído en medio de la acera, donde una vieja paseaba con su perro.
El chucho acercó su hocico, olisqueando aquello.
Me regodeé viéndole ahí, rechazado, inútil, humillado, vencido.
¡Ahora ÉL comprendería lo que era sentirse relegado y abandonado, como yo lo sentí! Di gracias a Dios y a todos los santos (aunque no creía en ellos) por haberme concedido semejante sueño profético, pues el sueño me reveló a tiempo lo que sucedería si ÉL llegaba a entrar en mi casa.
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Ella estaba atónita.
No alcanzaba a entender qué había pasado.
Además de perpleja, se sentía dolida por semejante reacción.
Nerviosa, no dejaba de frotarse la mano lastimada.
En fin, otro hombre que la decepcionaba.
Sobre la mesa, ante ella, había quedado abierta la caja de su flamante adquisición.
En letras grandes, anunciaba: “El mejor amigo de la mujer”.
Debajo, en letra más pequeña, se describían las cualidades del artilugio: “Tres velocidades, fundas intercambiables y complemento opcional rotatorio.
Bolas chinas y consolador anal tailandés incluidos en este pack”.
En la calle, la vieja apartó al perro de un empellón.
¿Qué sería eso que estaba olisqueando? Se agachó, observó, comprendió y, sin pensárselo dos veces, agarró el vibrador y se lo guardó en la bolsa del pan.
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