La casa del sexo 1
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por Anonimo.
Mientras sus ojos se pasean por última vez sobre los viejos árboles de la plaza San Martín, Marcela da un repaso a su vida en los últimos cinco años. Hija de un acaudalado estanciero, su vida ha sido fácil y cómoda pero no placentera. Su madre, famosa modelo al momento de quedar embarazada, decidió tomarse su revancha con las pasarelas y tras el parto, volvió a los desfiles con más entusiasmo que antes y, por consiguiente, con mayor éxito.
Malcriada por niñeras, amas de llave y su padre, cuando tuvo la edad necesaria como para ir a la escuela sus privilegios de niña consentida se acabaron y fue confinada como pupila en un exclusivo colegio bilingüe.
Los fines de semana en que iba a la estancia con su padre porque su madre tenía desfiles en el fin de semana, la ecuación resultaba perfecta; él la adoraba, a pesar de ser el fruto no deseado de sus relaciones con Malena y causa principal de su unión apresurada. Ella lo sabía y la alegre complicidad con que disfrutaban esos días en soledad, dejaba en evidencia la inconsistencia matrimonial.
Su madre no había permitido que su embarazo la alejara de ese mundo alocado de los desfiles y las sesiones fotográficas. Gozaba del vértigo de la pasarela y de las relaciones fugaces conque algunos industriales y empresarios la premiaban por la exquisita manera de mostrar sus productos, construyendo su propia imagen de mujer famosa y exhibiendo con descaro la vida opulenta que esto le proporcionaba.
Marcela era fruto de uno de esos encuentros, motivando que su endeble castillo de naipes se derrumbara, aunque Manuel se había hecho cargo de la niña y, verdaderamente enamorado de Malena, trataba de alejarla de ese ambiente propicio para que ella lo convirtiera en promiscuo.
No era que su madre no la quisiera pero los diez duros años de profesión en los cuales había llegado a los codazos y algo más a la posición que tenía, pesaban más en su hueca cabeza que el amor de esa hija cuya atención la amenazaba con marginarla definitivamente.
Terminada la primaria y ya fuera del internado, junto a sus estudios secundarios había ingresado a Bellas Artes. Absorbiendo con una facilidad asombrosa las enseñanzas de sus maestros, pronto descolló, no sólo por el trazo y la factura de sus obras, sino por ese mundo fantástico, onírico e irreal que, escapando a todos los cánones de la composición, dejaban ver imágenes de aterrador verismo o fantasmales engendros.
El surrealismo no era ocasional o motivo de una planificación racional sino el resultado de capacidades extra sensoriales que habitaban su cabeza desde la niñez, expresándose en vívidas pesadillas que luego se transformaban en crudas, aleatorias y disímiles imágenes.
Muerto su padre en un accidente automovilístico, su madre se había visto liberada del compromiso que no respetara en vida, desentendiéndose absolutamente de la muchacha, sumergiéndose en el mundo alocado de la moda, la farándula artística y la prostitución gratuita y mediática que colmaba sus expectativas de figurar y convertirse en blanco de los más suspicaces rumores sobre amantes y aventuras fugaces con una desfachatez total.
Totalmente sola y ensimismada prolíficamente en su arte, Marcela no dejaba de asombrar a la crítica, ya fuera porque la veracidad chocante de sus cuadros le causara repulsión o porque las imágenes oníricas de velado sensualismo la subyugaran. Lo cierto es que comenzó a trascender las fronteras y ahora, a los diecinueve años, acaba de recibir una beca para la Fundación Higgins, establecida por él más famoso pintor y escultor de la actualidad.
Eso significa que deberá viajar a Escocia y, si puntúa lo necesario, permanecerá allí por más de tres años. Tras haberse despedido de su novio, un joven pintor con quien desde hace seis meses sostiene un romance más platónico que real, inmersos los dos en la irrealidad en que el arte los sumerge y durante el cual no han pasado de la ternura de simples besos y caricias soslayando un sexo que no les es perentorio, ahora se despide – con mucha más tristeza – de la ciudad que la viera nacer y fuera testigo de sus desventuras.
Tras el fatigoso viaje hasta Londres y desde allí a Inverness, al norte de Escocia, Marcela llega a la Fundación, un moderno y revolucionario edificio en el cual se cursan materias relativas al arte tan disímiles como creativas, desde escultura hasta danza, pasando por la pintura, la música, el canto o las extravagancias circenses.
Después de atravesar deslumbrada ese símil a un castillo de naipes de paredes cristalinas insólitamente dispuestas para albergar las aulas, penetra en la contradictoria discrepancia del despacho de Higgins, un amplio salón donde la oscuridad de los rincones no permite columbrar sus verdaderas dimensiones. Enormes tapices con imágenes bélicas o bíblicamente eróticas cubren el piso y paredes cercanas y, tras un escritorio de gótica severidad, el longilíneo cuerpo de Higgins se yergue desde su sillón para estrecharle calurosamente la mano.
Después de invitarla a tomar asiento y tras el protocolo de las obligadas inquietudes sobre la calidad y condiciones de su viaje, la pone al tanto de cómo se desarrollarán sus actividades. Siendo extranjera, deberá compartir su alojamiento con otros becarios de la misma condición y eso la hará en La Casa, una antigua mansión que queda dentro de los mismos terrenos que la Escuela y en la que ya tiene asignada una habitación.
También le explica que para evitar problemas con la parte gastronómica, ya que son de distintas etnias y religiones, los becarios son provistos de una chequera de vales que les permiten comer y beber a gusto en distintos comercios de Inverness o comprar mercaderías para preparar su propia comida en la cocina de la casa. Asimismo, él le recomienda con cierta severidad que no frecuente más de lo necesario la ciudad, ya que a pesar de tener algo más de sesenta mil habitantes, estos, con una mentalidad casi aldeana, son un tanto hoscos y hasta hostiles con los extranjeros, especialmente los de las zonas fabriles y portuarias.
Tras conducirla personalmente en una rápida recorrida por las distintas dependencias de la Escuela, la encamina hacia el sendero por el cual accederá a La Casa. Extrañada por el diseño de las enormes losetas que forman una especie de retorcida canaleta ascendente, descubre que, a medida que sube, la vegetación que la bordea va haciéndose más frondosa y variada, con grandes macizos de floridos arbustos que despiden exquisitas fragancias. Arrobada por este túnel umbrío ha perdido conciencia de su ascenso y, cuando la vegetación ralea, se encuentra sobre la ladera de una colina en cuya cima se yergue La Casa.
Construida en el más depurado estilo Tudor y tal vez en esa misma época, sus oscuras paredes de ladrillo parecen carcomidas por una pátina verdosa y sus numerosas almenas como la profusión de desniveles en los distintos tejados negros, la hacen ver un tanto desvencijada y tétrica, si es que este término le acomoda.
A su vista y sin que medie ningún motivo, tal vez impresionada por la sombría similitud con la casa Usher, siente una extraña inquietud en su estómago pero lo atribuye al cansancio y la ansiedad. Forcejeando con los bolsos, pisa el porche de la casa y entonces sí, una descarga eléctrica sube desde sus talones, recorre su columna vertebral y estalla con luces deslumbrantes en su cabeza.
Aturdida por la fortísima y fugaz experiencia, parpadea repetidamente atribuyéndola al cansancio o los nervios, da unos pasos vacilantes y abre la puerta de entrada. En el gigantesco vestíbulo, característico del estilo, la luz de los grandes ventanales que se filtra a través de una rendija en los pesados cortinados, le permite vislumbrar los bultos de unos muebles oscuros que parecen monstruos agazapados al acecho.
Mira con aprensión la curvada escalera que lleva a la oscuridad más profunda de los pisos altos, cuando desde las sombras surge la alegre presencia de una joven de tez cobriza. Presentándose como Brigitte, la joven le ayuda con los bolsos y mientras ascienden las escaleras enciende las luces a su paso. A medida que se ilumina, la casa va adquiriendo una suave calidez por el brillo mate de los revestimientos de ricas maderas, la bruñida superficie de sus bronces y los reflejos iridiscentes de los cristales, todo lo cual no disimula una ominosa sensación casi palpable de encierro amenazador.
Conversando con fluida volubilidad, la mulata la va guiando por los largos pasillos hasta su habitación, indicándole en el recorrido los distintos cuartos ocupados por los demás habitantes, un heterogéneo grupo que se constituye en una mínima expresión de la Unesco; Sing, el cellista indio, Oksana la bailarina rusa, Liu la contorsionista china, Hammall un perscusionista zulú, Harry el escultor norteamericano y ella misma.
Cuando trasponen la puerta, Marcela no puede dar crédito a sus ojos; como extraída de una película americana, la habitación esta bañada por la intensa luz que penetra a raudales desde los amplios ventanales y decorada con un gusto tan juvenil y exquisito que parece una casa de muñecas. Palmoteando sobre la cama, observa a la joven Brigitte que está ordenando sus ropas dentro del gran ropero y la primera impresión sobre su juventud se modifica al ver la fuerte musculatura del cuerpo y sus gestos que evidencian una cierta madurez violenta.
Cuando termina con la ropa, la mulata se sienta junto a ella, diciéndole que lo enrevesado de su idioma se debe a su origen. Nacida y criada en Puerto Príncipe, pertenece a una familia de la minoría criolla de Haití cuyo idioma es oficialmente el francés condimentado con una pizca del Creole nativo. Si se suma a eso el inglés que aprendió en Estados Unidos cuando fue a estudiar diseño, da como resultado esa mescolanza de idiomas que chapurrea.
Alegre por primera vez en muchos días, Marcela ríe con ella cuando entran a sumar la cantidad de idiomas que hablan todos los habitantes de la casa y cuando la interroga sobre cómo se comunican, la haitiana le demuestra gestualmente y un poco groseramente para su gusto, la forma en que todos se entienden con el idioma universal del cuerpo.
Al atardecer recorren los barrios cercanos de la ciudad y tomadas amistosamente del brazo, la mulata le sirve de guía para que conozca algunos de los comercios en los que podría comer o abastecerse. Cuando terminan de hacerlo hace rato en que el sol se ha ocultado en el horizonte montuoso de la región; verdaderamente preocupada con una expresión cerval que dilata sus ojos y de una manera casi infantil, Brigitte le pide que se apure si no quiere ganarse el enojo de Higgins. Un poco asombrada ante el temor casi visceral que la mulata siente por su benefactor, sube apresuradamente las escaleras y se encierra en su pieza.
Para distraerse, va acomodando sus ropas ordenadamente dentro del antiguo ropero, descubriendo al fondo del colgador una serie de prendas femeninas un tanto heterogéneas y extravagantes pero de indudable calidad. Presumiendo que deben de pertenecer a alguna ocupante anterior, las deja en su lugar, prometiéndose preguntarle a Brigitte que deberá hacer con ellas.
Cuando termina con esa tarea y después de darse una ducha en el moderno baño que se confronta con las vetustas instalaciones de la casa, se encamina hacia la cama envuelta en un amplio toallón cuando al pasar ante la enorme luna del espejo que ocupa el centro de ropero, no resiste la tentación y plantándose frente a él, deja caer la prenda para verse reflejada de cuerpo entero por primera vez en su vida.
Una curiosidad morbosa la lleva a esto, ya que en su crianza por parte de las niñeras y las severas celadoras del instituto, la sola contemplación del cuerpo era considerada como hedonista y las partes pudendas, pecaminosas. No puede decir que lo desconoce, pero nunca se ha detenido a examinarse detalladamente en los pocos y pequeños espejos que había en su casa, impidiéndole verse en su totalidad. Sin embargo y como un hecho artístico, había aceptado con naturalidad ver los magníficos cuerpos de los modelos de ambos sexos que posaban para ellos en sus cursos de la Academia.
Ahora su cuerpo se despliega ante ella en toda la dimensión de su hermosura. La totalidad le hace cobrar conciencia de lo armónico de sus formas. De la deliciosa comba que hace de los pechos, sólidos y fuertes, una taza perfecta, levemente caída por la plétora de sus carnes. De la meseta musculosa de su abdomen y de la longitud de los muslos, delicadamente torneados que sostienen las contundentes caderas.
Esa visión la turba dé tal manera que, inconscientemente, aventura sus manos para rozar levemente el cuerpo. Nunca ha dejado que estos contactos se produjeran sino para enjabonarse o enjuagarse. Ahora su cuerpo entero parece palpitar ardientemente ante la caricia y, humedeciendo sus labios resecos por la ansiedad, deja que las manos se deslicen hasta la entrepierna; acentuando la presión sobre su piel, siente como una desconocida sensación de vacío se produce en las entrañas y un cosquilleo inédito sube por su columna vertebral.
Un fuerte salpullido ruboroso cubre la parte superior del pecho y su piel se eriza a ese contacto. Haciendo un serio esfuerzo, consigue sustraerse a pensamientos equívocos y, colocándose apresuradamente el camisón, se mete en la cama.
Fuera a causa de la situación de momentos antes, a los nervios de sentirse sola en una casa que le resulta por lo menos sombría en un país de extrañas leyendas como lo es Escocia o a su imaginación desbordada, el caso era que una infinidad de nuevos ruidos a los que no reconoce, esos chasquidos repentinos que producen las viejas estructuras de madera y hasta el sordo y profundo sonido de algún lúgubre instrumento la mantienen en vilo, hasta que el cansancio de la larga jornada la vence y, contemplando la fría luz azul de la luna a través del amplio ventanal, se hunde en un profundo sueño.
Una extraña fuerza le hace recobrar a medias la conciencia y, a través de los velos que el sueño pone a sus ojos, alcanza a vislumbrar como las informes volutas de unos desgarros blanquecinos de niebla se aglutinan en luminosos corpúsculos gaseosos hasta que sus remolinos la concentran para formar la vaga silueta de una figura humana que, en la medida en que cobra consistencia, se evidencia como femenina.
Iluminado por el contraluz de la luna, el cuerpo ya sólido de la mujer se mece sensualmente en la suave oscilación de alguna música inaudible y lentamente, como si flotara en el aire, va aproximándose a su cama. Al tiempo que la proximidad y la luz soslayada del exterior le permiten descubrir las generosas proporciones de la mujer, puede comprobar que está absolutamente desnuda. A pesar de la consistencia que parece tener, flota translúcida sobre ella, ingrávida en el aire. Delicadamente y en una especie de pase mágico, sus manos largas y delgadas, hacen que las sábanas dejen de cubrirla para escurrirse hacia el suelo.
Marcela mira subyugada la figura etérea, aceptando como una especie de mandato la involuntaria separación de sus piernas y zambulléndose bajo el camisón alzado hasta la cintura, la fantasmal figura de la mujer se diluye absorbida por la vagina, introduciéndose en su cuerpo a través del sexo.
La intrusión se manifiesta en una explosión de cegadora luz que, surgiendo de su vientre se va esparciendo hasta las más recónditas regiones del cuerpo en medio de voluptuosas y dulces sensaciones de placer, mientras que por su mente, como en una pantalla sin límites ciertos, se suceden en flashes alucinantes y fosforescentes, las más fantásticas escenas de diabólicas cópulas en un tropel multitudinario de bestias, ángeles, mujeres, hombres y demonios.
Paralizada, con los ojos desorbitados y la boca abierta en un grito larvado en el fondo de su garganta, cuando el resplandor cesa y la posesión parece haberse concretado, se encuentra despojada del camisón en tanto que la mujer, corporizada nuevamente, acaricia tiernamente sus cabellos. Marcela aceza quedamente a través de sus labios entreabiertos y la mujer va depositando minúsculos besos por todo su rostro, despertando en la muchacha sensaciones ignoradas hasta que la boca se acerca a la suya rozándola suavemente. Como obedeciendo a un toque mágico, recobra los movimientos y sus labios se abren ansiosos al beso que finalmente ensambla las bocas.
Extrañando sus sentidos, un vaho fragante y cálido la inunda y la boca se relaja aceptando el convite mientras su lengua recibe complacida la tierna agresión de la otra. Sintiendo como toda ella se derrite ante el pavoroso calor que la inunda instalado definitivamente en la entrepierna y los senos, las manos de la mujer demuestran la solidez de su fuerza poderosa, posesionándose de ellos, sobando y estrujándolos con firmeza.
Marcela, que acaricia los cabellos de la mujer, comienza de manera inconsciente e instintiva a empujar la cabeza hacia abajo, guiándola hacia su sexo. La lengua que poco antes se agitara en la boca, ante su estupefacta mirada se convierte en la vibrátil de un reptil de dimensiones colosales, bifurcada y con excrecencias aserradas en sus bordes que, alargándose en sinuosos espirales, tremola primero sobre las cúspides de sus senos fustigando duramente a los endurecidos pezones y luego, escurriéndose a lo largo del surco que corre por el centro de su abdomen, se abre paso en medio de la espesura del vello púbico hasta encontrar la rendija de los labios de la vulva.
Nunca nadie ha penetrado a través de ellos y la presencia oscilante de la lengua la pone sobre ascuas. El angustioso placer y la incertidumbre la jaquean y ella desea desesperadamente saber que la espera. Los dedos de la mujer los separan con suavidad y la lengua se adentra en sus profundidades humedeciendo con su saliva los pliegues carnosos del interior y, mientras la lengua busca y halla al excitado clítoris atacándolo con saña, dos dedos diplomáticos de afiladas garras se hunden dentro de su vagina, hurgando, rascando y rebuscando sobre la espesa alfombra de las mucosas que manan desde el útero. La lengua los reemplaza e introduciéndose por el canal vaginal, las serradas puntas se alargan para escarbar la carne y trasponiendo el cuello, penetra al útero revolviéndose sobre las mucosas del endometrio y hasta se aventuran por los conductos de las trompas.
Esa caricia fantasmal e inédita la saca de sus cabales y mientras gime por la urgencia de un orgasmo jamás experimentado, la mujer se incorpora y en la entrepierna, los oscuros pliegues de su sexo comienzan a proyectarse hacia afuera para que lo cóncavo vaya transformándose en convexo. Marcela ve con espanto como un algo fálico va abriéndose paso entre la espesa y ensortijada mata de vello cobrando volumen hasta convertirse en una verga descomunal, roja, puntiaguda y chorreante de embriagadores jugos aromáticos.
Cuando se inclina sobre ella luego de separarle violentamente las piernas, sus rasgos se hacen nítidos por primera vez y, junto al horror de recibir la penetración del falo bestial, ve reflejados infinidad de diferentes rostros de mujeres que manifiestan la más profunda lascivia, superponiéndose en una alucinante sucesión de desvanecimientos que, al fijarse definitivamente la imagen, dejan ver su propio rostro desfigurado por maléficas expresiones.
Su cuerpo responde de manera autónoma y atávica a la cópula y comienza a ondular al ritmo con que la penetra, sintiendo como el placer del acople empieza a invadirla, haciendo irrefrenables sus ansias por obtener satisfacción.
Bramando como fieras, las dos se debaten ardorosamente, impulsándose una contra la otra con verdadero frenesí y las manos de Marcela asen los pechos generosos de la mujer. La verga va ocupando todo el interior de la vagina y tras vencer la frágil resistencia de la cervix, penetra al útero y allí se expande con su rasposa presencia para ocupar cada recoveco de la matriz hasta hacerle sentir que va a explotar, pareciendo cobrar con cada embate, mayor grosor y aspereza, destrozando en cada envión, los suaves tejidos del canal vaginal, sobre el que se desliza en demencial roce.
A medida que en ese ritmo infernal va alcanzando la satisfacción, ella ve como el rostro de la mujer ya no es el suyo, sino que vuelve a mutar en plásticas fusiones al de innumerables mujeres con la misma perversa expresión.
El cuerpo todo de la mujer ha cambiado y su torso va cubriéndose de verdosas escamas entre las que cuelgan las bolsas fláccidas de los senos, mientras que en la columna vertebral se expanden pavorosas crestas que terminan extendiéndose en un largo y filoso rabo. Un algo desconocido va cerrando su garganta de angustia y una invisible mano gigante aferra sus músculos como si quisiera arrancarlos de la osamenta para arrastrarlos hacia el vientre convulsionado y con una sensación de vértigo y vacío, siente derramarse por el sexo la marea avasallante de sus jugos internos, sumiéndose aterrorizada en la inconsciencia del orgasmo.
La dorada luz del sol mañanero, derramándose a raudales por el ventanal, la despierta. Estirándose adormilada, se despereza disfrutando de esa sensación de levedad que proporciona el bienestar, cuando de pronto el pavor la alcanza y sacude la cabeza desorientada, recordando lo sucedido la noche anterior, pero ante su sorpresa, aun viste el camisón y está cubierta por la sábana superior. Nada evidencia que los vívidos sucesos hubiesen ocurrido en realidad, sólo una mancha húmeda en la sábana debajo de su cuerpo tiene ciertas reminiscencias fragantes con sus humores internos pero la honda e íntima sensación de haber sido usurpada física y mentalmente que la invade, se manifiesta con un débil pulsar en lo más profundo de sus entrañas.
Aunque sus visiones y pesadillas se plasman en imágenes aun más horrorosas, es la primera vez que tienen connotaciones sexuales tan explícitas, de tan palpable contundencia que realmente siente haber sido violada, al punto que duda en relacionarlas con sus ocasionales brotes extrasensoriales pero tampoco tiene certeza de que no haya sido así.
Luego de orinar normalmente, comprobando por el tacto que su sexo no ha sufrido daño alguno y mientras se cepilla los dientes frente al espejo, mira inquisitivamente aquel rostro que recuerda haber visto reflejado con esa misma claridad en la mujer demoníaca que la poseyera, cuando tras un ligero golpe en la puerta, Brigitte entra al cuarto para decirle que en quince minutos deberá estar en su curso donde será presentada a los demás becarios.
Recordando de pronto las prendas que encontrara en el fondo del ropero, le pregunta de quien son y la mulata le responde con una enigmática y aviesa sonrisa, diciéndole que haga con ellas lo que quiera ya que su dueña nunca más tendrá oportunidad de usarlas.
Cuando entra al Estudio, es rodeada por los demás artistas que la saludan dándole una bienvenida calurosa y en un repentino flash, tiene la sensación de haber pasado antes por esa experiencia. Luego de asignarle un sitio con su caballete y todos los elementos necesarios, se aburre escuchando una empalagosa disertación de Higgins sobre el contenido y la forma.
Dejando que sus ojos recorran el salón, se encuentra de pronto con la inquietante figura de la modelo que posará ese día para ellos. La bellísima pelirroja está totalmente desnuda y echada displicentemente en un sillón que imita a un trono, deja que una de sus piernas se balancee enganchada en el brazo del asiento mientras mastica chicle y se come las uñas distraídamente.
Su vista despierta ignotas remembranzas en Marcela que entrando en el trance de uno de sus ataques creativos, olvidada de la mínima atención que requiere el Maestro, comienza a enchastrar la tela con tal frenesí que Higgins detiene asombrado sus reflexiones y los demás, lentamente, van rodeándola mientras el espectáculo de la creación pura se desarrollaba ante ellos.
Su trazo tradicional se caracteriza por su fidelidad y nitidez fotográfica, dejando ver claramente las expresiones del retratado pero en este caso se agrega un hiper realismo que lo torna desagradable. El hermoso cuerpo de la mujer aparece exageradamente desproporcionado y, mientras los pechos se ven llenos de pústulas infectadas y sangrantes, de su sexo brotan enroscándose en las piernas, un grupo de serpientes lustrosas y negras. El bellísimo y sereno rostro se muestra deformado por las expresiones de sus ojos y boca emanando una inequívoca expresión de cruel maldad y abyecta sexualidad.
Al notar el murmurante corrillo alrededor del atril, la modelo se acerca a la tela y sus ojos horrorizados contemplan aquella exposición exacerbada de su verdadera personalidad y, estallando en llanto, junta sus ropas para huir hacia los vestuarios.
Los estupefactos compañeros de Marcela no acaban de entender el por qué de aquel súbito arranque de inspiración y mucho menos, aunque aquella sea su línea, la crudeza insultante del cuadro, cuando la joven, como agotada después de un gran esfuerzo, cae exánime y desarticulada a sus pies. Mientras se ocupan solícitamente de llevarla hacia la casa y con la ayuda de Brigitte, dejarla en su habitación, alguien que ha detectado su presencia desde el mismo instante en que entrara al Estudio se escurre discretamente entre los sorprendidos condiscípulos.
Olisqueándola mientras aun permanecía en el suelo, sigue al cortejo mansamente y cuando todos han salido de la habitación, se acuesta a los pies de la cama en atenta vigilancia.
Después de muchas horas en las que el sueño profundo la sume en un torbellino en el que las vívidas imágenes se entremezclaban con luces fulgurantes y caprichosos dibujos psicodélicos que extraviaban su mente, impidiéndole discernir cuando estaba en sus cabales o cuando participaba de aquella vorágine quimérica e insustancial, aun con pasos vacilantes se mete debajo de la ducha.
A medida que recupera sus facultades, reacciona con todos los sentidos al efecto vivificante del agua helada, recordando nítidamente los sucesos de horas antes y, cómo en el momento de enfrentar la tela, sintiera que aquello que provocaba ese nuevo tipo de trance no eran los acostumbrados sueños que luego inspirarían su obra, sino un ser etéreo y ectoplasmático, como el de esa cópula – ¿onírica? – de la noche anterior, que parece haber tomado posesión de ella, dictándole deseos, necesidades y sensaciones jamás experimentadas.
Con la impresión física de haber renacido debajo del agua, se seca los largos cabellos con una toalla volviendo hacia la cama cuando sus ojos tropiezan con el negro bulto que yace junto a ella y su boca se distiende en una amplia sonrisa, como quien se alegra de reencontrarse con algún ser querido.
Sin saber por qué, sus labios musitan el ignorado nombre de Arimán y entonces, él gigantesco ovejero belga alza sus puntiagudas orejas y tras mirarla de soslayo con el hocico aun descansando entre las patas delanteras, comienza a arrastrarse por el suelo sacudiendo su cuerpo y gañendo quedamente.
Al llegar a su lado se incorpora y Marcela puede comprobar el tamaño tremendo del animal que le llega a las caderas. Inopinadamente, aquel se alza en sus patas traseras, apoyando las delanteras en sus hombros y lamiéndole la cara como si fuera un pequeño faldero. Contra lo que ella espera de ese animal que sobrepasa fácilmente los cincuenta kilos, las patas afelpadas se apoyan sobre su piel sin que las garras la lastimen ni sienta el peso de la bestia contra su cuerpo.
Aceptando la caricia del perro como si estuviera acostumbrada a ella, le ordena a – ¿Arimán? – que se quede quieto y el animal la obedece mansamente, caminando a su lado hasta la cama. Acomodándose sobre las sábanas que aun huelen al sudor y un poco a la efusión de sus jugos que los sueños le han provocado, procede a secarse prolijamente y, en la medida en que sus manos estriegan la toalla por la piel, allí, en rincones antes ignaros de sensibilidad, extrañas cosquillas se producen para instalarse luego en lo más profundo de su zona lumbar. Recostándose contra las almohadas y, mientras su mano derecha aun seca cuidadosamente los mojados vellos de la entrepierna, su mano izquierda va acariciando los senos que, gratificados por la suavidad de los dedos se endurecen paulatinamente, aumentando perceptiblemente de volumen.
Complacida por la caricia y con la boca llena intempestivamente de una espesa y almibarada saliva, aumenta instintivamente la presión para comenzar a sobar a conciencia todos los músculos de la mama. Con los ojos entrecerrados por el placer que coloca una película de lágrimas sobre sus pupilas, su mano derecha deja de lado la húmeda toalla y rasca suavemente la espesa alfombra de encrespado vello que cubre el sexo.
Nunca antes ha intentado explorar sexualmente su vulva pero los dedos parecen tener tan cabal conocimiento de los lugares que responderán gozosos a las caricias, que presiente la invisible presencia de alguien más, guiándola. Separando la carne trémula de los labios, se adentran y deslizan a todo lo largo de los ardorosos pliegues y, finalmente, recalan sobre el manojo de tejidos que protegen al clítoris, dedicándose a restregarlo en apretados círculos con pertinaz suavidad.
Los dedos de la otra mano acompañan su excitación y luego de rascar la corona de gránulos que rodea su aureola, toman entre índice y pulgar al grueso pezón y comienzan a retorcerlo al ritmo con que la otra lo hace con el clítoris. La cabeza clavada en la almohada y los pies firmemente asentados en las sábanas dan sustento al arco que va formando con el cuerpo que comienza a ondular mientras su pelvis se alza en la búsqueda de alguna satisfacción para la angustia histérica que parece concentrarse en su vientre.
Alertada por un suave resoplido cálido sobre su sexo, su cuerpo reconoce a Arimán, que olisquea en su entrepierna y que la llevará hacia un goce del que ya ha disfrutado en tiempos pasados.
Con fuertes resoplidos del hocico el animal recorre sus ingles, escarba un poco en la hendidura entre las nalgas y topetea curioso la hinchazón de la vulva. Aparentemente convencido por su aspecto inofensivo o por algún olor con reminiscencias primitivas, saca la enorme lengua y lame el sexo, justamente allí, donde rezuman los jugos.
Satisfecho con su sabor, la lengua comienza a lamer cada vez con mayor entusiasmo y el animal parece excitarse. A pesar de su miedo, ella no puede sustraerse a la deliciosa caricia que la lengua desmesurada le provoca y, abriendo más sus piernas, con los dedos va separando los labios de la vulva incitándolo con palabras cariñosas.
La lengua recorre voraz todo el óvalo del sexo y, conduciendo sus fauces hacía el clítoris, hace que lo lengüetee con intensidad. El perro comprende sobradamente lo que está haciendo. Enardecido, comienza a restregar el hocico contra el triángulo sensible y los dientes añaden un suave raer al delirio.
Marcela no puede contener los movimientos enloquecidos de su cuerpo y las caderas se alzan y caen golpeando salvajemente contra las sábanas. Gruñendo sordamente, Arimán trata de no dejar que su boca deje de recibir él, posiblemente, sabroso néctar de sus fluidos y ella va guiando su trompa hasta la apertura de la vagina; cuando él percibe que esa es la fuente de los líquidos que lo enloquecen, penetra y escarba con su largo y puntiagudo hocico resollante para que luego la lengua, adquiriendo un largo y dureza desmesurados, lama todo el interior de la vagina.
Nunca, ni en su más desbocada fantasía, ella hubiera imaginado obtener tal grado de placer de un animal. Alentándolo con palabras cariñosas y acariciando el suave pelo de la cabeza, consigue que mantenga sus cálidos resoplidos dentro del sexo hasta que, en medio de entrecortados grititos de satisfacción, obtiene un orgasmo largo y violento, que se traduce en fuertes contracciones convulsivas del vientre y la expulsión de abundantes mucosas, que él recibe agradecido en sus fauces, entreteniéndose por un rato en abrevar y sorber golosamente al sexo mientras ella yace desmadejada, sollozando quedamente de felicidad.
El animal parece haberse cebado y, afirmando sus patas en las sábanas, arremete nuevamente contra el sexo, introduciendo el hocico violentamente y resoplando con fuerza dentro de ella. Con las patas abiertas, las fauces goteando babas mezcladas con sus propios jugos vaginales, hay un algo peligroso en esa mirada de soslayo con que los perros bravos paralizan a sus presas y el leve gruñido que emite, mostrando los colmillos, la convencen de quedarse quieta y esperar.
Tal vez por haberle perdido miedo o íntimamente conocedora de lo que el perro es capaz de hacer, aferrándose a los barrotes del respaldar e impulsándose, lo incita de viva voz a chuparla y él, enardecido como si fuera una perra, gruñe y lanza pequeños tarascones con sus filosos colmillos que llegan a rasguñarla. Después de un largo rato en que él hace lo mismo que antes, pero complementado con la ayuda de sus manos que penetran la vagina junto al hocico y la lengua, ella acaba de forma espectacular, pero esta vez no se contenta con yacer, esperando que el perro sorba todos sus jugos.
Como si este segundo orgasmo hubiera convocada al ser fantasmal que la habita, rugiendo y atacada por una especie de alocada impunidad, se revuelve contra Arimán. Acariciándolo arrodillada, lo tranquiliza con sus manos que comienzan a merodear la panza mientras su lengua juguetea con la del perro en un simulacro de besos húmedos que tienen el sabor de sus entrañas. Como al descuido, una mano roza la verga del animal y este responde con un gruñido cariñoso.
Dejando de lado los últimos pruritos civilizados, aferra la parte exterior del miembro y va corriendo suavemente la piel hacia atrás, dejando al descubierto el falo, rojo, puntiagudo y chorreante de líquidos lubricantes. Viendo como en su base se hinchan las dos esferas de carne, intensifica el accionar de la mano y la verga surge llameante a la luz.
Poseída, desdoblada e incapaz de razonar, acerca su boca y, tomándola entre los labios, comienza a succionarla apretadamente mientras acaricia la panza y el pecho del perro, que se sacude nervioso. El demonio encerrado en su cuerpo le hace desear esa verga animal salvajemente. Consciente de lo aberrante y asqueroso que aquello es, esa misma saña vesánica la lleva a encontrarlo tan placentero, despertando en el físico y la mente primitivas sensaciones que colman sus codiciosas ansias de sexo animal.
Su lengua tremola nerviosamente a lo largo del falo, ya de dimensiones considerables y los labios lo chupan con avidez, introduciéndolo totalmente dentro de la boca hasta que el chorro impetuoso del semen se derrama sobre su lengua, sorbiendo y tragándolo como si del mejor licor se tratara.
Luego de la gozosa succión de su boca, ya totalmente dominada por el otro ser que la habita, se pone de rodillas y palmeando sobre sus nalgas y sexo, lo va conduciendo a que los chupe desde atrás.
El perro no necesita que lo inciten y parece gozar de una manera casi humana con el gusto de ese sexo femenino, lambeteándolo con morosa calma, introduciendo la lengua profundamente dentro de la vagina y aventurándose ocasionalmente hasta la pulsante apertura del ano.
Apoyada en sus codos, Marcela hamaca su cuerpo en un cadencioso vaivén que alienta al animal que, sin rozarla con sus uñas, la monta acercando su cuerpo poderoso y peludo para penetrarla en cortos remezones, clavando las patas en sus caderas y, aferrándola como a una perra, comienza con un rápido e insistente vaivén que termina por enajenarla.
Acentuando el arco y alzando su grupa, se acompasa a la cópula y mientras su cuerpo se hamaca sintiendo como el miembro llena de satisfacción su histérica necesidad, va enardeciéndose, comenzando a gemir con roncos bramidos contagiando al animal que intensifica de una manera salvaje su coito y, en tanto que las garras flagelan parte del vientre asiéndose a las carnes, en medio de sus gritos, lamentos y amenazadores gruñidos, eyacula en su interior para luego retirarse con sus ijares palpitantes y acostarse junto a ella que solloza convulsivamente, gimiendo por el espanto, la satisfacción y el dolor que los rasguños le producen.
Todavía su cuerpo se agita en violentas contracciones de su vientre, expulsando por el sexo una plétora de fluidos cálidos y su boca abierta busca afanosamente un poco de aire fresco para el ardor que le cierra el pecho, cuando siente que Arimán, con una delicadeza insuperable, va lamiendo las heridas que le produjera con sus garras y, como respondiendo a algún mágico conjuro, el dolor va desvaneciéndose junto con los rasguños hasta que de la delicada piel del vientre y las ingles desaparece todo rastro de aquellos.
La negra sedosidad del cuerpo animal restregándose familiarmente contra ella, le hace comprender que no es la primera vez que este lo hace y sólo el envase físico ha cambiado pero esa comunión que existe entre dos seres que han compartido el sexo fusionándose carnalmente, se mantiene viva en su interior y, extrañamente, la complace.
Descansando mientras acaricia a Arimán, recuerda los ruidos de la casa que, absorbida por el calor de la pasión, escuchara subconscientemente y que, acompañando al aberrante coito, se habían manifestado en fuertes chasquidos de las maderas, sordos golpeteos de los postigos contra las ventanas, el estrellarse de tejuelas contra el suelo, gritos, gemidos y el sordo diapasón del cello en un vibrante pizzicato, asociándolos con el sordo rumor que hacía de soporte a la diabólica pesadilla del primer día. Ahora y junto con su placentero descanso, la casa canturrea y murmura quedamente, como acunándola.
Marcela ignora si esa “cosa” que la ha invadido es un espíritu, un engendro maléfico o una manifestación demoníaca, pero inequívocamente, no se trata de un ángel y las cosas perversas que ha realizado en ella al poseerla, sumadas a las que esa noche ha protagonizado junto al perro la han satisfecho plenamente, disfrutando de una exquisita languidez y alcanzado una paz casi celestial.
El perro jadea suavemente a su lado y un incremento en ese jadear, la hace caer en la cuenta de que la casa también ha incrementado la intensidad de sus ruidos, a los que se agregan ahora, voces que se alzan en lúgubres coros.
Asociando los ruidos, lamentos y gemidos con lo sexual, se levanta y tras colocarse una bata, abre silenciosamente la puerta del cuarto. El sonido, en los largos y oscuros pasillos parece llenar cada uno de los rincones, aturdiéndola y ya está a punto de cerrar la puerta, cuando Arimán se escurre por su lado y plantándose en el pasillo mientras agita la cola, se vuelve hacia ella como invitándola a seguirlo.
Un rasgo de siniestra inteligencia en los ojos del animal cuyos ojos claros parecen fosforecer en la oscuridad la subyuga y cautelosamente lo sigue, adentrándose en las sombras tenebrosas de la casa. Recorriendo un camino vagamente recordado en un reiterado “deja vu”, temerosa por descubrir algo ya íntimamente conocido, sigue a la negra figura de Arimán hasta que este, deteniéndose ante una pesada puerta, se acuesta delante de ella y la mirada malévola la incita a acercarse.
Al hacerlo, descubre que parte de los gemidos y gritos que vibran en el aire denso de la casa emanan desde esa habitación y, siguiendo a un impulso, se acuclilla y acerca su cara al enorme agujero de la cerradura. Parpadeando para hacer foco, consigue percibir imágenes dentro del cuarto iluminado por una luz amarillenta cuyo origen no alcanza a descubrir.
Dentro del espacio que el ángulo le permite cubrir, se va delineando la figura de una mujer que, recostada sobre las sábanas arrugadas y con las piernas abiertas ampliamente, totalmente desnuda, es penetrada por un hombre del que sólo puede divisar la parte inferior, lo que no es poco.
Las piernas fuertemente musculosas, impulsan las caderas contra el cuerpo de la mujer que se arquea enloquecida ante el placer de la penetración, al tiempo que hunde su cabeza echada hacia atrás contra un grueso almohadón. La enorme verga entra y sale como un pistón del sexo dilatado y brillante por la transpiración y los jugos lubricantes que lo bañan. Cuando la mujer, buscando un mejor acople para el ritmo que el hombre le imprime a la intrusión se aferra a sus brazos y eleva el torso, el rostro transfigurado por una obscena expresión de lascivia de la mulatita, atrae su atención.
Sus gruesos labios se distienden en una mueca que tan pronto evidencia el goce profundo como el dolor más intenso y sus ojos, ardientes como carbunclos, dejan traslucir toda la intensidad de sus lúbricos deseos. Desasiéndose del hombre, queda arrodillada sobre la cama y sus manos se posesionan del miembro que, húmedo y erecto, se sacude espasmódicamente aguardando el contacto de la boca que finalmente se produce. Abriéndola desmesuradamente, introduce a la verga dentro de ella y, envolviéndola con los labios, comienza a succionarla intensamente, haciendo que el vaivén de la cabeza acompañe a la torsión que los dedos hacen al venoso tronco del falo.
La maleabilidad de los labios hace que se comporten con la plasticidad de una vulva y el hombre, aferrándola por los cabellos, la penetra como si en realidad lo fuera hasta que en medio de los bramidos que ambos dejan escapar de sus pechos, eyacula dentro de ella que, afanosamente, no deja que ni una sola gota del meloso esperma se desperdicie.
Marcela cree que esa eyaculación marca la finalización del acto y, con la garganta reseca por la ansiedad está a punto de retirarse, cuando se da cuenta que Brigitte no deja que la erección decaiga, aplicándose con manos y boca a ese objetivo. La lengua recorre ávidamente los testículos y el tronco del falo mientras los dedos se aplican a restregarlo fuertemente, hundiéndose en el surco debajo del glande, torturando despiadadamente las pieles sensibles del prepucio.
A los pocos minutos de la fiera masturbación, el hombre hamaca rítmicamente su cuerpo y entonces ella, como parte de un ensayado ballet, dándose vuelta arrodillada, alza su grupa oferente. El toma su miembro y lo restriega a todo lo largo del oscuro sexo de la morena, excitándola de tal forma que esta, apoyada en sus codos y arqueando el cuerpo para que su sexo quede aun más expuesto, le suplica en una enrevesada mezcla idiomática que la penetre sin más.
Demostrando una cierta crueldad, él se entretiene por unos momentos en la enloquecedora excitación y finalmente, colocando un pie sobre la cama, se da envión y su poderosa verga penetra violentamente a Brigitte. El dolor arranca un grito a la haitiana, que enseguida se transforma en alborozadas exclamaciones de goce y su cuerpo comienza a ondular, hamacándose, favoreciendo la penetración del falo al abrir las nalgas con sus manos. El poderoso cuerpo del hombre se tensa en un formidable arco que luego se dispara hacia la grupa de la mulata y su pelvis se estrella ruidosamente contra las enchastradas carnes del sexo. Los gemidos de satisfacción parecen ahogar la garganta de Brigitte que, roncamente, le exige al hombre por mayor vigor y profundidad,
Cuando en medio de maldiciones soeces parece estar en la cúspide de su excitación, el hombre retira la verga del sexo y, apoyándola sobre el negro orificio de ano, va hundiéndolo en él, lenta y profundamente. Los gemidos se transforman en un estridente aullido de dolor que, conforme el hombre inicia un suave vaivén va convirtiéndose en broncos bramidos de satisfacción y arañando las sábanas con sus dedos engarfiados, se impulsa ella misma al encuentro del falo formidable que la socavan hasta que, alcanzado su orgasmo, el hombre lo retira y masturbándose, eyacula sobre las ancas y el sexo palpitante de la mulata.
Dándose cuenta que ella misma está jadeando y que por sus muslos corren diminutos arroyuelos de sus fluidos internos, confundida, aturdida por haber presenciado por vez primera la cópula de una pareja, con el deseo fogoneando su entrepierna y como si fuera una colegiala pillada en falta, se desliza hacia su habitación mientras que, sombra en las sombras, el rostro aceitunado del indio Singh la ve alejarse con una sonrisa sardónica en los labios.
Temblando de ansiedad y temor, finalmente se hunde en un sueño profundo del que saldrá pocas horas después cuando el amanecer ponga una lámina de acero en el cielo. Súbita y totalmente despierta, como en una revelación mística, tiene cabal conciencia de haber concluido un proceso de integración con Arlette, su predecesora, de tan profunda miscibilidad que ya no le es posible discernir quien es una o quien la otra.
Impulsada por una orden interna, sabiendo que ya no es ella, busca una tijera y tomando los largos mechones de su melena, los va cortando de una manera tan compulsivamente animal que en pocos minutos su cabeza exhibe los cortos y desparejos mechones de una cabellera salvaje que otorga un ritmo distinto a sus facciones clásicas y un aura extraña a sus ojos claros.
Como si supiera qué y dónde buscar, extrae de debajo de un abrigo que cuelga en el fondo del ropero un pantalón carpintero de jean y un necesaire de maquillaje. Prescindiendo de toda ropa interior, viste el carpintero directamente sobre su piel desnuda y comprueba que le queda tan ajustado como ella quería, dejando entrever apenas las carnes de sus pechos.
Llevando el necesaire hasta la cómoda, se sienta frente al espejo ovalado y con una sapiencia que ignoraba poseer, cubre su rostro con una fina capa de maquillaje que le otorga una blanca palidez para después aplicar una sombra verdosa y embadurnar sus pestañas con una gruesa capa de rimmel, que no sólo acentúa la profundidad de sus ojos sino que destacan aun más su hirsuta cabellera.
Con un suave pincel delinea cuidadosamente su boca, pintándola de un tétrico color negro y para acentuar este gótico aspecto, esmalta sus uñas del mismo color. Calzando unas cortas botas negras, baja al Estudio. Ajena al murmullo que el cambio de aspecto levanta entre sus compañeros y acercándose a la mesa donde una empleada les entrega el desayuno, recibe el interés de Higgins por saber si ya se encuentra repuesta de su indisposición.
Enfrentando la rutina del estudio con la naturalidad de quien ya es alumna habitual y con esa sensación ya familiar de saber que es exactamente lo que va ha pasar, dedica toda su atención a las distintas clases hasta que al mediodía, Brigitte la invita a ir a la ciudad con ella.
Mientras caminan hacia la zona comercial, la mulata, a la que Marcela no puede olvidar en aquel sexo monstruoso con el hombre, va explicándole algunas particularidades de esa extraña ciudad en la que se mezclan las actividades del mundo moderno con las antiguas leyendas de sus vetustos castillos que tienen más de trescientos años y de los cuales emergen todavía, según la creencia popular, escondiéndose en los rincones de las viejas mansiones, elfos, íncubos, duendes y fantasmas de quienes allí vivieron y murieron, la mayoría trágicamente. Cuando trata de comunicarse en su inglés de academia con la mesera que les sirve el almuerzo, puede comprobar el aserto de Brigitte sobre la imposibilidad de entender una palabra de ese dialecto saturado por el mascullado gaélico de los naturales.
Liberada de las clases del taller a media tarde y sintiendo la nostalgia del terruño, decide regalarse con un sabroso café con leche en vez del desleído té y suplantar las famosas galletas locales por unas buenas tostadas con dulce de leche del cual ha hecho buena provisión.
Sentada en solitario a la larga mesa de la enorme cocina, aspira deleitada los viejos aromas conocidos que le recuerdan sus antiguos viajes al campo con su padre y los sabores familiares inundan su boca de exquisitas reminiscencias.
Satisfecha, lava la vajilla utilizada canturreando una vieja canción escolar cuando una voz suave y dulce se acopla al canto. Dándose vuelta sorprendida, se encuentra con la sonrisa radiante de Brigitte y juntas, mientras ella termina de enjuagar los utensilios vuelven a repetir el canto hasta que en un momento determinado se descubre cantando sola.
Como una especie de relámpago revelador, el reconocimiento del silencio de la mulata la hace presuponer sus consecuencias y alcanza a percibir, casi físicamente, la presencia de Brigitte a sus espaldas. Con todos los nervios a flor de piel, jadeando suavemente a través de los labios, espera ansiosamente el contacto que finalmente se produce.
Las manos de la haitiana se apoyan suavemente en sus dorsales, introduciéndose por el hueco que dejan la pechera y los tiradores del carpintero rozando apenas los senos en tanto que el aliento cálido y fragante de la boca, preanuncia el contacto de sus labios con la nuca, desprovista totalmente de cabello.
Cuando este se produce simultáneamente con el apretón de las manos a los senos, comprende. Sabe que, aunque su cuerpo es ajeno a esas caricias, el ser que la habita y que escinde su pensamiento, no. Arlette o Marcela – o tal vez las dos -, responde a ese contacto con un suave murmullo agradecido y cerrando los ojos, deja seguir adelante a la mulata.
Sentir por primera vez unos dedos sólidos y reales recorriendo la piel de sus senos le produce una extraña sensación de levedad, es como si la caricia la llevara a flotar en la ingravidez del sueño y en su bajo vientre una bandada de pájaros espantados lacera con sus garras las entrañas.
Una sensación de plenitud va invadiéndola, sintiendo como el contacto de la mulata provoca una rara alquimia, una unión simbiótica que fusiona mágicamente sus pieles y carnes en un solo ser. Riendo nerviosamente, hace un juguetón ademán para apartarla pero luego de insistir en la caricia y estrujar entre sus dedos los pechos de Marcela, Brigitte desprende los tiradores de la prenda que cae limpiamente al suelo para luego ceñirla entre sus brazos férreamente, arrastrándola consigo y empujándola sobre la mesa.
Riendo como dos chiquilinas que se han reencontrado, Brigitte comienza a pasar sus manos a todo lo largo del cuerpo y es como si juntas redescubrieran el valor de la caricia, involuntariamente estremecidas por el deseo. Un barullo de alegría alborota la boca de Marcela, que farfullaba ininteligibles palabras alentadoras y cariñosas, incitando a la mulata a desnudarse, cosa que aquella hace prestamente. Las uñas se suman a los dedos y minúsculos surcos rojizos comienzan a extenderse sobre su delicada piel.
Acezando quedamente entre sus labios entreabiertos los une a los de la mulata en un beso de sublime dulzura y no puede ya evitar el temblor de las mórbidas carnes sacudidas por los nervios, la ansiedad y la angustia.
La líquida suavidad de la lengua de Brigitte escarba con tierna premura sus encías, introduciéndose lentamente en la boca, recorriendo morosamente cada rincón de ella y provocando que la suya acuda presurosa a su encuentro. Restregándose en la incruenta batalla del deseo, se atacan sin saña, con una ávida lubricidad que conducirá, inevitablemente a que los labios, alternativamente, se esmeren en succionarlas, cada vez con mayor intensidad.
Incapaz de contener su loca vehemencia, la abraza apretadamente y juntas ruedan sobre la mesa como poseídas, con delirio, en vesánica exaltación y sus carnes se restriegan furiosamente en un intrincado amasijo de brazos y piernas, ondulando sus cuerpos y acometiéndose en un alienante acople imaginario.
Las dos balbucean frases incomprensibles elucubradas por las fantasías de su fiebre sexual, suplicando, exigiendo, aceptando y prometiéndose las más infames vilezas. Las manos no se dan descanso recorriendo la superficie de las pieles que, erizadas y mojadas de transpiración, les permiten escurrirse por cuanta cavidad, rendija u oquedad se presenta, arrancándose mutuamente, encendidos gemidos de goce insatisfecho.
Poniéndose de pie, Brigitte recoge precipitadamente las ropas para conducirla de la mano hasta su propia habitación y mientras ella se derrumba sobre la cama terminando de sacarse los botines, la mulata toma el necesaire del tocador y lo lleva hacia el lecho. Marcela mira curiosa a la haitiana que, vaciando el contenido del maletín de cuero rojo, tira de una diminuta pieza de cuero y un doble fondo queda al descubierto.
Dentro de este y como descansando en una cuna sedosa, dos grandes falos de siliconas imitando en todos sus detalles a los verdaderos se exhiben oferentes. Sin explicarse nada, dando por descontado que la otra sabe lo que tiene que saber, los toman entre sus manos y se acuestan lado a lado.
Brigitte va rotando su cuerpo y, colocándose invertida sobre ella, comienza a manosear apretadamente sus senos al tiempo que la boca somete a las aureolas y pezones a intensos chupones, dejando sobre ellos las marcas violáceas de las succiones y las rojizas medialuna de sus dientes. Sus pechos colgantes, sólidos, morenos y carnosos, oscilan hipnóticamente lado a lado y Marcela, sin meditarlo siquiera, como si supiera el goce que provocara a la mulata, también la ataca con toda la violencia que el deseo le provoca.
Alguna misteriosa reminiscencia debe de haberla llevado a la más primigenia función instintiva, a la sensación de tener una mama entre sus labios y, encerrándolas fieramente entre ellos, las succiona con tal fuerza que la mulata respinga sorprendida por tan denodado esfuerzo. Sus manos van deslizándose a lo largo del vientre y cuando llegan a la entrepierna, se desvían por las empapadas canaletas de la ingle para confluir finalmente en la vulva, mientras que las manos de Marcela se aventuran por la cintura, acariciando las caderas y el nacimiento de los exquisitos glúteos. Las dos saben que el momento ha llegado y, suspirando satisfechas, acomodan sus cuerpos para el feliz epilogo.
Brigitte le encoge las piernas y enganchándolas dejado de sus axilas, las obliga a abrirse de forma tal que deja al sexo totalmente dilatado en oferentes pulsaciones. Su lengua tremolante explora a todo lo largo de él, desde la espesa vellosidad que orla los labios de la vulva hasta estos mismos y su consecuencia final, que es la entrada carnosa a la vagina.
En una complicada combinación de labios y lengua, recorre profundamente cada pliegue que asoma entre las carnes retorciéndolo sañudamente entre ellos y, complementándolos con los dedos, va elevando su nivel de excitación.
Con la cabeza clavada fuertemente en los almohadones, Marcela resuella en convulsivos jadeos, mientras sacude la cabeza y, al parecer, los músculos de su cuello estallarán por la tensión. Con ojos alucinados por la proximidad brillantemente húmeda de la vulva y clavando sus manos en las nalgas, sin poder reprimir el impulso, accede al maravilloso placer que constituye el sexo ardiente de una mujer.
Lejos de asquearla, el acre aroma de la caribeña parece constituirse en un imán y, cuando mezclado por el fragante vaho del flujo vaginal impresionan su olfato, cierra los ojos y hunde la boca entre los gruesos labios, solazándose con la suavidad del interior, buscando ansiosa la carnosa protuberancia del clítoris para someterlo a la demencial tortura de la lengua y los labios, succionándolo apretada y sañudamente.
Brigitte también ha alojado su boca en el sexo de ella y así abrazadas forman una hamaca perfecta en la que se bamboleaban embelesadas en una mareante cópula que la va conduciendo por sendas de placer infinito para sumirla en la desmayada inconsciencia del orgasmo en tanto que la caribeña continúa dominándola a su antojo.
Reaccionando lentamente y con su cuerpo relajado, sigue atentamente los esfuerzos con que la morena trata de alcanzar su propio orgasmo y, agradecida, ondulando lentamente la pelvis, la incita a obtenerlo sometiéndola a ella, aun sacudida con las contracciones y espasmos del suyo, que continua fluyendo y bañando las fauces la mulata.
Cuando Brigitte comienza a temblar espásticamente y su vientre a contraerse y dilatarse violentamente, toma en su mano el consolador y pidiéndole a Marcela que la imite, fustiga duramente su clítoris con la lengua al tiempo que la penetra con la verga artificial.
Nunca nada ni nadie, salvo Ariman, ha transpuesto sus esfínteres vaginales y junto con un dolor intenso de pieles desgarradas siente el roce brutal del falo que se introduce hasta más allá de la cervix, penetrando al útero.
El grito que brota de su pecho queda reprimido por las carnes del sexo de la mulata en el cual ha hundido su boca con desesperación y, con saña malévola, introduce el consolador en la vagina que se abre brillantemente rosada contrastando con la oscura piel que la rodea.
Mientras su mano inicia un violento ir y venir deslizándolo sobre las espesas mucosas que manan de la vagina, su lengua tremola sobre las gruesas crestas carneas que la rodean, sorbiendo los jugos que arrastra el falo en su recorrido.
Totalmente enardecida y fuera de control, la mulata se incorpora para hacerle sostener el falo erguido a la altura del sexo y acuclillándose sobre ella, va bajando su cuerpo, logrando que la verga la penetre profundamente y en tanto inicia un alocado galopar sobre el miembro, se inclina, estrujando vigorosamente sus pechos entre las manos.
Las caras quedan frente a frente y entonces Marcela se descubre poseedora de un nuevo don que no sabe discernir si le pertenece a ella o al ser que la habita. Cuando su vista se fija en la mirada lúbrica de Brigitte, como atraída por un imán se va hundiendo en la profundidad de los ojos y se extravía en un túnel de inconmensurable hondura al final del cual estallan ante sus pupilas miríadas de imágenes relampagueante en las que se ve a la mulata en infinidad de posiciones sexuales, poseída por innumerables hombres y mujeres. La intensidad y crudeza de las imágenes que sólo duran fracciones de segundo explotando como pirotecnia, la shockea de tal manera que cuando se sustrae de esta hipnótica visión, el rostro hermoso de la mulata se le aparece en su verdadera expresión de descarnada lascivia arrebatadora y del deseo más bestial.
Sintiendo que la maniática vesania de la caribeña es la suya, sujeta fuertemente al falo y colabora en la penetración con la potencia de un émbolo infernal, arrancándole ayes de placentero sufrimiento hasta que siente escurrir sobre sus manos la riada impetuosa de los jugos vaginales y la mulata se derrumba sobre su pecho, ahogada por los estertores que llenan su pecho.
En dominio de la situación, Marcela – o Arlette – se coloca detrás de ella. Echando su cabeza hacia atrás y con las piernas enlazadas en las suyas mientras la besa en la boca, sus manos se ensañan con los pechos, clavando fuertemente las uñas en sus aureolas y retorciendo vigorosamente los pezones.
Con los ojos cerrados y aferrada a la nuca de su amiga, Brigitte agota la boca en desesperados chupones y lengüetazos. Viendo el estado en que se encuentra, Marcela deja sus pechos y, descendiendo, va hundiendo sus dedos junto al consolador desde atrás, incrementando la presión que socava su interior. Cuando a la morena el dolor ya se le está haciendo insoportable, hunde el otro consolador en su ano y así, estrechamente abroqueladas, martirizándola, alcanzan un orgasmo colectivo que se traduce en roncas maldiciones y dulces promesas de amor.
Pedida toda noción entre lo bueno y lo malo, lo sublime y lo espantoso, lo aberrante y lo maravilloso, se debaten durante horas en una serie interminable de acoples en el loco tiovivo del placer. En su inexplicable dualidad o desdoblamiento de la personalidad, Marcela convierte a Brigitte en su amante con una naturalidad sorprendente y acepta que aquella también lo haga, no sólo sin oponer ningún reparo sino colaborando con denuedo en las interminables cópulas que acompañan al batifondo con que la casa celebra esas perversas uniones.
Al despertar en la madrugada, tras comprobar que la mulata la ha dejado sola, siente como cada fibra de su cuerpo late dolorosamente, haciéndole recordar cada uno de los aberrantes actos que Arlette y Brigitte la han inducido realizar. Recordando a la pudorosa muchachita que era hasta tres días antes, no puede dar crédito al grado de perversión con que ha sido penetrada, a lo cual no solamente se ha prestado gustosamente sino que lo ha disfrutado con total deleite.
Abrumada por el recuerdo de la vileza con que ella misma ha gozado mientras sometía a Brigitte de las maneras más infames, tiene que admitir con absoluta sinceridad lo satisfactorios que han sido sus incontables orgasmos, agradeciendo el haber sido elegida por Arlette, no sólo para habitarla sino también para dotarla de ese don – o maldición – que le hace ver los retorcidos meandros cerebrales que alojan las más monstruosas miserias de la gente.
En tanto la ducha tibia elimina de su cuerpo el pastiche de sudores, salivas y jugos vaginales, va recuperando algo de su antigua compostura, verificando que la invasión de Arlette parece ser temporal, no obstante lo cual, al momento de arreglarse, vuelve a peinar su cabello en hirsutas mechas y en el rostro se dibuja la gótica expresión del día anterior.
Antes de ingresar al Estudio se da vuelta para echar una mirada a la lóbrega mansión y dudando de sí misma, le parece que la pátina se ha aclarado, los tejados lucen como reconstituidos y los enormes vitrales brillan con colores más vivos que días antes. Meneando la cabeza ante esta apreciación, probablemente equivocada, se integra al trabajo del taller.
En los siguientes tres días, toda su atención se concentra sobre las telas y siente que, poco a poco, va adaptándose a las nuevas circunstancias y las musas vuelven a su cabeza, inspirándola para plasmar una nueva serie que, como de costumbre, fluye espontáneamente de sus manos al imperio de impulsos no premeditados. Los motivos son perturbadoramente sensuales y ella comprende que no son sus habituales pesadillas quienes los generan, sino las circunstancias por las que ha pasado desde que está en la casa y, seguramente, es la misma Arlette quien influye en ella.
Su invasora es el ama indiscutible de la cama. Al conjuro de las sábanas rozando su piel, lentamente, creciendo dentro suyo en tenues vapores de nube, como despertando de un sueño, va ocupando cada rincón del cuerpo y, voluptuosamente, se entrega al placer de sus propias manos.
Recostada en las almohadas, las deja deslizarse distraídamente sobre los senos que descansan abundantes sobre el pecho, rozándolos suavemente para conjurar las cosquillas que se instalan en la zona lumbar y al escozor apremiante de su sexo. Paulatinamente, esa caricia se torna en fuerte sobamiento mientras que los dedos pellizcan el grueso apéndice de los pezones.
Como parte de un ritual cotidiano, se desprende con estudiada lentitud del camisón y desliza la bombacha hasta los tobillos, aspirando con deleite los agrios aromas que el flujo deja en ella. Mordiéndose los labios en ansiosa espera, sus dedos s
Dejar un comentario
¿Quieres unirte a la conversación?Siéntete libre de contribuir!