La Bibliotecaria (Episodio 1)
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por Sindrome33.
Mi nombre es Alicia y gracias a Facebook y a todas aquellas asquerosas webs de contactos inútiles con otra gente, se me recuerda constantemente que mi edad son 23 años.
No es que viva obsesionada por el control de mi edad siendo tan joven, más bien es el hecho de que últimamente la vida no me demostraba que el paso de los años tuviera un sentido real y valioso.
Hasta que me ha ocurrido lo que a continuación os relataré.
Vivo en un triste y aburrido barrio marginal de las afueras de una gran urbe, que puede ser la vuestra quizás, o la que tengáis a un cuarto de hora en coche, o aquella que visitáis para hacer las compras y dejaros vuestro dinero en felicidad de plástico.
En esa triste maraña de calles y edificios vivo yo.
En un piso repleto de gente, de culturas, de idiomas y de resentimientos, con decenas de ojos y paredes observadoras.
Llevo viviendo aquí desde que tengo conocimiento de mi propia existencia y poco a poco este bloque de cemento se ha ido convirtiendo en mi triste y vergonzoso destino, atada a las enormes cadenas que la sociedad actual me proporciona y que se enroscan alrededor de mis padres, perdiéndose en el vacío de una hipoteca que, a duras penas, se va pagando mes a mes.
Mi barrio es una mierda.
Podría vendértelo como un lugar de mestizaje, un paraje de plazas de ocio, una colmena repleta de alegres tiendas y más alegres vendedores.
Pero lo cierto es que hoy en día es un lodazal de cemento, humo y melancólicas fachadas simétricas.
Las plazas de cemento borran el recuerdo de los jardines de antaño y los desesperados abuelos dan de comer sus pensiones a las palomas, migajas de pan mediante.
Mi barrio es, efectivamente, una mierda.
Acabé mis estudios hace ya unos largos 3 años, cuando decidí que aquél ciclo de escaparatismo y diseño de interiores resolvería por completo el resto de mi vida, que me convertiría en una creadora perspicaz e innovadora, que me llamarían de decenas de locales para alegrar sus patéticos escaparates de papel de celofán o que me lloverían las ofertas para decorar la vida del consumidor a mi gusto.
Nada más lejos de la triste realidad.
Traté de alcanzar mi sueño, me asocié con una amiga nada más salir de la escuela de arte y descubrí, tan sólo dos meses después, que la muy zorra se tiraba a la mitad de nuestros clientes que, tras un par de ligeros polvos, decidían que yo era la que sobraba en aquél proyecto.
Olvidé la traición, lloré, soñé y finalmente acabé trabajando durante poco más de un año en el pozo de infección de este podrido sistema: me convertí en cajera de supermercado.
Pitido, pitido, buenos días doña Augusta, pitido, caja abriéndose, son diez con cincuenta, que tenga un buen día doña Augusta, que se pudra dentro de bien poco usted y su miserable vida encerrada en ese piso de los años 50 con su gatito Misifús.
Contuve lo no escrito y sentí centenares, quizás miles de veces al día el odioso y desquiciante sonido del pitido de la máquina al cobrar cada puerro, cada bolsa de patatas fritas y cada champú de oferta.
Aguanté ese esquizofrénico trabajo durante 14 agonizantes meses hasta que, de nuevo la traición de una zorra llamada África, hizo que me despidieran sin más explicación que la que me daba el montón de palabras de un famélico finiquito sobre la mesa del director del local.
África se lo follaba.
Y no sólo se lo follaba discretamente, sino que contaban las malas lenguas que eran ya las decenas de veces que la habían visto devorando con soltura aquél más que probable micro-pene inútil.
África fue una auténtica zorra, una más.
Por entonces contaba ya con casi 22 años, apenas había diseñado un par de escaparates y había tenido que arrastrarme para conseguir realizar un buen puñado de trabajos sin relevancia en otras tantas tiendas.
Siempre sin pagar bien, siempre malviviendo.
Para principios del año pasado, conocí la oscuridad de la depresión.
Bueno, jamás tuve dinero para poder pagar el psicólogo que lo acreditase, pero yo se que estuve jodida, muy jodida.
Hoy día, tras esta amargura puedo sonreír y pensar por un momento en lo estúpida que pude llegar a ser y en las locuras que pude llegar a cometer, pero lo cierto es que tocar fondo me enseñó a levantar cabeza y a lograr lo que hoy día estoy viviendo y me ocuparé de relataros.
Hace 4 meses recibí una llamada a mi móvil.
La voz era lejana y silenciosa, pero lo que me dijo fue esperanzador y repleto de alegría: respondían a uno de mis curriculums, enviado a través de una web de empleo rápido y contratos basura.
Les interesaba mi perfil para cubrir una vacante reciente (de la cual apenas me dieron información en ese momento) y creían contactar con la persona adecuada para ocupar ese puesto desde ese momento en adelante.
Bibliotecaria.
Sé que quizás no es el mejor trabajo del mundo, ni el más motivador.
No es diseñar tonalidades o tendencias, no es escoger productos y ordenarlos para transmitir un deseo al comprador.
No es trabajar con texturas, objetos, maniquís o fotografías a fin de conseguir despertar el consumismo a quien observa.
Pero es un trabajo y, de ello podéis estar seguros, se ha convertido con el paso de estos meses en mi trabajo ideal, del que ni por asomo me desprendería en estos mismos momentos.
Respondí absorta en mi propio pensamiento.
Balbuceé un “sí, claro” y desde luego afirmé en mi interior una y mil veces que sí, que por fin volvía a ser útil para la vida, que por fin la luz brillaba y, para qué negarlo, los números de mi cuenta corriente también lo harían.
En casa todo fueron felicitaciones, elogios, falsas esperanzas cumplidas de rebote y posteriormente dudas.
Si aquél iba a ser un trabajo conveniente, si mi formación iba a ser compatible, si estaría preparada para afrontar ese duro reto.
Con suerte con 23 años estoy más que acostumbrada ya a tener que soportar las dudas de mis ignorantes familiares, a capear con sus preguntas punzantes y a devolverles capazos de esperanza en monodosis de sonrisas descaradamente irónicas.
Si les jode que triunfe, que les pique a fondo.
Yo ya tenía trabajo.
Facebook.
Twitter.
Instagram (sí, comunicar que tienes trabajo por Instagram es lo último en el mundo de los ignorantes cibernéticos) y todas aquellas redes, páginas y foros donde durante tantos meses me había podido mover con el sigilo y la sutileza de una carpa japonesa en el calmo estanque.
Una de las cenas más placenteras de mi vida, donde pude saborear hasta el gajo más insípido de mandarina y encontrar felicidad en ello.
No me lo podía creer, me veía radiante y los demás recibían mi felicidad.
Quería a todo el mundo, quería hasta el agua que en ese momento bebía de aquél vaso de cristal.
Quería a la silla, el aire, la televisión.
¡Ay, querida televisión! En ese momento incluso aquella mierda de críticas del corazón televisada me sabía a gloria y la visionaba como si me fuera la vida en ello, ensimismada con lo genial que me parecía todo por el simple hecho de haber recibido aquella llamada.
Volé hasta mi habitación a las tantas de la noche.
La entrevista sería al día siguiente por la tarde, así que me daría tiempo de dormir plácidamente, prepararme a fondo las posibles respuestas a unas hipotéticas preguntas, arreglar mi físico al completo para gustar a cualquier posible mirada lasciva y partir en transporte público dirección la biblioteca pública.
No era de mi barrio, porque mi barrio es una mierda y ni siquiera tiene una, pero era de dos barrios más allá, donde las casas sonreían a tu paso, los coches brillaban más y en general daba la sensación de que la gente mentía muy bien para ocultar su triste existencia.
Cerré la puerta y observé de repente la brillante pantalla de mi ordenador, encendido no se ya cuántos días antes y siempre listo para mi conexión con aquél segundo mundo exterior.
Siempre dispuesto a darme aquella dosis de ocio, entretenimiento y gatitos a partes iguales.
Cambié el fondo de pantalla.
Borré aquél triste paisaje gótico repleto de cuervos y nubarrones y de repente me descubrí a mi misma poniendo un alegre diseño a base de tenedores sonrientes y simpáticos cupcakes danzantes.
Me gustaban los cupcakes y aquellos me parecían extrañamente entrañables.
Era feliz, ¡no me miréis así!
Consulté mis redes, consulté mis webs, consulté lo consultable hasta que de repente caí en la cuenta que el reloj bordeaba de sobras la medianoche, por lo que decidí dar carpetazo virtual a todos aquellos recuadros repletos de fotos y mensajitos.
Cerré las ventanas y de repente lancé un suspiro.
Mis ojos descansaron en aquél momento, cerré la mirada, eché la cabeza hacia atrás y exclamé: “qué cojones, puedo, soy feliz”.
Abrí una nueva ventana.
Tecleé con sutileza la dirección que tantas veces me había encargado de teclear durante los últimos años.
Entré en XHamster y un resplandeciente menú general repleto de carne, caras, pollas y vaginas se abrió ante mis asombrados ojos.
Me recreaba en aquella extraña sensación, la de abandonar la tranquilidad de los tenedores y cupcakes bailarines y adentrarme en el éxtasis de tanta gente diferente.
La sola idea de poder culminar la cumbre de la felicidad conseguida aquél día empezaba ya a crear pequeñas palpitaciones en mi interior.
Me estaba calentando por momentos.
Tecleé mi usuario.
Mi amable ordenador me recordó el password y en apenas unos segundos me di un rápido chapuzón en la piscina de mi cuenta personal.
Treinta solicitudes de amistad.
Abrir.
Borrar, borrar, borrar, borrar, uhmm… borrar, bloquear (¡por dios!), borrar, borrar, ¿una chica? Veamos… es mona… uhmm… miradita dulce… ¡menudas tetas tiene la muy zorra!.
ahá… interesante perfil pero debo borrarla (no soy sueca ni entiendo el sueco, paso de usar traductor para mi dedo diario).
Borré la inmensa mayoría de “interesados/as” y decidí ofrecer una oportunidad a dos de ellos.
Un tal Brunno24 y una tal Stalka (si era una y no uno, nunca realmente lo supe).
A él lo mantuve porque decidió que su avatar sería un sol (y quizás en ese momento aquello extrañamente me excitaba), a ella porque era muy mona y parecía poder llegar a ser una buena confidente (además de ser vecina casi de mi barrio).
“Más tarde hablaré con ellos” pensé para mi misma, a la vez que accedía a la carpeta de mensajes.
Respondí con cierta liturgia a la decena de contactos de confianza, aquellos con los que no me importaba invertir tiempo en explicar y dar la buena noticia.
Borré decenas de mensajes proponiendo ver miembros viriles por WebCam y más decenas prometiéndome sexo estelar en la red de redes.
Y cuando el ritual acabó, decidí masturbarme.
Mi carpeta de videos favoritos era mi santuario particular.
Sexo duro, pizcas de masoquismo mezclado con sadismo, brutal sexo interracial, algunas capturas de WebCam (me pone muchísimo ver a parejas de alrededor del mundo mostrándose alrededor del mundo), gays esculturales pelando bananas de carne también esculturales, algunas corridas, escenas tórridas de películas porno y rarezas varias que definen a la perfección todo aquello que amo en el silencio de la silla de mi ordenador.
No podían faltar tampoco las actrices porno fetiche (¡Ay Sasha Grey, cuánto dejas al mundo!) o las comidas de coño mutuas por parte de inocentes veinteañeras rusas.
Buceé por semejante manjar tan exquisito.
Ese día no quería dedicarme a buscar novedad, no quería abandonarme a abrir ventanas y más ventanas con videos de mil y una temáticas.
Ese día quería recurrir a mis retoños, mis favoritos más apreciados, aquellos que podían propiciar que me corriera estrepitosamente con la sola visualización de sus descarados fotogramas.
Ese día el video con el que llegué al culmen de mi clítoris fue una orgía que ya había conseguido tal propósito quizás en una decena de ocasiones.
Eran dos chicas y tres chicos, dos de ellos musculosos negros portadores de espadas cárnicas al alza, el otro (quizás más normal) era el nexo que me hacía falta entre el Olimpo de aquellos dioses de caoba y mi triste y grisáceo mundo de ciudad europea, con un rostro familiar, un cuerpo menos inflado y una piel más pálida.
Las chicas, ambas americanas de blanca tez, se repartían repetidamente los turnos para saciar el hambre voraz de aquellos enormes sexos masculinos.
Con sus boquitas en sus rostros inocentes devoraban cada centímetro de aquellas enormes astas venosas que entraban y salían, minutos después, de sus húmedos y rebosantes coños casi virginales.
Y entre sollozos, gritos y gemidos varios, el sonido incesante de la humedad de mis paredes vaginales chocando con mi dedo índice y corazón, metidos en mi coño y removiéndose ferozmente, con un inusitado atisbo salvaje, con pequeños espasmos de mis piernas, que por entonces ya se sostenían, abiertas de par en par, en la frágil madera de contrachapado de mi escritorio Ikea.
Estaba completamente absorta en mi fantasía particular, imaginaba que uno de aquellos colosos oscuros agarraba mis tobillos con sus musculosas manos mientras clavaba en mí aquella lanza de poder, haciéndome flotar en el más absoluto de los placeres extremos.
Sudaba, temblaba y mis piernas golpeaban insistentemente la madera, provocando el tambaleo de aquélla mesa.
Con mi pierna derecha apenas rozaba aquella Hello Kitty con cabeza móvil que me regaló Carlos dos años atrás y de una manera hilarante le otorgaba un movimiento pendular a su cabecita blanca.
En mi pierna derecha colgaban unas empapadas braguitas con estampados de flores lilas que sutilmente había deslizado minutos antes para poder tener al descubierto mi fino e impoluto coñito, ante la amenazadora presencia de mi curiosa mano.
El movimiento circular de mis dedos en el interior de mi misma se fue acelerando, al mismo ritmo que aquellos fortachones jóvenes se dedicaban a penetrar en mil y una posturas a las dos chicas rusas, haciéndoles gritar una retahíla de “fuck me”, “oh yes” y “come on baby” que repetían cada vez más insistentemente, ante la mirada contenida y encabronada de aquellos sementales en celo.
Quería contener mi ritmo para llegar al final y ver una de las partes que más me hacían deshacerme siempre, las lúcidas y brillantes corridas que estampaban los tres jamelgos en las inocentes y casi sorprendidas caras de aquellas jóvenes soviéticas, pero la felicidad que mi cuerpo llevaba aquél día hizo que mi parte favorita tuviera que verla ya extasiada por completo, tras la explosión de placer que me provocó el orgasmo que tuve y con el que convertí mi silla de estudio en un museo de manchas húmedas a cual más grande y extensa.
Me corrí como hacía mucho tiempo que no recordaba, porque se unió mi alegría por aquella fugaz llamada por la tarde al hecho de que acababa de llegar a la cima de una intensa sensación corporal que me había hecho tocar el cielo con el pulgar de mis alzados piececillos tiesos.
Una corrida digna de la más exquisita de las zorras.
Tras aquella intensidad, descansé, me limpié y cerré como pude aquella ventana.
Me despedí del mundo pasada la 1 de la mad**gada y decidí que esa noche, uniéndose a la celebración ya acumulada, apagaría mi ordenador.
Merecía dormir en silencio absoluto.
Me puse mi pijama de vaquitas y flores (¡bendito mercadillo de los miércoles!), me calcé mis zapatillas de felpa gris y me dispuse a desfilar por el pasillo en dirección al lavabo, donde me esperaba una rápida pasada por el bidé y un rápido y exhaustivo cepillado de dientes, ya con el sueño golpeando a la puerta e insistiendo por querer entrar.
Poco antes del primer cuarto de hora pasada la una, entraba en mi dulce y queridísima cama (aquella de la que había salido echando pestes durante tantos y tantos días de mi pasada y odiada vida), ajustaba la alarma de mi móvil (un último vistazo a Whatsap, un par de mensajitos de buenas noches a aburridas amigas sin vida social y un apagado general) y apagaba también la tenue luz de mi mesita de noche.
El día acabó cuando cerré mis ojos y empecé a querer soñar que tocaba el cielo del triunfo con mis manos.
Probablemente aquél día había conseguido alimentar lo suficiente mis esperanzas como para vivir de ellas durante semanas enteras.
Aquél día renací y supe que mi futuro iba a ser a partir de entonces el de ser bibliotecaria.
Alicia Bernat, vas a ser la mejor bibliotecaria de la biblioteca pública de los alrededores.
¡Sin duda!
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