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Masturbacion Masculina, Travestis / Transexuales

El Secreto de Mi Compañera Parte 2

Si la historia de Lucio y Mikeila los enganchó en la primera parte, prepárense porque ahora viene lo bueno. Lucio va a vivir algo que jamás olvidará… el roce, la tensión, los primeros juegos bajo la mesa y ese deseo que ya no se puede frenar. La Parte 2 está lista, con mucho más contacto..
La clase siguió unos minutos más, pero yo no escuchaba nada. Apenas podía mover la lapicera sobre el cuaderno, mi cabeza seguía atrapada en el roce de la mejilla de Mikeila contra mi muslo, en la forma en que había mirado mi entrepierna y el rubor encendido en sus mejillas. Mi miembro seguía duro, palpitando sin darme tregua.

De pronto, la profesora anunció que haríamos un receso de quince minutos. Apenas escuché eso, mi instinto fue levantarme rápido, salir del aula y buscar aire fresco, un cigarrillo, lo que sea. Pero enseguida me frené: si me paraba en ese momento, el bulto en mi pantalón iba a ser demasiado evidente. Me quedé clavado en el asiento, mirando hacia mi cuaderno como si estuviera muy concentrado. Ángel y Bárbara se dieron vuelta y preguntaron:

—¿Vamos a fumar afuera otra vez?

Yo abrí la boca para decir que no, que prefería quedarme, pero Mikeila se me adelantó, cerrando el cuaderno de golpe.

—¡Vamos, sí! —dijo con esa voz dulce, aunque noté un matiz distinto, una seguridad traviesa que antes no había mostrado. Luego giró hacia mí—. ¿Vos venís, no, Lucio?

Me quedé helado. Sabía que si me levantaba me iba a delatar, pero si decía que no, iba a quedar raro, sobre todo después de haber salido a fumar con ellos el día anterior. Dudé unos segundos, intentando inventar una excusa.

—Eh… no sé, creo que mejor me quedo… —murmuré, bajando la vista.

Mikeila ladeó la cabeza, sus ojos clavados en mí como si leyera exactamente lo que estaba pasando dentro de mi pantalón. Una sonrisita se le escapó, casi imperceptible, pero suficiente para que me temblaran las manos.

—Dale, no seas tímido —susurró, inclinándose apenas hacia mi oído, con el mismo perfume fresco envolviéndome—. O… ¿acaso tenés otro motivo para no levantarte?

El calor me subió al rostro, sentí cómo me ponía rojo al instante. Ángel y Bárbara ya estaban de pie, esperando, mientras yo luchaba con mi propio cuerpo para recomponerme. No tuve escapatoria: ella se levantó antes que yo, y al hacerlo, su cadera rozó mi brazo. Entonces, con total naturalidad, me extendió la mano para “invitarme” a que la siguiera. Sus ojos brillaban de picardía, como si todo fuera un juego en el que ella llevaba la ventaja.

Con el corazón golpeándome en el pecho, no tuve más remedio que ponerme de pie. Rezaba para que el pantalón no me traicionara, mientras sentía que Mikeila disfrutaba cada segundo de mi incomodidad.

Antes de salir del aula, alcancé a sacar la campera que tenía enrollada en la mochila y me la até a la cintura. No era la mejor estrategia, pero al menos disimulaba un poco la erección que me delataba. Caminé detrás de Ángel y Bárbara, intentando mantener la compostura mientras sentía la mirada de Mikeila quemándome la espalda.

Ya en el patio interno, el aire fresco me alivió un poco. Encendí un cigarrillo, tratando de enfocarme en cada bocanada para calmar el torbellino que llevaba dentro. Ángel y Bárbara se quedaron charlando de pie, mientras yo me dejé caer en uno de los bancos de cemento que daban contra la pared.

Mikeila, en lugar de quedarse con ellos, se acercó directo hacia mí. Se paró delante mío, como si dudara dónde sentarse. Miró hacia los costados: todos los bancos alrededor ya estaban ocupados por otros estudiantes, la mayoría en grupos.

—Uff… parece que está todo lleno —dijo, fingiendo decepción, aunque con un tono que me sonó más juguetón que real.

Yo iba a ofrecerme a correrme y hacerle un lugar en el banco, pero antes de que pudiera reaccionar, se inclinó apenas, con esa sonrisa pícara que me estaba volviendo loco, y soltó:

—Bueno… entonces me siento acá.

Y sin esperar respuesta, se dejó caer suavemente sobre mi regazo, como si fuera lo más natural del mundo.

El corazón me dio un vuelco brutal, la sangre me golpeó en los oídos. Sentí de golpe el peso ligero de su cuerpo sobre el mío, el calor de su muslo presionando el mío, y, lo peor, la cercanía de mi erección oculta bajo el jean contra la curva de su cadera.

—¡M-Mikeila…! —alcancé a murmurar, tenso como un palo, sin saber dónde poner las manos.

Ella giró apenas la cabeza hacia mí, con las mejillas encendidas. Se notaba que estaba nerviosa también, que no era pura seguridad como intentaba mostrar. Y con voz baja, casi un susurro, dijo:

—Perdón… es que no hay lugar. ¿Te molesto?

Su mirada, inocente y traviesa al mismo tiempo, me perforó. Yo negué con la cabeza, torpe, sin poder articular palabra. Entonces ella apoyó el cuaderno sobre sus piernas, como si estuviera muy cómoda en esa posición. Pero con el más mínimo movimiento de cadera, apretó apenas contra mí. Fue tan sutil que cualquiera lo vería como casualidad. Yo, en cambio, sentí un latigazo directo en mi miembro.

—¿Seguro? —repitió, bajando la voz, y mordiendo apenas el labio inferior mientras me sostenía la mirada.

Yo tragué saliva, mi voz apenas un hilo:

—S-seguro…

Ella sonrió, se acomodó un poco más sobre mi regazo, y se puso a dibujar líneas sin sentido en la tapa del cuaderno, como si nada raro estuviera pasando.

Ángel y Bárbara, que hasta ese momento charlaban entre ellos, se acercaron hacia el banco donde estábamos Mikeila y yo. Ella seguía cómodamente sentada en mi regazo, como si no hubiera nada raro en esa escena. Apoyaba el cuaderno sobre sus piernas y jugaba con la lapicera, como quien mata el tiempo.

—¿Y ustedes qué onda? —preguntó Bárbara sonriendo—. ¿Ya se conocían de antes o recién acá?

Yo iba a contestar, pero en ese momento Mikeila se acomodó un poco sobre mí. Fue un movimiento mínimo, apenas un vaivén de cadera que de afuera podía parecer inocente, pero que a mí me apretó la erección con la firmeza justa. Se me escapó un micro suspiro, que disimulé con una tos.

—Recién acá —respondió Mikeila por mí, volteando hacia Bárbara con una sonrisa nerviosa. Sus mejillas estaban sonrojadas, aunque lo disfrazaba como si fuera timidez natural.

Ángel se rió. —Se nota, che. Vos, Lucio, estás re callado.

—Sí, parece que no abrís la boca —añadió Bárbara, medio en broma.

Yo me encogí de hombros, intentando parecer tranquilo. —Todavía me estoy acostumbrando a todo esto, viste. Ciudad nueva, gente nueva…

Ellos asintieron comprensivos, y la charla siguió sobre cosas simples: qué carreras pensábamos seguir, de qué zonas veníamos, qué expectativas teníamos de la facultad. Todo fluía normal, entre risas y anécdotas. Pero cada vez que Mikeila movía el cuaderno o hacía un gesto con las manos, sus glúteos se mecían apenas sobre mi entrepierna. Una presión corta, un roce lento, siempre exacto. Yo sabía que no era casualidad, era demasiado medido. Me hervía la sangre, tratando de mantener la compostura, de no delatarme con un gesto raro.

—¿Y vos, Mikeila, estás bien? —preguntó Ángel en un momento, entre risas—. Te veo re colorada.

Ella se tocó la mejilla con fingida sorpresa. —¿En serio? Debe ser el calor… o los nervios del primer día, no sé.

Me miró de reojo mientras decía eso, con esa maldita sonrisa cómplice que me derrumbaba.

Yo apreté los dientes y di una pitada más larga al cigarrillo, buscando en el humo un refugio que me permitiera aguantar la situación.

Miré la hora en el celular y vi que ya habían pasado casi los quince minutos de break. Apreté el cigarrillo contra la pared y les dije:

—Che, vamos volviendo, ya va a arrancar de nuevo.

Todos asintieron, y juntos volvimos al aula. Mikeila caminaba a mi lado, su perfume todavía más fuerte después de estar tan cerca, y yo seguía con el pulso acelerado, tratando de que nadie notara nada.

La clase continuó sin sobresaltos. La profesora retomó el tema de la jornada y, aunque trataba de prestar atención, mi cabeza iba y venía a los gestos de Mikeila, a cómo se cruzaba de piernas o a cómo me rozaba con el brazo cuando se inclinaba sobre el banco.

Casi al final, la profesora anunció la primera tarea grupal: había que organizarse con los mismos equipos que habíamos formado el día anterior. Automáticamente, Ángel, Bárbara, Mikeila y yo nos miramos.

—¿Y dónde nos juntamos? —preguntó Bárbara, guardando sus cosas.

Yo dudé un segundo, pero antes de pensarlo demasiado solté:

—Si quieren, podemos ir a mi casa. Vivo acá a unas pocas cuadras… y estoy solo.

Hubo un pequeño silencio que me revolvió el estómago. Después Ángel dijo:

—Me parece perfecto, así no molestamos a nadie.

—Sí, re cómodo —añadió Bárbara, sonriendo.

Mikeila, en cambio, no dijo nada al principio. Solo me miró con esos ojos brillantes, y la comisura de sus labios se curvó en una sonrisa que me desarmó. Recién entonces agregó, con voz suave:

—Bueno, en tu casa será.

Sentí cómo esa simple frase me recorría como un latigazo. No era solo que íbamos a trabajar en grupo. Era que ella, de entre todos, iba a estar en mi espacio, bajo mi techo, con esa provocación muda que venía desplegando desde la mañana.

Cuando la profesora dio por terminada la clase, recogimos nuestras cosas entre comentarios cruzados. El plan ya estaba pactado: a las seis en mi casa.

—Yo tengo Contabilidad I ahora, comisión distinta —dijo Ángel.

—Yo también —siguió Bárbara—, pero a la tarde nos vemos allá.

Mikeila se levantó despacio, acomodando su falda con un gesto casi inocente, aunque yo ya no podía verla de esa forma.

—Entonces nos encontramos más tarde —me dijo mirándome fijo, como si la frase cargara con un peso oculto que solo yo entendiera.

Nos despedimos con un beso en la mejilla, otra vez ese perfume invadiendome la cabeza. Y mientras cada uno partía hacia sus respectivas clases, yo sentía que el reloj ya había empezado a correr más rápido. Me quedé con la sensación de que las horas hasta las seis iban a ser las más largas de mi vida.

Las horas pasaron arrastrándose. Apenas terminó mi otra clase, salí de la universidad casi a las corridas. El camino de regreso se me hizo eterno, la cabeza dándole vueltas a lo mismo: a las seis iban a estar en mi casa. En mi casa.

Ni bien crucé la puerta, me puse a ordenar como loco. Guardé los apuntes tirados, doblé ropa que tenía desparramada, pasé un trapo rápido por la mesa y revisé dos veces que el baño estuviera presentable. Los minutos volaban y yo sudaba más de nervios que de esfuerzo.

Cuando el reloj marcó las cinco y cuarto me metí en la ducha. El agua caliente me caía pesada sobre la piel, pero no alcanzaba a relajarme; lo único que hacía era repasar escenarios en mi cabeza: ¿qué íbamos a hacer primero? ¿ponernos a hacer la tarea? ¿charlar? ¿qué cara iba a poner Mikeila al estar en mi casa?

Apagué el agua, me sequé a las apuradas y salí de la ducha apenas envuelto en la toalla. Y entonces, el sonido del timbre me hizo dar un salto.

Mire el reloj: 17:30.

—¿Ya? —murmuré, con el corazón golpeándome en el pecho. Todavía goteando, apenas cubierto, me quedé unos segundos quieto en el pasillo, sin saber si correr a vestirme o abrir la puerta.

El timbre volvió a sonar, insistente. Yo pegué un grito desde el pasillo:

—¡Ya voy! Recién salgo de la ducha, denme un segundo que me visto y les abro.

Hubo un silencio breve del otro lado, y entonces escuché su voz. La voz que me había tenido en vela la noche anterior:

—Tranqui, Lucio. No te apures…

Era Mikeila.

Sentí un sacudón en el estómago, como si me hubieran pegado un puñetazo y una caricia a la vez. No eran Ángel ni Bárbara, era ella, la que me había mandado esa foto semidesnuda, la que había apoyado su mejilla en mi muslo en plena clase, la que había jugado conmigo sin necesidad de palabras.

Me apuré a vestirme, casi sin secarme bien. El pantalón se me pegaba a la piel húmeda, la remera me quedó torcida y tuve que volver a acomodarla. Mis manos temblaban mientras me ataba el cordón de las zapatillas, y el eco de su voz seguía rebotando en mi cabeza.

Cuando por fin me acerqué a la puerta, tomé aire profundo y giré la manija.

Del otro lado estaba Mikeila, sola. Estaba apoyada contra el marco de la puerta, con esa calma suya que me desarmaba. Ya no llevaba el suéter rosa inocente del día anterior: ahora vestía mucho menos formal, pero a la vez más provocativa.

Llevaba una blusa negra ajustada que se ceñía a su cuerpo como una segunda piel, con un escote generoso que dejaba a la vista la curva perfecta de sus pechos, enormes, firmes, como si la tela se hubiera rendido a la tarea de contenerlos. Encima, un chaleco también negro, abierto, que solo servía para enmarcar aún más esa delantera imponente.

La falda era otra de sus marcas personales: corta, totalmente negra, deteniéndose apenas a mitad de muslo, dejando ver la piel clara que se interrumpía con unas medias altas, también negras, que subían hasta las rodillas. Todo coronado con unos borcegos con plataforma que reforzaban un aire entre rebelde y sensual.

En un hombro llevaba colgada su mochila, lo más “normal” de todo el conjunto, como si con eso intentara disimular —sin conseguirlo— que cada detalle de su ropa estaba calculado para atraer miradas.

Me quedé congelado en el marco de la puerta, con el pelo aún chorreando de la ducha y la remera mal acomodada. Ella me recorrió con la mirada de arriba abajo, se mordió apenas el labio y sonrió, como si le divirtiera encontrarme tan desarmado.

Le abrí la puerta de par en par, todavía acomodándome la remera a las apuradas.

—Perdón… —dije con una sonrisa nerviosa—, es que no pensé que llegaras antes de hora.

Mikeila me miró de reojo, caminando despacio hacia adentro. Su perfume me envolvió apenas cruzó el umbral. Se detuvo a mi lado, inclinó la cabeza y, con esa voz suave pero cargada de intención, soltó:

—Y yo sí esperaba que vos me esperaras antes de hora.

Me quedé helado un segundo, sin saber si lo decía en serio o en broma. Ella sostuvo la mirada, como si disfrutara de ver cómo me incomodaba. Le hice una seña con la mano, intentando disimular mi torpeza:

—Dejá tus cosas donde quieras, en el sillón o… donde te quede cómodo.

Cerré la puerta detrás de ella y apenas el pestillo hizo “clic”, sentí su movimiento. Mikeila se giró hacia mí sin darme tiempo a nada y, con total naturalidad, se acercó hasta pegar su cuerpo al mío. Antes de que pudiera entender qué pasaba, sus labios ya estaban sobre los míos.

Me quedé rígido. Nunca había besado a nadie en mi vida. Ni un roce torpe en la secundaria, nada. Y ahora, de golpe, estaba sintiendo el calor y la suavidad de la boca de Mikeila, el roce húmedo de sus labios moviéndose contra los míos como si supiera exactamente qué hacer, como si hubiera estado esperando ese momento. El corazón me golpeaba en el pecho como si quisiera salirse. Mis manos, indecisas, no sabían dónde ponerse; terminé apoyando una en su cintura, sintiendo la tela suave de su blusa, y la otra apenas rozó su brazo. Ella, en cambio, tomó la iniciativa sin dudas: me rodeó el cuello con una mano, atrayéndome más, intensificando el beso.

Me mareaba entre la falta de aire y el shock de la situación. El perfume dulce que había sentido tantas veces ahora estaba mezclado con el sabor tibio de su boca. Era una tormenta, y yo, un completo inexperto, solo podía dejarme arrastrar.

Cuando al fin se apartó, con los labios húmedos y los ojos brillando, me miró con esa sonrisa pícara que me desarmaba.

—¿Ese fue tu primer beso, no? —susurró, como si hubiera leído mis pensamientos.

No pude ni negar ni afirmar. Solo tragué saliva, todavía temblando, con la certeza de que mi vida acababa de cambiar para siempre.

Cuando abrí la boca para contestarle, apenas un hilo de voz dispuesto a confesarle que sí, que era mi primer beso, ella no me dejó. Me tomó de la mano con firmeza y me arrastró hacia el sillón, sin darme tiempo a pensar. Nos dejamos caer juntos, pegados, y sus labios volvieron a los míos con más hambre, con más urgencia.

Yo estaba aturdido, pero también encendido. Su lengua buscaba la mía con una seguridad que me dejaba sin aire, y cada roce de su cuerpo contra el mío hacía que la erección me palpitara más fuerte.

De pronto, ella tomó mi mano izquierda y, sin mirarme, la guió hasta uno de sus pechos. Sentí la tela suave de su blusa primero, y después la forma contundente de su busto. Mi palma se hundió en esa carne firme y generosa, caliente incluso a través de la ropa. Me recorrió un escalofrío que me dejó sin aliento.

—Así… —susurró entre besos, como si quisiera darme permiso.

Mientras yo, nervioso y excitado, apretaba con torpeza, ella bajó su propia mano. Primero la apoyó en mi abdomen, rozando apenas con la punta de los dedos, y luego la deslizó lentamente hacia abajo. Mi respiración se cortó cuando la sentí detenerse justo sobre mi entrepierna, donde la tela ya estaba tensa por mi erección.

Presionó apenas, con un movimiento suave pero intencional, y yo gemí, incapaz de contenerme. Ella sonrió contra mi boca, notando mi reacción, disfrutando de mi vulnerabilidad.

—Estás tan duro… —murmuró con voz baja, traviesa, como si estuviera saboreando cada segundo de mi incomodidad mezclada con deseo.

Yo temblaba. No podía creer que eso estuviera pasando, que ella me estuviera tocando de esa manera, guiándome, enseñándome. Mis dedos se cerraban torpes sobre su pecho, mientras mi cuerpo entero ardía bajo el roce de su mano sobre mi verga.

El beso se volvió más intenso, húmedo, cargado de deseo. Sus labios se apretaban contra los míos con una urgencia que me dejaba sin aire, y su lengua invadía mi boca como si quisiera devorarme. El agarre de sus manos era firme, seguro, dueño de la situación.

Yo, virgen, apenas sabía qué hacer. Sentía que mi cuerpo no me pertenecía, que la tensión acumulada en mi entrepierna iba a hacerme explotar en cualquier momento. El corazón me golpeaba tan fuerte en el pecho que temía que ella pudiera escucharlo.

De pronto, en un movimiento tan natural como atrevido, Mikeila deslizó su mano hasta el cierre de mi pantalón. Lo bajó con facilidad, como si lo hubiera hecho mil veces antes, y antes de que pudiera siquiera reaccionar, mi pene saltó libre, rígido, palpitante, con el glande ya húmedo de preseminal.

Lo envolvió con sus dedos suaves y cálidos, y empezó a masturbarme con un ritmo lento, suave, casi cruel, porque cada caricia me arrancaba un gemido ahogado que intentaba disimular.

—Shhh… —susurró contra mis labios, mordiéndome el inferior con picardía—. Tranquilo… déjate llevar.

Yo no podía pensar, no podía hablar. Sólo podía sentir cómo su mano subía y bajaba, apretando justo lo necesario, acariciando el glande en cada subida, haciéndome temblar entero. Mis caderas respondían solas, empujando levemente contra su mano, rogando por más.

Apreté con más fuerza su pecho, hundiendo mis dedos en aquella carne firme y suave. Mikeila soltó un gemido bajo, casi un ronroneo, como si le hubiera gustado mi torpeza convertida en osadía. Su mano en mi pene respondió de inmediato, acelerando el ritmo de la paja. El vaivén era perfecto, calculado: apretaba justo donde debía, frotaba el glande en cada subida, y cuando sentía que estaba a punto de derramarme, bajaba la intensidad como si leyera mi cuerpo mejor que yo mismo.

—Eso… así… —susurró, mirándome con una sonrisa cargada de malicia.

El calor me invadía entero, mi respiración se volvió entrecortada, y entonces, guiado por el instinto, deslicé mi mano desde su pecho hacia abajo. Quería más, quería sentir el resto de su cuerpo, recorrer su abdomen, llegar a la falda negra que me estaba volviendo loco.

Pero en cuanto mis dedos comenzaron a bajar, Mikeila me detuvo. Me agarró la muñeca con firmeza, sin dejar de masturbarme, y la subió de nuevo a su pecho.

—Todavía no, Lucio… —murmuró con una mezcla de dulzura y picardía, rozándome los labios con los suyos antes de volver a besarme con fuerza.

Me quedé temblando, sometido a su control. Ella marcaba el ritmo, decidía qué podía y qué no podía hacer. Y lo peor, o lo mejor, era que yo no quería resistirme. Su mano volvió a intensificarse en mi miembro, llevándome otra vez al borde, como si jugara con el límite de mi aguante.

Mikeila aceleró la paja de golpe, apretando mi pene con decisión. Yo jadeaba contra su boca, mis manos torpes seguían aferradas a sus pechos, incapaces de hacer otra cosa más que estrujarlos con desesperación. El calor en mi bajo vientre era insoportable, la presión me reventaba por dentro.

—Vas a acabar, ¿no? —me dijo entre dientes, mirándome fijo, como desafiándome a que no me contuviera.

No pude aguantar más. Con un gemido ronco y ahogado, mi cuerpo se arqueó, y sentí la corrida estallar en su mano. Chorros calientes bañaron sus dedos mientras seguía bombeando lentamente, ordeñándome hasta la última gota. Yo me quedé jadeando, temblando, con el corazón en la garganta y la vergüenza mezclada con un placer indescriptible.

Mikeila retiró la mano despacio, mirándome con una sonrisa traviesa, pero en sus ojos vi un destello distinto: nerviosismo. Se acomodó rápido la falda, cruzando las piernas como si quisiera tapar algo.

—Parece que te hice disfrutar… demasiado —bromeó, lamiéndose apenas un dedo con gesto pícaro, aunque se notaba que estaba ruborizada hasta las orejas.

Yo, todavía en trance, solo pude reír torpemente. —Perdón… fue mi primera vez… no pensé que iba a acabar tan rápido.

Mikeila soltó una risa nerviosa, aunque se notaba forzada. Bajó un poco la mirada, apretando las piernas entre sí. Yo no lo supe en ese momento, pero bajo esa falda negra su erección se había marcado. Ella estaba tan encendida como yo, y al sentir su propia dureza tensando la tela, el pánico la atravesó. “¿Lucio lo habría notado? ¿Me había visto?”

—Está bien… —dijo al fin, con voz más baja que antes, casi un susurro—. No pasa nada.

Yo sonreí torpe, creyendo que lo decía para consolarme. Me incliné hacia ella para besarla de nuevo, con los labios temblando por la emoción, y vi cómo se sonrojaba hasta las orejas. Yo pensé que era por el beso, jamás imaginé que era porque temía haber quedado en evidencia.

Mikeila se removió rápido en el sillón, cerró las piernas y acomodó la falda como quien no quiere que se note nada. Yo, inocente y todavía con la piel ardiendo, no entendí nada. Solo me quedé ahí, con el corazón a mil, convencido de que había vivido el momento más intenso de mi vida. 

El silencio se hizo pesado después de mi orgasmo. Yo todavía respiraba agitado, con el pene medio flácido pero sensible, y ella me miraba con esa mezcla rara de ternura y nervios. Me acarició la mejilla con la mano libre, pero sus piernas seguían firmemente cruzadas, como si escondiera un secreto ahí abajo. Me sonrió, aunque el rubor en sus mejillas era imposible de ocultar.

—Dale, andá a limpiarte… —dijo con voz suave, como dándome una orden disfrazada de consejo—. Ya casi son las seis, y los otros dos van a caer en cualquier momento.

Yo asentí, todavía mareado, y me levanté del sillón. Pero mientras me incorporaba, noté cómo ella se movió rápido para acomodar la falda, bajándola con disimulo hasta casi las rodillas. Sus muslos se tensaron, y por un instante me pareció ver cómo la tela se arqueaba en una curva extraña entre sus piernas, apenas perceptible, como si algo se le hubiese querido escapar. Ella se dio cuenta de que yo había bajado la mirada y, con un gesto nervioso, soltó una risita:

—Eh… estaba incómoda… perdón. —Ajustó la falda con las manos, casi histérica, y me lanzó una mirada cómplice, como si intentara borrar la tensión con picardía—. Igual… no sos el único que terminó excitado, ¿sabés?

Esa frase me quemó la cabeza. Yo, ingenuo, solo entendí que se refería a que también la había calentado. No tenía idea de la magnitud de lo que escondía.

La besé rápido en los labios, torpe pero con ganas, y ella me apartó suavemente con la palma en el pecho.

—Dale, Lucio. Andá a limpiarte. —Y con una sonrisa ladeada, agregó—: No querrás que te encuentren así, ¿no?

Me toqué el pantalón manchado y sentí la vergüenza golpearme como una trompada. Corrí al baño, mientras ella se quedó en el sillón, respirando profundo, intentando que su propio cuerpo se calmara y que su erección cediera antes de que llegaran Ángel y Bárbara.

21 Lecturas/26 agosto, 2025/0 Comentarios/por Altheros
Etiquetas: baño, compañera, mayor, orgasmo, secundaria, universidad, verga, virgen
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