Nat (20) & Harvey II: emputecida en un jet privado
La joven y pequeña actriz de Hollywood ya fue sometida por el gordo y enorme productor. Pero Harv tiene el avión lleno de cámaras y micrófonos ocultos, y la grabará cogiendo también con desconocidos para poder presionarla con ellos en su momento..
El depravado despertó como a la media hora, del mejor humor posible. Nunca una hembra, ni siquiera diosas comehombres con cuerpazos tremendos, ni siquiera puras y lisas violaciones domiciliarias de aspirantes adolescentes, le habían dado el placer que le arrancó esta pendejita remilgada, con su conchita pequeñísima y sumamente emputecible.
La miró de reojo, completamente dormida y toda lecheada. Sacó de la mesita de luz una caja de viagra, extrajo media pastilla, caminó hasta la heladera, se la tomó con un par de tragos de agua de una botella grande, ya abierta y sin etiqueta.
Luego volvió, alzó a la bellísima durmiente y la llevó, medio despertándose, hacia el baño-ducha. Abrió el agua caliente y la nena se despertó, medio ahogándose, todavía con los brazos y piernas entumecidos, apoyada contra la pared blanca, que no estaba en ángulo recto, sino que se inclinaba nacia afuera en un ángulo muy propicio para la cópula.
Harvey la ensartó y empezó a cogerla apretándola contra la pared de la ducha en la que cabía una sola persona de su tamaño. ‘Te estoy bañando’, le explicó mientras le metía media pija, estimulando sobre todo la parte superior y el clítoris, después de maltratar el fondo de la conchita con salvajes pijazos durante gran parte de la mañana.
Medio dormida y medio ahogada, Nat intentó afirmarse con su conchita (casi los únicos músculos que le respondían) contra la pija de Harvey y se tentó de risa. Sin dejar de hacerla rebotar contra la hueca pared a pijazos mientras el agua caliente caía sobre los dos, Harvey sonrió, notando que la droga que había inyectado en la botella de agua envasada sin abrir que le había convidado a la nena empezaba a obrar su efecto, potenciando además el de la yumbina. Le preguntó ‘¿De qué te reís, hermosa?’,
‘De tu pija, está dura todo el tiempo’ risoteó, tentada y tirando conchazos, la putita.
‘Te juro que nadie jamás me la puso tan dura como vos. Sos una cogedora increíble’, la elogió Harvey, y empezó a cogerla más fuerte contra la pared del costado derecho de la ducha.
Nat había recuperado un poco de vigor en sus brazos y muslos (no así de sus antebrazos, manos, ni debajo de sus rodillas). Entre risas irrefrenables, gemidos y grititos, se colgó como pudo del fofo cuello de Harvey y se apretó contra las gordas caderas del cuarentón.
‘¡Ay! ¡Me vas a incrustar contra la pared!’, rio Nat.
‘Estás tan buena que te quiero coger por todas partes’, murmuró Harvey morboseándola. La miró a los ojos serio (ella no paraba de reírse ni de tirar conchazos a la gruesa verga, en ese momento quieta), se la sacó, la dio vuelta mientras ella lanzaba risitas de puta (pues le causaba gracia la expresión depravada de Harvey), la apoyó contra la pared, le separó las rodillitas, le abrió las nalgas con dos gruesos dedos de su mano derecha y con la izquierda apoyó un pomo en el anito virgen, lo apretó una y otra vez durante varios segundos (ella daba grititos y risitas al sentir eso viscoso y frío entrando en sus entrañas), se echó varios chorros alrededor de la chota y ensartó el ojetito de una; entró toda la cabeza y la parte siguiente, justo antes de engrosarse.
Nat lanzó un gran grito de dolor y sorpresa, y exclamó riéndose ‘¡Ah! ¡Me hiciste re doler!’.
Harvey exclamó ‘Me encanta hacerte re doler, putita barata’.
Nat lanzó una carcajada que fue interrumpida por otro rudo pijazo que entró tres centímetros más en el ojete.
‘En serio, me rio pero me hacés re doler’, carcajeó la starlette.
El gordo la rodeó más entre sus piernas y le empezó a coger el orto en esa profundidad. La tranquilizó ‘Te meto la puntita nomás’. La aplastaba contra la pared, estirando el recto, pero sin forzarlo. La drogada nena se revolvió contra Harvey y su culito se estremeció, aferrando desesperadamente la gruesa verga que estaba desvirgando sus entrañas.
‘¿Así te gusta, bebita?’, preguntó mimosamente.
‘Aaah, ah, ah. Así sí’, carcajeó Nat infantilmente.
‘Me encanta cuando te hacés la nenita para que te coja más rico’, susurró Harvey al oído de la nena, antes de mordisquearle el hombro derecho y la espaldita.
‘¡Basta!’, carcajeó revolviéndose la excitada nena.
Harvey rio, dándole más fuerte. Le aplastó las caderitas contra la pared con sus manos, abriéndole las nalgas, y empezó a reventarla a pijazos, sin entrar en el recto, pero estirándolo más, insertando poco a poco la punta de la cabeza mientras la nena no paraba de carcajear, de revolverse de dolor, de gozar como una ninfómana la primera verga en el ojete de su casta vida. Y en realidad no quería y le dolía muchísimo, pero también gozaba como loca, el dolor y el sometimiento eran parte del placer, y por una razón que, en su candor, no comprendía, no podía dejar de encontrar graciosa toda la situación.
El recto de Nat había sido penetrado por menos de la mitad del enorme glande, pero Harvey pensó que no le iba a entrar más, mientras cerraba la canilla de la ducha. La punta de la punta de su chota estaba horrendamiente aprisionada por el angostísimo recto de la actriz; lo llevaba al borde del éxtasis a él y la hacía dar respingos de dolor a la carcajeante nena.
Harvey empezó a darle con todo pero hasta ahí. La hacía rebotar contra la pared y recibir más pija con el impulso. Le hacía ver las estrellas cada vez que el glande intentaba penetrar más el recto. Sabía que si se la metía más la iba a desgarrar y tendrían que aterrizar de emergencia en cualquier hospital para salvarle la vida, condenándolos profesionalmente a los dos. De manera que siguió conteniéndose mientras la hacía rebotar a pijazos contra la pared y la nena reía, se quejaba y gemía ‘Ah, ah, ah, uh, aaay, ja ja ja jaja jaahhhh, ah, hahajajaja ¡ah! ¡ah! ¡ah! ¡ahjajajajajajahh!’.
‘Me encanta lo bien que la pasás cogiendo. Se nota que lo hacés con alegría’, exclamó el cínico Harvey.
Nat carcajeó ‘No sabía que se podía coger con alegría’.
‘¿Viste? Otra cosa que aprendiste hoy, putita barata’, la ilustró él. Ella carcajeó ante el epíteto, hipando por los continuos pijazos. ‘¿A ver, traviesa? Decí en voz alta Soy la putita preferida de Harvey’.
Nat recitó, totalmente infantilizada por su ataque de risa, ‘So-oy la putiiitaa pree-feri-ddaaa dde Haar-vey, ja ja ja ja ¡ah! ¡me duele, ja ja ja ja ja! ¡ah, ah, aaah! ¡Aahhhhh’.
Harvey estaba culeándola a menor velocidad, pero ahora con pijazos más fuertes. En vez de retirar la pija, la dejaba clavada golpeando y aplastando a Nat contra la pared; el cuerpo de Nat provocaba un ruido como si alguien diera un puñetazo del otro lado. Nat jadeaba y bramaba, aún sonriéndose pero ya convulsionando. Entonces Harvey le apretó la naricita con el pulgar y el índice de su mano derecha, mientras la palma tapaba la boca para impedir completamente la respiración de la ninfa y mordía fuertemente el cuellito en su costado izquierdo.
Cuando la tuvo casi completamente desvanecida, la soltó. La nena respiró desesperadamente mientras seguía siendo aplastada a pijazos contra la pared inclinada de la ducha. Risoteó ‘Uh, casi me desmayo, ja ja ja ja!’. De inmediato, empezó a jadear, gemir y bramar, mientras se reía por la violencia de los pijazos contra su culito. Le causaba gracia que el viejo verde (desde sus 20 añitos) se excitara tanto con su tierna e intacta cloaca. Entonces Harvey le clavó los dientes en el cuellito, apenas a la derecha de la nuca de cisne y, gimiendo como un cachorrito de 100 kilos, se deslechó larga, sostenida y gozosamente en las entrañas de Nat.
Al sentir los cinco furiosos chorros calientes en su recto y entrañas, la nena abrió los ojos y la boca muy grandes, sorprendida, y, aplastada contra la pared inclinada por los 100 kilos de Harvey, empezó a dar culazos y a golpear duramente su clítoris contra la pared, en el primer orgasmo anal-vaginal de su vida, algo que ella ni sospechaba que existiese. Estuvo dos minutos serpenteando entre las piernas y bajo la panza del extenuado Harvey, convulsionando, gimiendo, gimoteando de placer, orgasmeando de una manera lenta y desgarradora. Al final lloró largamente, pero no de humillación, ni de dolor, ni de culpa, sino de placer, de puro placer de hembra por primera vez bien cogida.
‘¿Te gustó bebita?’, preguntó el depravado, besuqueándole la espaldita, los hombritos, la mejilla derecha.
Todavía jadeando del llantorgasmo, Nat asintió ‘Sí. Es lo más increíble que sentí en mi vida’. Lo dijo sin pensarlo, extenuada, y al segundo temió que fuera cierto. ¿Esto era ser putita de un viejo verde? Era mucho mejor que ser la novia de un veinteañero tan calentón cuan precoz, no pudo dejar de pensar, y se avergonzó de sí misma. La vida era mucho más que sexo, pero el sexo era lo más importante, se recitó a sí misma la psicóloga liberal en ciernes. Luego, mientras el gordo la seguía chuponeando y lamiendo, pensó que no tenía ganas de pensar en nada en ese momento.
Acto seguido, Harvey extrajo la chota, por fin morcillona, del desvirgado y lecheado ortito.
‘Necesito hacer caca’, dijo la nena sonriente, mirando a los ojos a su perito abusador.
Harvey la alzó, mojados los dos como estaban, y se encerró con ella en el baño del inodoro. Le ordenó sentarse y se quedó a verla cagar y pillar. Enseguida tuvo la verga parada.
Primero la hizo parar, apretada entre él y el lavabo, para mirar excitado los gruesos soretes llenos de semen flotando en el inodoro, sin sangre: violación exitosa de ese delicioso ortito. Después apretó el botón del depósito y le ordenó a Nat sentarse nuevamente, abrir al máximo el bidet incorporado al inodoro y hacerse prácticamente una enema para dejar el orto y la concha bien limpitos. La nena, exhausta luego de siete orgasmos y un enema punk en no más de tres horas, fue alzada tiernamente en brazos por Harvey y llevada primero hasta la heladera, donde le hizo beber otros dos buenos tragos de otra botella de agua envasada ya abierta, y luego hasta la cama arrugada, empapada en sudor y con restos de guasca. Envolvió a Nat amorosamente en la sábana de seda negra y ella se durmió al instante, agotada.
Fue a vestirse y a conversar con el piloto, que había oído y visto todo mientras miraba con un ojo la navegación. A los 30 minutos estaban aterrizando en Denver para recargar combustible, con una parada técnica de entre una hora y media y dos horas.
Harvey fue a despertar a Nat para darle las noticias y le preguntó si quería salir a dar una vuelta para estirar las piernas. Nat se revolvió en las sábanas y negó con la cabeza. Se recostó, con alguna dificultad, contra su lado derecho, y volvió a dormirse. Como a los 15 minutos, apareció el piloto, cerró la puerta, se quitó prolijamente la ropa, apartó las sábanas de la joven dormida, la puso boca arriba, le abrió las piernas, le insertó en el anito un consolador con forma de pene de perro pequeño que ajustó con un arnés, encendió el artefacto, depositó el control remoto en la mesa de luz, se acostó sobre ella y la empezó a coger tranquilamente.
Nat despertó sintiendo dos vergas adentro y las extremidades otra vez inmovilizadas. Miró al que la estaba cogiendo y se sobresaltó al notar que era el viejo piloto. Era un sexagenario de un metro setenta y poco, flacucho, como consumido por el tabaco o la merca. Le causó gracia la naturalidad confianzuda con la que se la estaba cogiendo. Soltando una risa le dijo lentamente ‘Oiga, usted es el piloto. ¿Por qué me está cogiendo?’.
‘Mr. W me dio permiso, aprovechando este parate inesperado’, comentó tranquilamente el piloto sin dejar de serrucharla.
El viejo tenía una pija finita, y después de tres horas de ser rellenada por la poronga gruesa de Mr. W, sólo sentía la del piloto en el fondo de su concha, pero no en todo el fondo como la gran chota de Harvey, y casi no en las paredes y los labios.
Sin inmutarse, el viejo la acomodó como a una muñeca de trapo con las rodillitas sobre el costado izquierdo y volvió a penetrarla. La nena enseguida empezó a sacudirse y a gemir.
‘¡Qué rica que estás! Siempre me quise coger a Mathilda y a Marty’, confesó el depravado.
Nat carcajeó, y objetó, con una lentitud que le daba un aire infantil que parecía a propósito para calentar al viejo, ‘¿Cómo va a querer cogérselas, señor piloto? Eran dos nenas’.
‘Eran dos nenas hermosas que les gustaba parar vergas’, dictaminó el viejo rozándole repetidamente el punto G con su fina verga.
Nat se calentó y su conchita empezó a pulsar. ‘¿Sí? ¿A los tipos les calienta eso?’, preguntó la putita para calentarse con la respuesta.
‘A los machos de todas las edades nos para la verga una nena que le empezaron a crecer el culo y las tetas y se pone buscona. Por eso hay tantas estrellas adolescentes. Por eso vos fuiste una estrella desde los 13’, explicó clavándosela hasta el fondo.
La adormilada, riente y emputecida Nat movió desesperada una de las pocas partes de su cuerpo que podía mover en ese momento: la conchita. Corcoveó sintiendo la punta de la fina verga del piloto rozando desenfrenadamente su punto G y empezó a quedar al borde del orgasmo. Justo entonces el viejo tranquilamente descargó su módico semen acuoso, estremeciéndose entre estertores y, después de quedarse un momento congelado elevando el mentón, se derrumbó sobre la recontralecheada actriz tras apagar el consolador con forma de pene de perro.
Se quedó casi diez minutos tirado. Cuando se retiró, tras vestirse, la nena dormitaba, algo desesperada porque no se podía mover mucho y encima la habían dejado sin orgasmo.
Unos veinte minutos después, se abrió la puerta y el piloto hizo pasar a tres grasientos tipos vestidos como operarios. Los tipos, de entre 35 y 50 años, la miraron con ojos vidriosos, desnuda, inmóvil y riente sobre la cama destendida, y le dieron cada uno 50 dólares al piloto. Eran tres: uno de más de 50 años, con la cara llena de arrugas, flaco, de casi un metro ochenta y manos largas y delgadas; el segundo, un enano de menos de 40 años con un casco de construcción; el tercero, un afro de poco más 40 años, de estatura media, con algo de sobrepeso, barra y gorro de lana.
El afro preguntó ‘¿Son hasta 15 minutos cada uno, no?’.
‘Por reloj. Después tenemos que despegar’, ratificó el piloto.
El más viejo caminó hasta el borde de la cama, se sacó los pantalones sin quitarse los zapatos y se puso cuidadosamente un forro. Nat miraba toda la situación y se tentaba de risa.
Entonces el piloto prendió el consolador con forma de perro pequeño insertado en el ano de Nat, mientras el viejo se montaba sin ceremonias entre las piernas de la nena y la empezaba a sacudir con todo el brío que tenía: acabó sudado y un poco jadeante, luego de menos de 5 minutos.
El tipo se tiró boca arriba al costado de la nena, respirando fuerte. Nat observó sonriente al enano, desnudo, con una verga desproporcionada para su tamaño dentro de un forro transparente, y carcajeó ‘¿Vos también me querés coger?’.
El enano sonrió y, sin palabras, se arrojó de cabeza a chupar la conchita de la nena. La había reconocido; desesperado, gimiendo, le comió bien la concha mientras Nat lanzaba risotadas y conchazos, moviendo cómicamente los brazos y las muslos, con sus antebrazos y piernas todavía inertes, sin dejar de gemir desconsolada ‘¡Ah, ah, ah, ah, ah, ah, ah, ah, ah! ¡Sáquenme esto del culo, me está volviendo loca!’
La demanda sólo sirvió para que el piloto pusiera el consolador a máxima potencia. La nena se podía ya afirmar con los codos, y sacudía la cabeza desesperada, recibiendo placer por sus dos agujeros por primera vez en su casta vida, carcajeando. El enano le daba con todo y se reía por las reacciones enloquecidas de Nat.
‘Nunca pensé que fueras tan puta’, le susurró, y la pendeja se quedó helada, su corazón se detuvo un instante porque se dio cuenta de que el enano la había reconocido.
‘¿Viste? Aprovechame’, le dijo ella mirándolo con los ojos llenos de lágrimas y una sonrisa de oreja a oreja.
El enano se calentó más y la puso culo para arriba. Le separó las rodillas, se arrojó sobre ella y ensartó la conchita desde atrás. Así, podía estimular al máximo el clítoris y la pared superior de la vagina, y además empujar el consolador en el ojete de la nena. Enloquecido, la empezó a coger con todo y cada vez con mayor velocidad y fuerza, mientras la nena gemía, gritaba, aullaba, rogaba, bramaba y temblaba, sin resuello de tanto gozar y carcajear. Necesitaba beber agua, pero tantos pijazos no le daban tiempo de articular palabra. Así que siguió carcajeando y aullando ante los pijazos cada vez más fuertes del enano, hasta que el pequeño pero pródigo macho se detuvo clavándosela a fondo y acabó entre gritos de él y gemidos orgásmicos de ella.
El pequeño amante se quedó un par de minutos inerte sobre la recontracogida nena, hasta que el afro lo apuró a correrse. Se tiró al costado de la cama (el flaco alto, entretanto, se había levantado, se había vestido y ya se había ido) mientras el afro se abalanzaba sobre la carcajeante, orgasmeable y exhausta Nat esgrimiendo una poronga de 20 centímetros con una cabeza circuncisa del tamaño de una manzana pequeña y pensó ‘Eso no me va a entrar’. No entendía por qué no le preocupaba que se la estuvieran cogiendo tres desconocidos por módicos 150 dólares, si había oído bien. Le parecía graciosamente insultante y degradante. Lagrimeó sin dejar de reírse mientras el operario se ponía dificultosamente un preservativo en la punta de su boa y se acomodaba entre las piernas de la estragada jovencita.
Entonces el piloto accionó el control remoto y el pequeño consolador empezó a vibrar nuevamente en el ortito de la nena. Elevó la concha entre gemidos y el operario afro pudo acomodar su gran manzana sobre la pequeña frutillita abierta de Nat. Dilatada, mojada, muscularmente relajada, excitada y distraída como estaba la nena, pudo dar un fuerte empujón que clavó (nunca mejor dicho) casi todo el glande en la conchita, haciéndola tronar por segunda vez en la jornada.
La nena gritó desesperada, sacudiendo el pubis y la cabeza ‘¡Ay, ay, ay, me partís, me partís!’.
‘Sí, putita, te parto como un queso’, dijo el operario,y empujó de nuevo.
La conchita tronó de nuevo. Esta vez Nat lanzó un largo aullido de dolor y se sacudió como endemoniada para expulsar al intruso que estaba destrozándola. Sin importarle nada, dio tres empujones más que hicieron aullar y finalmente desmayaron a la agotada muchacha. También la había reconocido y la odiaba, ‘chetita neoyorquina, judía blanquita y liberal’.
El piloto intercedió ‘No, la vas a lastimar. Cogele la boca y te devuelvo 25 dólares’.
El operario, furioso, se sacó el forro, se encaramó sobre la carita desencajada por el dolor y el desmayo, le abrió la boca a la desvanecida nena y le metió toda la pija hasta el esófago. El glande se trabó, literalmente, en el esófago de la nena; el operario, furioso y dolorido, luchó para desabotonarse y, mientras la nena entreabría los ojitos sintiendo la asfixia, le agarró la carita y empezó a cogerle frenéticamente la boquita. Después de cuatro minutos de furiosa cogida de boca, le apretó los orificios nasales con sus dedos y volvió a cogerle la boca. Empujaba con el glande hasta la entrada del esófago lo suficiente para no quedar otra vez trabado.
La nena ya revoleaba los antebrazos y las piernas (con manos y pies todavía inertes), tratando de zafarse y respirar. Miraba a su furioso cogedor con los ojos desorbitados por el miedo. No sentía nada de placer, sólo un pánico enorme de que el tipo le hiciera daño, un deseo de hacerse muy chiquitita hasta desaparecer, un terror animal como jamás había sentido.
Mientras pensaba eso, justo antes de desmayarse, la nena se meó toda. Lanzó un chorro vigoroso que mojó el piso a los pies de la cama y luego fue eyaculando meos largos pero cada vez más débiles, empapando las sábanas ya arrugadas y húmedas de sudor.
Satisfecho al verla desvanecida, el tipo le siguió cogiendo la boca con la misma saña hasta que le dijeron que le quedaba un minuto, con la nena medio lela por el pánico, reviviendo por momentos, con los ojos entrecerrados y la campanilla completamente hinchada y amoratada por los rudos pijazos del operario. Entonces, el tipo se inclinó sobre la cara de la nena y le cogió más fuerte y más rápido la boca; su pubis le daba verdaderos golpes en la cara a la nena y se los siguió dando, haciéndola rebotar contra la almohada, hasta que sintió que se venía e incrustó adrede el glande en el esófago; lo dejó clavado el siguiente minuto, mientras acababa entre lechazos y gruñidos furiosos, aplastando la cara de la nena contra la almohada, mientras ella literalmente se asfixiaba.
El piloto apartó al salvaje operario a tirones, y la nena se quedó tres minutos tosiendo medio desvanecida, escupiendo semen y al final vomitando el desayuno mezclado con semen de dos machos distintos y algunos jugos digestivos. Debido a su reducida movilidad, se ensució toda la carita de vómito, todo mientras el operario afro se vestía y se iba, secundado por el piloto, que cerró la puerta.
A los 15 minutos, cuando Nat empezaba a reaccionar a la asombrosa situación cuyo centro era ella misma, jadeante de sed pero todavía con sus brazos y piernas demasiado débiles para sostenerse, volvió a entrar el piloto, volvió a sacarse la ropa, caminó hasta la cama mientras ella lo miraba con ojos de cordero antes del degüello.
El enjuto sexagenario se arrojó desnudo sobre la nena, la puso bien culo para arriba, le sacó el consolador canino con arnés que las manitos entumecidas de ella todavía no habían logrado quitar, lo arrojó al costado del vestido verde estampado y todo lecheado y acomodó la punta de la verga en el blanco ortito.
La nena se dejó por un momento porque, pese a la desnudez del viejo y su verga parada, le estaba quitando el consolador del ano. Sin embargo, cuando vio que el viejo se disponía a culearla empezó a revolverse entre llantos y ruegos cada vez más altos. El tipo, impasible, le ensartó el ojete y empezó a violarla.
Ella daba alaridos y se revolvía, gritaba ‘¡Auxiliooo!’, mientras el piloto le penetraba sin pruritos el recto hasta donde daba la fina pija, sin lastimarla, pero haciéndola aullar de dolor y de miedo.
Como ella seguía revolviéndose y vociferando, el viejo se la sacó, la puso boca arriba y le dio vuelta la cara a sopapos cinco veces, al derecho y al revés. Luego le apretó el cuello y le preguntó tranquilamente ‘¿Vas a estar tranquila?’. La nena asintió temblando, ahogándose y con los ojos llenos de lágrimas. El viejo ordenó ‘Ponete culito para arriba’.
La nena no tuvo más remedio que girar sobre sí misma y dejar las nalguitas blancas, paradas, chiquitas, lujuriantes, a la vista de su violador. El piloto se le montó de nuevo y volvió a cogerle el ortito con saña. Jadeando de placer, comentó ‘Cómo me gusta violarme a chetitas como vos’. Nat lagrimeó entre quejidos mientras el piloto seguía horadando su hasta allí inexplorado recto (le faltó menos de un centímetro y medio para hace tope). Luego, para más humillación, le llenó bien de leche el culito entre risas. Cuando terminó, se limpió la chota con las nalgas y muslos de Nat y se fue de la habitación con la ropa en la mano.
Cuando se quedó sola, Nat empezó a llorar desgarradoramente como nunca lo había hecho. Lloró y gritó hasta quedarse afónica; ni sintió el avión despegar hacia, finalmente, el aeropuerto Bob Hope, a donde arribarían en poco más de dos horas. Lloró hasta que se quedó sin fuerzas, sin voz y sin saliva, más de veinte minutos.
Luego notó que ya podía usar sus brazos, y logró usar sus piernas para tambalearse hasta la heladera. Encontró sólo una botellita de agua envasada, todavía con el sello de la tapa intacto. La bebió casi entera, desesperada.
Asqueada, sin querer ver al gordo feo y al viejo enjuto que la habían violado todo el día salvajemente, y que eran los demás ocupantes del avión que la llevaría hasta LA y, horas después, de nuevo a NYC, se fue a duchar. Mientras se pasaba un estropajo, se veía con marcas de mordiscos por todas partes, y sabía, por la intensidad de los mordiscos, que los peores (en el cuello, en el culo) eran los que ella no podía ver.
Lloró de nuevo bajo la lluvia de agua caliente, pero pensó que ya lo peor había pasado y que al fin y al cabo, conseguiría su objetivo: no arrancar 2002 sin un contrato firmado para estrenar en 2003. Se vio a sí misma como un ser despreciable por pensar así, pero ‘business is business’. Jamás había imaginado que podía existir alguien tan sádico como para agarrársela en un avión, drogarla, violarla y dejar que se la cogieran otros cuatro tipos. Jamás había pensado que el precio por un ‘bed casting’ pudiera ser tan alto. Nada la había preparado para experimentar algo así y de pronto se encontró sin dolor moral por ella, sino pensando más bien en lo triste de que existieran personas capaces de tal maldad.
Se quedó pensando en las historias depravadas que le había contado Harvey en el medio de su delirio de drogas. ¿A Shirley Temple se la ‘goloseaban’ los productores? ¿A qué edad? La sola idea le provocaba un enorme asco y desprecio, aunque también curiosidad.
Mientras cerraba el grifo de la ducha, bostezó. Y bostezó de nuevo a los pocos segundos. Abrió la puerta y sus rodillas se doblaron. Se fue al piso lentamente, como un perezoso, hasta quedar en cuatro patas, trabando la puerta abierta de la ducha. Se le caía la cabeza del sueño. Intentó avanzar así, con la cabeza colgando y los ojos cerrándosele, hasta la cama king size, pero no logró su cometido: se durmió medio en diagonal a los pies de ese mueble, desnuda y mojada aún.
El operativo de emputecimiento y humillación de Nat seguía tal cual lo planeado. Todo el avión tenía cámaras y micrófonos ocultos, hasta los cuartos del inodoro y de la ducha. Tras el desvío a Denver para filmarla cogida por tres depravados como una puta barata, Harvey había previsto que estuviera sedienta y que se bebiera irreflexivamente el primer líquido transparente que encontrase en la heladera. Para asegurarse el resultado, habían dejado sólo una, llena de drogas para dormirla por ocho horas.
La dejaron durmiendo así, en el piso de la alcoba, con el pelo húmedo. El piloto se quedó vigilando mientras Harvey atendía sus negocios en Hollywood. Luego de cuatro horas y media, el piloto comprobó el pulso de la exánime y luego le inyectó en el brazo derecho una droga más suave que la droga de la risa (tenía un nombre de muchas letras y números, pero Harvey la llamaba ‘droga de la placidez’ o ‘de la sonrisa’), y también de efecto más prolongado. Y ya que estaba, le volvió a llenar el culito de leche en un rapidito.
Media hora más tarde, como a las 11 de la noche, apareció Harvey con cinco personas a las que antes o después les había ofrecido acercar hasta New York, o que se habían colado a último momento por alguna razón. Eran Stephen, un septuagenario productor de otra compañía, con Layla, su amante treintañera y presunta asistente; Mike, un excampeón de pesos pesados de boxeo de 35 años; Pat, un sexagenario y semicalvo senador demócrata por Vermont; y Ophrah, una conductora de TV de 47 años.
Se quedaron conversando animadamente en el living room, tras abrir una botella de champagne y enseguida otra.
Como a los cuarenta minutos, Stephen sintió ganas de orinar y pidió orientación. Harvey le indicó la puerta y volvió a la conversación. El septuagenario salió del living room, cerró la puerta y, al girar, vio un panorama dantesco: una adolescente bellísima aunque muy menuda dormía a pata suelta en el piso, boca a bajo. A los pies de Stephen había un vestido verde estampado y lleno de semen y un consolador en forma de pene de perro con un arnés incorporado. Las sábanas estaban completamente destendidas y arrugadas, con restos de semen y vómito secos, húmedas de sudor y olorosas de sudor y de quién sabe qué más. En una mesita había una botella de champagne a medio vaciar, ya sin burbujas, y dos copas usadas. La habitación olía fuertemente a sexos.
Azorado, aunque no sorprendido, abrió la primera puerta de la derecha y orinó. Después se lavó las manos, volvió al living room y se quedó un poco pensativo, pero no comentó nada. Harvey se hacía el desentendido y seguía la charla.
Veinte minutos más tarde, la próstata acuciada era la del senador. Pat era un viejo amigo de Harvey y conocía muy bien sus mañas: más de una vez le había entregado estrellitas de Hollywood (o aspirantes) para su solaz. En cuanto abrió la puerta olfateó el aroma a sexos, vio a la nena en el piso, creyó reconocer el lunar en el pómulo izquierdo, y sintió un estremecimiento genital. Meó rápidamente, salió sin tirar la cadena ni lavarse las manos y se acercó a la bella durmiente.
Olfateó el cuerpo limpio, fragante, de hembra joven. Observó la conchita, diminuta pero todavía a medio cerrar, el anito pequeñísimo, ya casi totalmente cerrado pero todavía oliendo a semen. Rápidamente se sacó la verga erecta del pantalón, se pajeó, estremeciéndose, sacó su flamante Sharp J-SH04 y fotografió su verga apoyada en el pómulo izquierdo de la starlette. Luego guardó el celular, se puso sobre Nat y le ensartó la conchita desde atrás.
Incluso a mediados de los 90 habían hablado con Harvey de lo linda y violable que estaba Nat pese a ser tan chica, y lamentando que no fuera accesible por el riguroso puritanismo moral de sus padres. Otros padres, reflexionaron, eran más pragmáticos y las entregaban haciéndose los boludos o incluso aleccionando a las hijas para que fueran putitas. Ahora, el viejo y calvo senador se estaba echando un rapidito en esa conchita maravillosamente pequeña, deleitado, casi haciendo un cantito con sus gemidos bajos, mientras intentaba deslecharse rápido para volver sin despertar sospechas.
Cuando el viejo estaba cerca de acabar, la nena empezó a despertarse. Sintió una verga adentro y no se sorprendió. Luego vio a un viejo semicalvo y canoso, vagamente conocido, y le causó gracia. Temió que le diera un ataque de risa, pero sólo sonrió plácidamente y paró más la conchita. ‘¿Y usted quién es, señor?’, susurró la nena para que no oyeran en la otra habitación, desde donde le llegaban muchas voces, entre ellas la de Harvey.
‘Llamame senador, hermosa. Esto es un sueño para mí. Sos un ejemplo perfecto de la muchacha americana’, exclamó Pat clavándole la verga hasta los huevos y deslechándose patrióticamente.
A continuación, el dignísimo senador se limpió la chota en el culito de la nena (ya con semen reseco del piloto), se levantó, fue al baño a quitarse los restos de semen, se levantó la bragueta, se lavó las manos, apretó ahora sí el botón para desagotar el inodoro y volvió al living. Lo cargaron por tardar tanto en el baño, y se excusó con lo que había cenado y con su viejo organismo, pero Stephen lo miró y supo instantáneamente que Pat se había cogido a la muchacha.
Oprah captó el juego de miradas entre tres de los cuatro hombres de la habitación. Se hizo la boluda y, como a los doce minutos, se excusó y fue al baño. El olor a sexos casi la voltea. Encontró a Nat maniobrando en cuatro sobre la cama (tras un esfuerzo cómico para subirse), con la conchita diminuta y pelada apuntando hacia la puerta del living y chorreando semen, igual que el anito ya muy cerrado.
Fue a mear, accionó el depósito de agua, se lavó las manos y salió del cuarto del inodoro mirando curiosamente hacia la cama. Se miraron a los ojos y la reconoció al instante; un brillito de maldad surgió en los ojos de Oprah: la santurroncita y virga, nena de papá de 20 años, entregando la conchita a viejos inmundos por guita, fama y poder. Complacida, la saludó ‘No esperaba encontrarte en un lugar como este. Un placer como siempre’.
Sonriente y serena, aunque completamente ruborizada y envuelta en la sábana con semen y vómito resecos, Nar respondió el saludo.
Oprah, tan chusma como siempre, no pudo evitar preguntarle campechanamente ‘¿Te acaba de coger el senador Leahy, no?’.
‘No sabía que era él’, farfulló la ninfa.
‘No te preocupes. Sos joven, linda y talentosa. Tenés todo el derecho de pasarla bien y cimentar tu futuro’, replicó la conductora con una sonrisa que llevaba toda la mala leche del mundo, y volvió al living.
Nat se sorprendió de su sangre fría: la otra habitación estaba llena de personas, al menos dos se la habían cogido dormida (el senador y alguien incógnito que le había llenado el culo de leche durante su profundo sueño, probablemente el sádico piloto) y quién sabe cuántos más la habían visto desnuda, durmiendo a los pies de la cama como una borracha o drogadicta perdida. Si alguno no la había reconocido, los demás ya le habrían contado que ella estaba en la habitación, pensó desolada: de nada le valdría quedarse encerrada y tapada hasta la cabeza para que no la reconocieran hasta que no quedase nadie en el avión; y tampoco quería quedarse a solas de nuevo con el enjuto, viejo y sádico piloto.
Era claro que le estaban dando drogas, pero no entendía cuándo, ni dónde, ni cómo, pensó sin perder su serenidad beatífica. Luego recordó que su muda de ropa había quedado dentro de un morral en el perchero del living ahora lleno de quién sabe qué gente; que estaba en pelotas; toda lecheada; no sabía dónde quedaban las toallas; y no quería golpear la puerta o gritar para pedirle ayuda a Harvey. ¿Cómo iba a mirarlo a los ojos? ¿Cómo él se iba a atrever a mirarla a los ojos después de las atrocidades que le había hecho y propiciado que le hicieran?, pensó la cándida muchacha. Esos pensamientos preocupantes se perdían en una sonrisa que no podía reprimir. Su corazoncito latía fuertemente, como si estuviera enamorada, y su clítoris volvía a latirle como si no se la hubieran cogido de todas las maneras por todos los agujeros durante horas ese mismo día. Era la droga de la placidez.
Se paró, y empezó a revolver los cajones del placard que estaba al lado de los cuartos de baño, ojo de buey de por medio. El grande con manija grande era para ropa sucia; juntó las sábanas todas sudadas, lecheadas y vomitadas, también el vestido y el consolador, y los arrojó dentro. En otros cajones encontró ropa, toda de hombre, pero en uno había ropa de mujer… y de su talla. Sin embargo, era toda ropa blanca y putona: hotpants, topcitos, calzas prácticamente transparentes, y así. Cero ropa interior femenino o masculina.
Decidió ponerse lo más decente que encontró: un enterito blanco de lycra ajustado al cuerpo que, sin ropa interior, le marcaba el sapito y los erectables pezones. Como las tiras del enterito eran lo único flojo de la prenda, volvió a desnudarse, se calzó un hotpant y un topcito casi transparentes y se puso el enterito de nuevo. Incluso así, estaba para que la enfiestaran entre cinco albañiles borrachos después de un asado.
Luego buscó sus zuecos, pero no los halló. Volvió a abrir cajones en busca de una zapatera, pero algunos estaban cerrados, y de todos modos sólo encontró (en el piso, tirados por la habitación) los tacos aguja que le había dado Harvey al principio de ese larguísimo día. Se los puso: le quedaban perfectos, igual que la prenda; no parecía casualidad.
Justo entonces entró Harvey. Se quedó mirándole el culito increíblemente parado, los cachetes desbordando las dos ínfimas telas de lycra. Nat vio que era él y bajó la mirada, sonriendo plácidamente.
Él representó muy bien su papel para las cámaras (ocultas). Se le acercó lentamente, la abrazó desde atrás, la olió y le besó húmedamente el hombrito izquierdo y todo el cuello, hasta recalar en el lunar de su pómulo izquierdo, mientras las cutículas de sus gruesos dedos recorrían hacia abajo los bracitos y las costillas desnudas, las caderas y los muslitos, para excitar a la inexperta y drogada actriz. Le susurró al oído ‘Qué hermosa estás’.
La nena lo miró, a la vez confusa, cohibida, sonriente, tranquila y excitada. Pensaba todo el tiempo en las voces del living, y en que tendría que sonreír y actuar natural, aún cuando supiese que, luego de enterarse un político, un deportista, una conductora de TV y un productor rival de Harvey que el gordo se estaba cogiendo a NP, la voz se correría y, de algún modo, llegaría a oídos de sus padres y de políticos, deportistas y gente de los medios: gente como el presidente Clinton se la iba a querer coger en cuanto se enterase; ¿terminaría siendo putita de presidentes, como Marilyn?, se preguntó con curiosidad y angustia, y sintió saltar un levísimo chorrito en su entrepierna contra la lycra.
Harvey le tomó una mano y le dijo ‘¿Vamos al living y te presento oficialmente a mis amigos?’. La nena no pudo negarse.
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