Estación Cero
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por Anonimo.
El movimiento de la vetusta estación de trenes de Viena sorprendió a Verónica, desacostumbrada a utilizar ese medio de transporte ya casi inexistente en la Argentina. Una multitud circulaba por el enorme hall con esa expresión de preocupada individualidad de los viajeros, indiferentes a los demás transeúntes que, como ellos, parecían dudar de la certeza sobre el convoy que los conduciría a disímiles destinos en diversos países vecinos.
Un solícito maletero se hizo cargo de sus escasas pertenencias y la condujo hacia él andén desde el cual partiría el tren que la llevaría hasta Graz, lugar donde se llevaría a cabo la boda.
Así como ella, que era modelo profesional y residía en Milán, su novio Javier, jugador de polo en un equipo inglés y residente en Fullham, se había enamorado de la belleza arquitectónica europea, quedando prendado de una pequeña capilla junto a la fortaleza de un antiguo castillo y decidido que allí contraerían matrimonio.
Tanto él como ella estaban en lo más alto de la temporada y arduamente habían encontrado tres días en los cuales coincidiera su inactividad para celebrar la boda. Todos los detalles de la ceremonia y del banquete posterior, habían estado a cargo de su madre que, junto a los padres de él se encontraban desde hacía una semana en Graz. Contenta de que por fin se reecontraría con su padre y hermanas después de casi un año de ausencia, cruzó el molinete que le permitía su acceso al andén.
Acostumbrada a los TGB, esperaba encontrarse con su versión austriaca pero la antigua estructura abovedada de hierro similar a la de Retiro, albergaba a una formación de vagones bien conservados pero indudablemente antiguos, encabezada por dos poderosas máquinas a vapor que atronaban con sus bufidos y silbatos a los pasajeros en medio de fuertes emanaciones de carbón y aparatosas nubes de vapor.
Sintiéndose protagonista de una película de los años cuarenta, caminó abriéndose paso entre la multitud para no perder de vista al maletero que, ascendiendo ágilmente a uno de los vagones, le hacía señas para que se apurara. Después que el hombre acomodara su bolso y mientras se despojaba del liviano abrigo veraniego, fue observando detalles del curioso vagón.
Forrado totalmente en caoba, albergaría a lo sumo unos veinte pasajeros, distribuidos en cómodas butacas individuales forradas en cuero verde. El portamaletas era una trabajada estructura de bronce con finas redes de trencillas doradas y las luces provenían de primorosos apliques con frágiles tulipas de cristal esmerilado. Una gruesa alfombra de color morado atenuaba el ruido de los pasos de los pasajeros y, en general, se respiraba un aire de aristocrático confort, pasado de moda, pero reconfortante en medio de tanto plástico y cromado.
Como surgiendo de un remozado Expreso de Oriente, los viajeros parecían ajustarse a este ambiente refinado, mimetizándose a él con sus gestos y modales corteses. Aunque Verónica farfullaba algunas palabras básicas en otros idiomas para su profesión, no distinguía alguna conversación coherente en medio del tráfago de idiomas. Decidiendo vivir estas horas en soledad, se disponía a leer una de las revistas bilingües que se ofrecían desde el respaldo de asiento delantero, cuando un hombre fascinante se sentó junto a ella.
Lo asombroso era que su figura se correspondía exactamente con el clima secular del tren; alto y delgado, su figura esbelta resultaba gallardamente fuerte y no desgarbada, pero la verdaderamente particular era su cabeza; un fino cabello castaño, levemente plateado en las sienes, románticamente largo y elegante, enmarcaba a un rostro digno de las antiguas películas de Errol Flynn o Douglas Fairbanks.
Nariz afilada, ojos celestes de una intensidad típicamente británica y un mentón voluntarioso, afirmaban su personalidad por la equilibrada presencia de un bigote, con el grosor y el largo justo para hacerlo varonil, sin entrar en el ridículo. Sus modales de oficial inglés hacían aun más interesante su atractivo y a Verónica la confundía lo indefinible de su edad. Viendo las dificultades que ella tenía con el idioma, la halagó al descubrir su origen latino, comenzando a conversar en un español decididamente fluido y sin ningún acento en particular.
El viaje que prometía ser largo y aburrido se transformó en una tarde de deliciosa conversación, ya que no había tema él desconociera o estuviera ajeno, confirmando a Verónica su teoría sobre la vacuidad de los hombres jóvenes. Fascinada y absorta, seguía como alelada la engañosa palabra del hombre, sin darse cuenta que estaba siendo presa de una cautivante seducción. Después de tomar el té en el confortable saloncito de un vagón vecino y confundida por la hipnótica conversación, aceptó descender del tren en una estación en que las locomotoras se habían detenido a cargar agua.
La estación era realmente innominada, con el típico rectángulo negro del cartel huérfano de inscripción alguna, estaba desierta y no se veía otra presencia humana que la de ellos dos caminando a lo largo del andén de fina grava gris. El atardecer era sombrío y lóbrego, bajo un pesado dosel de oscuras nubes sumiéndolos en esa purpúrea semipenumbra que antecede a la noche, en la que aun se vislumbraban restos dorados del sol que había desaparecido en el horizonte.
Cuando sonó un silbato de la locomotora líder, indicando que reemprendían la marcha y Verónica hizo ademán de volver al tren, el hombre la sujetó firmemente del brazo, diciéndole que tenían tiempo y aun le faltaba conocer la más fantástica sorpresa de su vida, razón por la cual la había hecho abandonar el tren. Obnubilada por la verba fácil e insinuante del hombre, turbadoramente insondable, se dejó conducir a lo largo de un sendero paralelo a las vías que la creciente oscuridad hacía más macabro.
Cobrando conciencia de que alrededor de la estación no existía ningún tipo de construcción ni se avizoraban luces o signos de presencia humana, ella esbozó una ligera protesta, pero él la tranquilizó con la autoritaria firmeza férrea de su apretón. Inopinadamente y después de dejar atrás un frondoso grupo de árboles mustios, una mansión de regulares dimensiones se recortó en el horizonte próximo. Conforme se aproximaban a ella, se veían las cálidas luces de sus vitrales derramándose sobre la gramilla del parque y una tenue música apaciguó la incertidumbre de la joven.
Mágicamente, la puerta se abrió cuando se aproximaron y una luz de extraña fantasmagoría la cegó. Parpadeando deslumbrada, descubrió que el trasponer la puerta la había llevado a una nueva dimensión de brumosas fosforescencias y lo que ella imaginaba como un salón de la casa, era un inmenso e ilimitado playón donde se distribuían tenderetes de abigarrados colores como en los antiguos parques de diversiones y la cacofonía de las voces no dejaba distinguir idioma alguno. La distancia entre ellos era imposible de mensurar y, en general, a pesar de las luces deslumbrantes y los espectrales carteles de neón, el clima era tétrico; oscuro, caliginoso, el solar inculto estaba tapizado por un pedregal irregular y se percibía esa perturbadora amenaza encubierta que esconden los cuadros de Dalí.
Lo que más impresionaba era el silencio que se contraponía a la efervescencia de las encendidas proclamas de los altavoces. Si algo sucedía dentro de cada uno de los locales, fueran risas, llantos o alaridos, algún sistema acústico impedía escucharlo, salvo por la débil música que parecía cubrirlo todo sin un origen cierto Conduciéndola por este mundo de fantasía inanimada, el hombre completó la vuelta y la introdujo a uno de ellos.
Nuevamente un problema de espacio la confundió, ya que el mínimo tenderete cobraba de pronto inusitada dimensión. Recordando a esas muñecas rusas, que dentro de ellas guardan a otra y esta a su vez a otra y luego a otra más, en este mundo de minúsculas tiendas, cada una contenía otro mundo de las mismas o mayores dimensiones que el exterior.
Pasando entre medio de mampáras que formaban un intrincado laberinto de nítido estilo japonés y como si fueran invisibles y privilegiados voyeuristas, vislumbraban escenas de lujuria desenfrenada que excitaron turbadoramente a la joven que, sin ser virgen ni mojigata, no era afecta a ese tipo de manifestaciones, especialmente si eran públicas y estaba en compañía de un desconocido.
En unas de las vueltas del laberinto, pasaron ante un espejo de notables dimensiones y fue cuando tomó cabal conciencia de la enigmática profundidad del arcano en que el hombre la había introducido. Ella se sabía vistiendo aun el vestido primaveral de seda estampada, pero la figura que le devolvía el espejo no era la suya. Como cotizada modelo, su cuerpo delgado se correspondía con la moda y en su casi metro ochenta, el tamaño de sus senos y nalgas se veían sólidos pero escuetos. Sin embargo, la desnuda imagen provocativa del espejo mantenía su altura, pero los pechos eran dos grandes conos carneos de gelatinosa consistencia que en su vértice alojaban a gruesos y largos pezones. Su cintura mantenía la estrechez de los sesenta centímetros pero en el abdomen se destacaba prominente un entramado amasijo de sólidos músculos en tanto que los glúteos se alzaban como una grupa de origen negroide y los muslos tenían la apariencia de los de una atleta, pero lo que la sorprendió fue el aspecto de su zona inguinal.
El Monte de Venus, de importantes dimensiones y cubierto por un cuidadosamente depilado plumón velloso en forma de triángulo, era una colina elevada y desembocaba en un sexo mondo de enorme tamaño, cuyos labios mayores, gruesos y carnosos, dejaban vislumbrar los rosados pliegues que acumulaba su interior.
Alelada, caminó saliendo hacia un costado como no dando crédito a sus ojos y comprobada la certeza de su vestuario, volvió ante el espejo para enfrentarse con la imagen anterior. Además de ese cuerpo de fantástica belleza pero de una contundencia que ella no poseía, lo que la desasosegó fue su rostro. Su cara ya no expresaba esa hierática indiferencia característica de su trabajo, sino que parecía un compendio de todos los vicios; sus ojos y boca dejaban trasuntar tanta lasciva impudicia, tanta lúbrica obscenidad, que se estremeció con solo mirarlos, subyugada por el atractivo de su propia imagen desdoblada.
Con delicado tacto pero con la crudeza que la riqueza del castellano le permitía, el hombre le explicó que esa nueva dimensión que estaban visitando era uno de los mundos subconscientes de su propia mente y que la imagen reflejada en el espejo era aquella que veían o querían ver en ella quienes la admiraban o, con más seguridad, la que ella misma escondía en los más recónditos vericuetos de sus fantasías y pensamientos no verbalizados.
Todas las dimensiones que visitarían, que no serían pocas, se correspondían con cada uno de los deseos subconscientes ignorados aun por ella misma y que de no ser despertados en ese momento, posiblemente permanecerían arrumbados en un oscuro rincón de la mente, causa y efecto de todas las frustraciones posteriores que seguramente sobrevendrían y perjudicarían su matrimonio de no darles el alivio de la consumación.
Aturdida por esta revelación que la hacía responsable de su propio futuro como mujer y como persona, se dio cuenta de que en realidad, vivía reducida a su mundo mezquino de frivolidades narcisistas y que, a pesar de mantener un sexo sano y ocasional con quien sería su marido en horas nada más, no había hecho de eso una prioridad y desconocía todo sobre la forma de disfrutarlo, ignorando hasta cómo convertirse en una mujer completa.
Ensimismada en sus pensamientos, no advirtió cuando el hombre se esfumó de su lado luego de hacerla penetrar en una sala laqueada de rojo y a la que acudiera solícita una mujer japonesa, presumiblemente una geisha. Tomándola de la mano la condujo a otra sala, ocupada casi totalmente por una pequeña piscina de madera.
Verónica estaba acostumbrada a desnudarse delante de otras personas, ya que la celeridad de los cambios en los desfiles las obligaba a no usar ropa interior alguna y, cuando la mujer comenzó a desnudarla, se entregó mansamente a sus manos. Mientras la japonesa le quitaba con delicadeza las distintas prendas, se preguntaba si la imagen que esta tendría de ella sería la estéticamente normal que estaba haciéndola famosa o la soberbiamente viciosa del espejo. Sin evidenciar emoción alguna, la nipona la invitó a tenderse sobre una plataforma rectangular cubierta por una estera, indicándole que lo hiciera boca abajo.
Untándose las manos con un aceite perfumado, comenzó a masajearla como nunca lo habían hecho. Las manos untuosamente expresivas manejaban una especie de código casi explícito, transmitiéndole a sus músculos distintas emociones que alteraban su estructura y colocaban nuevas sensaciones excitantes en sitios antes ignaros de sensibilidad alguna. Junto a la relajación, y al conjuro de las tersas yemas, sentía como pequeños demonios se agitaban en sus fibras femeninas más íntimas y, sin proponérselo conscientemente, su mente comenzaba a lucubrar imágenes inéditas de crudeza infinita que la remitían a la subyacente expresión del deseo más primitivo.
Ronroneando quedamente y reprimiendo los gemidos que acudían a su boca, dejó que la japonesa continuara con su tarea pero cuando esta, dándola vuelta comenzó a trabajar con sus manos a lo largo de los muslos, trepando lentamente hacia su vientre, acariciando uno por uno todos los músculos del abdomen que aparentaban cobrar la dureza de su alter ego, dejó escapar un hondo suspiro de satisfacción, relajándose mimosamente complacida a lo que la mujer quisiera realizar en ella. Impertérrita, esta tomó posesión de sus senos y aquí sí, los sobamientos y estrujones fueron mucho más allá del mero masaje.
Casi con obscena perversidad, los dedos presionaban sus carnes de una manera que, haciéndole experimentar verdadero dolor, este se manifestaba en el fondo de la vagina como una nueva forma de acceder al placer. Viendo como se crispaba alzando su pelvis en la búsqueda de algún tipo de alivio, la mujer comenzó retorcer los pezones al tiempo que los estiraba hasta el límite de lo insufrible, para luego clavar con lenta pero firme determinación, sus filosas uñas en la carne dolorida.
La intensidad del sufrimiento se hacía insoportable, provocando que ella clavara su cabeza sobre la dura superficie y con los músculos de su cuello, venas y tendones pareciendo a punto de estallar por la terrible tensión de su cuerpo y el grito larvado en su garganta queriendo desbocarse, sintió que generaba el fermento necesario para que la consumación del orgasmo se concretara.
Dejando brotar un ronco bramido a través de sus dientes apretados, se aferraba con ambas manos a los bordes de la mesada y cuando por fin su cerebro estalló en una repentina luz blanquecina, su cuerpo liberó la marea de sus fluidos instalando una profunda sensación de pérdida y vacío, sintiendo como su cuerpo se aflojaba en una desmayada actitud de postración y, murmurando incoherencias, perdió noción de donde se encontraba.
Rato después, sintiéndose flotar en un líquido tibio, comprobó que se encontraba dentro de la tina y junto a ella se encontraba la japonesa. Sosteniéndola como a un bebé, la mujer pasaba por todo su cuerpo una mano enfundada en un ríspido guante. Con la languidez que deja la consumación sexual, se dejaba estar en los brazos de la amarilla, disfrutando de la caricia áspera del guante y dándose cuenta de que, a medida en que recobraba la conciencia, la mujer acrecentaba su manoseo con lasciva crueldad en las zonas erógenas que más la excitaban.
Sujetándola contra su pecho desde atrás, y mientras la mano izquierda palpaba con notoria dureza sus pechos, la mano derecha se posesionó de su sexo. La rasposa tela del guante hacía que el roce fuera tan placentero como irritante y la nipona, enardecida, parecía haber perdido su fría compostura. Acentuando la fuerza del abrazo, hincaba con fiereza sus dedos en la carne trémula de los pechos y la derecha penetró su vagina, rebuscando con sus dedos enguantados por todo el interior de la anillada cueva hasta encontrar la pequeña callosidad que gatillaba su apetito uterino, iniciando un despacioso vaivén que por lento no le era menos doloroso.
Alucinada por esta mezcla de sufrimiento y goce, Verónica acompañaba con todo su cuerpo el ondular de la nipona quien, besando con lacerantes chupones su cuello y nuca, roncaba sordamente, mientras estrellaba su pelvis contra los glúteos de la joven en una burda imitación a un coito. Y esto dio sus frutos, ya que nuevamente excitada, Verónica sentía como los dedos que exploraban su vagina, entrando y saliendo en desasosegantes penetraciones, iban encendiendo los fogones del bajo vientre y el caldero hirviente del deseo se derramó nuevamente por todo su cuerpo.
Tendiendo los brazos hacia atrás, aferró la cabeza de la japonesa y torciendo su cuello, la obligó a besarla en la boca. Fundidas en una sola pieza, se meneaban con desesperación dentro del agua caliente y sus bramidos gozosos pronto llenaron el cuarto, hasta que Verónica experimentó esas terribles ganas insatisfechas de orinar que precedían sus orgasmos y, sintiendo como cuatro dedos de la fina mano ahusada se deslizaban hasta la misma entrada al útero, se desvaneció abrumada por la gloria de su eyaculación en medio de una espesa bruma rojiza.
Le resultaba imposible mensurar el tiempo, pero cuando abrió los ojos, comprobó que su cuerpo, seco y exhalando fragancias exquisitas, estaba tendido sobre alguna superficie medianamente plana. También verificó con espanto que le era imposible realizar movimiento alguno, como si invisibles correas la sujetaran a la estructura y, sin previo aviso, cuatro fornidos japoneses – no gigantescos ni monstruosos – vistiendo holgados quimonos de deslumbrantes colores, se materializaban junto a ella.
Sin emitir sonido alguno, se despojaron de las prendas que se desvanecieron en el aire y comenzaron a palpar gentilmente, con un interés casi científico, todas y cada una de las partes de su anatomía. Los dedos tenían esa pulcra e impersonal delicadeza de los médicos y parecían evaluar la consistencia y solidez de sus carnes en un roce tan tenue como inquietante y Verónica, aunque paralizada, con su sensibilidad exacerbada por las manipulaciones de la mujer y estos contactos, iba elevando peligrosamente el nivel de su excitación.
El objeto sobre el cual estaba tendida, como si tuviera vida propia, de alguna manera enigmática se hacía eco de sus pensamientos y, posiblemente también del de los hombres, ya que en la misma medida en que ella se excitaba – y presumía que ellos también, a juzgar por el aspecto de sus miembros erectos -, iba curvándose y obligando a su cuerpo adherido a él sin sujeción física visible, a tomar las formas más caprichosas.
Elevándose como el respaldo de un sillón por debajo de los hombros, se adaptó para que su cabeza quedara confortablemente echada hacia atrás y, deprimiéndose, dejó que los glúteos se afianzaran en su borde inferior, haciendo que las piernas al encogerse se abrieran oferentes, tal como en una camilla de obstetricia.
Este proceso se realizaba paulatinamente y casi sin que los protagonistas tomaran conciencia de que sucedía, pero respondiendo a sus silentes fantasías mentales. Los dedos acariciantes con reminiscencias eléctricas, despertaban en la joven minúsculos cortocircuitos y, aunque no se manifestara externamente por la obligada parálisis, sus músculos y órganos se retorcían gozosamente ante aquellos estímulos a su famélica codicia sensorial.
Ya no se limitaban los hombres a excitarla, sino que sus dedos se hundían con dolorosa persistencia en cualquier recoveco que la anatomía les presentara como penetrable y, girando en una lenta ronda de placer, todos ellos pasearon sus yemas y uñas en los lugares más sensibles que pueda tener una mujer, pero manteniendo todo aquello como una especie de aperitivo excitante al verdadero goce que vendría luego.
Explorados concienzudamente todos los hoyos y cavidades, los dedos se convirtieron en verdaderas pinzas provistas de cortas, gruesas y afiladas uñas. Donde hubiera una pequeña protuberancia, excrecencia carnosa o epidérmica, por pequeña que fuese, se aplicaban a aprisionarla, retorciéndola o estirando hasta el límite de lo imposible, clavándose profundamente en ella. El atroz sufrimiento no ponía en boca de Verónica otra cosa que gozosos jadeos de satisfacción y por primera vez, sintió el primer esbozo de movimiento en sus músculos.
Los desgarros eran acompañados por intensos lambeteos que refrescaban las carnes inflamadas y los labios se esmeraban en producirle intensos chupones que, lentamente iban convirtiéndose en rojizos hematomas. Cuando ya desesperaba por su inmovilidad, comprobó que su cuerpo iba recuperando la elasticidad y se dejó ir en lúbricas ondulaciones que acompañaban el cada vez más intenso trajín de los hombres sobre ella, disfrutando con radiante impudicia de la martirizante caricia.
Las gorgoteantes exclamaciones de placer satisfecho, le anunciaron a los hombres que había alcanzado su orgasmo y entonces iniciaron una ronda de infernal y exquisita voluptuosidad; uno se ubico entre sus piernas y con su boca de labios gruesos comenzó a succionar al clítoris con cierta torpe delicadeza. Dos tomaron posesión de sus senos, estrujándolos entre los dedos y chupando sus pezones, mientras que el cuarto, se ubico sobre su cara vuelta hacia arriba y atrás, apoyando contra sus labios codiciosamente sedientos la cabeza de la gruesa verga que sostenía en su mano.
Como accediendo a sus fantasías y a los deseos de los hombres, el sillón había casi invertido su posición y ahora la parte baja sostenía abiertas las piernas estiradas y la posterior, se inclinaba para que su cabeza descansara casi colgante hacia atrás. El primero se había excitado rápidamente y lamía, succionaba y mordisqueaba todo su sexo con entusiasmo y ferocidad, acompañándolo con dos dedos que penetraron en la vagina y masajearon intensamente todo el anillado interior todavía pletórico de los jugos del orgasmo. Los fuertes chupones a los pechos, sumados a los retorcimientos de los pezones y las uñas, que clavándose en ellos los estiraban hasta que la carne parecía romperse, hicieron que Verónica acompasara el menear de su pelvis al ritmo de la boca del hombre y enloquecida de dolor y gratitud hacia los que estaban en los senos, trató de acomodar mejor su cabeza y “la cosa” se hizo maleable hasta que, entre las dos, encontraron la posición correcta.
Tomando entre sus dedos el falo endurecido, lo lamió con ansiosa delectación, tirando de él y, haciendo que el hombre se acercara aun más, alojó su boca famélica en los testículos, sorbiendo la acre humedad acumulada en la rugosa superficie como si fuera un delicado elixir. Cuando sintió como la verga del primero la penetraba profundamente y el hombre iniciaba el suave hamacarse de la cópula, instintivamente, sus piernas rodearon la cintura e impulsando su cuerpo contra la pelvis de él, favoreciendo la dureza y hondura de la intrusión.
En tanto que los hombres de los pechos sumaban a los rasguños y tirones la actividad de sus fuertes dentaduras en agudos mordisqueos que dejaban pequeñas medias lunas sobre la piel, ella abrió generosamente la boca y alojó en su interior al grueso príapo del nipón. Nunca en su vida había experimentado lo que estos hombres le estaban haciendo sentir y por primera vez consideró seriamente la posibilidad de estar proyectando sus propias fantasías larvadas en la coraza de la pacateria social.
Asiendo entre sus dedos la verga del hombre y mientras lo masturbaba, succionó fuertemente hasta el fondo de su garganta la fortísima barra de carne, poniendo en ese acto toda la histérica angustia que se acumulaba en su vientre, hasta que escuchó el bramido de los hombres que, casi simultáneamente eyacularon, uno dentro de ella, esparciendo en el útero la tibieza del esperma y el otro en su boca, permitiéndole degustar el sabor a almendras dulces del semen que, en generosos chorros derramó entre sus labios ansiosamente abiertos para no perder ni una gota de la pringosa cremosidad.
Aun se agitaba estupefacta por la violencia del acto múltiple, cuando los que estaban en los senos, cambiaron posiciones con los otros y se reinició la extenuante ronda. Lejos de mostrarse reticente, acogió con entusiasmo la nueva etapa y esta vez ella también, con colérica energía, alcanzó su demorado orgasmo.
Al encarar la cuarta ronda, estaba tan extenuada y lastimada que temía no poder consumarla, aunque los sufrimientos por los rasguños y los desgarros interiores la elevaban a niveles sensoriales tan inéditos y placenteros como jamás había disfrutado. Hipando profundamente por la hondura de sus sollozos no de miedo sino de ansiedad y en medio de una bruma rojiza, casi inconsciente, comprobó que todos los otros hombres habían abandonado su cuerpo, menos el que la poseía por la vagina. En la medida que este la penetraba con mayor lentitud pero incrementando la fuerza de su empuje, golpeando duramente en el fondo de sus entrañas, dos de los otros pasaban un chato lazo de seda por su cuello y, con desesperante lentitud comenzaban a asfixiarla.
Por haber leído al Marqués de Sade, conocía de esa técnica para alcanzar mejores orgasmos y sabía que los japoneses la aplicaban asiduamente con sus queridas, pero nunca hubiera imaginado que iba ser protagonista de ella. El coito que el hombre practicaba en ella era tan placentero y el cansancio tan grande que, hundiéndose en la rosada neblina de la pre-inconsciencia, sintió como los hombres acentuaban la presión y cuando comenzaba a faltarle el aire, sintió miedo por primera vez.
Boqueando desesperadamente, dejaba escapar un sordo ronquido mezclado con agudos silbidos del aire entre sus dientes apretados. Era asombroso que en medio de esta angustiosa sensación de muerte, recordara la explicación de Sade sobre este tipo de estrangulación, definiéndola como “el éxtasis en su estado más puro”, que se alcanzaba en el momento mismo en que, ya cercana la asfixia total, el lazo abandonaba la garganta; era el éxtasis de poder respirar y de saberse vivo lo que provocaba el orgasmo, como la ejecución por horca afloja los esfínteres anales, urinarios y genitales.
Viéndola con la cara amoratada y un hilo sibilante de aire entrando a la boca cerúlea, el nipón eyaculó dentro de ella entre fuertes remezones de su humanidad en medio de broncos gritos de samurai y, cuando quitaron la cinta, con el aire fresco entrando jubilosamente a sus pulmones ardientes, la riada de sus jugos se derramó impetuosa y, ciertamente, el éxtasis la envolvió.
Como si pasara de un sueño a otro, cuando recuperó el sentido se encontró vestida totalmente y, parada sobre el páramo, vio que la neblina rosásea era reemplazada por otra de sutil delgadez y de distintos tonos verdosos que se desplazaba en el aire trazando caprichosas volutas como impulsadas por un ardiente siroco.
Con las faldas de su vestido agitadas por la violencia del viento, caminó unos pasos y ante ella se materializó el oscuro caballero quien, tomándola de la mano con versallesca gentileza, fue guiándola hacia otra de las llamativas tiendas, concluyendo en su depurado español que, si la sesión en la primera dimensión había resultado tan altamente satisfactoria como su rostro evidenciaba, la próxima y que incluía distintas y variadas dimensiones, sería la irrebatible; la concreción total y definitiva o la ruptura de su psique con lo físico.
En este caso se encontraría con un solo escenario; la pista de un circo, circular y acotada como la vida misma y en la cual, como en aquella, convivían el patético drama del alegre payaso, el emocionante juego con la muerte de los intrépidos trapecistas y el desafío cotidiano a la ferocidad animal amparado en la ilusoria autoridad del látigo. En este ámbito único, su actitud ante la vida y el modo de enfrentarla quedarían expuestos por la forma que encarara los lances sexuales a que la someterían, sólo que esta vez no sería obligada por medio de la inmovilidad a enfrentarlos, sino que dependería de ella generar y continuar con cada una de las situaciones por propia y total voluntad y siempre tendría la alternativa de poder salir de la tienda, a riesgo de cargar por el resto de sus días con la frustración de no haberse arriesgado a conocerse a sí misma.
Esta vez no la acompañó y una vez que hubo transpuesto las cortinas de la entrada vio, en medio de la oscuridad total, sólo la pista circular iluminada por una fuente desconocida y en el centro de esta, un enorme butacón redondo y acolchado que, ejerciendo la función de un poderoso imán fue atrayéndola hacia él.
Cuando se hallaba en el borde de la pista, un poderoso reflector iluminó las alturas y allí, pendiente de hilos invisibles, el trapecio de madera se balanceaba sosteniendo las figuras de dos mujeres desnudas. Sus cuerpos esbeltos y musculosos eran idénticos, al igual que sus cortas cabelleras rojizas. Moviéndose al compás de una música interna e insonora, ejecutaban complicadas figuras con una sincronía que hacía difícil comprender como lograban hacerlo. Cual dos rosadas serpientes, se enroscaban una en la otra, trepando, deslizándose o basculando peligrosamente en las alturas. Luego de un rato de este espectáculo alucinante, parecieron reparar en la solitaria espectadora y fueron escurriéndose hasta el suelo a lo largo de la cuerda de escape.
A medida que se acercaban a Verónica, acostumbrada a ver cuerpos bellos, los suyos le parecieron maravillosamente perfectos. Altas, atléticas, dejaban ver sólo la musculatura necesaria para acentuar las formas pero no para deformarlas, conservando la armonía estética; sólo sus senos eran un poco más grandes de lo normal y sus nalgas poderosas solo contribuían a realzar los fuertes y torneados muslos.
Sus caras, iguales en todo, eran de facciones equilibradas, finamente cinceladas, pero la expresión de sus ojos atraía no por algún rasgo estético ni por la transparencia de aguamarina sino por su carga de lubrica impudicia, subyugándola con su carga de obscena lascivia y poderosa sensualidad. Todos los vicios se reflejaban en las caras de las gemelas, embelesando hipnóticamente a Verónica quien, respondiendo a su invitación gestual, las acompañó hasta el aterciopelado lecho para comprobar que, misteriosamente, sus ropas se habían diluido en la nada y estaba tan desnuda como ellas.
La sola presencia de las mujeres había calmado todos sus temores, inspirándole una confianza tal que se extasiaba contemplándolas mientras aquellas la conducían hacia el centro del lecho, haciéndola acostar boca arriba y con los brazos estirados en forma natural y descansada.
Absolutamente relajada, alejada de toda tensión, vio como ambas se acostaban de lado junto a ella y el calor de sus cuerpos fragantes la llenó de una dulce tibieza que se extendió por todo su organismo, poniendo en marcha una sensación de amorosa ternura que hizo humedecer sus ojos de emoción. Las manos de las dos fueron recorriendo su cuerpo de una manera totalmente opuesta a las de los japoneses. Los dedos acariciaban su piel sin llegar a tener el mínimo contacto con ella, como si un infinitesimal granito de arena se interpusiera entre ellas, pero la carga de electricidad estática que se generaba en ese espacio hacía que la piel se erizara a su paso, despertando secretas y desconocidas cosquillas que nacían desde la base misma de la columna y subían inexorables, inervando las vértebras hasta llegar a instalarse en su nuca.
El proceso era tan tiernamente intenso que Verónica deseaba que nunca se detuviera y al mismo tiempo deseaba que finalizara de una vez, para comprobar como evolucionaba. Los dedos parecían dotados de vida propia y cada uno se comportaba con total independencia de los demás, de tal manera que sobre la piel de la joven, veinte diligentes agentes de provocación se movían con total impunidad, perversamente crueles, pero sin agredir.
Cuando las tiernas yemas fueron reemplazadas por los agudos filos de las uñas. Verónica creyó morir de excitación y el nudo de cosquillas que había anidado en la base del cráneo se expandió como una marea invasora por todas las terminales nerviosas del cuerpo y ella, exultante, gimiendo roncamente y apoyada sobre sus hombros, fue elevando las caderas hasta formar un poderoso arco de inconmensurable vigor.
Afirmada sobre los pies, sostenía el peso de su cuerpo en el aire mientras ondulaba subiendo y bajando la pelvis y con las dos manos sometía sus propios senos a un fuerte estrujamiento mientras las uñas se clavaban duramente en los pezones, cuando sucedió. Como la erupción de un volcán, sus jugos internos confluyeron hacia la ría de su sexo y desde allí se derramaron en fuertes oleadas de viscosas mucosas que, al impulso de sus convulsivas contracciones vaginales, salían despedidas a través de las crestas carneas como si se tratase de una eyaculación masculina. Ahogada por la emoción de este súbito e insólito orgasmo y en medio de apagados murmullos de satisfacción, fue cayendo en una enervada lasitud.
Sacándola de esa pasividad, los labios de las muchachas, se posaban alternada y suavemente sobre los suyos en minúsculos besos de increíble dulzura, hasta que las lenguas inquisidoras se adentraron en su boca, explorando con minuciosa tranquilidad en búsqueda de la suya que, remisa y tímida, se negaba a entablar batalla con las invasoras, pero la angustia que se acumulaba en su pecho ejerció como disparador y, envalentonada, se enfrentó a las aviesas conquistadoras.
Una verdadera y dispareja guerra se desató entre las tres lenguas, pero agotada de luchar con enemigas que se retiraban para descansar y eran suplantadas por otra con mayores energías aun, capituló y se entregó mansamente a la succión que los labios de las mujeres hacían de ella. Mientras los labios de la más angurrienta se apropiaban de la lengua, que dura y erecta se ofrecía como si fuera un pene, chupándola con una intensidad que parecía querer arrancarla de su boca, la otra joven se adueñó de uno de los senos y mientras lo cubría de húmedos besos succionantes, las uñas rascaban la arenosa superficie de las aureolas.
Enardecida, aceptó el reto de los labios y los suyos también se aplicaron a apresar la lengua de la muchacha, chupándola con intensidad y así, con las bocas abiertas en enloquecidos acoples, sus salivas se mezclaron y las mutuas succiones, terminaron por extraviar su razón.
La punta de la lengua de la segunda, tremolaba vibrátil sobre sus aureolas y fustigaba dulcemente al endurecido pezón, haciéndole desear que la ternura de la caricia no cesara jamás, hasta que los labios ciñeron a la excitada carne de la mama y fueron succionándola de tal manera que los lobos de las entrañas salieron de sus cuevas recónditas y se ensañaron destrozando sus músculos con el filo de los colmillos.
Los suaves chupones fueron incrementando la presión de los labios, provocándole mínimos estremecimientos doloridos en tanto que los dedos encerraban al otro pezón e iniciaron una serie de retorcimientos desgarradores que alcanzaron su momento culmine cuando las uñas se clavaron en la carne macerada, tirando fuertemente de ella y los dientes comenzaron con un débil raer que se convirtió en duros mosdisqueos.
Ingresando a la región exquisita de lo excelso, prorrumpió en soeces exclamaciones ahogadas de placer, sacudiendo su cabeza angustiosamente por la necesidad que generaban sus zonas erógenas. La que había estado proporcionándole placer en la boca, se ubicó frente a su entrepierna y, encogiendo sus piernas abiertas, hizo que la sierpe de su lengua, grande y dura, se solazara recorriendo de arriba abajo el sexo dilatado y oferente que dejaba ver las crestas rosadas de sus pliegues internos, aun chorreantes por los fluidos del orgasmo.
Nunca una mujer había practicado sexo oral en ella y la sensación indescriptible de júbilo que la embargó hizo que le pidiera de viva voz mayor empeño y fuerza en la succión. La boca toda de la mujer se adueñó del sexo y chupándolo con violenta intensidad, sometiendo al clítoris sin compasión, la fue llevando a regiones inefables del goce.
La que estuviera sometiendo a los pechos, se ahorcajó en cuclillas sobre ella para colocar el sexo contra su cara. Viendo ante sus ojos la barnizada superficie inflamada de la vulva latiendo como una flor selvática de una manera siniestra y provocadora, se aferró a los poderosos muslos y hundió su boca en el sexo de la mujer.
Siempre había expresado disgusto ante la mera mención del sexo oral femenino, asqueada tal vez por el conocimiento de las cosas desagradables que este produce y soporta. Y sin embargo, perpleja, atraída magnéticamente por aquel, comprobó que todas sus aversiones eran injustificadas. La suave tibieza de los tejidos y el salvaje almizcle que emanaba de ellos, se convirtieron en el más exquisito néctar para su boca y la fragancia la emborrachó. Con súbita sabiduría instintiva, su lengua se extendió elásticamente y se adentro entre los oscuros pliegues pletóricos de mucosas aromáticas, absorbiéndolas con ansiosa gula. El agridulce sabor le supo a gloria y entonces comprendió la locura que hacerlo despertaba en los hombres. Con histérico afán la dirigió al sitio donde se encontraba el clítoris y, dichosa al comprobar el volumen de este, separó los plieguecillos que lo rodeaban y sus labios lo envolvieron, succionándolo con denodada firmeza.
Con la misma misteriosa magia en la que todo sucedía, aparecieron en manos de las mujeres, elásticos y gruesos miembros artificiales y, acomodándose para formar un perfecto triángulo, cada una poseyó con su boca el sexo de la otra en una ronda de infernal e ilimitada continuidad. Las lenguas y bocas se dedicaban con exclusividad a macerar sin piedad alguna a los clítoris y las vaginas fueron penetradas hondamente por la tersa superficie de los consoladores, sumergiéndolas en un vórtice alienante en el que, a medida que aumentaba el dolor y el goce, más se esmeraban en incrementar el traumático coito, como si el dolor-goce lo obtuvieran esclavizando a la otra.
La alucinante cópula se interrumpió cuando, luego de haber alcanzado las tres sus orgasmos en medio de rugidos y bramidos animales de satisfacción y mientras ella permanecía sacudida por los espasmos de su vientre, las mujeres se colocaron unos arneses, que sostenían un doble falo. Introduciendo uno en sus propias vaginas, ajustaron las correas y, con el otro en ristre, se aproximaron a Verónica que yacía de costado para que, alzando solamente una de sus piernas, la más decidida, la penetrara profundamente.
El falo era realmente grande y tenía la particularidad de que la superficie, ásperamente esponjosa, parecía crecer y adaptarse al interior de su cuerpo, llenando todos los huecos de la vagina. La otra se apoderó de la pierna y doblándola, la encogió casi hasta el hombro, favoreciendo la penetración de la verga impulsada violentamente por su símil. Los músculos interiores de la vagina respondían agradecidos al fuerte estregamiento y se contraían, aprisionándolo, provocando que el roce fuera aun más placentero.
Luego de un rato de esta infernal cópula, la mujer se fue recostando sobre sus espaldas, no permitiendo que el príapo saliera de adentro de Verónica que, ayudada por la otra, se incorporó y quedó ahorcajada sobre ella. Sin que la mujer siquiera lo insinuara y como obedeciendo a una orden telepática, flexionó sus piernas e inició un lento galope sobre la enorme verga, sintiendo como golpeaba en sus entrañas y percibiendo que la mujer pasaba por la misma experiencia a través del miembro que mantenía en su interior.
Ignorándose multi orgásmica, cuando alcanzó su enésima eyaculación y creía que ya cesaría todo, sintió que la mujer la atraía hacia ella ofreciéndole sus hermosos pechos para que los chupara. Todavía encendida y con el príapo adentro, se inclinó y sus labios chuparan con dedicación los senos, en tanto que la mujer se arqueaba, penetrándola nuevamente con urgencia. Otra vez en la cima de su excitación más exaltada, succionaba angurrienta los pechos de la mujer ensañándose con los pezones, cuando sintió que la otra, excitaba delicadamente con su lengua los esfínteres del ano, esparciendo los jugos que escurrían de su vagina.
Nunca había permitido que hombre alguno intentase siquiera hacerlo, pero la caricia de la lengua y los táctiles dedos, sumados al placer de la penetración más la suave consistencia de los senos que estaban en su boca, hicieron que esta vez, en lugar de fruncirse estrechamente, los esfínteres recibieran alborozados la caricia y se dilataran mansamente con una latente pulsación para que, cuando un dedo aventurero fuera introduciéndose entre ellos, lo envolvieran con una ávida tracción.
El suave vaivén que la mujer imprimió al dedo, aumentó las cosquilleantes sensaciones que revolvían su vientre e inclinándose más, elevó su grupa en una lenta ondulación que se acompasaba a la de la penetración sexual. En el pico más alto de su histérica exaltación, sintió que el dedo abandonaba su ano y que la dura verga artificial, apoyándose firmemente en la apertura, la penetraba con morosa indolencia desgarrando todo cuanto hallaba a su paso.
Nunca había imaginado lo dolorosa que podía ser la sodomización, pero debía de admitir que, luego de vencida la natural resistencia muscular, la verga se deslizaba placenteramente en la lubricada cavidad que parecía acogerla con comodidad. La delgada membrana de la tripa y los tejidos vaginales era el único elemento físico que separaba ambos miembros y el goce de sentirlos en su interior estregándose duramente nubló sus sentidos, envolviéndola en una vorágine de placer de la cual no saldría hasta mucho rato después.
Tendida sobre el lecho aterciopelado, estuvo durante un tiempo como alelada, examinando las situaciones extremas por las que había pasado, negándose a creer que sólo sus fantasías fueran las autoras de semejante dicha y dándose cuenta que, a pesar de los sufrimientos, desgarros, laceraciones y excoriaciones experimentadas, cuando resurgía de los extrañamientos mentales accediendo a una nueva dimensión, su cuerpo permanecía impoluto, sin rastros de tortura o sometimiento alguno.
Cortando en hilo de sus pensamientos y arrancándola de la dulce modorra en que la extenuante sesión de sexo la había sumido, el agudo chasquido de un látigo la sobresaltó. Como el sonido provenía desde la oscuridad detrás de ella, se dio vuelta y poniéndose de rodillas trató de ver quien esgrimía el objeto. Materializándose de la nada, una ominosa figura masculina se desprendió de las sombras. Totalmente vestido de un cuero negro que se ajustaba a su musculosa figura como una segunda piel, el hombre tenía el rostro cubierto por una máscara del mismo material que sólo dejaba al descubierto sus ojos y boca.
Acercándose despaciosamente a Verónica con la vista clavada en sus ojos, ejercía un poderoso mesmerismo que enajenaba sus sentidos, dejándola absolutamente a su disposición. Desenrollando el largo látigo de domador, negro y elástico como una serpiente, lo hizo chasquear con tal velocidad que ella sólo sintió como un mechón de cabello de su frente se agitaba ante el picotazo del instrumento. Fascinada y trémula como un animal ante el amo, espero a que él se aproximara para calibrar sus intenciones y actitud.
Sin articular palabra, el hombre se detuvo frente a ella y, como todo lo que sucedía mágicamente en aquel sitio, sin utilizar sus manos, hizo emerger de una invisible apertura del pantalón una verga gruesa y oscura que a medida en que se iba extendiendo cobraba mayor grosor hasta llegar a un volumen que a ella la sobresaltó. Imaginando cual era la expectativa del hombre, tragó saliva y esperó. Luego de un nuevo golpe de látigo al aire, el hombre acercó una mano abierta a su rostro y pasándola a lo largo de él, instaló un mandamiento ineludible en su cerebro.
Incapaz de pensar, como si el cerebro fuera una esponja inútil pero con todos sus sentidos alerta y predispuestos, obedecía como un títere los movimientos que la mano del hombre ejecutaba. Su cabeza y luego también su cuerpo se movían en raras contorsiones respondiendo al arbitrario recorrido de la mano y cuando él subió al lecho, lo enfrentó en cuatro patas como si fuera una gata en celo. Y así, en medio de empellones mutuos, agrediéndose, rechazando y aceptando al otro en medio de rugidos y bramidos, rasguños y mordiscos, se debatieron en una ronda de increíble salvajismo, agrediéndose recíprocamente sin piedad, hasta que una orden no verbalizada se instaló en su cabeza y, vorazmente, se abalanzó hacia la entrepierna del hombre.
Ni en un falo artificial había visto semejante tamaño y sin embargo, la gula venció a la aprensión y dejó que sus manos lo acariciaran con suavidad. De no menos de treinta centímetros, la verga se encontraba llena de gruesas venas que se hinchaban bajo la caricia y la falta de prepucio dejaba ver la inmensa y tersa cabeza al descubierto. Trató inútilmente de rodearlo con sus manos pero los dedos no alcanzaban ni siquiera a aproximarse en su intento.
Sin poder evadir el influjo y cual la hetaira más consumada, con una práctica prostibularia que desconocía en sí misma, acercó su boca al miembro, dejó caer sobre él la abundante saliva con que lubricó sus manos y, lentamente, comenzó a masturbarlo. La vista del pene inmenso la resultaba tan espectacular y la excitaba dé tal manera que ya sentía el escozor de su propio sexo.
Incapaz de resistir por más tiempo y mientras sus manos se deslizaban arriba y abajo sobre el tronco del falo, su lengua exploró concienzudamente los abultados testículos y el gusto acre del sudor acumulado en ellos la llevó a lamerlos con delectación, tras de lo cual, sus labios succionaron apretadamente la base de la verga y de esta forma fue subiendo a todo lo largo del miembro hasta llegar al surco que precedía a la testa y allí sí, de manera voraz, sus labios chuparon rudamente la piel sensible con fanática premura.
Algo o alguien en su interior le dictaba las órdenes secretas que su cuerpo ejecutaba con placer. Viendo como la verga se estremecía ante el embate de manos y boca, acercó sus labios a la monda cabeza y, humedeciéndola con saliva, fue dejando que estos la succionaran por entero, como preparando el momento en que, abriéndose como dislocadas, las quijadas dilataron su boca y el falo penetró limpiamente en ella.
El hombre mecía levemente su cuerpo y, acompasando la succión a este ritmo, comenzó a experimentar un placer como nunca antes le había dado hacerlo. Sus mejillas se hundían profundamente por la fuerza que ponía en cada chupada y sus manos aferraban con dureza al tronco, subiendo y bajando en demoníacas espirales hasta que ella misma sintió crecer en su interior el magma de la eyaculación y, en tanto que por sus muslos escurrían los jugos espesos del orgasmo, recibía el primer chorro de la cremosa esperma, comprobando la intensidad del sabor a almendras. Deglutiéndolo con avidez, relamió la verga del hombre, eliminado todo rastro de semen de ella.
Recostándose apoyada en los codos, esperaba ansiosamente el próximo paso del hombre que no se hizo esperar. Desaparecido el miembro con la misma celeridad con que había aparecido, esgrimía entre sus manos una curiosa fusta; no demasiado larga, ostentaba en su extremo un haz de finas trencillas de cuero con diminutas esferas de acero en sus puntas. Haciendo girar su mano en círculos, el hombre fue dándole una cierta cadencia a la fusta y de pronto, esta se estrelló sobre los senos de Verónica, que saltó dolorida y asustada, pero el hombre ejerció la autoridad de su cuerpo inmovilizándola con un pie sobre el estómago y volvió a descargarla sobre los pechos que se agitaban estremecidos por el dolor.
Los gritos que se agolpaban en su garganta, fueron reprimidos por un impacto gozoso a sus entrañas. Azorada, Verónica comprobó que los trallazos habían lastimado verdaderamente a los pechos sin dejar marcas pero que la misma fuerza de los latigazos había puesto en marcha ese mecanismo oculto que le permitía gozar a través del dolor. Sus senos endurecidos se habían erguido y llenos de sangre, se aprestaban para la batalla sexual que presentían.
Aceptando con complacencia la sumisión de la muchacha, el hombre retiró el pie y las siete colas fustigaron con ese nuevo ritmo que el hombre les había impuesto, los pechos, el abdomen y finalmente el sexo. Cuando las pequeñas esferas de acero golpearon contra los tejidos de su vulva dilatada, el dolor que cortó el aire de los pulmones, instaló un nudo de sufrido placer en su vientre. Las lágrimas que brotaban de sus ojos en medio de sollozos incontrolables sintetizaban toda la dicha, el goce, el placer y la satisfacción que experimentaba con el torturante castigo y los demonios que habitaban los más secretos rincones sensoriales, recorrían alborozados los intersticios de sus músculos, aumentando el martirio.
Tensa como un arco, sostenía las caderas en el aire con sus manos, ofreciendo con las piernas abiertas el sexo amoratado al hombre, quien, finalmente, se arrodilló entre ellas y la penetró con la extraordinaria verga. Sin haber parido nunca, creía estar sintiendo lo mismo. Esa enorme barra de carne horadaba sin clemencia alguna su vagina y golpeaba en el fondo del útero con tanta fuerza que ella temió por su futuro. El no se limitaba a penetrarla, sino que después de cada intrusión, la sacaba y esperando que los esfínteres vaginales volvieran a contraerse, la penetraba con más fuerza, si aquello fuera posible.
Esa extraña sensación de sufrimiento y dicha, hacía que estallara en llanto y riese simultáneamente, no logrando distinguir ella misma donde terminaba el dolor y comenzaba el placer. Sosteniéndola por las caderas, el hombre elevó más aun la pelvis e hizo que ella colocara las piernas enganchadas a sus hombros. Continuando con el método de sacarla y después de un momento volverla a penetrar, él consiguió que ella se enardeciera tanto que, a la recíproca, meneaba sus caderas en violentos embates, favoreciendo el accionar del falo, hasta que en una de esas intermitentes intrusiones, el hombre lo sacó y en lugar de volverla a penetrar por la vagina, apoyo la inmensa cabeza de la verga en el ano y en un durísimo envión, el príapo se introdujo limpiamente en el recto.
Más allá del dolor, inmersa en el turbión de sus propias perversidades, ella alcanzó a emitir un agudo grito de sorpresa que fue sofocado por el bramido satisfecho que surgió desde lo más profundo de su pecho y tomando impulso con los talones clavados en la espalda del hombre, se sumó a la cadenciosa hamaca en la cual lo dos se perdieron durante un rato.
Cuando el hombre vio que había alcanzado un nuevo orgasmo en medio de los gorgoteantes murmullos que emitía por la enronquecida garganta, sacó la verga y, masturbándose, baño su torso con el lechoso pringue de la esperma que, en poderosos chorros, salpicó con abundancia sus pechos y rostro. Toda ella todavía se estremecía temblorosa en espasmódicas contracciones del vientre y por su cara se deslizaban aun las lágrimas agradecidas por tanto goce, cuando el hombre ejecutó tres fuertes trallazos en el aire con el largo látigo y se esfumó en el aire.
Un sordo ronquido animal surgió desde las sombras y, como nutriéndose con ellas, emergió la amenazadora figura de una enorme pantera negra, con una gran lengua roja pendiendo entre sus fauces, desparramando en cada relamida de la bestia, abundante cantidad de baba y saliva.
De un amarillo verdoso casi fosforescente, los ojos del animal fijos en los suyos consiguieron que ella detuviera su temeroso retroceder en el lecho y esperara mansamente la proximidad del felino. El intenso olor a almizcle propio de los grandes gatos hirió su olfato y, cuando el animal subió al lecho, pudo comprobar que se trataba de un macho.
En lenta y obsesiva ronda, la negra y lustrosa figura la rodeó en dos oportunidades y en cada una se aproximaba más, hasta que detuvo su marcha para que la enorme lengua se deslizara sobre su vientre, lamiendo los restos del semen que todavía se pegoteaba a su piel. A pesar de la saliva, su superficie era como papel de lija, similar a la de los gatos, pero multiplicada proporcionalmente. Por las fauces de la bestia emanaba un aroma fétido que la ofendió con su reminiscencia a zoológico, pero era tal la omnipresencia salvaje que ella se entregó obedientemente a los lamidos de la pantera, disfrutándolos a medida que su cuerpo se distendía, libre ya de todo temor.
La mirada casi humana se clavó en sus pupilas, sometiéndola con hipnótica persistencia y como burlándose de ella, la lengua que azotaba fuertemente sus pezones intensificó sus fortaleza cuando los senos se agitaron con descontrolado nerviosismo. Caminando sobre ella, el animal se dirigió hacia su entrepierna y, acostándose a su frente, como un gatito mimoso, lamió con avidez el sexo de la mujer. La lengua parecía moverse como algo autónomo, dotado de vida propia, como si fuera un ser independiente.
Con sensibilidad humana, se alargaba, ensanchaba, fruncía o afilaba de acuerdo a la zona por donde transitaba, adecuándose como si supiera cuales eran sus deseos y necesidades. Montada nuevamente en la carroza de fuego de la pasión, gozaba de cada contacto de la monstruosa lengua con su sexo, cuando aquella rascaba fuertemente sus pliegues o se ensañaba con el excitado clítoris que se alzaba desafiante ante la presencia cautivante de la intrusa.
Lentamente, ella iba remontando la cuesta de la excitación con una angustia desesperada, asimilando y disfrutando la caricia inédita a la que el feroz animal la sometía con la misma meticulosidad de un ser humano, pero una intensidad que provocaba sollozos de dicha gozosa en su pecho y su vientre se agitaba, convulsionado por el afanoso ondular que ella le imprimía.
La lengua se había estilizado y penetrado lentamente en su vagina, con una aguda punta que se movía como la cabeza de una inquieta serpiente, rozando con deliciosa intensidad los inflamados tejidos del interior y consiguiendo que Verónica, afirmada en sus brazos, compeliendo su cuerpo en violentas sacudidas, diera rienda suelta a la marea impetuosa de sus jugos con estridentes gritos satisfechos que estremecieron el ámbito del circo.
Todavía conmocionada por la violencia de la eyaculación y respirando dificultosamente, obedeció a esa misteriosa orden telepática -¿o serían tal vez los propios impulsos de su inconsciente? – y, apoyada sobre rodillas y brazos, ofreció su grupa al animal que, gruñendo amenazador, posó las acolchadas las patas delanteras sobre su espalda y con desesperante lentitud, fue acercando su cuerpo de ijares palpitantes al de la mujer que, complacida por el contacto con el sedoso y pesado cuerpo de la bestia, meneaba inconscientemente sus nalgas.
Las babas calientes y el aliento pestilente del animal, en vez de asquearla, dilataban sus narinas con la ansiedad del deseo y entonces, con las garras afirmadas en sus dorsales, la verga la penetró salvajemente. Lo sorprendente no era su tamaño, sino la consistencia tersa y aceitosa y el calor; un calor de una intensidad alienante como nunca había soportado en sus entrañas y a los rugidos de animal que incrementaba la velocidad de la cópula, se sumaron los gritos enloquecidos de Verónica, que en medio de exclamaciones soeces, le exigía que la penetrara más y más, con mayor intensidad.
Empeñada en hamacar su cuerpo en un vaivén que le permitía disfrutar del estregamiento brutal de la bestia, sintió, sorprendida, como aquella se retiraba de ella y, al volver la cara, vio con espanto que esta se iba metamorfoseando ante sus ojos hasta adquirir la forma de un humanoide inmenso que conservaba la sedosa piel negra. La cabeza felina, devenida en la de un hombre cuyos rasgos sintetizaban todo el mal demoníaco, concentraba en sus ojos rojos la perversidad milenaria del ente y los labios burlones evidenciaban su desprecio mefistofélico hacia ella. Gruesos cuernos caprinos crecieron sobre sus sienes y de sus manos musculosas, emergieron largas zarpas rojizas.
Con una carcajada de estremecedora infamia, hizo brotar a la luz la vista pavorosa de su miembro, largo, rojo y delgado, con una goteante punta afilada. Inmisericorde, rasgó sus espaldas con el filo de las garras y, cuando ella se encogió ante la torturante caricia lacerante, introdujo la verga en la vagina. Fue como si un hierro al rojo vivo la atravesara de lado a lado y mientras sentía soflamado todo su interior, el falo comenzó a crecer sin pausa.
Las garras se clavaron en los senos y trazando sobre ellos profundos surcos sanguinolentos que arrancaron gozosas exclamaciones de la joven, la verga fue ocupando toda su vagina, comenzando a exceder la capacidad de dilatación de los esfínteres vaginales. El espanto y el goce se mezclaban en la mente de la muchacha y el suplicio del roce brutal a que eran sometidos sus tejidos, era superado por la delirante lascivia que la inundaba y, sumándose con denuedo al aberrante tiovivo del coito, subyugada por la intensidad del goce, sintió tumultuosas marejadas de fluidos concurriendo hacia el sexo y rezumando al exterior en sonoros chasquidos, a pesar de la verga que impunemente la socavaba.
En medio de estruendosas y macabras carcajadas, el maligno siguió penetrándola con imperiosos empellones que la obnubilaban hasta que sintió como se derramaba en su interior un hirviente líquido que pareció llenarla por entero y mientras, pletórica y ahíta, sumida en la perplejidad del por qué a ella, recordó una vieja profecía enunciando que el día en que el Demonio engendrara un hijo con una mortal, comenzaría el fin del mundo a partir del nacimiento del Anti Cristo. Luego del estallido espermático, saciada y regodeándose en la arrebatadora sensación de plenitud, fue cayendo en una perdida paulatina de la conciencia, sumergiéndose en una espesa bruma púrpura.
Azorada, volvió a la realidad en su asiento y ante la presencia del revisor que, sacándole el boleto de las manos, se dirigió hacia la salida del vagón, en tanto anunciaba en voz alta la próxima llegada a Graz. Observando con aprensión que el asiento vecino permanecía desocupado, se le hizo duro admitir que todo había sido un sueño pero un latente calorcito, casi físico, instalado en su vientre y la pulsante realidad de su vagina inflamada le hicieron dudar del aserto.
Algo en la alta y esbelta figura del revisor alejándose le llamó la atención y cuando este se disponía abandonar el coche, se dio vuelta, dejando ver el perfil aquilino y el elegante bigote mientras que sus ojos azules le hacían un guiño de burlona y picaresca complicidad.
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