Seguía disfrutando de los pequeños detalles.
Continuación del chico con verga pequeña..
Con el mismo chico del micropene , ya no era tan ingenua como antes, pero seguía siendo una nena zorrita con ganas de más. Mido 1.65, delgada, con un culito redondo que me encanta presumir, pelo castaño ondulado y una piel suave que brilla cuando me pongo cachonda. Desde aquella primera vez con Marco, el chico del micropene que me dio la cogida de mi vida, no podía sacármelo de la cabeza. Seguíamos hablando por redes sociales, mandándonos mensajes subidos de tono, y cada vez que recordaba su verga pequeña pero dura, peluda y venosa, mi culito se apretaba de deseo. Quedamos en vernos otra vez en mi departamentito, donde vivía sola, para repetir esa locura.
Me preparé como la nena puta que soy: me puse una tanguita roja de encaje que me apretaba el pene y dejaba mi culito al aire, una faldita negra cortísima que apenas cubría mis nalgas, y un top rosa ajustado que marcaba mi figura. Me pinté los labios con gloss brillante y me miré al espejo, mi pene ya medio duro bajo la tanguita, lista para que Marco me rompiera otra vez. Pero justo media hora antes de que llegara, recibí un mensaje de la dueña de la casa: «Voy a pasar al departamento de al lado a revisar unas cosas, estaré ahí en un rato». Mi corazón se aceleró. ¡Mierda! Si llegaba y nos escuchaba gemir, iba a ser un desastre.
Le escribí rápido a Marco: «Papi, cambio de planes, la dueña va a estar aquí. Te encuentro en la calle». Me puse unas sandalias, agarré mi celular y salí corriendo, la falda subiéndoseme con cada paso, la tanguita rozándome el culo. Lo vi a una cuadra, esperándome en una esquina: Marco, tan guapo como lo recordaba, 1.70, cuerpo normal, barba corta, camiseta gris y jeans que ya marcaban un bultito. «Hola, nena», dijo, con esa sonrisa traviesa, y me dio un abrazo que me apretó contra su pecho, su olor a hombre haciéndome temblar.
«Tenemos que buscar un lugar, la dueña está en el depa», le dije, y él se rió, agarrándome la cintura. «Tranquila, zorrita, encontramos algo». Caminamos por el barrio, buscando un motel o un callejón discreto, pero todo estaba demasiado expuesto o cerrado. Las ganas nos estaban matando; yo sentía mi tanguita mojada de lo cachonda que estaba, y él no paraba de mirarme el culito, sus manos rozándome cada vez que podía. «Nena, no aguanto más», dijo, y yo, con la voz temblando, le respondí: «Yo tampoco, papi, quiero ser tuya ya».
Terminamos cerca de una autopista que pasaba por el borde del barrio, con un trecho de arbustos y plantas bajas que ofrecían algo de sombra. No era el mejor lugar, pero el morbo y la urgencia nos ganaron. «Aquí, nena», dijo Marco, y me jaló entre los arbustos, el ruido de los carros zumbando a unos metros. El suelo estaba seco, con ramas y hojas crujiendo bajo nuestros pies, y el aire olía a tierra y gasolina. Me miró con ojos de lobo y dijo: «Te voy a coger como la zorrita que eres, aunque nos vean».
Me empujó contra un árbol pequeño, la corteza raspándome la espalda, y me levantó la falda de un tirón, dejando mi tanguita roja a la vista. «Qué culo tan rico, puta», gruñó, y me bajó la tanguita hasta los tobillos, mi pene pequeño saltando libre, duro de pura emoción. Me arrodillé sin que me lo pidiera, desesperada por probarlo otra vez. Se bajó los jeans, y ahí estaba su micropene: 8 cm, duro como piedra, rodeado de pelos negros rizados, con esas venas marcadas que me volvían loca. Lo lamí primero, saboreando el sudor y el calor, y me lo metí entero en la boca, chupándolo con ganas mientras él gemía: «Así, nena, qué boquita».
Me agarró el pelo, follándome la boca con movimientos cortos pero firmes, su verga latiendo contra mi lengua. «Levántate, zorrita», dijo, y me puso de pie, dándome la vuelta contra el árbol. Me escupió en el ano, un salivazo caliente que me resbaló entre las nalgas, y lo sentí abrirme con un dedo, luego dos, preparándome mientras yo gemía bajito, mirando de reojo por si alguien pasaba. «Qué apretado estás, puta», dijo, y de repente sentí su micropene empujando, pequeño pero tan duro que me hizo jadear. Entró de un solo golpe, y aunque no era grande, Marco sabía moverlo: empezó a embestirme rápido, sus caderas golpeando mi culito, el árbol rascándome la piel.
«Te cojo rico, ¿verdad, nena?», gruñó, cacheteándome las nalgas hasta que ardían, el sonido mezclándose con el zumbido de los carros. Me agarró las caderas, levantándome un poco, y me dio más duro, su verga tocando cada rincón de mi culo, sus bolas peludas chocando contra mí. Yo gemía como zorrita, mi pene goteando contra la falda arrugada, y le rogaba: «Más, papi, rómpeme». Un carro pasó cerca, los faros iluminándonos por un segundo, y eso solo nos calentó más. «Que nos vean, puta», dijo, y aceleró, follándome como animal en medio de los arbustos.
Me dio vuelta, me puso contra el suelo, las hojas pegándose a mis rodillas, y me levantó las piernas, metiéndomela otra vez. «Mira cómo te abro, nena», dijo, follándome cara a cara, su sudor goteando en mi top. Su micropene era pequeño, pero cada embestida era precisa, haciéndome temblar, mi culo apretándolo con ganas. Me pajeé mientras me daba, mi mano volando en mi pene, y él gruñó: «Córrete, zorrita, quiero verte». Exploté con un gemido, mi semen salpicándome el top y la falda, y él se corrió justo después, un chorro caliente llenándome el culo, resbalándome por las nalgas mientras jadeábamos juntos.
Nos quedamos ahí un segundo, temblando, mi culito lleno de leche, la tanguita en el suelo y los arbustos cubriéndonos apenas. «Eres una puta increíble, nena», dijo, besándome el cuello antes de ayudarme a levantarme. Sabíamos que esto no terminaba ahí, pero esa segunda vez… esa merece otro relato….
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