Vuelta a casa
De que están hechas las fantasías? Y si nos molesta calentarnos con lo que nos calienta?.
El taxi aceleraba por la calle vacía y la morocha sentada atrás veía desfilar en todas las ventanas de San Telmo una Luciana desvistiendose, mirando si todavía llovía entre persianas de madera, vidrios con borde esmerilado, en departamentos de techo alto que olían a humedad y marihuana, tirando cigarrillos prendidos al inodoro que se apagaban con un chasquido. En la plaza de Avda Independencia, una Luciana paseando un perro se agachaba a hacer algo en su zapatilla. No tenía bombacha. Unos metros más arriba, en una de las torres, una Luciana se asomaba a la ventana desnuda, corriendo las cortinas. Al bajar del taxi se dio cuenta que seguía empapada.
Dentro del minúsculo departamento su roomate roncaba en un sillón cama. La tele sin volumen, las cajas de la rotisería en la mesa y un par de frasquitos de esmaltes para uñas contaban la historia de la noche de Daniela. La morocha dejó sus cosas tratando de no hacer ruido mientras se preguntaba qué hubiera hecho de quedarse en casa ese sábado. Probablemente no tendría saltada la pintura de las uñas, habría visto una temporada entera de Friends y estaría usando un jogging en vez de la tanga de alguien más. Se cambió en el baño porque no supo cómo le explicaría a Daniela, si se despertaba, de dónde había sacado esa tanga nueva que no se parecía a ninguna de las que la morocha guardaba en tuppers de plástico.
Se sacó el maquillaje, se miró los granos, se soltó el pelo y suspiró. Su vista bajó hasta el inodoro: la tabla cerrada, su ropa en el piso alrededor y casi prolijamente acomodada, la tanga de Luciana brillando negra sobre el plástico blanco. No sabía qué hacer. Pensó en guardarla entre sus bombachas, pensó en lavarla por si tenía que devolverla. No sabía por qué habría de lavarla si ella solo la había usado unos minutos. Recordó las manos de Pablo agarrando la tanga de Luciana del suelo y poniéndosela a ella, subiendo por sus piernas que siempre temblaban de frío.
Sin pensar, tratándola como si fuera una bombacha de ella, la morocha levantó la tanga del inodoro y la acercó a su cara. Respiró en la tela de algodón. Sentía el jabón del lavadero de San Telmo, el perfume de Luciana y su propio olor. Guardó la tanga en el bolsillo del pantalón viejo que usaba para dormir, apagó la luz y salió del baño.
Daniela seguía roncando como un generador a nafta en miniatura, parejo y constante. Pobre Dani pensó al mirarla con la boca abierta, las migas en la mesa, mientras abría su cama, en la pared de enfrente. Cuando se sacó el pantalón, la tanga de Luciana hecha un bollito cayó del bolsillo. La morocha la levantó y la metió bajo las sábanas. Pensó en la cantidad infinita de veces que en su vida había levantado una bombacha del suelo. Pero nunca había levantado la tanga de alguien más y mucho menos para llevarla de vuelta a su nariz.
Olía picante y dulce pensó sin dejar de hundir la nariz en el bollito de tanga. Recordó como Pablo inventaba aromas y sabores en cogollos de marihuana, axilas femeninas y restaurantes. Luciana olía a verano y vergüenza. Luciana tenía el olor de la lluvia en el campamento de Pinamar, agua fría en el pinar caliente por el sol, cuando por primera vez la morocha se bañó con sus compañeras de colegio y las vio desnudas y se murió de vergüenza. En la ducha de enfrente, Laura se lavaba el pelo rubio refregando con las dos manos. El agua caía de su cuello por la clavícula y pegada por la piel hasta el pezón, saltaba hacia adelante. La morocha se moría de vergüenza porque no podía dejar de mirar el pezón de Laura, igual al de una mujer adulta a pesar de que recién entraban en la adolescencia. El sol entraba por las ventana rectangulares del vestuario del camping y hacía una franja de luz donde se veían las gotitas salpicando, espuma, los codos, los hombros de Laura, las agujas de pino en el piso sucio del vestuario. Una dulce puntada en la conchita le hizo cruzar las piernas.
Sintió la sábana de algodón en la piel de su culo desnudo y miró a Daniela que se había girado hacia la pared y roncaba un poco más bajo. La tanga de Luciana seguía en su mano izquierda, cerca de su cuello. Bajó la derecha a su panza, rozó el ombligo, siguió la línea de pelitos hasta su entrepierna. Pensó en Luciana bañándose en aquel vestuario de Pinamar, mirándola mientras se enjabonaba las piernas, desafiandola con los ojos. La vio parada desnuda bajo el agua, tan cómoda como si estuviera vestida, mirándola fijo. Ahogó un gemido y comenzó a tocarse más fuerte. Odiaba a Luciana. La odiaba profundamente. La odiaba desde el día que vio la foto en San Telmo, Luciana con un vestido de verano, azul con florcitas, asomada en la ventana con el culo al aire, un porro en la mano, riendo, mordiendo el elástico de la tanga negra y estirandola con la otra mano.
En el reflejo de la ventana podía ver a Pablo sacando la foto, Pablo en jean y en cuero, dejando la cámara y acercándose a Luciana que mordía la bombacha y sacaba el culo para afuera y el vestido volaba y Pablo llevaba la mano a los labios de Luciana que asomaban húmedos de sus piernas, con los pelitos recortados, Pablo sacando la pija del jean y clavándola a Luciana que no dejaba de reírse y la clavaba de una como siempre le gustaba hacer, porque tenía la pija larga y ninguna podía resistir que le empujaran la panza de esa manera y Luciana dejaba de reírse para empezar a gemir y gritar y morderse los labios y agarrar la nuca de Pablo que la seguía cojiendo parado, agarrandola de las caderas tratando de mantenerla parada en el suelo y Luciana se caía a la cama y en la cama de golpe estaba la morocha pajeandose sin parar y Luciana hundía su cabeza entre las piernas de la morocha mientras Pablo miraba y la morocha acabó tan fuerte que a la mañana siguiente, por un par de horas, tuvo miedo que Daniela le dijera algo.
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