El Club del sexo 2
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por barquito.
El club del sexo 2
De uno de esos palcos se desprende un hombre que, aproximándose al lecho circular, se acuesta a su lado acariciando excitado la roja melena, rozando apenas con los labios su boca golosa. Sorprendida por su pronta reacción, lo toma por la nuca y busca imperiosamente sus labios con la sierpe tremolante de su lengua que se traba en dura lid con la del amante, mezclando sus salivas ardientes. La mano de él se desliza ágilmente por el cuerpo que, totalmente en llamas se debate en ondulantes movimientos de inquietud. Los dedos del hombre soban, estrujan y penetran en cada rendija de las carnes temblorosas y ella también lo acaricia y rasguña, buscando con premura el miembro y los genitales. La atención de él se centra en sus pechos, apretándolos fuertemente y pellizcando los pezones para luego aplicar su boca a la tarea de chuponear y lamer los agitados globos, mordisqueándoles con suavidad.
Jadeante, Valeria acaricia y presiona contra sus senos la cabeza del hombre cuando, entre sus piernas abiertas, detecta la presencia de otra boca que deslizándose por los muslos se aloja finalmente en el sexo. Dos dedos colaboran entreabriendo los labios inflamados de la vulva para que la punta de una carnosa y gruesa lengua rebusque en la oquedad rosada mientras los labios chupetean los ardorosos pliegues con cierta saña. Esas sensaciones son totalmente nuevas para la joven quien, roncando quedamente, los alienta a que aumenten la intensidad del contacto. Sin dejar que la boca abandone la vulva, el segundo la penetra con dos dedos, rascando suave pero firmemente el interior de la vagina.
Ante sus incontrolados estremecimientos, el primero se sienta a horcajadas sobre su pecho y colocando el miembro entre los senos, los toma entre sus manos presionándolos contra el pene para comenzar a hamacarse, masturbándose con ellos en imitado coito. Valeria siente como el falo frota fuertemente contra la piel provocándole al hombre una agresión que estimula su deseo. Anhelante, ella apoya su mentón contra el pecho y con los labios intenta alcanzar la cabeza del pene que la enloquece y desprendiendo los dedos del hombre de los senos, libera al falo para tomarlo entre sus dos manos y acercándolo a la boca, empieza a lamerlo, besarlo y chuparlo, introduciéndolo hasta el fondo de la garganta mientras lo presiona prietamente entre los labios.
El segundo es tan experto como el otro y las sensaciones que despierta en ella con los dedos y la lengua la llevan lentamente a la pérdida del control de sus actos. La pelvis comienza a agitarse en espasmos que se transmiten al vientre y las piernas encogidas se alzan con desesperación. Viendo su ansiedad, el hombre se endereza y tomando su verga con la mano, lo frota vigorosamente contra el sexo que, ahora sí, apoyada en sus piernas encogidas y flexionándolas, comienza un instintivo vaivén con las caderas que se va haciendo desesperado. Entonces él hunde hasta lo más hondo el pene endurecido, tanto o más grande que el del otro y ella lo siente golpear dentro del útero con una fuerza como jamás ha sentido.
El tamaño del falo, su dureza, la rugosidad de su piel y el arte con que el hombre lo mueve La situación inédita la saca de quicio cuando siente su cuerpo sacudido por violentos estremecimientos y contracciones que no puede controlar, junto a oleadas alternativas de calor y frío que la inundan y su cerebro, nublado de entendimiento, parece querer explotar. Quien está sobre su pecho la ha aferrado por los cabellos y sacudiendo su cabeza, va penetrando la boca como si fuera una vagina. Con la boca ocupaba de tan exquisita forma, deja escapar hondos bramidos de satisfacción que van transformándose en estentóreas súplicas en las que les pide que la penetren más profundamente aun y que eyaculen con rapidez en ella.
Esa vorágine de sexo se prolonga todavía por un rato, hasta que Valeria siente que, como en una erupción, una catarata de sensaciones se derrama con el baño espermático en su sexo. Cuando aun no han concluido los embates del hombre, apretando su pija entre los dedos para evitar la prematura eyaculación, el primero introduce el glande en su boca y entonces sí, al aflojar los dedos, una explosión del dulcemente almendrado semen estalla en la boca de Valeria que, semi ahogada por la presión, se apresura a tragar el ansiado líquido, sorbiendo hasta la última gota que hubiera quedado en la enrojecida testa.
Descansando de costado, todavía se encuentra saboreando los últimos vestigios de semen de su boca, cuando una mujer muy rubia se tiende a su lado para hacer algo que la desconcierta y satisface al mismo tiempo; con una pequeña toalla húmeda y tibia en su mano derecha, va limpiando de su cara y cuerpo los restos de saliva, semen y sudores en tanto que la izquierda, rozando tenuemente su espalda, traza pequeños círculos con el filo de las uñas y, bajando a lo largo de la columna vertebral, despierta hogueras por donde pasa.
Los cosquilleos de la zona lumbar la fuerzan a combar su pecho hacía arriba mientras exhala un hondo suspiro de ansiedad, cuando la mano derecha, liberada ya de la toalla, acaricia su mejilla con el dorso terso de los dedos, baja hasta la barbilla y asiéndola, la obliga a dar vuelta la cara. Valeria se estremece cuando sus ojos son apresados por la ardiente e hipnótica mirada de la mujer, expresando tanta pasión y sexualidad que, sin poderlo soportar, aprieta los párpados mientras de su boca escapa un tímido suspiro.
La mano baja por el cuello y las uñas establecen competencia con las de la espalda recorriendo los senos, entreteniéndose en los gránulos de las aureolas y rascando los crispados pezones. La joven abogada siente como su cuerpo entero vibra de pasión y no puede evitar un susurrado asentimiento, entre los suaves gemidos de deseo.
La rubia la va recostando lentamente para ahorcajarse cruzada sobre la entrepierna e imitando una ondulante cogida, la excita restregando el sexo contra el suyo en una exquisita tijera donde las carnes dilatadas y húmedas se raspan deliciosamente. Inclinándose, se apoya en los brazos encogidos flexionados y hamacando el cuerpo, deja que los largos tetas colgantes rocen con sus pezones los de Valeria. Convulsionada con esos contactos y totalmente encendida, esta ruge quedamente entre los dientes fuertemente apretados y, cuando la mujer acerca sus labios, abre desesperadamente la boca esperando golosa la lengua vibrátil que, finalmente, se hunde entre los labios a la búsqueda de su igual.
Exasperada por el ardor en su bajo vientre, Valeria toma entre las manos la cabeza de la mujer y aplastando su boca contra la de ella, busca y succiona fuertemente la lengua, grande, larga y dura, como si fuera una verga. El intercambio de salivas, el roce de los pechos y el contacto de las conchas enloquecen a la abogada que, empapada nuevamente de transpiración, se convulsiona descontroladamente. La rubia se desprende de su boca y con suma delicadeza, manos y boca acarician, lamen y chupan los senos.
Es tanta la dulzura que la mujer pone en sus actos, que la excitan tanto o más que la violencia de los hombres. La boca baja por su vientre lamiendo, besando cada músculo, cada pliegue de su piel y cuando llega al Monte de Venus, Valeria dilata aun más las piernas abiertas en un acto reflejo para dejar que los labios rocen la superficie de la vulva que espera el contacto con la boca. Y en ese momento, la mujer hace algo que termina de enajenarla; haciéndola bajar de la amplia butaca, la conduce hacia un costado donde se encuentra parado un hombre.
Excitado por sus rotundas formas y el olor a almizclada salvajina femenina que emana de Valeria, el hombre la hace dar vuelta para rodearla con sus brazos y aplasta el tumefacto falo contra sus nalgas a la par que, besándola apasionadamente, hunde su boca en la nuca,. Ella se estremece por ese contacto físico y cerrando los ojos para tomar las manos del hombre entre las suyas, las guía hacia las tetas estremecidas, acompañando sus caricias y apretujones. El toma entre sus dedos los pezones y, retorciéndolos, le provoca tan intenso goce a través del dolor que siente como su sexo es inundado por un flujo tibio, en tanto que el hombre, sin dejar de someter al pezón, baja la otra mano e introduciéndola en su concha, la pajea con delicada firmeza.
Encendida por esa nueva pasión incontenible que ha despertado en ella, aferra con sus manos las del hombre y profundiza el estregar que irrita placenteramente sus carnes. Sintiendo el endurecido falo presionando sus nalgas, se inclina hacia delante para facilitar su penetración dentro de la hendidura y hamacándose a compás, ambos se sumergen en un alucinante tiovivo de puro goce. Sin soltarla, él le separa las piernas y alzándole la izquierda hasta que el pie queda sobre el asiento, le indica que se incline con los codos apoyados en él Colgando pendulares, las tetas rozan levemente el muslo de la pierna flexionadas y su sexo, ahora dilatado por la apertura de las piernas, espera el acople masculino.
El hombre toma entre sus dedos el falo y lo desliza a lo largo del sexo, desde el mismo Monte de Venus hasta la fruncida apertura del culo. Ese lento restregar nubla el entendimiento de Valeria, sorprendida por el tamaño que aparenta poseer el falo que, al cabo de un momento, cesa en ese movimiento y penetra la vagina provocando un ronco bramido de contento en ella, que comienza a hamacarse lentamente dándose empuje con la flexión de sus brazos. Los cuerpos van encontrando un ritmo común, moviéndose al unísono en una danza enloquecedora que se manifiesta en los quejidos y rugidos que ambos no pueden reprimir. En medio de ese torbellino de sexo y para su contento, el desconocido penetra el culo con su dedo pulgar, removiéndolo con saña en la tripa.
Recostado en un sillón junto a una mujer de grandes pechos, Antonio observa la escena casi con indiferencia pero finalmente se incorpora y acercándose a la pareja, palmea suavemente al hombre en la espalda para que le ceda su lugar y, hundiendo su pija en el sexo un par de veces sólo para humedecerlo, lo apoya contra el ano para ir penetrándola con tal fortaleza que ella comprende que su eterna negativa a dejárselo hacer era justificada, pero ahora está jugando su juego y debe aceptar las reglas, aunque no puede reprimir el grito de dolor que expresa su sufrimiento. Inconmovible frente a sus ayes doloridos, lo siente moverse con toda su majestuosa dimensión en lentos círculos, torturando al recto y arrancándole sollozos en los que se mezclan el dolor y el placer. Durante un tiempo en el que se le hace imposible separar el dolor del goce, su marido la somete a la culeada para luego ceder su lugar al otro hombre, quien vuelve a penetrarla por la vagina y así inician rondas de un perverso juego que los dos parecen practicar asiduamente.
Cuando sus piernas vacilan temblorosas y los músculos parecen no aguantar más, los hombres la sientan en el borde y poniéndose frente a ella, acercan a la boca de Valeria a los dos miembros chorreantes e inflamados. Ella abre placidamente la boca y tomándolos entre sus manos, va quitándoles todo vestigio de flujo con la lengua que penetra los suaves pliegues del prepucio y los labios solícitos envuelven las irritadas carnes con un anillo de pulposa suavidad. Nunca hubiera imaginado que el saborear los jugos acidulados de su propios concha y culo iba a elevarla a tales planos de la excitación.
Perdido todo rastro de decencia, cambia golosamente de un miembro al otro y penetra profundamente su boca para chuparlos con ávida fuerza. Esa alternancia va acelerándose hasta que en el paroxismo, ase un miembro con cada mano y la boca parece multiplicarse dando un par de chupadas a cada uno hasta que, en medio de los bramidos masculinos, el semen comienza a brotar de los falos para la desazón de Valeria quien empala con su lengua los grandes goterones, tratando de evitar que se derramen fuera de su boca. Los impetuosos chorros golpean contra sus labios y excediéndolos, le salpican la cara para deslizarse por la barbilla y gotear cremosos sobre los senos.
Esa relación tan intensa como dolorosamente satisfactoria la ha dejado rendida pero supone que su iniciación aun no ha terminado. A través de las pestañas de sus ojos entrecerrados, ve como se aproximan a ella dos de las mujeres que, aparentemente, tienen funciones de samaritanas en aquel tiovivo infernal de placeres.
Reacomodándola en el centro del butacón, se arrodillan junto a ella, una cerca del torso y la otra de las piernas; con prolijidad de orfebres, limpian todo el cuerpo de sudores, saliva y semen y, al finalizar, frotan su piel con una crema que la revitaliza, hecho lo cual, se dirigen a dos largas y estrechas mesas que se encuentran a cada lado de la puerta y de ellas le traen un plato con exquisitos canapés y una fina copa de champán helado.
Sentada en la cómoda posición del loto, recién toma conciencia de que el paso de las horas y la intensidad y variedad de los acoples han puesto en ella un apetito y sed que escasamente calman lo que las mujeres le han dado, pero con todo, al tomar el último sorbo de la delgada copa, se siente reconfortada y predispuesta a lo que las famélicas miradas de los que circundan al podio le presagian.
Mientras una de las mujeres retira el plato y la copa, la otra se aproxima muy cerca de Valeria y lentamente, las yemas de sus dedos recorren el rostro, dibujando prolijamente cada una de sus curvas, deslizándose por el cuello y terminando en la suave meseta de los senos; sus dedos de plumosa levedad casi no tocan la piel y, sin embargo, ese tenue roce tiene la consistencia de un oculto magnetismo, produciendo descargas de una intensa corriente estática que, por donde pasan, excitan sus carnes tensas, dejándolas luego enervadas y laxas. Miríadas de estrellas diminutas y explosivas estallan entre los intersticios de los músculos como si pretendieran separarlos de los huesos y provocando en su sexo el crecimiento de un inmenso brasero que esparce llameantes incendios en todo el cuerpo.
En morosos círculos, los dedos recorren las bases temblorosas de los senos, ascendiendo con lentitud de caracol por sus estremecidas laderas. Al llegar a las aureolas, cuya consistencia parece haberse modificado, las cortas uñas rascan suavemente su superficie mientras el índice y el pulgar asen levemente al pezón para luego comenzar a pellizcarlo apretadamente, incrementado paulatinamente la presión y, cuando mordiéndose los labios ella gime involuntariamente, las filosas uñas se clavan sádicamente en ellos, acentuando el dolor de la torsión. A pesar del sufrimiento, es tal la cantidad de sensaciones encontradas que permanece paralizada, incapaz de ensayar otra cosa que no sea el disfrute ciego de ese martirio gozoso al que la mujer la somete.
Recostándola, los dedos acuciantes se deslizan por la convulsionada meseta del vientre, se detienen curiosos a explorar el cráter húmedo del ombligo, lo hollan por un momento, se entretienen en la musculosa medialuna del bajo vientre y bajan la curvada pendiente que desembocaba en el abultado Monte de Venus. Como en un vuelo rasante, rozan apenas la superficie que antecede a la vulva, reconocen las profundas canaletas de las ingles y comprueban la tersura del interior de los muslos.
Provocando cosquillas que arquean su columna, acarician las corvas y rodillas en lentos círculos incitantemente intensos, bajan a lo largo de las pantorrillas y se instalan en los pies. Valeria nunca había podido imaginar que tanta sensualidad pudiera transmitirse a través de ellos y las manos se esmeran recorriendo cada intersticio alrededor de los pequeños dedos, despertando intensos destellos que se trasladan inmediatamente a su ardiente sexo; casi imperceptiblemente, la lengua va reemplazando a los dedos, logrando con su húmeda avidez que sus sensaciones se multipliquen, tremolando en el hueco entre ellos y en la tierna piel de abajo. Los labios comienzan a succionar uno a uno los dedos, desde el pequeño hasta el pulgar, sobre el que se ensañan chupándolo como a un pequeño pene.
Labios y lengua prosiguen su sensual deambular por la planta de los pies, se entretienen en los tobillos y el empeine, suben por las transpiradas pantorrillas, excitan deliciosamente las corvas y cubren de besos, lamidas y chupones la piel de los muslos interiores. Mojando los labios secos por la emoción y clavando en ellos los dientes, la abogada espera ansiosa el destino que su boca buscaría al llegar a la entrepierna pero, sabiamente, la mujer evita cualquier contacto directo con el sexo, sorbe el sudor de las ingles y se extasía en las irregularidades del vientre, chupeteando ansiosamente la fina capa de transpiración que lo cubre
Las de esa noche son sus primeras experiencias lésbicas y por eso la sorprende aceptar tan dócil y angustiosamente ansiosa lo que la mujer le provoca con la desmesura de su aguerrido entusiasmo. Es como si una dulce beatitud la inundara placenteramente, un algo mágico y cósmico que ni siquiera puede imaginar y un escándalo de sensaciones nuevas se concentran en su sexo para desde allí, expandirse tiernamente, acuciando a todas las terminales nerviosas del cuerpo.
Finalmente, la lengua llega en su tenaz porfía hasta los senos que esperan trémulos el contacto. Engarfiada y vibrátil, la gentil embajadora de la boca recorre con esmerada fruición la profunda arruga natural que provoca el peso del seno, asciende por la pesada comba, explora ávida la áspera y casi violeta superficie de las aureolas y, casi tímidamente, azota el enhiesto, endurecido y ansioso pezón. Como una serpiente furiosa se abalanza sobre la carnosidad y, llenándola de saliva, la fustiga rudamente. La sensación de éxtasis se le hace inaguantable a Valeria y abrazándose a su cuerpo, clava sus uñas en la espalda como incitándola a intensificar ese enloquecedor castigo.
Entonces, los labios acuden al alivio del sufrido pezón, refrescándolo con la suave humedad de su interior, envolviéndolo para succionarlo suavemente. Como agotada de tanta intensidad, la lengua se une a la caricia, rozando tenuemente la punta carnosa de la mama mientras los labios comienzan a succionarla cada vez con mayor intensidad, cerrándose prietamente contra ella. Los dientes inician un suave raer cuya presión se va intensificando hasta mordisquearla luego con tal saña que ella trata desesperadamente de apartar su cabeza.
Enardecida, la mujer se niega a la expulsión abrazándola fuertemente para impedir su reacción al tiempo que su pelvis se restriega duramente contra la entrepierna. Chupa y muerde con verdadero ahínco hasta que, lanzando un grito en el que se entremezclaban el placer, el dolor y el terror, Valeria acompasa el ondular de los cuerpos chasqueando por el sudor acumulado y las piernas enroscándose en una frenética búsqueda de satisfacción hasta sentir como las represas del vientre ceden a una corriente cálida que se derrama por el sexo sin que mediara ningún tipo de penetración.
Convulsivamente estremecida, la vigorosa mujer también parece haber alcanzado la satisfacción en esa cópula singular y abalanzándose a su boca para unirlas, se enzarzan en una larga sesión de besos, abrazos, chupones y mordiscos que culmina en una melosa y turbadora caída a un pesado y oscuro sopor.
La joven no puede precisar la profundidad de su inconsciencia ni el tiempo que durara, pero cuando despierta, presiente más que ve como la segunda mujer se aproxima a ella, olisqueando curiosa la fragante acritud de sus sudores y fluidos; el sólo estímulo del olfato y el calor de su piel parecen bastar para despertar demonios desconocidos que excitan sus deseos más íntimos y trata de rozar sus labios turgentes con los suyos pero Valeria, sin poder contener una inexplicable furia pasional, con un ronco gemido escapando del pecho, aplasta su boca abierta sobre la suya.
Apabullada por la fortaleza de su lascivia incontenible, la mujer abre los labios que golosamente se unen a los suyos en una dulce refriega en que la succión de las lenguas mezcla las salivas y los jadeos placenteros. Soldadas en el beso y con las manos aferrándose a las nucas para incrementar la presión, la derecha de la mujer desciende para acariciar los senos que se conmueven a su sólo contacto y su turgencia se va convirtiendo en inflamada excitación. Los pezones erguidos parecen deseosos por experimentar nuevamente la agresión de los dedos y su mano guía a la otra con ese propósito, tras lo cual, los dedos descienden angurrientos por los sólidos músculos del vientre de la mujer, acariciándolos con premura y dejando las huellas rojizas de las uñas en la tersura de su piel.
Eso la excita en tal forma que, sin dejar de besarla, su mano no puede resistir la tentación de visitar las ingles y la superficie abultada de esa concha que, al mínimo contacto de los dedos se dilata expectantemente húmeda. Los dedos se solazan restregándose contra los ardientes pliegues que, abriéndose como una flor, dejan el camino expedito a las rosadas regiones del carnoso clítoris que, estimulado por el inquieto roce, multiplica su volumen y solidez de una forma tal que se convierte realmente en un pequeño pene.
Revolviéndose con brusquedad, la mujer queda encima de ella y sus labios se posesionan de las tetas para chuparlas y morderlas con intensidad pero esta vez su mano, lejos de intentar alejarla, presiona la cabeza contra ellas, acariciando el renegrido remolino de su corta cabellera.
De manera inconsciente e intuitiva, las piernas de Valeria se abren aparatosamente y la morena introduce en la entrepierna la imperiosa presión de su huesuda rodilla, estregándola contra la flor dilatada del sexo como si fuera una monstruosa verga. Ese rudo ataque la obnubilaba y la acuciante necesidad de satisfacción la lleva a proyectar su sexo contra ese magnífico roce mientras empuja su cabeza hacia abajo. Sin dejar de embestirla con la rodilla en una masturbación que la enloquece de placer, la boca deja de torturar los pechos henchidos por la excitación y con sus labios semi cerrados por los que asoma el filo romo de sus dientes, caracolea por los músculos del vientre mordisqueándolos suavemente y sorbiendo ávidamente los sudores y su propia saliva.
La abogada y ya olvidado el propósito inicial de su visita al lugar, siente la necesidad de que esos labios y lengua penetren las profundidades del sexo y, sabiéndolo, la mujer lo dilata tanto tiempo como le es posible dominar sus propias ansias de hacerlo. Ágil y traviesa, le lengua va adentrándose lentamente entre las carnes, separándolas con sabiduría y, cuando finalmente llega a las rosásea elevación del clítoris, lo agrede fuertemente con el vibrátil y rudo vaivén de su afilada punta. Cuando el sensible triangulito está lo suficientemente predispuesto y excitado, lo toma entre sus labios sorbiéndolo con dureza y, mientras los dientes tironean hacia fuera, dos dedos lo retuercen apretadamente.
Mareada por la expansión de tanta pasión contenida, con las venas y músculos del cuello a punto de estallar, la joven abogada se toma la cabeza entre sus manos y, sacudiendo espasmódicamente las caderas, empuja la pelvis contra la boca. Abriendo el óvalo con dos dedos, la mujer acomete la deliciosa tarea de lamer todo su interior de arriba abajo repetidamente, excitando el diminuto hueco de la uretra y sorbiendo los humores a todo lo largo del sexo, desde el clítoris hasta el agujero del culo. Luego y mientras retuerce entre los dedos la carnosidad del clítoris, la lengua merodea en las crestas carnosas de la apertura vaginal y sorbiendo con delectación los jugos, se introduce en ella y engarfiada, escarba en la rugosidad pletórica de espesos humores.
Con cruel lentitud vuelve para excitar al clítoris y entonces, dos dedos largos, delgados y fuertes irrumpen en el áspero canal, rascando y hurgando en todas direcciones. Observando su dilatación, suma otro dedo e inicia un lento y suave vaivén, entrando y saliendo en un enloquecedor roce giratorio. Con los pies apoyados firmemente en la cama, el cuerpo de Valeria se va envarando a medida que crece la penetración, elevándose en un arco para favorecer la profundidad mientras intenta contener las violentas sacudidas de su cabeza contra la felpa a la espera ansiosa del orgasmo.
De su pecho convulsionado surge un ronco estertor gorgoteante por la saliva espesa y caliente que colma la garganta. Sintiendo las entrañas disolviéndose en las urgencias del sexo, afirma los codos e imprime a su pelvis un movimiento salvaje. Cuando de su boca abierta por el trasegar de la saliva surge un grito primitivo de histérica ansiedad, siente como los cauces de los ríos internos se llenan de líquidos humorales que se vacían a través de la vagina inundando las fauces sedientas de la mujer. Acompañando sus estremecimientos, desciende junto con su cuerpo alzado hasta la misma superficie del butacón y durante largo rato sigue jugueteando con la boca en el sexo, acariciándole los muslos y nalgas mientras sus propias manos soban los senos, aun ardientemente excitados.
Enceguecida por el deseo, la morena se acuesta a su lado estrechándola en sus brazos y besándola con pasión. La reciente efusión de esos orgasmos múltiples que parece no saciar todo aquel sexo, no ha disminuido el deseo de Valeria y recibiéndola conmocionada, la ciñe contra sí mientras sus cuerpos y extremidades se retuercen en un desesperado esfuerzo por fundirse una en la otra. La joven, que siente la necesidad de esa fusión, goza con la intensidad del roce de las tetas; sus piernas entrelazadas presionan las pelvis y cuando los sexos se rozan, sus manos capturan las nalgas compulsándolas a la refriega con el vaivén de las caderas.
Cubiertas de sudor y saliva, se muerden en la boca, el cuello y los senos en tanto que de sus bocas escapan frases incoherentes en las que se mezclan reclamos amorosos y voces procaces. Como en cámara lenta, ruedan sobre la afelpada superficie empapadas por sus humores, arañándose y mordisqueándose con verdadera saña, cubriendo de hematomas y rojas estrías la suavidad de sus pieles.
Acezando fuertemente y abstraída por la intensidad del goce, advierte la momentánea ausencia de la mujer y buscándola con los ojos nublados por las lágrimas de placer, la ve arrodillada a su lado, terminando de colocarse una especie de arnés del que surge un miembro artificial; proximándose a sus nalgas y apoyando una mano sobre el muslo encogido, la mujer toma el falo con la otra y, lentamente, lo desliza sobre el sexo barnizado por los jugos de la excitación, desde el clítoris hasta la oscura cavidad del ano. La textura del pene es muy suave, de una gomosa plasticidad y lejos de agredir sus inflamadas carnes, les proporciona una dulce caricia que incrementa su sensibilidad.
Con sumo cuidado, va introduciendo suavemente la monda cabeza en la vagina y, muy lentamente, centímetro a centímetro, el grueso tronco del falo penetra el canal, haciendo que la verga de los hombres que la han poseído le parezca insignificante. El falo artificial, monstruoso para sus carnes noveles en esas lides, va destrozando, lacerando y desgarrando su interior, proporcionándole junto al dolor la más indescriptible sensación de placer que se clava como un cuchillo gozoso en su nuca.
El largo parece ser proporcional al grosor y a Valeria se le antoja interminable hasta que lo siente golpear contra el cuello uterino, rebuscando en sus mucosas. Pero si hasta el momento, ella creía haber experimentado todo el dolor-goce que es capaz de soportar, está totalmente equivocada…
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