El Club del sexo 3
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por Anonimo.
El Club del sexo 3
Cuando la mujer comienza a retirar la verga, una infinita cantidad de minúsculas escamillas se alzan en su superficie, martirizando la vagina como si de diminutos anzuelos se tratara. Con los ojos dilatados, súbitamente consciente, clava su cabeza en el asiento y las venas del cuello parecen a punto de estallar mientras en su garganta se ahogan gritos de dolor y placer, gorgoteando en la espesa saliva que llena su boca. Sin embargo, en una respuesta atávicamente animal, su cuerpo responde autónomamente al placer y sus caderas ondulan conmocionadas en fiera búsqueda de la penetración.
Su interior se va inundando de fluidos y mucosas que lubrican las carnes haciendo la penetración menos dolorosa y paulatinamente más placentera. La ignota pero experimentada mujer le alza las piernas apoyándolas sobre sus hombros y las dos van acompasando el vaivén de los cuerpos, haciendo perfecto el acople. Valeria ha comenzado a gozar intensamente los vigorosos embates y sus manos colaboran en la masturbación al clítoris mientras le reclama angustiosamente que la haga llegar a su enésima eyaculación.
Haciéndole encoger una pierna, esta va colocándola de costado mientras ella misma sostiene alzada la otra contra su pecho, penetrándola aun con más vigor y alcanzando regiones donde nunca había llegado. Luego de unos minutos de la exquisita cogida, la hace poner de rodillas y vuelve a penetrarla con rudeza, iniciando un brutal galope al que Valeria acopla el ritmo de sus caderas hundiendo y bajando el vientre, estregando fuertemente sus tetas contra la sedosidad de la felpa.
Exaltada por la pasión, siente como todo su cuerpo y su mente responden a las exigencias del poderoso falo y no sólo trata de satisfacerlas sino que ella misma experimenta la necesidad de ser penetrada profunda y violentamente. Todas sus fibras vibran con la histérica urgencia del orgasmo contenido. Miríadas de invisibles garfios se aferran a sus músculos, desgarrándolos y tratando de arrastrarlos hacia el caldero hirviente de la vagina, en tanto que un inaguantable cosquilleo corre desde los riñones hasta la nuca, estallando en cálidas explosiones de placer en su cerebro.
Al tiempo que la penetra, el pulgar de la mujer se adueña de la hendidura entre las nalgas, encharcándose con los líquidos que la inundan y, casi en forma casual, comienza a excitar la negra apertura del ano, que, progresivamente, va cediendo a la presión y los esfínteres se dilatan complacidos cuando el dedo los penetra profundamente. El goce de esa caricia actúa como un disparador y desde todo el cuerpo las sensaciones confluyen hacia el sexo, derramándose en la impetuosa marea del orgasmo e inundando la vagina de olorosos humores que escurren chasqueantes hacia fuera con el vaivén del falo y chorrean por sus muslos temblequeantes.
Aliviada y respirando afanosamente en busca de aire, deja descansar su frente sobre el tapizado, esperando que la mujer cese en la penetración al alcanzar su propio orgasmo , pero la morocha está lejos de eso y, tras sacar el falo del sexo, lo apoya sobre el culo ya dilatado por el dedo y descarga en él todo su peso.
El tamaño y la textura de la verga artificial son monstruosos, superando largamente a los otros falos y el sufrimiento de esa barra hundiéndose en el recto, supera todo lo imaginable. Un grito espantoso escapa de su boca que luego clava sobre la tela, mordiéndola con desesperación para ahogar los alaridos que enronquecen su garganta y las manos se aferran enloquecidas a la felpa buscando desgarrarla con las uñas.
Asiéndola fuertemente por las caderas, la mujer inicia un profundo y hondo balanceo que hace chocar ruidosamente a su pelvis contra las poderosas nalgas de Valeria. Ella también está cubierta del sudor que chorrea por su morena piel y su boca se distiende en una esplendorosa sonrisa de satisfacción en tanto que verdaderos bramidos animales escapan de su pecho jadeante y estremecido por la fatiga de la extenuante cogida. El dolor inicial ha cedido paso al placer más intenso y Valeria impulsa su cuerpo contra la salvaje agresión, profundizándola con su balanceo y las lágrimas de satisfacción que ahora fluyen de sus ojos son enjugadas por la lengua con que humedece sus labios resecos.
Cuando la mujer siente llegar la poderosa marea del orgasmo, disminuye la velocidad de la fricción y hamacándose suavemente contra el ano, se inclina sobre la espalda de Valeria. Adueñándose de las colgantes tetas, clava en ellos sus dedos y se da impulso para los últimos empellones hasta que con un fuerte rugido, abrazándose con vehemencia a su torso, se desploma agotada arrastrándola en su caída.
Desarticulada como un títere, cierra los ojos al tiempo que se pregunta cuanto más le exigirán y hasta cuando su cuerpo aguantará semejante trajín e inmersa en esas momentáneas cavilaciones, siente como un cuerpo se tumba despaciosamente junto a ella. Despegando los párpados pesados por el cansancio, ve como un hombre portando una trabajada máscara negra con filigranas doradas, toma su barbilla y con la parte interior de los labios roza tiernamente los pulposos e hinchados de ella que, al delicado contacto, exhala un suave y mimoso ronroneo, sorprendida al sentir que tan sólo ese roce ha vuelto a llenar de mariposas su vientre para reavivar los fuegos de sus deseos más recónditos.
Con una delicadeza impropia de su corpulencia, el hombre va cubriéndola de pequeños y tiernos besos, al calor de los cuales la conmoción de sus entrañas se manifiesta en el más hondo sentimiento amoroso y comienza a responderle con una dulzura que jamás haya sentido hacia ser alguno. La boca maleable de Valeria se convierte en el vehículo de la más gozosa expresión de todas sus fibras. Ambos amantes comienzan a jadear quedamente y la vaharada cálida de sus alientos mezclados los va excitando. El toma uno de los senos y con sus dedos, de pronto tan sutiles como una pluma, lo va rozando y provocando aquellos cosquilleos que la obligan a arquear la espalda con la urgencia del deseo. Los senos soflamados incrementan su hinchazón y los pezones, erguidos, reciben con real deleite el roce imperioso de los dedos que progresivamente va incrementándose, hasta que tomándolo entre el pulgar e índice, inicia una torturante rotación y sumándose, las uñas se clavan en la carne, despertando en su sexo las primeras contracciones de la pasión renacida.
Tomando la cabeza del hombre entre sus manos, su boca se posesiona de la de él en un impulso loco; besa, lame, chupa y muerde aquellos labios que tanto placer llevan a su cuerpo y mientras él acentúa el estrujamiento de las tetas, va empujando hacia ellos la boca exigente del hombre que se aposenta en los pechos, lamiéndolos y creando pequeños puntos cárdenos con sus chupones. La lengua explora la inflamada aureola, rodeada de microscópicos gránulos delicadamente ásperos y, como la de un reptil, ataca aviesamente los pezones. La lengua tremolante los excita y luego, los labios los envuelven mojándolos para dejar lugar a los dientes que raen la carne. En tanto que la boca enajena a Valeria, la mano derecha del hombre no permanece ociosa; recorriendo curiosa el vientre rasca primero la vulva, creando sobre la lisa superficie un campo magnético que eriza la sensibilidad de los poros.
Henchida de sangre, la vulva ha aumentado de volumen y toda su periferia luce enrojecida. Los pliegues palpitantes de los labios mayores se abren expuestos, mojados y oscurecidos en los bordes dejando entrever el contrastante rosado del interior. Cuando los dedos apenas los rozan, el vientre se contrae violentamente en una espasmódica convulsión y la mano penetra hasta el fondo de los húmedos pliegues con el dedo mayor restregando el triángulo carneo del clítoris y, finalmente, se hunde en el cavernoso y rugoso hueco de la vagina.
Totalmente conmocionada por tan estupenda excitación, Valeria se acomoda y en tanto abre las piernas en V, obliga al hombre a dejar de chupar los senos para alojar su cabeza en el sexo para que la boca tome posesión de la concha con la misma violencia con que lo ha hecho en los pechos. Los labios mortifican los pliegues engrosados hasta la grosería, casi violetas por la acumulación de sangre y la lengua se adentra en la húmeda profundidad a la búsqueda del excitado músculo.
El cuerpo de Valeria toma una rítmica cadencia con el suave balanceo de la pelvis en tanto que la boca del hombre inicia un moroso deambular entre el clítoris y el culo, acariciando con suavidad las excitadas carnes y sorbiendo los fragantes jugos vaginales que fluyen de la vagina. Apretando los dientes hasta hacerlos rechinar y sacudiendo vehemente la cabeza, la abogada le suplica que la coja. Entonces, acuclillado frente a ella, la toma por las nalgas y elevándolas hasta la altura de su verga, lentamente, la va penetrando. Apoyada sólo en sus hombros y cabeza, sostiene la posición arqueada y se impulsa hasta sentir el roce recio y profundo del pene.
Al principio con suave cadencia y luego con auténtico furor, los amantes inician un hipnótico vaivén, perfectamente acoplados; las manos de él se hunden en las sólidas nalgas para evitar la desunión de los cuerpos y ella empuja vigorosamente con los talones en su espalda para ahondar la penetración. Los senos se sacuden arriba y abajo acompasando el ritmo de la cogida en círculos mareantes y de sus labios, resecos y agrietados por la fiebre, escapan estertores que conmueven su pecho mientras farfulla una mezcla de súplicas y palabras soeces. Sus ojos ven todo a través de una bruma rojiza que oscurece su mente y la sumerge en un pozo donde sólo son perceptibles el bestial roce y las oleadas de placer que, lentamente, la llevan a perder toda noción de la realidad y, precediendo a la invasión del cálido esperma, suma el derramamiento de sus propios fluidos, hundiéndose satisfecha en la negra y protectora capa de la inconsciencia.
Letargo que no llega a concretarse al sentir como otro hombre la da vuelta para acostarla sobre él presionando sus nalgas con las manos y restregando sexo contra sexo; demonios adormecidos han despertado en Valeria que, nuevamente entonada, besa mordiente al hombre y su cuerpo arrecia contra el de él, como reclamándole por algo más consistente. Al sentir la dura verga del hombre contra su vientre, lleva una mano para asirla y sin hesitar la guía para embocarla en la vagina, dejándose caer para penetrarse con ella.
El endurecido falo parece hender como una lanza la lacerada piel de la vagina y al sentir el poderoso empuje, no puede reprimir un grito, mezcla de goce y dolor. Le cuesta entender que el falo tenga tal grado de dureza y, sin poderse contener, flexiona sus piernas para elevarse y así iniciar un desenfrenado galope sobre el hombre que se acomoda a la rítmica jineteada, yendo al encuentro del sexo femenino cuando baja y retrocediendo cuando sube.
Valeria está fuera de sí y por primera vez toma la iniciativa, estimulando con una mano al clítoris mientras la otra estruja prietamente los senos que se sacuden, subiendo y bajando dolorosamente al compás del vaivén. Por su cuerpo estremecido escurren verdaderos y diminutos ríos de transpiración que confluyen inevitablemente hacia su sexo y ano, en tanto que de su garganta surgen roncos bramidos de placer. El hombre estira sus manos y asiéndola por los senos, la atrae hacia él, sobándolos y retorciendo los pezones intensamente e invade su boca con la lengua vibrátil. Con los ojos en blanco, Valeria pestañea fuertemente para mantener la conciencia y respira entrecortadamente, ahogada por la saliva; no cree poder resistir mucho más tanto placer, cuando el primer hombre, que se ha acomodado entre las piernas del otro, lentamente, poco a poco, la va penetrando por el ano.
Sorprendida, la abogada abre desorbitadamente los ojos y la boca ensaya un rictus de alarido que jamás se concreta. Las dos grandes vergas van llenando sus entrañas y, aunque su presencia simultánea le resulta extraña, no le es incómoda, ingrata ni mucho menos dolorosa como hubiera pensado de una doble penetración, todo lo contrario; la contradanza que ambos miembros ejecutan en su interior eleva sus sensaciones a niveles del goce que nunca ni siquiera hubiera imaginado disfrutar.
Los cuerpos de los tres amantes parecen cargados de una energía, una carga de magnetismo que mete miedo. Desorbitados, fuera de sí, bañados de transpiración y jugos corporales, se enfrascan en una recia batalla casi destructiva en la que la pasión se mezcla con el sadismo; los hombres maltratan la carne de la mujer como si quisieran destrozarla, machacando, rasguñando, sobando y estrujándola en brutales torcimientos y la mujer, a través de su cuerpo castigado, de entrañas desgarradas y piel herida de tanto manoseo, encuentra un placer masoquista que la lleva a la alienación y a la lujuria más abyecta.
Apoyada en un codo y mientras chupetea con fruición las tetillas del que está debajo de ella, lleva su mano al sexo para estregar enérgicamente al clítoris y desde allí penetrar a la vagina, aumentando con sus dedos la presión intolerable de la verga y, lentamente, siente escurrir entre los dedos sus humores vaginales que parecen no cesar en su manar. Su mente ya ha perdido todo control de tiempo y espacio y sólo sus terminales nerviosas la llevan a sentir y disfrutar con el acoplamiento que, con esa eyaculación, no ha concluido.
Entre los dos toman el pelele plástico que es ahora Valeria y tras darla vuelta, el más vigoroso la penetra por el ano para, despaciosamente ir echándose hacia atrás. Después de acomodar los pies de la joven tan atrás como le es posible, toma sus hombros y la recuesta de espaldas sobre él. El roce despiadado hace que Valeria reaccione para mantenerse arqueada e instintivamente, se apoya en los brazos estirados, posibilitando que el hombre comience con un corto movimiento ascendente y descendiente.
Frente a sus piernas abiertas, el otro se coloca semi acuclillado sobre ella y los labios se posesionan de su boca acezante mientras las manos estrujan duramente los irritados senos. Luego, la boca baja por el cuello sorbiendo golosamente la piel sudorosa, se entretiene lamiendo y chupando los pechos mientras sus dedos escarban los doloridos labios de la vulva. Finalmente, toma su miembro y lo hunde en la cavidad que late oferente. Nuevamente los dos miembros se encuentran en el interior de la mujer que sólo deja escapar débiles gemidos enronquecidos, al sentir como los dos grandes falos flagelan sus entrañas, tan juntos que la débil pared membranosa pareciera no existir.
El goce y el sufrimiento se dan de la mano y cerrando los ojos, Valeria se deja estar en la lánguida cadencia con que los hombres la penetran hasta que siente la tibieza del baño espermático y luego de unos pocos remezones más, los hombres se desprenden de ella para dejarla en manos de una delgada y escultural mujer.
Los dedos de esta van convirtiéndose en diplomáticos exploradores que, partiendo del cuello, se aventuran leves sobre la piel a la que ya cubre una espesa capa de sudor. El toque es tan tenue que la joven experimenta la impresión de estar siendo tocada por las minúsculas patas de una etérea mariposa que no se anima a posarse sobre la flor.
Emocionada, intuye sin ver como las yemas resbalan suavemente por el pecho, se encaraman a las colinas de los senos en círculos recurrentes, recorren envolventes su comba para ascender luego hacia las pulidas aureolas que ya abultan en el vértice como otros pequeños senos, rozan en círculos las puntas de los pezones y luego se escurren por el abdomen.
El tremendo regocijo provocado por las caricias la ha elevado a una dimensión del goce que desconoce y un algo misterioso la impulsa a la imitación, haciendo que sus dedos inexpertos también se transformen en sabios conductores de placer.
En verdad, las dos mujeres están brindándoles a los asistentes un espectáculo de indescriptible belleza que emociona por la prodigalidad de tanta ternura y suavidad en sus caricias; en tanto Valeria se regodea con la morbidez de los pechos de la mujer entre sus dedos, esta envía los suyos a restregar las yemas sobre el casi invisible triángulo púbico para luego buscar la prominencia que manifiesta el alzado clítoris.
El roce es tan exquisito que la abogada no puede reprimir sus ansias y, tomando la cara de la mujer entre sus manos, busca con angurria la hinchazón de los labios mientras siente como los pezones de una frotan los senos de la otra. Sus alientos ardientes se mezclan y los hollares dilatados de las narices aspiran las fragancias a sudor, adrenalina y perfumes naturales de la mujer encelada.
El grado de excitación es tan grande que ambas vibran como crispadas por una inefable corriente eléctrica que las recorre de arriba abajo y, considerando que ese es el momento, la mujer la empuja suavemente sobre el asiento. Haciéndola sentar con delicadeza sobre el borde del butacón, se arrodilla frente a ella para sacarle cuidadosamente los zapatos de taco alto que ha conservado durante todo ese tiempo y después toma entre sus manos un pie. Alzándolo hasta la altura de su boca, saca la lengua y su punta afilada se desliza viboreante a lo largo de la planta sin provocarle risa sino un urticante cosquilleo que se aloja en la zona lumbar.
Los labios acompañan el perezoso despliegue de la lengua en tanto que los dedos masajean delicadamente cada uno de los dedos, hasta que el órgano serpenteante, escarbando cada resquicio, se aloja en el hueco debajo de ellos. El escozor que crece paulatinamente llega a hacérsele insoportable e inaugurando un quejoso acezar, Valeria extiende la otra pierna para apoyarla en el hombro de la mujer en un apremiante intento de acercarla a ella.
En tanto el pulgar de una mano prosigue los deliciosos masajes a la planta y la otra se desliza acariciante por la pantorrilla, comenzando por el dedo meñique, la boca va sometiéndolos alternadamente a soberbias succiones que incrementan su vigor hasta que, al arribar al pulgar, lo envuelve entre los labios para chuparlo hondamente como si fuera un pene.
La agitación pélvica de la abogada parece proclamar su complacencia y entonces, labios y lengua de la mujer se deslizan sobre el empeine, circunvalan los tobillos y, mientras las manos los preceden a lo largo de la pierna, enjugan la leve pátina de transpiración que barniza la piel. Sabiendo que la rodilla constituye uno de los puntos más sensibles en las mujeres, se aplica para que el tremolar de la lengua no sólo excite su huesudo frente sino que también se aloje en el hueco detrás de ella.
Valeria ya tiene certeza de cual será el destino final del magnífico periplo y su talón presiona aun más la nuca de la mujer, comprobando como la avanzada de las manos arriba a sus nalgas mientras la boca golosa discurre por el terso interior del muslo. Sin embargo la angustia de la espera se dilata porque la mujer dirige el áspid de la lengua hacia la hendidura y separándola con los dedos, acicatea filosa sobre la negrura del ano.
Esa noche su ano ha desarrollado una nueva sensibilidad que la sume en la embriaguez del éxtasis y preñada de saliva, la lengua estimula blandamente los esfínteres que, complacidos, comienzan a dilatarse para permitir que se adentre en la blancuzca cavidad donde degusta sus acuosas evacuaciones que luego los labios sorben en intensos chupeteos.
En medio del gutural gemido que escasamente alcanza a reprimir, la lengua asciende para rozar la aun ceñida apertura vaginal y, recorriéndolos flameante, transita sobre los colgajos que hacen su aparición entre los labios mayores hasta acceder al tubo carneo.
Pulgar e índice se apoderan de él para estrujarlo apretadamente y, palpando el volumen de aquello que oculta la piel del arrugado prepucio, confirma que su erección progresiva adquiere el carácter de pene cuando la lengua escarba sobre la puntiaguda cabecita del glande, aislada por el tegumento membranoso. Allí, el órgano bucal se multiplica en la excitación y, ocasionalmente, los labios absorben entre ellos todo el clítoris para succionarlo con vigorosa saña.
A Valeria toda esa parafernalia bucal le resulta tan exquisitamente placentera que alienta a la mujer entre hondos suspiros para que la desarrolle en todo el sexo. Acomodándose mejor, esta separa sus piernas y encogiéndoselas, le pide que las sostenga alzadas con las manos. Separando con ambos índices los abultados labios mayores, deja al descubierto el magnífico espectáculo, siempre igual y siempre distinto de un órgano sexual femenino.
En su caso, las amplias y gruesas aletas festoneadas que rodean al óvalo son un reflejo claro de su incontinente predisposición y del trajín de esa noche; suavemente rosadas en el nacimiento y en tanto cobran un aspecto groseramente arrepollado, van oscureciéndose hasta que sus crestas adquieren tonalidades negruzcas, cosa que destaca aun más el contraste con el fondo nacarado que aloja en su vértice al clítoris.
La lengua recorre morosamente las paredes de las aletas para después vagar sobre el fondo iridiscente, escarbar en el exagerado agujero de la uretra y finalmente acceder a la corona de plieguecillos que orla la entrada a la vagina; estrechamente cerrada a pesar del intenso traqueteo pero rezumando los jugos que inevitablemente genera el sexo, la elástica boca cede fácilmente a la presión y la lengua envarada se introduce en su interior para degustar las mucosas vaginales.
Aun con restos de acres orines, lo picante del borde externo va adquiriendo categoría de edulcorado en la medida que Valeria expele espasmódicamente sus fluidos y la mujer no puede refrenar los impulsos de succionarlos sañudamente para enjugarlos con fruición. Como si quisiera devorar al sexo para contentarse, la ventosa de la boca trepa sojuzgando el coral de los pliegues y cuando vuelve a domeñar la masa del clítoris, dos dedos se introducen en la vagina a la búsqueda del Punto G en su cara anterior.
La excitación de la almendrada protuberancia provoca en la joven tales expresiones de goce que la mujer la intensifica hasta que ella, sacudiendo rabiosamente la cabeza y en medio de estertorosos gemidos, le suplica que la penetre totalmente. Atendiendo a su reclamo, la cabeza vuelve a abatirse sobre el clítoris mientras tres dedos de su mano se hunden en la vagina hasta los nudillos, iniciando un perezoso vaivén que combina con un movimiento oscilante para que los dedos encorvados recorran cada centímetro del encharcado canal.
Valeria sabe que su cuerpo aun no está listo para esta nueva cópula pero el anhelo de acabar hace que en su cuerpo se produzcan aquellas revoluciones y tironeos que la crispan y mientras resuella sonoramente, le pide a la mujer que no cese jamás en aquel maravilloso coito mientras acaricia la cabeza de quien le proporciona semejante placer.
Exacerbada por el deseo, la distinguida mujer comprime la mano en un huso que, para sorpresa de Valeria, se introduce totalmente al canal de parto y cadenciosamente se mueve como un delicioso émbolo hasta adquirir un ritmo frenético mientras lengua y labios multiplican su acción en el sexo, hasta que ya totalmente fuera de sí, se acomoda para quedar ahorcajada e invertida sobre ella.
Aunque entusiasta y asidua practicante del sesenta y nueve con hombres por años, sólo lo ha hecho esa misma noche con mujeres y ese recuerdo hace que se coloque mejor entre los muslos femeninos para, asiéndola por la cintura, aproximar el sexo a su boca. Rápidamente ha aprendido a disfrutar de aquello que enloquece a los hombres y que siempre considerara con la repulsión lógica de quien sabe las asquerosidades generadas por el complicado aparato genital femenino. Esta vez no se detiene en ese examen sino que su boca angurrienta se posesiona de las fragantes carnes para degustar ese sabor incomparable y que, al parecer, tiene en cada mujer un matiz distinto de dulce acritud.
Contenta porque ella acepte de buen grado la posición, la mujer pasa sus manos por debajo de las nalgas y, en tanto excita con los dedos al ano y la vagina en mínimas penetraciones, la boca realiza un transito ascendente y descendente por todo el sexo y, cuando Valeria hace lo propio, parecen fundirse en una chasqueante masa de carne, sudor, saliva y jugos que se debate ardorosamente con murmuradas frases de pasión hasta que la explosión hormonal rompe los diques de los ríos internos para derramarse con violenta abundancia por sus sexos. Recibidos jubilosamente por las bocas, escurren impetuosas entre los dedos que chapalean en la carne hasta que ambas mujeres se rinden agotadas.
Ya la enajenación del goce y la fatiga hacen presa fácil de Valeria quien, sin embargo, alcanza a percibir que un hombre separa a la mujer y, casi sin solución de continuidad como, ubicándose entre sus piernas laxas, las encoge sobre sus senos para luego penetrar hondamente la vagina con un falo que, si bien no es desmesurado, tampoco peca de pequeño. Una repentina malevolencia le hace pensar que diría Antonio si supiera que la ha poseído ante extraños sin saberlo y que es ella a quien están dando tan magnífica recepción.
Con los ojos nublados por la emoción y la transpiración, siente como la verga se adentra en la vagina deslizándose sobre la alfombra lubricante de sus mucosas y jugos expulsados por el útero. Ciertamente, la reciente acabada cuya eyaculación aun fluye por su sexo le ha resultado tan satisfactoria como puede serlo la conseguida por la sola estimulación de dedos y boca, pero a su edad, una mujer necesita de una verdadera penetración fálica para obtener un orgasmo total.
Ese nuevo amante no actúa con brusquedad y viendo la mansedumbre pero no indiferencia con que la mujer lo deja hacer, lleva sus piernas encogidas hasta que los pies rozan la superficie a sus espaldas en la posición del arado que ella práctica en yoga y así, con el sexo casi en posición horizontal, la verga penetra tan hondo que roza el cuello uterino y con un suave hamacarse de la pelvis, inicia una placentera cópula para luego inclinarse y hacer maravillas con manos y boca en sus senos.
Acostumbrada al yoga, ella misma se sostiene por los tobillos aun más atrás mientras observa fascinada como el hombre hunde el falo en la vagina para luego retirarlo pletórico de sus fluidos y tras un instante, volver a introducirlo con la misma intensidad. Este parece no conformarse con ese coito y acuclillándose, introduce la verga en forma vertical para ejercer un roce tan intenso que la hace quejarse de dolor pero casi inmediatamente debe dirigirse a atender a otro hombre que, arrodillado entre las piernas, con el falo endurecido en la mano, la tienta para que abra la boca.
El hecho de que su marido esté presente, desata su apasionamiento. Doblando el cuello y echando hacia atrás la cabeza para mayor comodidad, chupetea el falo y poco a poco va tragándolo para que penetre hasta tres cuartas parte de su largo, tras lo cual, el hombre comienza un leve ondular de la pelvis haciendo que el miembro se mueva como dentro de un sexo femenino.
Es tal la fervorosa complacencia que ella denota con sus caricias a los genitales y ano que el otro retira la verga de su sexo y, haciéndola dar vuelta para quedar arrodillada, le separa las piernas y vuelve a introducir el pene en la vagina. En consecuencia, el segundo se arrodilla frente a ella sobre el asiento y esa posición le da la comodidad de poder chupar totalmente toda su zona erógena.
A
poyada en un codo, con la otra mano aferra el tronco viril para masturbarlo en movimientos envolventes mientras su boca se aloja en los testículos, lamiendo y chupando la arrugada piel saturada de sudores. El transito de la verga por su sexo se le hace delicioso e inicia un cómodo y lerdo hamacar del cuerpo mientras introduce el falo entre sus labios, que succiona con ese mismo movimiento y los dedos lo masturban resbalando en la saliva que ella deja deslizar de su boca para mejor lubricación.
Todo es tan grato y exquisito que Valeria se deja estar en esa borrachera viciosa de sexo hasta que, sin previo aviso, el hombre saca la verga de su sexo para hundirla inmediatamente en el ano. Aunque aquel ya haya adquirido la propiedad de dilatarse casi de forma ilimitada sin experimentar dolor, el golpe la toma de sorpresa y casi muerde el falo que tiene en la boca, pero una vez que toda la verga ocupa el recto, menea sus caderas y el lento bamboleo que ella no ha interrumpido hace más placentera la sodomía.
El placer es tan obnubilante que pierde noción del tiempo que transcurre en ese acople, pero reacciona cuando el hombre retira su miembro del ano y una voz de mujer roncamente procaz le dice que se disponga a vivir una verdadera sodomía. Asiéndola por las caderas y provista de un consolador aparentemente similar al anterior, esa nueva amante va introduciendo en la tripa una monstruosidad de falo. Aun para la distensión usual de sus esfínteres, la textura y grosor del falo artificial es tan notable que ella deja de chupar la verga para expresar a voz en cuello el sufrimiento que le produce, lo que acicatea a su amante quien, en un alarde de vigorosa potencia, hace que la cabeza del consolador se hunda hasta casi sentirla en el estómago.
Ella ya ha aprendido en carne propia que la extensión de los límites del dolor es proporcional a los placeres, goces y satisfacciones que lo suceden y desde el vientre crece para ocupar su pecho un instinto animal y atávico que la retrotrae a la hembra primigenia. A pesar del bestial artefacto, la penetración conlleva tales precauciones que evidencian el tacto de una mujer en su ejecución y cuando finalmente esta inicia un prudente ir y venir, ella demuestra su contento por la manera endemoniada conque su boca ataca el falo del hombre.
En un momento dado de ese acople en el que siente la suave piel de la mujer restregándose contra ella, el hombre es reemplazado por el otro y espiando entre sus senos basculantes y las piernas abiertas, alcanza a ver como el primero, copiando la forma acuclillada de la delgada mujer, se aferra a ella para penetrarla desde atrás.
La experiencia de ese nuevo falo en su boca que, además, todavía está impregnado por sus jugos vaginales y anales, la hace buscar esos testículos que cuelgan pendulares en un largo escroto fláccido para enjugarlos con angurrienta voracidad mientras su mano masturba sañudamente el largo tronco curvado del pene, a la par que siente como la mujer se abraza a su torso manoseando los senos colgantes al tiempo que cobra un nuevo ritmo, alentando fervorosamente a quien la sodomiza para que no cese de sojuzgarla por el ano.
Para quien quiera verlo, aquel es un espectáculo de soberbia belleza; una mujer estupendamente bien dotada, masturbando y chupando un miembro masculino mientras es sodomizada por otra mujer quien a su vez es penetrada analmente por otro hombre. Ambas parejas se debaten en esa lucha encarnizada en la que ninguno cede terreno al otro hasta que, sin alcanzar orgasmos ni eyaculaciones, los cuatro amainan en la brega hasta detenerse agotados por el esfuerzo.
Despatarrados en el asiento, recuperan su aliento y la fortaleza del primero lo hace retomar la iniciativa a los pocos minutos; acomodándose boca arriba, con los pies apoyados en la alfombra, arrastra a Valeria hacia sí asiéndola por la nuca y tras una sesión de besos y manoseos con los que va reanimándola, la incita para que se siente acaballada de espaldas a él.
Gustosamente y ya imbuida del carácter aberrante de esa orgía, se incorpora para asentar las manos sobre las rodillas del hombre mientras hace descender su cuerpo hasta que la punta de la verga roza los colgajos del sexo. .El hombre mueve la verga para que resbale sobre las mucosas que rezuman los tejidos y embocándola en la vagina hace que a su contacto la abogada se penetre voluntariamente hasta que sus nalgas chocan con el mojado vello púbico del hombre.
I
mitándolos, el otro hombre conduce a la otra mujer a hacer lo mismo y, lado a lado, sintiendo como sus hombros se rozan en el acompasado trote, la mujer la incita para que las dos ladeen sus torsos y estrechadas con sus brazos por las espaldas, hacer que las bocas se sumerjan en una batalla de lenguas y labios. Sosteniéndose erguidas mutuamente, dejan a la mano que queda libre sobar y estrujar los pechos de la otra al tiempo que se penetran al unísono con las vergas en su lerdo galopar.
El movimiento enloquecedor va trastornándolas al punto que la mujer sale de encima del hombre para deslizarse por el vientre hasta arribar al clítoris que la acción vigorosa del pene no alcanza a estimular. Primeramente, los dedos restriegan esa excrecencia mientras que labios y lengua se alojan sobre los testículos en la base del falo, sorbiendo con fruición las mucosas vaginales que los mojan para luego succionar el tronco que las arrastra en su vaivén. Ascendiendo lentamente, lame y succiona los bordes arrepollados de los pliegues hasta adueñarse del tubito carnoso e introduciéndolo entre los labios, va macerándolo con malévolos chupones en tanto que dos dedos se introducen junto al falo en la vagina para rascar su interior.
Lo inefable de aquel sexo inédito sume en la desesperación a Valeria pero aun un resto de racionalidad le hace preguntarse si en su comportamiento no influirá el hecho de verse a sí misma como una reprimida sexual.
La verga moviéndose en su interior por los hondos remezones con los que el hombre la penetra y los dedos que se estiran y encogen junto a ella, ejecutando también un movimiento lateral que distiende aun más la elasticidad vaginal, la hacer reclamar a viva voz por mayor satisfacción y entonces, luego de unos momentos, los dedos de la mujer abandonan su sexo para retirar al falo de su interior y dejando al clítoris, hundirlo en su boca para degustar el sabor y fragancia de las mucosas sobre la verga.
Tras tres o cuatro succiones en las que la deja limpia, vuelve a embocarla en la vagina y en tanto él reanuda el coito, ella retorna el solazarse con labios, lengua y dientes en el inflamado musculito. La alternada cópula junto al regodeo de la mujer chupando sus jugos y masturbando al hombre parece ir sacándola de quicio. En un momento dado, en lugar de embocar la verga en el palpitante agujero vaginal, la mujer la apoya contra en el ano y el lento impulso la hace penetrar en el recto.
Sostenida por las manos del hombre y apoyando las suyas echadas hacia atrás en la butaca, colabora con movimientos de la pelvis para disfrutar mejor de esa exquisita sodomía que, por el ángulo que va adquiriendo su cuerpo en la medida en que él va haciéndola recostar, se transforma en maravillosa.
El flexionar de sus piernas hace que ella ascienda y descienda con la misma lentitud conque se ha desarrollado todo desde su mismo comienzo, permitiendo que la mujer vuelva a saciarse con su boca en el sexo pletórico de jugos y tres de sus dedos se introduzcan a la vagina en una deliciosa doble penetración que, sin embargo, es sólo el preámbulo de lo que sucederá a continuación.
Sintiendo como hilos cosquilleantes de sudor van escurriendo por distintas regiones de su cuerpo y fatigada por el esfuerzo de auto penetrarse, echa la cabeza hacia atrás mientras boquea a la búsqueda de aire para sus pulmones ardientes, cuando se da cuenta de que la mujer abandona el sexo con la boca y, aunque continúa masturbándola con dos dedos, sube a lo largo del vientre para que su boca se apodere de los senos bamboleantes.
Si bien Valeria no lo sabe, el arnés que sostiene el consolador que porta la mujer, tiene la particularidad de poseer una abertura en la parte baja que deja libre el acceso a la vagina y ano, motivo por el cual pudo ser sodomizada mientras lo hacía con ella. En tanto la boca golosa de la mujer se aplica a macerar las alzadas aureolas y los pezones, una de sus manos restriega las carnes de los senos y la otra encaja la aguda punta del falo artificial en la vagina que los dedos han contribuido a dilatar aun más que la verga para que, con exasperante lentitud, vaya introduciéndose en toda su impresionante longitud.
A la abogada le resulta inexplicable como esas dobles penetraciones puedan proporcionarle tanto placer como para que su intensidad minimice el sufrimiento al convertirlo en un accesorio ineludible del goce. El hombre la recuesta totalmente contra su pecho y así acostada, el ángulo de la cópula-sodomía va haciéndosele fascinantemente insoportable, pero cuando la mujer acuclillada es penetrada a su vez por el otro hombre y se acuesta decididamente sobre ella para comenzar a poseerla con el mismo vigor que un hombre en tanto su boca la invita a enzarzarse en otra mareante unión de labios y lenguas, ya sin poder contener los ramalazos de placer salvaje que la invaden, mezcla a sus ronquidos la insistente expresión de su asentimiento.
El acople se hace perfecto cuando la mujer modifica un poco la posición de su torso para dar lugar a que las manos del hombre se ocupen de macerar sus pechos en tanto la penetra por el ano. Esta vez la cópula múltiple adquiere características vesánicas y los cuatro se agitan como formando parte de un mecanismo magistralmente ensamblado hasta que, comenzando por los proclamados orgasmos de las mujeres, los hombres suman los bramidos de su satisfacción y, ellas expulsan las riadas de sus jugos mientras reciben como recompensa el borbollón calidamente cremoso del esperma.
Cuando la mujer y los hombres se retiran, Valeria considera que ya ha sido suficiente y que su incontinencia y fervor sexual han quedado demostrados palmariamente ante aquellas personas. Sólo en su piel se evidencia un delgado pringue fruto del sudor, salivas y sus fluidos mixturados con los de sus amantes, pero esa fragancia la retrotrae a las imágenes que aun flashean en su mente con tanta fuerza que se desliza del butacón y colocándose prestamente el vestido que está en el suelo, se calza los zapatos para volver a subirse al asiento y hacer una reverencia de agradecimiento a los presentes que la retribuyen con un aplauso cerrado.
Y es entonces que, quitándose la máscara en espectacular revelación, enfrenta el rostro azorado de su marido para luego salir corriendo de ese lugar en el que acaban de liberarla totalmente de todos sus prejuicios sexuales.
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