Nina Liberada, capítulo 1: Nina y Ailu
Segunda parte de la historia de Nina Sáez.
¿Cómo se reincorpora a la ‘normalidad’ una niña de 13 años que ha sido secuestrada y sometida a depredación sexual durante siete largos meses? Es la pregunta que responde esta historia, la de Nina luego de su cautiverio en el Aguantadero.
Lo primero que recuerda Nina tras estar en la Habitación 1 con Gema y el Mayordomo es sentir voces a su alrededor y tener la sensación de estar en una cama, o en un hospital. Alegrarse, inmóvil, por oír las voces de sus padres. No obstante, la primera media hora apenas tuvo energías para revolverse un poco, y recién entreabrió los ojos al final. Entonces recibió el abrazo y el desconsolado llanto de alivio de los padres, y pudo llorar con ellos.
Después vinieron días de reencuentro con los familiares, de sentirse muy insegura de salir a la calle sola, y muy cuidada y acompañada en todo momento por alguno de los dos padres o por sus abuelos y tíos. En las primeras dos semanas, dormía en la pieza de sus padres, en su cama corrida hasta allí (con todas las ventanas enrejadas y la habitación de ellos cerrada con llave desde adentro.
Mientras tanto, la causa judicial se resolvió en pocas horas, y el enjuiciamiento de Aberastegui (alias ‘el Mayordomo’) en pocas semanas, con gran publicidad y autobombo policial. Previamente, se habían amañado las pruebas a toda velocidad para borrar toda huella del extinto Enzo Binelli (‘el Jefe’), verdadero ideólogo y fruidor del secuestro y emputecimiento de Nina a sus tiernos doce años, y verdadero delator (y salvador, in extremis) de Nina; el uso de máscaras por parte del Jefe en todos los videos facilitó la burda mentira. Por otra parte, la pobre Gema había sido repatriada a Cuba.
El experimentado abogado pueblerino que se consiguió su familia les aconsejó que la nena declarase (en cámara Gesell) de conformidad con la versión amañada que ya le habían acercado ignotos abogados que él sabía cercanos (lo que calló) a la familia Binelli, según la cual el autor, ideólogo y ‘beneficiario’ del secuestro era Aberastegui. Si declaraba la verdad, no había pruebas de ello y su vida corría peligro (pues los hijos y los más veteranos esbirros de Binelli estaban vivos y sueltos, y no le perdonarían la vida así se fueran a vivir a otra parte). La segunda cosa que les aconsejó en privado el doctor Bernárdez a los padres de Nina fue que se mudaran, de todos modos y cuanto antes, a otra ciudad, cuanto más grande y anónima, mejor.
Antes de un mes, los trámites judiciales quedaron atrás; en la nada quedaron los ruegos de Nina para que rescatasen a Joaquín, el niño down al que habían hecho debutar con ella en la Habitación 1: nada se sabía de él.
Antes de tres semanas, Nina recuperó su capacidad de dormir sola en su habitación. Ello se debía no tanto a que hubiesen amenguado los ataques de pánico, o a las frecuentes sesiones con la psicóloga que habían contratado (cuatro veces por semana el primer mes, tres veces el segundo, dos veces hasta fin de año), cuanto al renacer del deseo físico.
Esto se vio quizá propiciado, apuntalado o potenciado por la vuelta al colegio, a fin de mes. Empezó el colegio casi en septiembre, como alumna oyente, con la intención de dar libres todas las asignaturas entre diciembre y marzo para no perder un año lectivo entero. En cuanto se dejaba ver por la calle, todo el mundo se daba vuelta para mirarla. Al principio eso le produjo una enorme vergüenza y tristeza, pero luego comenzó a advertir que no todos la miraban con curiosidad o compasión: sobre todo los tipos, pero también muchas mujeres (¡señoras grandes!) la miraban con morbo o suspicacia, seguramente pensando en los vejámenes que le habían inferido en el Aguantadero.
En el colegio, desde el primer día, tuvo un enjambre de chicos de primer a quinto año que le revoloteaban lo más cerca que podían. Las minas de primero a quinto la miraban entre el odio, la envidia y la satisfacción (según Nina reflexionó ante la psicóloga, parecían gozar del hecho de que ella hubiese sido vejada impunemente durante meses y que todo el mundo lo supiera). En cuanto a los profesores, actuaban entre ser torpes y tartamudos enamorados adolescentes y convertirse en untuosos babosos. Y las profesoras oscilaban entre una actitud maternal y una gélida antipatía.
Por todo ello, la primera noche que pidió que le pasaran la cama a su pieza fue con la firme decisión de hacerse una buena paja antes de dormirse, luego de varias duchas que se habían prolongado de los menos de diez minutos habituales a casi veinticinco (lo que fue notado por la invasiva madre) de furioso y exasperado dedeo.
Así pudo, finalmente, luego de un mes de recuperada la libertad, dejar de sentir pánico por las noches: matándose a pajas. Cada noche, al apagarse todas las luces de la casa, Nina se imaginaba en las situaciones más morbosas: pibes de quinto enfiestándola en un vestuario de fútbol; ella haciéndoles un striptease a jubilados; ella cogida sobre la mísera colchoneta del camión por su tío Elbio, en cualquier borde de ruta; de su primo Matías, sobre todo… De su primo Matías, de 20 años, karateca, alto, rubio y de ojos celestes, de cuerpo fuerte y marcado. Siempre había sido su sueño; desde que podía recordar, le latía la conchita cada vez que él la miraba a los ojos, y él lo advertía: siempre había intentado manipularla para, algún día, terminar cogiéndosela.
Pero la primera noche que durmió sola desde su liberación, Nina se acordó de Mandinga y se hizo tres fervorosas pajas en honor del doberman que la había hecho gozar como nadie; al otro día, caminaba por la calle y su conchita se estremecía al ver pasar a perros de buen porte paseados por sus dueños o dueñas. Incluso llegó a meditar sobre si tener sexo con el salchicha de casa, que más de una vez se le había montado en el tobillo para cogerlo desde que era una niñita; pero lo descartó por el momento: esa pijita no merecía el riesgo de que la encontraran los padres. Después de varios días de morbosas fantasías por el estilo, logró contarle el fenómeno a la psicóloga, sin entrar en mayores detalles.
Livia, la psicóloga, era una despampanante morocha de 35 años. De Lanús y recibida en la UBA, un amor fugaz en el pueblo de Nina la había decidido a rehacer su vida personal y profesional allí, lejos de la violencia (y las agotadoras tardanzas para llegar de un lugar a otro) del área metropolitana.
Pese a su sofisticación, elegancia y cautivante y tetona belleza, guardaba un pasado de reventadita desde los 15 años, con novios adultos, borracheras, fumatas, ácido y merca, hasta llegar a un casamiento a los 25 con un tipo de mucha guita, de 35 años, divorciado y con hijos chiquitos, sin haber terminado la carrera y realmente sin haber sentado cabeza. Después de un par de años de reventada, enconada e infiel vida conyugal, se había divorciado, y entonces fue cuando descubrió el somnoliento pueblo serrano y lo eligió para residir cuando tuviese su diploma de psicóloga.
Pues bien, lo cierto es que a Livia, la psicóloga, toda la historia del secuestro y emputecimiento de Nina la había conmovido, pero también excitado. Los diarios y noticieros de la época no paraban de publicar fotos de la bella niña con rostro angelical y corte de pelo carré, y ella la imaginaba en candentes situaciones, presa de pedófilos con mucha imaginación. Cuando supo que iba a tener a Nina como paciente, no pudo evitar un par de polvos con su novio pensando en Nina secuestrada y emputecida a sus doce virginales años.
Tras una primera sesión en la que la niña estuvo tensa, remisa y poco expresiva, y la psicóloga debió intervenir mucho, en los siguientes encuentros Livia se había limitado a escuchar el torrente de palabras de la nena. La dejaba divagar, soltarse, para ir entresacando líneas de trabajo. Cuando Nina le contó de sus renovadas fantasías sexuales, la psicóloga la tranquilizó: le dijo que, pese a lo horrible que le había tocado vivir, era lógico en una nena de su edad empezar a sentir deseos, a fantasear y juguetear sexualmente de cara a finalmente, en la adultez, ‘elegir objeto de amor’. Lo mejor que podía hacer, le aconsejó, era exteriorizar, objetivar sus vivencias, contándolas (sea en las sesiones con ella, sea en un cuaderno íntimo) para exorcizarlas y evitar que la culpa le impidiese gozar y dejarse amar. ‘Lo que te tocó vivir no lo elegiste, pero es parte de vos. Podés consumirte en la tristeza o en la culpa, o usarlo para hacerte más fuerte. El filósofo Nietzsche decía Todo lo que no me mata, me hace más fuerte’. La nena, se sonrió, como asintiendo; en verdad, había pensado picaronamente, mirando de reojo las indisimulables tetotas de la psicóloga, ‘¿Cuánto Nietzsche tendré que leer para ponerme así de fuerte?’.
Así, Livia incitó a Nina a contarle lo que quisiese (de sus fantasías o de su cautiverio). Lo que siguió fueron varias sesiones en las que la nena le contó, al principio con renuencia, luego con todo detalle, sus vivencias en el Aguantadero: su primer despertar, su angustia, su desesperación, su hambre y sed, su deseo desatado, la primera aparición del Jefe y su traumático desvirgamiento.
En ese punto, amparada por el secreto profesional, Livia se enteró de que en realidad su secuestrador no había sido el que salió en los diarios (un tipo, altísimo, fornido, relativamente apuesto, de cuarenta y pico de años) sino otro tipo del cual Nina nunca supo el nombre. Cautelosa pero arteramente, le sonsacó todos los detalles que pudo sobre esa primera violación, y sobre todo lo demás que Nina se atrevió a contarle. Ello estableció una lógica de cuarenta o cincuenta minutos de verba torrencial de Nina, recostada en el diván, con Livia grabando sigilosamente las sesiones para pajearse con el relato en la vocecita de Nina, y las dos acabando furiosamente más de una vez cada noche posterior a cada sesión (Livia, con su complacido novio; Nina, con sus manitos).
Por orden cronológico, le contó también su primera y violenta culeada; las noches de cumbia, champagne, merca y faso; la vez que el Jefe la entregó a un octogenario italiano; cuando la entregó a un linyera demente; la fiesta negra con cinco pibes villa… A esa altura, la perspicaz Nina había advertido que sus desventuras excitaban a la espléndida hembra que era su psicóloga, y le empezó a excitar contarle detalles cada vez más gráficos y sórdidos e imaginarla sola tocándose o abriéndole las piernas a su novio mientras se la imaginaba a ella.
Así, Nina empezó a tener fantasías en las que involucraba a su psicóloga; las fantasías de Livia, en tanto, bullían de Nina. Había cruzado varias veces por la calle a la nena y advertido cómo, sin distinción de edad, los hombres se daban vuelta para morbosear sus lindas piernitas de pendeja de trece que se puso rebuena y contemplar el irresistible contoneo de su increíble orto en falda a cuadros de estudiante secundaria (pícaramente acortada cuando andaba en la calle). A la apetitosa psicóloga ya no le alcanzaban las sesiones sexuales con su novio: necesitaba largos baños de inmersión en su bañera, en los que acababa demoledoramente mientras recordaba las historias de Nina o imaginaba otras. En ocasiones (cuando sabía que estaría varias horas completamente sola en su casa), se llevaba los walkman a la bañera y se quedaba oyendo subrepticiamente las grabaciones con los relatos más candentes de la nena.
El relato con los cinco nenes villa le había pateado todos los ratones de la cabeza a Livia, pero cuando Nina, taimadamente, le contó con lujo de detalles su ‘amorío’ con el doberman Mandinga y cómo había gozado con él como jamás con cualquier ser humano, su mente quebró, y sólo quedó en su ánimo el morbo por la nena y un deseo indeterminado, que se componía de Nina en su centro pero que no se agotaba en la emputecida nínfula. La psicóloga también empezó a mirar con otros ojos a su gran danés de un año y medio, Fufi.
Mientras tanto, Livia había abandonado completamente su habitual estilo lacaniano de no decir ni mu durante toda la hora psicoanalítica. Al principio, había sentido que una niña que sale de una situación tan inhabitual y traumática necesita guía y ánimo, y aplicó su costado más kleiniano. Después intervino poco para dejar fluir el torrente verbal de la nena. Ahora, ya con la brújula psicoanalítica perdida, intentaba apagar la culposidad de Nina y rellenar el vacío resultante con más putez. La nena, maleable y calentable como cualquier adolescente de 13, enseguida enfocó esos consejos en la realidad.
Consejo: ‘No podés quedarte congelada con lo que te pasó. Tenés que seguir adelante. Sin dudas, lo que viviste despertó en vos muy tempranamente deseos de mujer que es lógico que sigan ahí una vez que se desataron. Quizá estás en una etapa de empezar a tener noviecito y sus juegos sexuales cuando encuentren ocasión, y no tiene nada de malo, siempre que se haga con responsabilidad’.
Reacción: notando que su madre estaba no sólo sobreprotectora tras su cautiverio, sino directamente castradora de todo vínculo con varones para su hija, Nina dirigió sigilosamente su interés hacia Mati, su primo y amor imposible de siempre. Tenía que conseguir que su cuida pero inocente madre la dejase salir a una matiné con su primo, que la iba a ‘cuidar como nadie’… Primero le preguntó a Mati si quería ‘hacerle pata’; después, le arrancó el permiso al padre, y finalmente, asedió durante dos semanas a su madre hasta que, fémina al fin, obtuvo esa ardua y postrera venia.
Pero en esas dos semanas, Nina ya era una caldera. Estimulada por el regreso a clase, que le dio un poco más de confianza para salir a la calle, se quedó a dormir en casa de su amiga de toda la vida, Ailu, una rubia espléndida, sin tetas pero con un culo tremendo y unas piernas divinas, de catorce años. Cuando se vieron por última vez (con 12 y 13 años respectivamente), Ailu era la zarpada y buscona de increíble orto, que ya había debutado, y Nina la tímida, inocente y cobarde; desde esa noche, en las charlas de luz apagada y cama compartida de adolescentes, Nina pasó adelante por varios cuerpos.
Ailu se quedó azorada cuando Nina le susurró cómo, durante más de siete meses, se la habían cogido viejos feos, peludos, panzones y (exageró) de enormes vergas. La rubia hizo las preguntas clásicas: ¿Te dolía? ¿Te gustaba? Cavilosa, Nina susurró lo que no le había dicho ni a la psicóloga: ‘Lo único que extraño de esos meses horrendos son los pijazos. Me encantaría tener una pija así cada noche, antes de dormirme’.
Ailu se puso boca arriba y se estiró, estremecida de deseo. ‘Después de todo lo que me contaste, ¡quiero pija ya!’.
‘Somos nenas y lindas, y los hombres son todos unos cerdos. Sólo tenemos que elegir candidato y encontrar o producir una oportunidad’, musitó Nina con el cinismo que le daba su pintoresca experiencia, y se abrazó a la rubia. Se quedaron abrazadas y acariciándose en silencio varios minutos, calientes y pensativas. Recostada sobre el pecho de la rubia, Nina sentía la piel hirviendo de Ailu y oía sus latidos acelerados. Las dos estaban calientes. No estaban calientes una con la otra, pero estaban calientes, a secas. De manera que Nina, al principio muy tenue y amicalmente, comenzó a besar a Ailu en el vientre, por encima del ombligo. Ailu sólo acarició el cabello de Nina mientras suspiraba más fuerte, lo que estimuló el besuqueo rubia abajo.
A los cinco minutos, Nina le estaba mordisqueando la conchita a través de la tanga púrpura. Ailu ni siquiera imaginaba que existiera algo así: enloqueció; a duras penas, reprimió un gemido salvaje. Como toda defensa, se tapó la cara con la almohada y abrió más las piernas. Nina advirtió que tenía cancha libre y se recostó entre las rodillas alzadas de Ailu para besar, lamer, chuponear y mordisquear los muslos dorados, las nalgas increíbles de la rubia, sin acercarse todavía a sus dos manjares mayores. Cuando por fin lo hizo, ya Ailu jadeaba de deseo; se preparaba para recibir la madre de todas las chupadas de cajeta.
Nina no la defraudó. Primero mordisqueó las nalgas de la rubia y luego corrió el hilo de la tanga teen color púrpura para apoyar la punta de su lengua en el palpitante ano de Ailu. De inmediato, la rubia sintió un shock eléctrico por todo el espinazo y quedó en situación preorgásmica. Todo cooperaba para excitarla: el relato vívido y taimado de Nina, las hormonas adolescentes, lo transgresor e inimaginable del sexo con otra chica con los padres durmiendo a diez metros y el hermano a una pared.
Después de un minuto clavando la lengua inmóvil en el ano de Ailu, Nina levantó la tanga por las piernas doradas y la tiró entre las sábanas. Se envolvió en el edredón, dobló en navaja los muslos de Ailu y, abrazándolos firmemente con sus dos bracitos de ninfa para mantener la conchita apretada, empezó a lamer a lo largo la ranura completamente sin pelos: era una conchita divina, al Abu le hubiera encantado, pensó Nina en la semipenumbra del edredón. Cuando Ailu, ya temblando, empezaba a cogerle la lengua con su conchita, Nina metió toda la lengua que pudo en la ranura de Ailu y lamió desenfrenadamente la pared derecha de la vagina. Ailu prácticamente se amordazó con la almohada para ahogar tres grititos rítmicos dados al unísono con tres vigorosos squirts, los dos primeros breves y el último, torrencial. Ni había llegado al clítoris y ya la había hecho acabar.
Entonces, mientras se sacaba la bombachita de nena que todavía la obligaba a usar su madre, Nina por fin se puso a mordisquear y succionar el clítoris varios minutos, para finalmente sacarlo del capuchón y lamerlo. Al primer contacto lengua-clítoris, Ailu dio un tremendo respingo y casi acaba de nuevo. Nina recordó en ese momento un morboso video visto en la Habitación 1 en la que un tipo le metía el puño a una chica; ella tenía la mano mucho más pequeña que ese depravado, así que quizá entrase toda sin lastimarla ni hacerle doler mucho, pensó. Puso dedos a la obra (tres al principio), rozando y por momentos golpeando la encharcada pared superior de la vagina, sin dejar de torturar el clítoris con su boca. Así, al principio sin que Ailu se diera cuenta, metió los cinco dedos y empezó a deslizar la mano como un tornillo dentro de la conchita espumosa y pelada.
Ahí Ailu sí sintió dolor, pero mayor fue el asombro, y todavía más grande el morbo que le hizo abrir más las piernas y prepararse para recibir un regalo riquísimo. Cuando Nina logró meter toda la mano hasta la muñeca, y sin dejar de chupetearle el clítoris, juntó el puñito y empezó a moverlo como un pistón; Ailu estaba acabando de nuevo, de a chorritos ínfimos, en su boca, mientras daba gemidos fugaces, de gatita azorada en su primera cópula real: Nina había movido su mano como el Jefe movía la pija.
Después, conocedora de cada pequeño secreto del placer de una concha, Nina apoyó el puñito en el fondo y empezó a rotar la muñeca. Ailu juntó las piernas, atrapando la cabeza y el brazo de Nina, y acabó gimiendo desconsoladamente bajo la almohada.
Casi sin darle tiempo de recuperarse, Nina pegó su pubis al de la rubia y empezó una fogosa tijereta mientras le chupaba y lamía los piecitos. Enseguida, Ailu estaba cooperando con los conchazos. Así, la rubia alcanzó su cuarto orgasmo (el menos furioso) de la noche y Nina pudo mitigar su deseo de pija lo suficiente como para dormirse.
Al otro día, Ailu no podía ni mirar a Nina de la vergüenza por lo que habían hecho en la penumbra. Nina estaba fresca como una lechuga al respecto. Sin embargo, al llegar la noche del sábado (estuvieron juntas todo el día, salieron a cenar con los padres y después al cine, y se acostaron tarde, como a las tres), Ailu estaba supercaliente y con ganas de repetir, aunque tensa.
Tranquilísima, Nina sacó de su bolso una petaquita de whisky que había robado de su casa (su padre era abstemio, pero siempre le regalaban del trabajo o algún amigo whisky, vino o champagne, generalmente en cajas). Le ordenó a la azorada Ailu que fuera a buscar el vaso de lavarse los dientes y lo trajera tras enjuagarlo. Luego llenó un cuarto con whisky y le ordenó ‘Fondo blanco’; acto seguido, ella hizo lo mismo. Se quedaron las dos un par de minutos haciendo morisquetas por lo fuerte que era y lo feo que les parecía. Después se enjuagaron abundantemente la boca en el baño para sacarse el gusto feo.
Ahí nomás, de paradas, Nina le comió la boca a Ailu al costado del lavabo un par de minutos. Después la dio vuelta, la hizo apoyar las manos contra la puerta, le subió la mini, le hizo separar las rodillas, le bajó la tanga hasta la mitad de los muslos y empezó a comerle ese ojete divino. Le calentaba que la rubia estuviera tan buena y fuera tan puta, pero lo que más buscaba era corromperla; primero porque sí, para compartir su putez con su mejor amiga; y después para gozar más juntas, y también, vagamente, para encontrar una cómplice de futuras correrías. La rubia, todavía azorada por la degeneradez de Nina pero ya relajada por el tragazo de whisky que se había tomado, se dejó comer, chupar, amasar y mordisquear el ojete todo lo que su amiguita quiso.
Nina empezó a darle palmaditas sobre la concha y el clítoris, lo que hizo a Ailu tirar conchazos al aire. Nina le indicó suavemente con sus manitos que abriera más los muslos y empezó a lamer la raja húmeda y espumosa de Ailu, que paró más la cola, dando sus primeros gemidos. Entonces Nina le metió un dedo en el culo. Ailu dio un respingo y comentó, admirativa ‘¡Qué degenerada que sos! Me supercalienta’.
‘A las chicas nos encanta que nos hagan cosas degeneradas y nos dominen’, la aleccionó Nina y, uniendo la palabra y el acto, le dio un chirlo en el espléndido culo. Ailu dio un gritito y soltó una breve carcajada. Acto seguido, Nina abrió briosamente el orto con las dos manos y metió su cara entre las nalgas de la rubia, mientras comenzaba a dar lengüetazos a la ya goteante conchita de Ailu. La rubiecita ya gemía como una gata en celo, continua y quedamente.
Cuando ya la tenía al borde del quinto nocaut, Nina le dijo a la rubia ‘Vamos a la cama’. Se tiraron abrazadas, besándose, y enseguida hicieron un furibundo 69. Ailu, con timidez, dulzura y asco, pero obligada por gratitud a devolverle a su amiga del alma algo de todo el placer que le estaba dando; Nina, con pericia y morbo, buscando emputecerla.
Después se quedaron un rato abrazadas, sudadas, charlando bajito y besándose, hasta que se calentaron de nuevo y culminaron la noche con una tijereteada furiosa que las dejó exhaustas tras su, respectivamente, sexto y segundo orgasmo.
A partir de allí, se hicieron más amigas que nunca. La mamá de Nina aceptó con alborozo el acompañamiento terapéutico de Ailu, así que siempre salían juntas a hacer deportes o a entretenerse y, salvo que un compromiso de una familia las separase, pasaban los fines de semana juntas.
Así, en cada madrugada de sábado, domingo o lunes, se encerraban en la pieza de una de ellas y se sacaban las ganas locas que tenían. Nina no se dejaba meter el puño de Ailu porque era demasiado grande y le hacía doler, pero Ailu estaba enamorada del puñito de Nina.
Como una o dos veces a la semana quedaban solas en casa de Nina a la hora de la siesta y se zampaban un par de horitas de sexo, Ailu prácticamente no necesitaba novio.
En cuanto a Nina, estaba desesperada de pija, y el sexo con Ailu era para ella una paja de a dos y el morbo de emputecer a la rubiecita. Nunca le había dicho que había cogido con un perro, un niño down o con cinco nenes de la villa. Sólo aludía vagamente a ‘viejos panzones y pijudos’.


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