Verde militar I: el chaqueteadero
La puerta se abrió tan rápido que no me dio tiempo de nada: me quedé petrificado con la verga durísima en la mano. Cuando pude reaccionar, Intente guardarla, y en eso escuché como desabrochaban una hebilla y bajaban el cierre de un pantalón.
Fue durante el servicio militar. Yo lo había pospuesto todo lo posible: 8 años hasta que me di cuenta de que necesitaba la cartilla para obtener trabajo en el gobierno. Al ser remiso, me enviaron directamente al cuartel. Un año entero tendría que pasar ahí, entre morros de 18 años recién cumplidos.
La vida militar me desagradaba, pero podía sobrellevarla sin problemas, callandome y obedeciendo, tratando de ocultar mi homosexualidad. La parte buena era que el ejercicio, si bien no me quitó la delgadez, definió mi cuerpo. Y también ver a mis compañeros. Muchos de ellos querían ser militares o deportistas y desde niños se habían preparado. Me era difícil sobrellevar las duchas colectivas, ese escaparate de vergas, nalgas, pectorales y pelos de todos los colores, complexiones y apariencias. Desde gente como yo, con cuerpo normal, pasando por güeros de revista para adolescentes hasta chacales tatuados, mis favoritos. Solo 2 o 3 teníamos 26 años, el resto era más joven. Un mar de hormonas. Las bromas pesadas y los juegos de heteros estaban a la orden del día (pellizcos a los pezones, nalgadas, apretones de huevos, arrimones, manoseos, bajadas de pantalones) y me dificultaban la vida: no es por presumir, pero ocultar una erección con el tamaño de mi verga es imposible.
En esa base militar en medio de la nada era muy difícil encontrar mujeres. Cuando podíamos salir, los fines de semana, la mayoría se iba directamente al burdel del pueblo más cercano, que existía solamente por el cuartel.
Yo casi siempre me quedaba: en parte porque mi actitud pasiva o mi torpeza permitía que siempre me castigarán y que otros se aprovecharán y me dejarán sus tareas, en parte porque una vez afuera tendría que arreglármelas para excusarme y separarme del grupo que buscaba placer con las prostitutas, sin verme sospechoso. Era mejor quedarse.
Dentro del cuartel era muy difícil y arriesgado descargar la tensión sexual. Al final de la primera quincena, en la que no hubo salida por un castigo colectivo, se podía sentir en el aire. Yo, que me fijaba disimuladamente, me di cuenta que cada vez éramos más los que nos despertábamos con una erección que sostendría un puente. Algunos se morían de vergüenza, pero la mayoría la perdimos rápidamente y andábamos así por el dormitorio sin ningún reparo. Los menos acomplejados se acariciaban por encima del bikini (slip, brief) verde obligatorio, y eso siendo heteros o no, aumentaba la excitación general. Éramos una manada de vergas erectas y huevos cargados, nadie se esmeraba en ocultarlo, pero tampoco en ir más allá, por lo menos en el edificio principal. Y era por lo siguiente.
Justamente el segundo lunes de nuestro servicio militar comenzó a circular un vídeo: un chico, pálido, de estatura baja y complexión gordita, nerd hecho y derecho, se masturbaba frente al excusado. Su verga era corta y con pelos rubios. En la otra mano sostenía su celular, en el que se veía a una mujer asiática metiéndose un pepino. Lo habían tomado desde arriba, y no se dio cuenta de que era grabado hasta después de eyacular una leche nada espesa. Justo después se oían las risas de 2 o 3 vatos y se le veía voltear con una cara de susto increíble. Nadie se quedó sin ver el vídeo. Los apodos y las burlas acabaron con él. Yo lo oía llorar por las noches.
Otro corrió una suerte parecida. Las sábanas tenían la misma numeración que las camas, cuando una apareció con manchas misteriosas, no fue difícil encontrar al chaquetero, el cual corrió con una suerte similar. Cuando uno de esos dos llegaba al comedor se escuchaba una bulla general recordándole sus hazañas.
De modo que era casi imposible tener la privacidad suficiente para masturbarse. Casi. Una vez a la semana nos mandaban en grupos de 3 a montar guardias a las partes más alejadas del cuartel, 7 pequeñas casetas que lo delimitaban del resto del bosque, muy alejadas del complejo central y unas de las otras.
No sé quién comenzó a llamarlos así: chaqueteaderos. (Aplica para México, en España sería algo así como pajeaderos) Lo que sucedía ahí era resultado de la camaradería. Si te pajeabas en el cuartel, era seguro que alguno de los cientos de compañeros te expondría. Pero si te mandaban a montar guardia, incluso si no conocieras a los otros dos para nada, surgía una solidaridad espontánea. Cada uno tomaría su turno de pasar a la letrina, el tiempo que necesitará, y pajearse a gusto mientras los otros vigilaban. Ninguno diría nada ni haría malas jugadas. Lo que pasaba en el chaqueteadero se quedaba en el chaqueteadero.
Todos lo sabíamos y callábamos. Para mí era difícil disimular la emoción de ir, pues el burdel no me representaba ningún alivio. Además el chaqueteadero era un auténtico templo de la masturbación: apenas recibíamos la orden de ir, podía notar como los otros dos designados, al igual que yo, se erectaban automáticamente y a ninguno nos preocupaba disimularlo.
Desde fuera de la letrina, podías escuchar los jadeos y gemidos del que estaba en turno, y nadie decía nada. Una vez hecho el cambio, el recién salido, aún con la respiración agitada, la cara roja y con gotitas de sudor escurriendo de su frente, con las manos aún mojadas -si se las lavaba, que no siempre era el caso- te comentaba lo buena que había estado su paja o el vídeo, la cantidad de leche que sacó, o lo lejos que llegaron sus disparos, e incluso se podía entablar un intercambio de porno o una conversación sobre técnicas para pajearse. A veces podías tomar un segundo turno, en lo que llegaban los relevos, que aparecían con la misma emoción en el rostro y una erección a punto de romper los pantalones. Al marcharnos les deseábamos suerte, y al llegar de regreso al cuartel todos ahí sabían lo que acababas de hacer. Tanta paja dejaba cierto olor en esas casetas de vigilancia, que a nadie parecía incomodarle, -no debía ser diferente en el burdel- aunque si procurabamos aminorarlo haciendo limpieza y poniendo aromatizantes, para que los superiores no se enojaran. Era imposible que no supieran lo que pasaba, pero al parecer, lo toleraban.
Cómo no salía los fines de semana, me tocaban más guardias que al resto. Esa era, en realidad, mi más profunda motivación para permanecer un año entero recluido ahí. Me sentía en el paraíso, rodeado de ese ambiente tan hetero y homoerotico a la vez. Cuando creí que no lo podía disfrutar más, pasó lo siguiente.
Un fin de semana, como no había muchos, me tocó montar una guardia más larga, de 8 horas, con un desconocido y un chavo que dormía a dos camas de la mía y nos llevábamos bien. Mario era de un pueblo oaxaqueño, pero se crió en la ciudad de Puebla. Bajo de estatura, de una piel morena chocolate, profundos ojos café claro, cabello negro y labios gruesos. Practicaba karate y su cuerpo musculoso y pequeño me daba ternura, más contrastandolo con su personalidad bromista y desenfadada, y su actitud de macho todas mías.
En esa ocasión me tocó pasar primero, no hubo discusión sobre eso porque había tiempo de sobra. Me pare de frente al orinal, baje mi pantalón y mi trusa bikini, conecte mis audífonos y puse un vídeo que me encanta: en un colegio militar, unos 7 adolescentes franceses con mala conducta hacían de todo con el recién llegado, que lloraba y se resistía al principio pero suplicaba por más al final. Tenía 6 días sin montar guardia y mi verga morena, delgada y larga, cubierta de venas y un poco torcida hacia la izquierda, estaba en todo su esplendor, emergiendo de una mata de pelos que no había sido recortada en 6 meses. Nunca la he medido, pero siempre me han dicho que es larga, y en efecto, pocas veces he visto del mismo tamaño o mayores.
Empezaba a acariciar suavemente mi glande cuando la puerta se abrió tan rápido que no me dio tiempo de nada: me quedé petrificado con la verga durísima en la mano. Cuando pude reaccionar, Intente guardarla, y en eso escuché como desabrochaban una hebilla y bajaban el cierre de un pantalón.
Voltee por fin y era Mario. Rápidamente bloquee mi celular, esperando que no hubiera visto lo que había en el. Creo que no lo hizo, porque se rió fuerte y dijo
-No mames wey, pinche cara de espantado que traes!
No podía creer lo que pasaba. Al igual que yo, se había bajado el pantalón y la trusa del uniforme, tenía una verga corta, pero gruesa con una cabeza enorme y muy oscura, sin prepucio, y más peluda que la mía, que apuntaba hacia arriba por encima de unos huevos cortos y apenas visibles por la cantidad de pelos. A diferencia de mi, se sacó la casaca y la playera. Su pantalón estaba en el suelo y su trusa a la altura de la rodillas. Tenía el resto del cuerpo lampiño, ni un vello en las piernas fuertes, tampoco en el abdomen perfecto. No se cuánto tiempo llevaba así, viéndolo, pero mi verga pálpito visiblemente, con ello, una gota de precum se asomó y el volvió a reír,
-se ve que está bueno el video, eh? A ver, ponlo
Yo no sabía que hacer, todo ello era muy desconcertante. Alcanzaba a escuchar al desconocido barriendo afuera del baño. Rápidamente contesté.
-Nel carnal, este me lo mandó mi vieja
-Ora wey, que rico las viejas calientes, la mía no hace eso… de que es? pásalo
-nel pendejo, buscaste tu propia puta
Funcionó, porque pareció entender. Salvado por una lógica de machitos. O no tanto, podía ver cómo también recorría la parte expuesta de mi cuerpo con su mirada mientras hacía balancear su dura verga con un solo dedo, agitandola como el trampolín de una piscina. ¿Qué estaba pasando?
Sin decir nada más, se agachó para sacar el celular del bolsillo de su pantalón, pude ver un culo moreno, lampiño, pequeño pero firme y muy redondo. Cuando se enderezó puso un vídeo donde una rubia tetona estaba mamando la verga de un cholo. No se preocupó por poner audífonos, el de afuera seguro que escuchaba.
Estiró su brazo de un modo que quedó a una altura adecuada para que ambos viéramos el vídeo, tan cerca uno del otro que nuestras piernas se rozaban y podía sentir la tibieza del brazo que sostenía el celular en mi verga. Empezó a masturbarse con la otra mano y yo también. Pronto se oía también el sonido de nuestras vergas lubricadas de precum. El olor a macho caliente inundaba el ambiente. Yo fingía prestar atención al vídeo, pero solo tenía ojos para su pene y la manera tan atenta y dedicada en qué lo sobaba.
Poco a poco empezó a suspirar. Acelere el ritmo y él también lo hizo. Estábamos coordinando la paja. Lo sentía tan cerca que me imaginaba su mano pajeandome. De repente sentí como nuestros glandes se rozaron, fue un segundo, pero suficiente para que un hilillo de precum los uniera. No pude más. Mi verga se hinchó y saqué uno, dos, hasta 4 trallazos, el último y más corto cayó en su muslo.
Me vencí contra el muro, apoyando mis brazos. Escuché que bramaba como un toro y voltee para ver como su verga arrojaba su semen contra la pared. Ninguno de los dos perdió la erección, la mía seguía palpitando. Después de reposar un rato, mientras nuestra respiración se recuperaba, apreté mi glande apreté contra la tela de mi trusa para sacar las últimas gotas. Él se acerco e hizo algo que no olvidaré. Tomo su pene y lo embarro en mi muslo, ensuciandolo. Sonrió seductoramente.
-estamos a mano. Tu también me los echaste.
Señaló con su dedo la parte de su muslo que tenía mi semen. Se fue al lavabo y vi como lavo sus genitales y sus manos, pero no sé preocupo por la mancha de mis fluidos que comenzaba a secarse. En ese momento me hice consciente de algo. El vídeo había acabado rápidamente, era solo el tráiler de una película, pero no puso ningún otro: esto no se había tratado de dos pajeros, sino de una paja compartida.
Tomó su trusa y se la subió, acomodandola.
-putos calzones culeros carnal…
-yo los he usado toda la vida, respondí.
Pero su frase ya me había transportado al tercer día de entrenamiento, cuando aprendimos de manera muy peculiar que debíamos usar las trusas del uniforme.
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