BARQUITO 14
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por barquito.
Cierta noche, de vuelta de una de esas fiestas y con unas copas de más pero sin estar embriagados, matizábamos con bromas risueñas el viaje cuando en un golpe de súbita inspiración, Arturo desvió el auto y enfiló hacia la "zona roja".
Con los cristales discretamente alzados, nos divertíamos viendo los patéticos esfuerzos de las mujeres y travestis tratando de convencer de sus virtudes a los hombres y a estos, desde sus lujosos vehículos, discutir una diferencia económica miserable como si se tratara de una inversión bursátil, hasta que algo en una de ellas, no sé si fue su rostro, su cuerpo o alguna reminiscencia a modo de déjà vu, hizo que la señalara con vehemencia a mi marido diciéndole que esa era.
El no entendió de momento mi exaltación y me preguntó que era lo que quería decirle. Demudada y trémula, balbuceando por los nervios y la agitación, le pedí casi con vergüenza que la lleváramos con nosotros. Mirándome fija y seriamente, me preguntó si realmente estaba segura de querer eso y yo, como un chico empecinado con un juguete, lo obligué a detener el coche y negociar con la mujer.
Cuando esta ascendió al auto para sentarse a mi lado, se dio cuenta de mi turbación por lo demudado del rostro y el tembloroso saludo. Prudentemente, permaneció en silencio mientras yo sentía el calor de su muslo restregándose contra el mío, comenzando a encender las brasas de aquel fogón en mi vientre.
Llegados a casa en la seguridad de estar solos porque las chicas estaban de vacaciones en Mar del Plata con mi madre y cuando entramos al dormitorio, ella me preguntó si quería que se duchara pero yo le dije enfáticamente que no, admitiendo explícitamente que era su olor a mujer y maquillaje lo que me excitaba. Dejándonos solas, Arturo sí se fue a duchar y, sentándose en la cama, ella me hizo señas para que lo hiciera a su lado mientras me preguntaba si era mi primera vez con una mujer, a lo que respondí con desparpajo que no pero me tentaba hacerlo con una prostituta. Apoyando una mano de especial tersura sobre mi rodilla, colocó esas viejas cosquillas conocidas en la columna.
Tomando mi quietud como aquiescencia, la mano desapareció debajo del ruedo de la falda y los dedos se deslizaron acariciantes sobre la piel del muslo interior. Jadeando levemente por la excitación y el miedo a lo que esa desconocida pudiera hacerme, fui recogiendo la falda para acomodarme mejor en la cama y, mientras sus dedos ya alcanzaban a rozar la bombacha humedecida rascando suavemente con las uñas sobre mi sexo, la mano derecha se aplicó a desabotonar totalmente el vestido.
Con la lengua reseca y una sofocante angustia cerrándome la garganta, me parecía observarlo todo desde una extraña distancia, como si se tratara de otra persona, viendo como los finos dedos de ella terminaban de abrir el vestido para despojarme del corpiño. Ahogándome con mi propia saliva que la excitación me obligaba a secretar en abundancia, acezaba con ronca inquietud hasta que vi aproximarse la cara de la mujer.
Haciendo propósito de comportarme como si fuera verdaderamente mi primera vez, contemplé inmóvil como, con los labios entreabiertos dejando escapar el vaho fragante de su aliento, la boca de ella se acercaba lentamente. Yo conocía que las prostitutas se niegan a besar en la boca a sus clientes pero no sabía que con las mujeres hacían una excepción. .Aunque traté de esbozar una falsamente tímida resistencia, rozó tenuemente mis labios temblorosos y fue a ese contacto etéreo que un raro magnetismo me aproximó a ella con mi boca buscando la suya.
La mano izquierda de la mujer se posesionó de la nuca y la derecha acarició apenas con la palma mis pezones ya duros, provocándome un fuerte escozor en el sexo e impulsándome hacia delante con un fuerte gemido. Finalmente nuestras bocas se unieron y encajando en un perfecto ensamble, comenzamos con un lento succionar iniciado por ella e imitado por mí con una disposición y angurria que creía olvidadas.
Repentinamente dúctil, mi boca se adaptó fácilmente a sus caricias y la lengua recibió alborozada la presencia de la de ella que, ávida como un reptil, recorrió cada recoveco e inició una dulce batalla en la que respondí a sus embates con una firmeza inusitada.
La mano de la mujer aferraba la nuca y acariciando el cabello presionó rudamente para aumentar la intensidad del beso y la otra comenzó a enardecer mi ánimo, sobando y estrujando entre los dedos las carnes del seno y excitando con el filo de las uñas la arenosa superficie de las aureolas. Incapaz de mensurar la hondura de ese placer, volví a sentir el recuerdo de la cosa más maravillosa que había pasado en mi adolescencia.
Murmurando palabras cariñosas, dejé que mi mano presionara también su nuca, arrastrándola conmigo al deslizarme lentamente hasta quedar acostada. Las bocas se unían y desunían en sonoras succiones y, sin dejar de besarme apasionadamente, ella se desprendió de la blusa y la mini falda debajo de las cuales no llevaba otra cosa que la piel y, arrodillándose junto a mí, deslizó la boca a lo largo del cuello cubierto de transpiración, ascendiendo las colinas de los pechos en medio de pequeños besos y rápidas succiones a las carnes.
La lengua tremolante acompañó ese camino hasta llegar a las aureolas que, inflamadas y oscuras, recibieron la frescura del órgano con deleite. La boca se extasió en diminutos chupones, dejando a su paso minúsculos hematomas que me excitaban dolorosamente y, mientras la mano se ocupaba del otro seno envolviendo al pezón entre los dedos índice y pulgar para retorcerlo suavemente, sentí como mi marido, abriéndome las piernas, sometía mi sexo con su boca.
Los labios en la vulva me estremecieron violentamente y asiendo la cabeza de ella, la presioné fuertemente contra mis senos haciendo que incrementara la actividad de labios y lengua a los que ahora se sumaban sus afilados dientes en torturantes y deliciosos mordiscos a los pezones. El separó con sus dedos los labios externos y los pliegues con forma de mariposa fuertemente rosados, buscando con la lengua vorazmente ávida los tiernos plieguecillos que protegían al clítoris, azotándolo con violencia, alternándolo con la sañuda succión de los labios.
El placer que los dos me estaban proporcionando excedía mi capacidad para soportarlo y mientras ondulaba la pelvis instintivamente, dejé que la boca prorrumpiera en fuertes gemidos que fueron enronqueciendo mi garganta. Un diplomático dedo de Arturo se aventuró hasta la entrada a la vagina. Allí jugueteó con la corona carnosa que festonea la cavidad y, muy lentamente, fue penetrando el canal vaginal, convirtiendo esa penetración de inefable dulzura en la más excelsa sensación que experimentara jamás.
Conseguida la dilatación inicial de mi aleatoria vaginitis, él sumó otro dedo al primero, iniciando un suave ir y venir que me complació y mi útero respondió con la abundante efusión de sus mucosas lubricantes. Los dedos escarbaron curiosos, escudriñando todo el interior a la búsqueda de esa pequeña callosidad que poseemos todas las mujeres y que ejerce como disparador de las más deliciosas sensaciones. Cuando la halló, se esmeró sobre ella, haciéndome estallar en estridentes invocaciones a Dios y la Virgen, pidiéndoles que no cesaran nunca con esa exquisita profanación a mi cuerpo.
La mujer también había alcanzado un grado de excitación superlativo y, ahorcajándose sobre mi pecho, me estimuló a viva voz, con imperativa impudicia para que le chupara el sexo. Lejos del asco que suponía me provocaría después del de Jill y por el hecho de ser una prostituta, ese aroma característico de las mujeres, él sístole-diástole del pulsante succionar casi siniestro que ella le imprimía manejando a su antojo los músculos vaginales, me atrajo hipnóticamente.
Aferrando sus nalgas con las manos, mi lengua se agitó en forma atávica y tal como mi marido lo estaba haciendo conmigo, penetró la depilada vulva para adentrarse en las delicias de su interior. Gratamente sorprendida por el pulcro sabor agridulce de sus jugos, los labios colaboraron y se entregaron a la succión del sexo femenino con verdadera fruición.
Satisfecho con la labor de sus dedos, mi marido se incorporó y guiando al falo con la mano, lo apoyó en la entrada a la vagina comenzando a presionar firmemente y sin pausa hasta que todo él estuvo alojado en mi interior. Enloquecida por esos placeres unificados en una sensación única, hundí aun más la boca en el sexo de la mujer sumando la actividad de mis dientes contra su crecido dedo carnoso.
Al cabo de unos minutos, sentí como aquellas cosquillas que vibraban en mi columna subían hasta la nuca y desde allí se derramaban a todo el cuerpo en un espléndido arco multicolor de explosiones que ponía lágrimas en mis ojos. Gloriosamente, sentía como cada uno de los músculos de mi vagina se adhería a la verga mojada y mi pelvis se agitaba en bruscos remezones de placer hasta que él la sacó del sexo y apartando a la mujer, me instó a chuparla y deglutir la blanca cremosidad del esperma. La mujer no había dejado que se detuviera la obtención de mi orgasmo y suplantándolo entre mis piernas, su boca se aplicó en la succión del sexo mientras el dedo pulgar maceraba en círculos al ya erecto clítoris.
El placer que me producía succionar la verga de Arturo era, como de costumbre, inenarrable, e imprimiendo a mi cabeza un ritmo más intenso, sentí como él se envaraba y en medio de sus rugidos volcaba en mi boca el caudaloso chorro del cálido semen, con ese fuerte sabor almendrado hartamente conocido que tragué sin vacilar, lamiendo luego la cabeza del miembro que me había hecho tan feliz.
Sumida en esta dulce tarea, sentí que la actividad de la mujer en mi sexo estaba provocando el alivio de aquellas cosquillas y desgarros internos y entonces fue como si superado un embalse, mis afluentes internos manaran expulsados en violentas contracciones del vientre a través del sexo, humedeciendo sus fauces que, por unos momentos siguieron traqueteando en la vulva. Todavía convulsionada, me agité por unos momentos más sobre la cama con aquella inmensa sensación de vacío en las entrañas. El violento ejercicio me había fatigado y mis ojos se cerraban en la búsqueda del sueño reparador que, sin embargo, no llegó.
Observándolo todo a través de una bruma rojiza que me obligaba a pestañear para recobrar el foco sobre el cuerpo desnudo, alto y musculoso de la mujer que se movía con total desparpajo por el cuarto, vi como depositaba sobre la cama su bolso para extraer toda una batería de elementos que evidentemente, eran para el sexo. Había una replica exacta de un miembro pero de tamaño descomunal y otros dos de tamaño "normal".
Acostándose junto a mí, volvió a abrazarme y besarme tan profundamente que por un momento perdí el aliento. Estrechamente abrazadas y en tanto recuperaba el aire, volví a asombrarme de mi adaptación a ese sexo múltiple. Como si leyera mis pensamientos, ella comenzó a acariciarme tiernamente mientras me susurraba al oído que, más allá de sus hábitos profesionales, la satisfacía tener sexo con una mujer tan voluntariosa como yo y por eso iba a darme una “propina” que sólo daba a clientes muy especiales. Uniendo nuestras bocas, volvimos a sumergirnos en un marasmo de besos, chupones y lengüetazos que terminaron por agotarnos.
Todavía con su boca en la mía, ella deslizó sus dedos por mi vulva y el indescriptible contacto de sus uñas instaló nuevamente ese inquieto cosquilleo en los riñones con la involuntaria respuesta de mi mano que se ubicó sobre el sexo de la mujer y comenzó a penetrarlo alocadamente, como si el restregar duramente y salvajemente a los fruncidos pliegues de su interior me aliviara en alguna forma de la angustia que se acumulaba en mi pecho.
Junto a ese afán por calmar mis ardores, me di cuenta que la masturbación a la mujer me complacía elevando mí placer a un nivel más alto, cercano a la perversidad. Gozaba con el supuesto dolor que le infligía y eso colmaba mis expectativas sensoriales. Extraviada por el placer que yo le procuraba, ella volvió a empujarme sobre la cama y tomando aquella verga inverosímil, la lubricó primero con su saliva y luego comenzó a penetrarme. La intensidad del dolor cercenó el grito que se paralizó en mi garganta, quejándome entrecortadamente mientras el aliento ardiente gorgoteaba con la saliva acumulada por la tensión en mi boca.
El imponente falo de látex iba destrozando, lacerando y lastimando los tejidos que poco antes cedieran complacientes a la penetración de mi marido, no pudiendo concebir como mí vagina, largamente sometida en estos años, aguantaba gozosamente semejante portento haciendo que todos sus músculos se distendieran exultantes ante la agresión.
Imprimiendo a mi cuerpo una suave ondulación y disfrutando del roce insoportable del falo, comencé a sobar entre mis manos las carnes firmes de los grandes senos de la mujer que oscilaban sobre mi vientre al ritmo del vaivén conque me intrusaba. Cuando mi marido vio que ambas habíamos llegado a una nueva eyaculación pero seguíamos enfrascadas en el tiovivo escalofriante del placer sin retorno, nos separó y tomándome por los cabellos, me hizo parar frente a la cama.
Colocándome las manos a la espalda, las ató con su corbata y obligándome a apoyar la cabeza sobre las sábanas, me hizo abrir de piernas para penetrarme violentamente desde atrás por el sexo. En esta oportunidad no lo hacía deslizándose dentro del mío en un cadencioso vaivén sino que, cuando la cabeza del miembro golpeaba el fondo de mis entrañas, la sacaba y después de un momento, volvía a penetrarme duramente.
El pene de Arturo no tenía ni comparación con la enorme verga artificial que había soportado poco antes, pero la forma brutal con que me poseía hacía que los esfínteres y los músculos de la vagina se contrajeran aprensivos cuando salía de ella, convirtiendo a cada vez en la primera y el dolor, que terminaba por hacérseme insufrible, se iba convirtiendo en un placentero ejercicio.
Con todo el peso de mi cuerpo sobre la cabeza, apoyando las rodillas en el borde del colchón, abrí aun más las piernas para permitir que la penetración fuese total y profunda mientras él levantaba hasta el límite de la dislocación mis brazos atados en la espalda, obligándome a alzar la grupa para soportar el dolor.
Apoyando un pie en la cama, formaba un arco de increíble potencia, hamacándose fuertemente para estrellar su pelvis contra mis carnes que chasqueaban sonoramente por la abundancia de los jugos vaginales que rezumaban al sacar la verga. Cuando finalmente él inundó las entrañas de semen, la cálida marea en mi vientre y las caricias de la mujer me llevaron a desplomarme de rodillas, obnubilado mi entendimiento por el placer del orgasmo.
Liberándome de la corbata, la mujer secó de mi rostro las huellas de las lágrimas, mocos y saliva para luego pasarme una toalla por todo cuerpo empapado de transpiración. Acostándome sobre la cama, todavía hipante y mezclando en una conmovida confusión los sollozos con pequeñas risas de nerviosa alegría, fue calmándome por la ternura de sus caricias y los tiernos besos que depositaba en mis ojos y boca. Relajada por la satisfacción de saberme deseada por esa hermosa extraña, me dejé ir y acompañé cada gesto de ella cuando me pidió suavemente que la imitara en todo lo que hiciera.
Poniéndose invertida encima mío, comenzó a besarme delicadamente hasta que, al influjo de lo que las manos hacían con los pechos, el beso fue haciéndose más ardoroso e intenso. El besarla a ella y estrujar sus senos entre mis manos rascándolos tenuemente con mis uñas cortas y afiladas, iba incrementando la excitación que la mujer provocaba con sus caricias y en una espiral inacabable de retroalimentación sexual, comenzamos a gemir roncamente para dar alivio a la histeria que se acumulaba en nuestros vientres.
Con una especie de rugido animal, la mujer se desprendió de mis manos y se abalanzó sobre la entrepierna. Abriéndome desmesuradamente las piernas, las encogió y colocando mis muslos bajo sus axilas, la lengua reptó a todo lo largo del sexo inflamado y sus labios atrapaban glotonamente los enrojecidos pliegues succionándolos con maestría.
Con los ojos dilatados por la alienante caricia, me aferré a sus muslos y, como ella, comencé a succionar suavemente todo su oscurecido y barnizado sexo, dilatado en oferente exhibición. Formando una amalgama física impresionante, nuestros cuerpos ondulaban y se restregaban sobre la fina capa de transpiración que nos cubría, revolcándonos sobre la cama, ora abajo, ora arriba. Fue entonces, que Arturo puso en nuestras manos aquellos objetos fálicos, replicas exactas de los verdaderos.
La fogosa mujer que había quedado debajo, comenzó a penetrarme sin dejar por ello que su boca abandonara el solaz del clítoris. Fuera de mí por la desgarradora caricia del falo en las entrañas, la penetré salvajemente con todo el vigor de mis manos, reinaugurando la magnífica sensación placenteramente cruel que da poseer sexualmente a otra persona. Bramando como dos bestias en celo, incrustábamos las bocas en la vulva de la otra y nuestros brazos se movían como pistones de una maquina descarriada acelerando la penetración de las vaginas.
Cuando él comenzó a distribuir sobre mi ano la pastosa consistencia de algún tipo de crema, acepté complacida la refrescante caricia, dándome cuenta que alguna virtud especial de aquella relajaba mis esfínteres anales y un calor de quemante inquietud se instalaba en el recto. Aceptando mansamente la intrusión del dedo amistoso que se deslizó en la tripa para untarla con la crema, sentí que mi deseo iba en aumento e incrementé la penetración de la mujer.
Casi imperceptiblemente, el dedo fue suplantado por la suave punta de otro consolador y fui disfrutando de su introducción paulatina. Cuando estuvo totalmente dentro de mí, él comenzó un cadencioso vaivén que me obnubilo de dolor y goce y, acuclillada, fui arqueándome al tiempo que recibía sus intrusiones al ano y las penetraciones del falo de ella en la vagina. Apoyándome en los codos, sostuve el arco y la penetración de ambas vergas me fue llevando a un grado de desesperación tal, que los insultaba y bendecía simultáneamente, suplicándoles que me hicieran acabar cuanto antes.
Comenzaba a sentir que en el vientre se gestaba la tormenta de órganos y fluidos que precedían al orgasmo, cuando mi marido pasaba alrededor de mi cuello la corbata y mientras ella me penetraba con vesánica violencia incrustando su boca golosa sobre mi clítoris, él comenzó a apretar firmemente la corbata, estrangulándome.
Juntos habíamos leído de esa técnica oriental para provocar el orgasmo y juntos también habíamos fantaseado con tener el atrevimiento de ejecutarla alguna vez. Cuando mi cuerpo comenzó a sacudirse en una violenta serie de convulsiones espasmódicas y mis piernas se agitaban vanamente, boqueando ansiosamente en busca de un poco de aire para mis pulmones ardientes, él soltó abruptamente el lazo y alcancé mi más violento y satisfactorio orgasmo en medio de una bruma morada que nubló mi entendimiento y el cuerpo relajado se desplomó exánime mientras por los esfínteres dilatados escapaba la riada de mis humores internos.
El agotamiento me venció y caí en un profundo sueño del que despertaría en la mañana, tan fresca y feliz como si en la noche anterior no hubiese sucedido nada. El satisfactorio acople había actuado como un bálsamo para mis siempre despiertas urgencias y en las siguientes treinta y seis horas me moví como si pisara en una nube, con una sensación de dulce plenitud, saciado mi voraz apetito sexual. Dos días mas tarde reanudamos con mi marido nuestras siempre complacientes relaciones con el mismo excitado interés de siempre.
Como para confirmar mi independencia, en cierta ocasión que Arturo se encontraba ausente por un viaje de negocios, tal vez influida por la soledad que alimentaba las fantasías de mi mente o a causa de los pájaros que desgarraban mi vientre, tomé el coche y pasando lentamente por la "zona roja", encontré en la misma esquina a aquella mujer que meses antes nos hiciera disfrutar tanto. Casi tan contenta como yo por el reencuentro, ella vino a la casa y transformé a la primera noche que tenía a solas con otra mujer en una de las mejores de mi vida.
Evelyn – supongo que ese sería su nombre de guerra – realmente disfrutaba conmigo, al punto tal que se negó a cobrarme un solo centavo y nunca lo haría en el tiempo en que, cada vez que me era posible, la llevaba a mi cama. Sólo tenía dos años más que yo y no sé si a causa de su belleza todavía no agostada por su vida promiscua o del tierno entusiasmo que ponía en todas nuestras relaciones, me enamoré de ella como ella lo había hecho conmigo desde aquella primera noche.
Ese amor no se manifestaba en las usuales relaciones empalagosas de los enamorados comunes sino en el placer inmenso que nos daba el sólo hecho de acariciarnos, llegando a la satisfacción sólo por el amor con que festejábamos el goce de la otra o de enfrascarnos en las más fervientes vilezas.
El paso del tiempo no sólo no disminuyó el entusiasmo de nuestras cópulas sino que pareció sublimarlo, haciendo que en cada oportunidad nos entregáramos una a la otra con tal denuedo que el esfuerzo nos sumía en un estado de postración tal, que tardábamos días en recuperarnos totalmente. Mi marido no sólo no estaba en desacuerdo con estas relaciones sino que era el beneficiario indirecto, ya que después de cada encuentro con Evelyn, yo parecía salir reconfortada, como si me retroalimentara con su sexo y luego lo proyectara en él, modificado y mejorado.
Dejar un comentario
¿Quieres unirte a la conversación?Siéntete libre de contribuir!