Qué noche de boda!
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por barquito.
Qué noche de bodas!
LUISANA
A los veintiséis años, Luisana aun no había encontrado lo que en otros tiempos se llamaba el príncipe azul, aquel que resumiera las virtudes estéticas y personales que un involuntario estándar fijaba en su subconsciente.
Eso no quería decir que no lo hubiera estado buscando y en esa búsqueda, no había tenido problemas en acceder a sus distintos requerimientos sexuales porque, justamente, ella sentía que allí se asentaba la base para un feliz matrimonio una vez pasado el deslumbramiento de enamoramiento. Sin embargo, siempre había tenido el cuidado de hacerles creer que, si bien no era virgen a causa de sus desaforadas masturbaciones adolescentes, lo era en las relaciones con hombres y simulaba aceptar con reticencia determinadas prácticas en las cuales era ducha y competente.
De esa forma y por años, había disfrutado de un sexo heterogéneo en el cual aprendiera distintas técnicas que practicaba en un solo acto y las variantes más insólitas del sexo oral, vaginal y, aunque luego la disfrutara intensamente, la dolorosa experiencia inicial de la sodomía. Sin embargo y a pesar de su denodada entrega, no había hallado aquel hombre ideal y sólo su discreción la había preservado de ser considerada promiscua.
Ahora, por fin parecía haber encontrado a su alter ego; circunspecto hasta casi la indiferencia, Esteban había evitado ahondar en intimidades de su vida anterior, especialmente porque ella utilizara la misma técnica de fingida pacatería.
Con todo, Luisana no sólo era humana sino que había desarrollado un voraz apetito sexual y, aunque en los lapsos en que estaba sin pareja se consolaba a sí misma satisfactoriamente, las fieras del deseo carcomían sus entrañas por hacerlo con un hombre. Y así fue como se dejó”conquistar” por los mesurados avances de Esteban.
De sus timoratos sonrojos a las caricias y besos, simuló adquirir la osadía de ir más allá y rápidamente transitó la escalada que la conduciría a dejarlo manosear y chupar sus senos, para más tarde y con pacata gazmoñería, permitirle el tanteo al sexo que terminaría en una sucesión de satisfactorios sexos orales que retribuía con masturbaciones y golosas mamadas. Sin embargo y como ella estaba convencida de que él era aquel hombre ideal que alimentaba sus fantasías, no se permitió profundizar la relación sino hasta que Esteban le propusiera matrimonio.
Sin sobrepasar esos límites que ella se desesperaba por trasponer y que significaron una tortura que cada noche debía aliviar con profundas masturbaciones o recurriendo al uso de los diferentes “juguetes” que acumulara en esos años, pasaron seis meses hasta que concretaron la boda.
Como ninguno de los dos era un chico, dejaron de lado la melindrosa hipocresía de la noche de boda en un hotel y directamente, después de la cena con que los agasajaran sus parientes, fueron a aquel que sería su hogar.
Haciendo valer su timorata hipocresía de pseudo virgen, se encerró en el baño para ducharse y cambiarse, circunstancia que precisaba para untar su vagina con aquel poderoso astringente que le recomendara usar su ginecóloga y que ya utilizara en repetidas ocasiones para simular la estrechez de la vagina.
Al salir, vestía un camisón de gasa que, corto hasta las nalgas, dejaba traslucir su desnudez absoluta y con simulada vergüenza, levantó la sábana para acostase junto a Esteban. Si había algo que la atraía de este, aparte de su rostro atildado y la afabilidad de sus maneras, era la reciedumbre de su cuerpo que, sin poseer la musculatura exagerada de los atletas, le resultaba profundamente atractivo.
Acurrucándose mimosa a su lado, esperó a que él tomara la iniciativa y casi al instante, sintió los fuertes dedos escalando sobre el muslo hasta alcanzar la firmeza de las nalgas y entonces, atrayéndola hacia sí, le hizo sentir la fortaleza de su verga, ya tumefacta.
Abrazándolo y al tiempo que le susurraba que tuviera paciencia y no la lastimara, ya que tenían toda la vida para hacer lo que quisieran, no pudo evitar que su mano angurrienta después de tanta abstinencia se deslizara a la búsqueda de aquel miembro que conocía como poderoso.
Simulando una reticencia temerosa, dejó a los dedos rozar aquel falo que ya habitara su boca y en suave masturbación mientras buscaba la boca de él con la lengua tremolante, fue haciéndole adquirir el tamaño que ella esperaba.
Mientras jugueteaba con los dedos en sus nalgas para luego ir deslizándose dentro de la hendidura, recorriéndola con delicada prepotencia hasta encontrar su sexo, él murmuraba en su oído que ella ya no parecía ser lo mojigata que aparentaba y estaba seguro de que, con un poco de práctica, se convertiría en su putita personal, disfrutando y haciéndole disfrutar de las más excelsas variedades del sexo.
Verdaderamente, la calentura la sobrepasaba y a riesgo de descubrir su fingida naturaleza, mientras musitaba tiernas promesas de que sería quien él realmente quería que fuera en esa sociedad de secretas ruindades y vilezas tácitamente no difundidas pero establecidas en los matrimonios, ya masturbaba francamente entusiasmada la verga que iba adquiriendo una dureza extraordinaria y entonces, haciendo a un lado la ropa de cama, Esteban la acomodó en el centro de la cama.
Casi arrancándole el escueto camisón, se acostó invertido sobre ella para abrirle las piernas y hundir su rostro en la fragante entrepierna. Luisana acostumbraba realizar el ritual de un buen sesenta y nueve como prólogo a sus mejores cogidas y estando segura de que la loción íntima no afectaría la boca de él por lo profundo de su aplicación, buscó la verga para acariciarla al tiempo que mandaba su lengua a recorrerla con tan prudentes como tímidos lengüetazos.
Abriéndole las piernas, Esteban las encogió para calzarlas debajo de sus axilas y entonces la lengua se deslizó sobre el oscuro manto de su vello púbico para alcanzar el nacimiento de la raja en que se alzaba la ya enhiesta excrecencia del clítoris. Aquello le resultaba tan maravilloso que, descuidando su actuación y mientras los dedos masturbaban expertamente al falo, la boca buscó angurrienta los arrugados tejidos del escroto para agredirlos con sus lambetazos y luego enjugar la saliva en fuertes succiones de los labios.
El entusiasmo parecía haberse contagiado a su marido que ahora dilataba con los dedos los labios mayores de la vulva para hacer a la lengua recorrerlos vibrante hasta alcanzar la prieta entrada a la vagina y, respetándola, retornar hasta la cima, donde se entretuvo unos momentos fustigando con la lengua al clítoris que más tarde los labios atraparon para succionarlo reciamente.
Luisana ansiaba tener en su boca aquella barra de carne y en tanto ascendía por ella envolviéndola entre los labios succionantes al tiempo que la mano estimulaba la ovalada cabeza en movimientos envolventes, sentía como toda ella parecía deslizarse en un alucinante tobogán de deseo.
Olvidado su papel de casta soltera, abrió la boca como ella sabía hacerlo y fue elevando la cabeza hasta que la punta de la fantástica verga rozó la glotis y entonces, cerrando prietamente los labios contra la piel, inició un lerdo ir y venir que con el transcurso del tiempo fue cobrando mayores bríos.
Entusiasmado por la respuesta de la quien él creía inexperiente muchacha, Esteban puso a sus labios y dientes a succionar y raer la excrecencia sin lastimarla mientras un dedo se deslizó cautamente para explorar la entrada a la vagina y ya iba a incursionar adentro, cuando Luisana lo sorprendió, porque, dando una fuerte voltereta, consiguió que él quedara debajo.
En esa posición dominante, ella se sabía dueña de la situación y en tanto se acomodaba con las piernas arrodilladas para que el sexo quedara justo sobre la boca de su marido, tras masturbar reciamente al tronco con las dos manos, fue alternando esas manipulaciones con hondos y lacerantes chupadas al falo. Y así, aferrados uno al otro en una perfecta yuxtaposición, se debatieron durante unos minutos hasta que Luisana se incorporó para dar media vuelta y acaballándose sobre la entrepierna de Esteban, tomó al falo entre sus dedos para que se introdujera en la vagina.
Tenía conciencia de que esa desaforada reacción asombraba al hombre pero su lasciva concupiscencia se hacía irrefrenable y, flexionando las piernas, fue bajando el cuerpo para que la verga fuera introduciéndose lentamente en la vagina, porque esa loción astringente era verdaderamente efectiva comprimiendo los músculos y a ella misma, el roce del falo se le hacía doloroso.
Expresando en el rostro y en los ayes el sufrimiento real que experimentaba, descendió hasta que el miembro chocó contra el cuello uterino y, después de un hondo suspiro, comenzó a subir y bajar con tal fogosidad que su marido, pidiéndole que se calmara, la hizo acompasar el galope al de su movimiento pélvico al tiempo que aferraba entre sus dedos para sobar y estrujar los levitantes senos que se movían aleatoriamente frente a sus ojos.
A ella le era imposible dominar la calentura que la dominaba e inclinándose hacia atrás para sostenerse con las manos apoyadas entre las rodillas de Esteban, fue imprimiendo al cuerpo unos violentos rempujones que le hacían sentir plenamente la potencia de la verga estrellándose en el fondo vaginal.
Sacada totalmente, expresaba su contento en roncos bramidos por los que expresaba que así era como había esperado ser cogida y ya en el paroxismo, volvió a enderezarse; aferrándose a las manos de su marido y utilizándolas como sostén, flexionó vigorosamente las piernas para penetrarse con violencia y, con la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados por el placer, proclamó a los gritos la próxima llegada de su orgasmo y cuando eso sucedió, se derrumbó como fulminada sobre el musculoso pecho de Esteban.
Aunque él no alcanzara a acabar a causa del frenético accionar de su mujer, tal entusiasmada habilidad en quien presumiera de su virginidad, le hizo sospechar a Esteban que, por lo menos en ese aspecto, había sido engañado por la hermosa joven a quien realmente amaba y esperaba que ella le correspondiera de la misma manera.
El tampoco era quien aparentaba ser y en la intimidad, era fervoroso amante de ciertas perversidades a las que las mujeres comunes no sólo no eran afectas sino que repudiaban. Decidido a comprobar si había sido seducido por interés, cuánta era la verdadera experiencia sexual de su actual mujer y, finalmente, sí encajaba en la categoría de quienes, como él, disfrutaban con las depravaciones más viles, acomodó a su lado a aquella que, todavía jadeante por el esfuerzo físico, permanecía amodorrada sobre su pecho.
Ya conocía lo virtuosa que era en las felaciones y cuanto parecía gustarle el sexo oral en ella, así que, siendo expeditivo y tal como estaba acostada de lado, le encogió la pierna izquierda sobre su cadera para ir penetrándola lentamente. A pesar de que el líquido astringente hubiera perdido parte de su efecto, los músculos se mantenían prietos impidiendo el paso al falo y haciendo reaccionar a la joven, quien aparentemente dispuesta a no seguir con la simulación, murmuró mimosamente su complacencia por la intrusión, pidiéndole abiertamente que la cogiera bien cogida y haciéndole sentir todo el rigor de un verdadero macho.
Confirmado su aserto y resuelto a verificar si por lo menos había conseguido una compañera ideal para sus vicios, hundió nuevamente la verga en esa vagina que ahora parecía ser más complaciente hasta que su pelvis golpeó contra la vulva y, modificando la posición de las piernas, se incorporó para hacerle encoger la derecha contra los senos y él alzó verticalmente la otra, apoyándola estirada sobre su pecho.
Así distendido, el sexo se mostraba en plenitud y los labios mayores que el falo dilataba en la parte inferior, dejaban ver el interior de una vulva cuyos labios internos se arrepollaban en ennegrecidos frunces y un clítoris que se alzaba erecto bajo su arrugado prepucio. Asido al largo y escultural muslo en tanto encogía su pierna derecha para apoyar el pie firmemente en la cama, fue penetrándola hasta escucharla ronronear de contento y, dándose envión con las caderas, inició una cópula de perversa lentitud.
Esa era una de las tantas posiciones que Luisana dominaba y estrechando la rodilla contra su pecho para someterla a profundos chupones y raerla con los dientes al tiempo que meneaba la pelvis, sintió como el falo la conducía a esas regiones de las que nunca deseaba regresar. Mezclando ayes con maldiciones, le pedía a su marido más y más en medio de fervorosos asentimientos y, cuando aquel introdujo un dedo pulgar en su ano, creyó desmayar de dicha.
Era tal la intensidad del goce que, sin siquiera pensarlo concientemente fue desasiéndose de Esteban y acomodando el cuerpo sin que el falo abandonara el sexo, fue quedando arrodillada con la grupa erguida en oferente reclamo.
Ante esa actitud de entrega total, este se acuclilló detrás para, asiéndola por las caderas, reiniciar la cópula en medio de los ayes, quejidos y urgidos reclamos de la muchacha de que la rompiera toda y, tras siete u ocho de esos remezones en los que por la violencia del empuje las carnes de Luisana se estremecían, ella misma juntó la rodillas para incrementar el roce de la verga por la estrechez, sintiendo que esos ardores presagiaban la obtención de uno de aquellos orgasmos múltiples a los que sólo un par de hombres la condujeran.
Ahogada por la saliva que se acumulaba en su boca y la falta de aire por el esfuerzo, sintiendo como nuevamente Esteban había vuelto a introducir un dedo pulgar en su ano en movimientos copulatorios, la suplicó que no la hiciera esperar más y la culeara.
Aunque muchas habían accedido a ese pedido suyo, algunas se lo negaran enfáticamente y otras realmente disfrutaban con la sodomía, pero ninguna jamás se lo había pedido voluntariamente. A pesar de estar mojado por las mucosas que fluyeran de la vagina y la dilatación que alcanzara con el pulgar era importante, Esteban dejó caer abundante saliva en la hendidura y sacando el falo empapado por los fluidos vaginales del sexo, fue presionando contra los esfínteres para que, en medio de los grititos entusiastas de su mujer en el sentido de que así era cómo lo quería, la imponente verga se hundiera en el recto hasta que las nalgas de Luisana chocaron contra la mata velluda de su marido.
Como en sus momentos de mayor satisfacción a manos de los pocos amantes anteriores a quienes entregara la honra de su ano, precisamente por ser efímeros y circunstanciales, el goce que le otorgaba la verga de su marido era tan hondo, tan increíblemente placentero que, afirmando sus manos contra el lecho, se dio impulso para hamacarse y ser ella quien fuera al encuentro del falo portentoso.
La voz melodiosa de su mujer transformada por la incontinencia y la lascivia en un ronco bramido en el que insistía con un repetitivo sí que competía los roncos “más”, dieron a Esteban la certeza del engaño y de la licenciosa lubricidad de su mujer; en tanto se prometía hacerle pagar caro sus mentiras, dio mayor empuje a sus piernas encorvadas y así, como un mitológico fauno sometiendo a una ninfa complaciente, se entregaron a la sodomía hasta que, luego que ella proclamara a voz en grito la próxima llegada de su orgasmo mientras el se deleitaba admirando como el dilatado tubo sin borde alguno que era la tripa permanecía abierto como un embudo cuando él sacaba el miembro y nuevamente volvía a cerrarse lentamente, hundía reiteradamente la verga con saña malévola.
Las ansias por acabar traicionaban a Luisana y quedando apoyada sólo con sus hombros y cabeza contra las sábanas, envió las manos a separar con los dedos las nalgas con la esperanza cierta de que la verga la penetrara aun más hondamente y al sentir en la tripa la tibieza del semen de Esteban inundándola, dos dedos acompañaron al falo en medio de sus suspiros satisfechos.
Al verla desmadejada y con una sonrisa disoluta iluminándole el rostro, Esteban decidió dejarla descansar hasta el día siguiente.
Cuando en la mañana Luisana lo sintió traquetear en la cocina preparando el desayuno, tuvo un poco de culpa y miedo por haberlo engañado y prometiéndose que trataría de capear el temporal sin dañar a quien realmente amaba, se metió en el baño para lavar de su cuerpo y mente las circunstancias de la noche anterior.
Esteban también la amaba, pero el saberse tocado en su hombría y candidez había modificado sus propósitos de enmienda, por lo menos con ella, con respecto a sus vicios sexuales, jurándose convertirla en el instrumento más afinado de sus desviaciones, incluido el sadomasoquismo.
Golpeando discretamente la puerta del baño al tiempo que le anunciaba que el desayuno la esperaba en la cama, se dirigió al dormitorio para esperarla sentado en el lecho que aun olía a sus exudaciones y humores corporales.
Al verla entrar cubriendo castamente su torso por una pequeña toalla de mano, casi renuncia a su propósito pero un algo muy adentro le dijo que no le tuviera perdón.
En tanto saboreaban el desayuno, flotaba una especie de incomodidad entre ellos, como si ninguno de los dos se atreviera a encarar el tema. Finalmente, fue Luisana quien dio el puntapie inicial, al preguntarle con voz pequeñita si había quedado satisfecho por su comportamiento de la noche anterior.
Eso le dio oportunidad a Esteban para que, una vez apartada la bandeja sobre una cómoda vecina, decirle seriamente que él entendía el matrimonio como una sociedad en la que cada uno aportaba lo mejor y lo peor de sí mismo y entre los dos equilibraban los tantos para una convivencia si no perfecta, por lo menos armónica. Dentro de esa confianza mutua y si bien eso nunca trascendía más allá del cuarto, la pareja debía entregarse mutuamente a los actos sexuales que sus cuerpos y mentes les exigieran, sin vergüenzas, culpas ni justificaciones y confesarse todo con respecto a sus experiencias anteriores o cuales cosas lo satisfacían más y mejor.
Contenta porque fuera su marido el que le allanara el camino, ella admitió su fingida virginidad pero se apresuró a aclararle que no lo había hecho con el propósito de perjudicarlo sino que, era tanto el amor que sentía por él, que, temerosa de perderlo si se le entregaba como realmente lo deseaba, urdiera aquella mentira que, por otro lado, había sido inocente.
Simulando perdonarla y para convencerla, él le quitó la breve toalla y en tanto la besaba con apasionamiento, sus manos comenzaron a jugar con los pechos a los cuales la sola referencia al sexo había consolidado.
Luisana se alegraba de que la buena predisposición de él le evitara proseguir con el engaño y dispuesta a compensarlo con el inicio de aquella confianza que le reclamara, entre beso y beso, se regodeó al relatarle con puerca satisfacción qué cosas la satisfacían, cómo y cuándo ejecutarlas, en tanto le explicaba minuciosamente en qué era experta para complacerlo a él.
Ya que ella le abría esa puerta, él decidió comenzar si más con el examen y bajando a los pechos, se ensaño con labios, lengua y dientes en las aureolas y pezones, fustigándolos con la lengua para después de succionarlos con violencia, hincar los dientes en la mama con la colaboración de las uñas en el otro pecho.
En su vasta experiencia sexual, muchos habían jugueteado con sus pechos y algunos decididamente habían estado violentos, pero la iracundia con que su marido atacaba los senos era inédita, ya que los dientes no se limitaban a rascar los costados del pezón, sino que se hundían en la carne en verdaderas mordidas y semejante tarea ejecutaban las uñas en el otro, especialmente la del pulgar que, poderosa, se clavaba inmisericorde en la mama. Por momentos el sufrimiento se le hacía inaguantable pero el goce superaba ampliamente esa intensidad y todo su cuerpo vibraba de deseo mientras el vientre era un verdadero caldero que consumía con voracidad los ríos internos que sus hormonas hacían fluir hacia el sexo.
Como ella le confesara, aquello parecía desesperaba de histérica angustia y dispuesto a llevarla a la cúspide, arremetió con mayor reciedumbre, dirigiendo la mano que torturaba al pezón a su entrepierna para clavar en el clítoris toda la reciedumbre del filo de las uñas, hasta que, entre los ayes y reclamos exasperados de Luisana porque le hiciera alcanzar el orgasmo de esa manera, fustigó con recios golpes de sus manos a los senos bamboleantes que rápidamente mostraron en rojizas marcas los trallazos de sus dedos, provocando en la mujer un anheloso pedido para que la hiciera sufrir más y más, que culminó cuando ella exhaló como una especie de canto de amor y con grititos histéricos le hizo saber que estaba evacuando sus jugos uterinos.
Todavía se estremecía en medio de los convulsivos espasmos y contracciones, cuando Esteban le levantó las piernas y así, sin previo aviso, apoyó la verga en el ano y empujó, tan violentamente que, antes de que pudiera reaccionar para exhalar un grito de dolor, todo el falo se encontraba dentro.
Ferviente adoradora de la sodomía y ya sin freno alguno, abrió bien las piernas separando las nalgas con sus manos para facilitarle la penetración y, cuando toda la verga se deslizó placenteramente en el recto, envió una de ellas a estimular al clítoris y la otra a clavarse dolorosamente en sus pechos.
El sexo matutino la motivaba y apoyándose en los hombros, con la cara aplastada de lado en las sábanas, incitó a su marido a culearla aun más violentamente al tiempo que dos de sus dedos se hundían en la vagina a la búsqueda del punto G y, cuando lo ubicó, lo restregó vigorosamente al tiempo que proclamaba la próxima llegada de su siguiente orgasmo.
Ese y los días subsiguientes, él la condujo por senderos del sexo que, a pesar de su experiencia, nunca había transitado y a los que ella se entregó con un fervor desusado aun para ella misma.
Aparte de enseñarle nuevas posiciones casi acrobáticas pero que le hacían rozar placeres celestiales, él le hizo experimentar con distintos sucedáneos que, le explicó, solían ser utilizados por mujeres solas que no tenían acceso económico o físico a los sofisticados “juguetes” de los porno shops, para masturbarse o hacer que las poseyeran con ellos; así, una batería de objetos que no se le hubieran ocurrido por comunes o cotidianos, como embutidos de distinto largo y grosor, velones de diferentes tamaños y formas, y hortalizas como pepinos y zuchinis, habitaron gratamente su sexo hasta llegar al epítome de soportar desfalleciente de dicha, el transito de un botella de Coca Cola llena de agua caliente.
En una semana transitó ese repertorio terrible y depravado con tanta satisfacción como ni siquiera hubiera llegado a fantasear en sus más alocados sueños de otros tiempos y cuando ella tomó la iniciativa para pedirle cosas nuevas a Esteban, este demostró poseer una cantidad de “juguetes” sexuales de los que ella ni conocía su existencia; varios vibradores “mariposa” que se adherían a su sexo la preparaban para el uso de “rosarios”de acero inoxidable con bolas de grosor aleatorio con el que su marido llenaba tanto su vagina como el recto para luego sacarlos violentamente con sensaciones inéditas de placer.
También conoció a distintos consoladores que eran vibradores y que poseían, formando el tronco, secciones que cubiertas de excrecencias verrugosas giraban aleatoriamente en sentidos opuestos u otros que tenían superficies escamosas cuyas membranas se abrían al hacer retroceder el artefacto. Los había imitando en todo a un pene real, con venas, anfractuosidades, prepucio y testículos u otros que, de elástica silicona traslúcida, lisos como la porcelana, poseían en su interior una especie de resorte articulado al que se podía doblar en las posiciones más insólitas, como formar una U para que sus ovaladas cabezas dobles, penetraran simultáneamente a sexo y ano.
Sin embargo y a pesar del goce aberrante que estos le proporcionaron, el que mayores sensaciones le hizo experimentar, fue uno que, de apariencia normal, luego de ser introducido y mediante un botón en su base, se expandía hasta llenar por completo la vagina y con el hábil manejo de Esteban, su superficie granulada se movía aleatoriamente en su interior hasta que, a sus instancias, su marido le hizo dilatar como en un indeciso parto repetido los esfínteres vaginales con un cadencioso un vaivén por el que no terminaba de salir y que la condujo a orgasmos de increíble hondura y placer.
Esteban no olvidaba llevarla a las máximas situaciones de depravada vileza y en tanto la sometía a esas penetraciones de lujuriosa incontinencia con las que lo sorprendía por su voluntariosa entrega y Luisana misma se descubría fantaseando con nuevas combinaciones de los distinto objetos, buscaba hacerla hablar sobre situaciones anteriores donde gozara con distintos hombres y ella, utilizando esos interrogatorios y sus consecuentemente detallados relatos, lograba incrementar la profundidad de sus sensaciones, hasta que, subrepticiamente, Esteban la condujo a hacerle confesar cosas que ella fantaseara pero que no se atreviera a manifestarle.
Bajo la apariencia de un ejercicio de preferencias y conociendo sus gustos, la estimuló a que le contara con qué artistas le gustaría tener sexo y en cada caso, qué tipo de sexo. Como se trataba de personajes inasibles, ella se explayó en qué depravaciones se enredaría y cómo le gustaría ser sometida hasta que cierto día, las preguntas tomaron un carácter que a ella le recomendó prudencia.
Ya habían transcurrido dos meses de tan particular relación y Luisana, como una gata ahíta, cada día se regodeaba pensando con qué propuesta la sorprendería su marido, especialmente porque sus noches se veían matizadas con salidas para encontrarse a cenar con parejas de amigos de él y poseían poco tiempo para dedicarle a sus extravagantes perversidades.
No obstante y como Esteban se dio cuenta que ella estaba dubitativa en hacerlo partícipe de sus fantasías pero no ha realizarlas en la cama y de modo superlativo, pero sabiendo también que aquellas conversaciones eran un factor imprescindible para que su excitación se potenciara, llevándola a practicar las cosas más abyectas con entusiasmo encomiable, fue dándole un giro distinto a los diálogos, especulando con que la calentura soltara su lengua como habitualmente lo hacía, interrogándola sobre con cual de sus amigos que conociera recientemente, se animaría a tener sexo y por qué.
Ella había captado la suspicacia que preñaba las palabras de su marido pero imbuida ella misma en la profunda perversidad de aquel juego perverso del que no podía ni quería salir, casi a regañadientes pero solazándose interiormente por el contenido de verdad que expresaba tal revelación, fue enumerándole a dos o tres cuyo aspecto movía cosas en su mente y su vientre y, ante la insistencia de los por qué y qué cosas en particular le gustaría hacer o que le hicieran, entró a esa broma malévola, enumerando las virtudes físicas que presumía en los hombres y se regodeó al relatarle con lujo de detalle cada cosa a la le gustaría ser sometida y con qué salvajes indignidades les correspondería ella, hecho lo cual y para dar sustento a cuanto esas conversaciones la calentaban, se abalanzó sobre él para hundirse en otra de esas largas noches de malsana incontinencia.
Dos días más tarde, Esteban regresó de uno de aquellos partidos de fútbol nocturnos que practicaba con sus amigos desde hacía años y después de bañarse, con el cuerpo vigorizado por el ejercicio, comenzó a someterla con uno de aquellos “juguetes” que a ella le encantaban como preparación para una de esas cópulas demoníacas y, realmente, como si el deporte lo hubiera inspirado, su marido la guió en una serie de extrañas posiciones que rápidamente lo llevaron a eyacular pero sin que ella hubiera alcanzado su orgasmo.
No obstante su brevedad, el coito había sido intenso y Luisana, acompañando el sopor de Esteban, rumiando la bronca de esa frustrada satisfacción que aun sentía bullir en las entrañas, se dejó estar en una aletargada somnolencia, percibiendo como al poco rato, él se levantaba de la cama.
Sumida en ese duermevela, lo sintió retornar al lecho y con un hondo suspiro de satisfacción recibió las caricias de sus dedos recorriéndole la espalda hasta arribar a las nalgas para tantear cuidadosamente el interior de la hendidura. Despatarrándose boca abajo en la cama con una pierna encogida, sintió como los dedos recorrían los muslos, cosquilleaban en el hueco detrás de las rodillas y ante su ronroneo mimoso, las manos separaron las piernas y empujando su grupa hacia arriba, la punta traviesa de la lengua buscó su sexo.
Hacía rato que Esteban no tenía esas gentilezas y ese retorno la satisfizo hasta que la consistencia de los dedos que mantenían elevadas sus ancas, le hizo comprender que no eran las de su marido pero, cuando intentó hacer un movimiento de rebeldía, fueron las manos de este las que sí la mantuvieron inmovilizada contra el lecho al tiempo que le susurraba al oído que sus sueños mas viles serían satisfechos por sus amigos.
Sintiéndose desvalida y comprendiendo que había sido víctima de sus propias patrañas, terminó por aceptar que Esteban sólo había hecho aflorar toda la concupiscente ruindad que la habitaba y de cuya profundidad daba cuenta el hecho de que lo que el hombre ejecutaba con dedos y lengua en su sexo había conseguido elevarla a la cúspide de la excitación.
También comprendía que esa lúbrica incontinencia, natural en ella, había sido potenciada de manera exponencial en poco más de dos meses por su marido con ese único propósito y admitiendo cuánto disfrutara hasta de las cosas más depravadas que no aceptaría una mujer en sus cabales, sintiendo crecer al monstruo de la excitación insatisfecha por aquel orgasmo frustrado expresamente por Esteban, se dijo, por qué no, al tiempo que daba vuelta la cara apoyada en las sábanas para ver como Esteban se sentaba en el piso para observarla mientras manoseaba sus genitales en solitaria masturbación.
Motivada por el voyeurismo de su marido y por esa inquietud que carcomía sus entrañas, elevó voluntariamente el trasero para llevar sus manos a entreabrir las nalgas al tiempo que le pedía a quien la mineteaba que intensificara el accionar de la lengua con el agregado de los dedos en la vagina.
Obedientemente, el hombre excitó con dos dedos al todavía erguido clítoris y en tanto la boca se engolosinaba chupeteando los colgajos carnosos de los labios menores, dos gruesos y largos dedos se hundieron en la vagina, resbalando sobre las mucosas en un movimiento de rascado combinado con un corto vaivén.
Hacía tiempo que cosas tan básicas habían sido abandonadas por la pareja y ella encontraba en aquella sencillez todo el goce de sus primeros años de sexo. El hombre, a quien aun no podía identificar, pareció comprender esa necesidad y dándola vuelta hábilmente mientras él se colocaba invertido para invitarla a un recíproco sexo oral, le encogió las piernas para colocarlas bajo sus axilas, dejando totalmente expuesta la zona venérea.
Identificó a Germán por la voz y el falo que oscilaba frente a sus ojos confirmando el mote de Boa despertó la malsana curiosidad por la que lo eligiera entre los favoritos. Todavía tumefacta, la verga era el miembro más grande que viera en su vida, superando la recia contundencia de los mayores consoladores de su marido, aun de la fantástica botella de gaseosa. Condicionada por este para arribar a esas circunstancias en que perdía los estribos de la racionalidad para satisfacer sus apetitos más oscuros, asió con ambas manos el magnífico príapo, masturbándolo en lentas caricias al tiempo que alzaba la cabeza para que su lengua recorriera voraz la punta del glande al que cubría casi totalmente el prepucio.
Rápidamente y al conjuro de sus apretujones y manoseos, el falo iba cobrando ese carácter y colocando una almohada bajo la cabeza, atrajo hacia sí al hombre mientras la boca, presionando contra el glande, iba desplazando trabajosamente al prepucio hasta ese surco en la base para luego iniciar un corto vaivén, chupando ávidamente la ovalada cabeza.
Entretanto, la boca de Germán hacía prodigios en su entrepierna, ya que lo posición favorecía que la boca se asentara sobre el fruncido haz de los esfínteres anales, succionándolos vigorosamente y dando lugar a la lengua para que los estimulara con su trepidar, dilatándolos hasta penetrar al recto en un delicioso prologo a la introducción del pulgar.
Obnubilada por el tamaño del falo y dando gracias a haber practicado tanto con los pepinos, casi dislocando sus mandíbulas, abrió la boca para ir introduciendo el tronco del falo portentoso hasta que una náusea le dijo que se detuviera y entonces comenzó a retirarse, pero dejando que los labios lo ciñeran prietamente y los filos de sus dientes rastrillaran la piel.
Sodomizándola con el dedo en lerdo ir y venir Germán llevó la lengua vibrante a recorrer la sensibilidad del perineo mientras con la otra mano estregaba despaciosamente al clítoris. Accediendo a la famosa fourchette, la boca estimuló reciamente los alrededores de la entrada a la vagina pero cuidándose de penetrar en ella para ir en busca de los labios mayores que ya distendidos no ofrecieron resistencia cuando dos dedos los separaron y la maraña de sus arrepollados labios menores entró en escena con el esplendor de sus frunces que iban desde el blanquirosado en su base hasta el violáceo negruzco de los bordes.
Tras comprobar su maleabilidad con el tremolar de la lengua, recorriéndolos en toda su extensión, Germán inició un trabajo extraordinario por el que los labios encerraban los tejidos en una especie de suave masticación para enjugar la saliva y ese proceso se repitió en toda la región, hasta que índice y pulgar suplantaron a la boca y esta se dedicó con exclusividad al clítoris.
Aquello sacaba de quicio a Luisana y ella también se dedicó con ahínco a chupar profundamente al glande en tanto sus manos l restregaban al tronco en suave vaivén con movimientos circulares encontrados y cuando él encerró entre sus labios al largo y ya erecto clítoris para chuparlo con la misma intensidad que ella lo hacía en el falo, separó su boca por un instante de este para rogarle que la hiciera acabar con su eyaculación en la boca.
Germán intensificó el restregar de los dedos a los hinchados labios menores y al tiempo que agregaba al chupar del clítoris la presencia de los dientes, suplantó al pulgar con que la sodomizaba por índice y mayor unidos en cuña.
La intensidad del goce los había superado y así, entre bramidos, ronquidos y ayes, se hundieron en esa frenética masturbación recíproca del sesenta y nueve hasta que el clímax los alcanzó y en tanto él derramaba en su boca golosa la abundancia del esperma con profunda fragancia a almendras dulces, ella sentía converger al sexo las riadas de sus jugos hormonales para derramarse por la vagina entre el sonoro chasquido que producía la penetración de los dedos.
Alborozada por el tremendo placer pero aun agitada por el esfuerzo, permaneció con los ojos cerrados mientras sus dedos buscaban los goterones que se había derramado sobre los alrededores de los labios y el mentón para levarlos a su boca como si fueran parte de un exquisito néctar. El hombre había salido de encima suyo y, sin darle tiempo a recuperar el aliento, se ubicó arrodillado entre sus piernas y abriéndolas encogidas, alojó la cabeza de la tremenda verga en la entrada a la vagina.
Sorprendida de su vitalidad después de tan abundante eyaculación, Luisana abrió los ojos para ver que el miembro no había perdido un ápice de su volumen y rigidez y mientras espiaba con el rabillo del ojo a su marido quien estaba masturbándose enérgicamente, irguió su torso apoyándose en los codos y le dijo a Germán que la poseyera tanto y cómo quisiera, que ella necesitaba que la rompiera toda con esa verga sublime.
Sabiendo por los relatos de Esteban de la incontinente concupiscencia de la mujer y de cómo él la había aficionado a prácticas sadomasoquistas, Germán fue metiendo despaciosamente al falo dentro de la vagina, consciente de lo que su tamaño provocaba en las mujeres más avezadas y trajinadas y en el caso de Luisana no fue una excepción.
Ciertamente, ningún otro miembro ni sucedáneo había tenido el tamaño del que se iba introduciendo al canal vaginal, llenándolo por entero como si fuera un parto invertido, desgarrando los tejidos que suponía curtidos y poniendo en su pecho hondos ayes y gemidos de sufrimiento que simultáneamente se convertían en gozosos por la felicidad que el coito le proporcionaba.
Ella pujaba con el rostro abotagado por el esfuerzo, los músculos y venas del cuello tensionados como si fueran a estallar y mordiendo sus labios mientras lo alentaba con repetidos asentimientos; cuando finalmente el miembro traspasó con holgura el cuello uterino, dejándola descansar, él se inclinó para que sus manos comprobaran la compacta solidez de esos senos que tenían un gelatinoso temblor en la parte superior.
Los dedos recorrieron hábilmente los pechos con delicados sobamientos que ante el sí repetido de la mujer fueron derivando a estrujamientos que devinieron en un endurecimiento de las carnes en las que los dedos se clavaron casi separando los músculos con la fuerte erección de los pezones. Bajando la cabeza, el hombre tremoló vigorosamente la lengua contra ellos y tras el reclamo de Luisana para que los chupara, encerró la mama entre los labios para comenzar con profundos chupones que hacían estremecer a la mujer quien colaboró con la otra mano del hombre en los apretujones, conduciendo sus dedos a retorcer al pezón.
El dolor goce le era tan hondo a Luisana que, a despecho del peso de Germán, imprimió a su pelvis un inicial movimiento copulatorio por el que sentía toda la vigorosa carnadura del pene en su interior y entonces, sin dejar de manosear y chupar los senos, el hombre comenzó a mecerse suavemente en lerdo vaivén que, sin embargo, puso un regocijado asentimiento en su boca y entre los dos fueron elaborando una cópula de fantástica sincronía.
Ella sentía en su interior el crecimiento de esas ganas de orinar insatisfechas que presagiaban a otro de sus orgasmos múltiples y pidiéndole al amigo de su marido que la cogiera aun mejor, propició que aquel abandonara los senos que ella continuó excitando con sus dedos para elevarle las piernas sobre sus hombros y acuclillándose, fue elevándola hasta su propia altura pelviana.
Semi erguido, Germán formaba un arco perfecto para que el falo se deslizara enteramente dentro de la mujer y esta, bajando las piernas para que él las sujetara por los muslos contra su cintura, hizo que el ensamble fuera ideal y así, ambos se unieron en una cópula tan intensa como fructífera, ya que Esteban se les había unido para acaballarse sobre la cara de su mujer y arrimando a los labios su verga erecta a la que masturbaba, la obligó a abrir la boca para introducirla y en tanto ella chupeteaba ansiosamente la testa, el continuó estimulándose hasta que el semen blanquecino se derramó en la boca y cara de Luisana, quien, a muy poco y en tanto deglutía la gustosa esperma, proclamó la venida de un nuevo orgasmo al tiempo que clavaba los filos de sus uñas en los pezones.
Esteban se había retirado nuevamente a su puesto de mirón y ella, obnubilada por la sensaciones que le dejaban aquellos orgasmos múltiples, haciendo un esfuerzo del que no se sabía capaz, se asió al cuello de Germán para rodear con las piernas la cintura del hombre, subiendo y bajando en un acople perfecto, pero, yendo más allá, descargó todo su peso para obligarlo a caer de espaldas y así, en posición dominante, flexionando sus rodillas, inició una danza infernal arriba y abajo, adelante y atrás por la que sentía aquel macizo carneo socavándola tan profundamente que, rasguñando ella misma los senos, exhalaba hondos gritos de dolor y goce.
Luisana mantenía el torso erguido en ese galope tan placentero pero en un momento dado, Germán la hizo inclinarse para ser él quien volviera a estrujar los pechos con tanto violento ahínco como antes y de pronto, sintió otro par de manos asentándose en sus caderas. Si bien había imaginado que la presencia de su amigo era una respuesta a las expectativas que ella le había manifestado tener con respecto ala Boa y que este estaba confirmándolas con creces, no esperaba que Esteban fuera capaz de hacerle realizar un “becerro” con más de uno de sus amigos.
Si bien no lo aguardaba, el tener sexo no consentido con dos o más hombres era una fantasía que la habitaba desde sus primeras relaciones y actualmente se había hecho recurrente cada vez que su marido la alentaba a masturbarse con aquellos consoladores tan extraños, especialmente el que tenía dos puntas. Por otra parte, ya le había demostrado a Esteban que era capaz de comportarse como la más puta de las putas, por fue que decidió que ambos tendrían la satisfacción más amplia posible..
Bajando el torso hasta que sus pechos rozaron la cara de Germán y en tanto lo alentaba a que se los chupara como él sabía hacerlo, separó más las rodillas y elevó la grupa para propiciar que quien la sujetaba la sodomizara sin problemas.
Quien la asía por las caderas parecía no tener ningún apuro y una lengua gruesa pero ágil, viboreó en el inició de la hendidura desde arriba y, separando sus sólidas nalgas con los pulgares, se adentró en la raja hasta arribar al ano que estimuló reciamente y cuando los esfínteres demostraron la distensión que les otorgaba la habitualidad de ese acto, dos gruesos labios se asentaron alrededor en una succión profunda mientras la lengua insistía en el agujero que finalmente se dilató para permitirle ahondar un par de centímetros.
Desde siempre la sodomía le había resultado un acto no traumático, ya que no sólo no le ocasionaba molestia ni sufrimiento alguno, sino que algunos de sus famosos orgasmos múltiples tenían su iniciación con aquello y en ese momento, el trabajo de labios y lengua del hombre le provocaban aquellos pinchazos estimulantes como cuando la acosaba una necesidad imperiosa de ir de cuerpo que presagiaba el comienzo de su excitación anal más profunda.
Habiendo disminuido el galope para permitir ese trabajo, era Germán quien elevaba su cuerpo para penetrarla y sintiendo al enorme príapo resbalando en la vagina, se preguntó cómo sería aquello de la doble penetración, cuando quien la estimulaba bucalmente, diciéndole que aguantara y por lo que pudo identificar a Augusto, descargó sobre el ano una gran cantidad de saliva para inmediatamente, apoyar la ovalada cabeza de un glande y, sin consideración, con una violencia casi vengativa, enterrar en el recto un falo que, si bien no tenía el volumen del de Germán, no dejaba de ser enorme, especialmente para ser recibido por la tripa.
El tránsito del falo hasta que la pelvis del hombre se estrelló contra las nalgas, fue acompañado por un estridente alarido que, convirtiéndose en un ronquido regurgitante evidenciaba el placer que sentía y solamente prestó atención a que la separación de ambos falos por los delgados tejidos de vagina y tripa parecía no existir, cuando al combinar los hombre el balanceo de sus cuerpos en la cópula, experimento la sensación más extraordinaria de su vida.
Aquella sensación de parto de tan sólo un rato antes fue superada ampliamente y, sin embargo, sin ningún dolor o sufrimiento, el rozarse de ambos penes y el golpeteo de vergas y testículos contra su sexo y ano, exacerbaron su calentura; alentándolos a poseerla como si fuera una perra en celo y sintiendo crecer otra oleada de sus ríos internos, proclamó su alegría en tanto meneaba el cuerpo para acompañar las penetraciones, incitando a Germán que mordisqueara sus pezones hasta hacerla acabar.
Jamás en su vida y a pesar de cuanto disfrutara con los artefactos de su marido, se había sentido tan plena sexual y emocionalmente y dando rienda suelta a su incontinencia más profunda, mientras aun de su sexo manaban los jugos hormonales de la eyaculación, les rogó a los hombres que no se contentaran con aquello sino que la hicieran disfrutar muchísimo más.
Haciéndole caso, la ayudaron a sentarse en la cama y sin necesidad de indicación alguna, acercando sus penes chorreantes a su boca, ella tomó los fenomenales falos entre sus dedos para ir chupeteando y lamiendo sus superficies, despojándolos del pastiche al tiempo que se congratulaba al saborear lo que para ella eran los deliciosos jugos de su interior.
Terminada la satisfactoria deglución y en tanto mantenía la erección con suaves masturbaciones, fue chupeteando alternativamente los glandes en cortas y despaciosas succiones profundas, hasta que, ansiosa ella misma por hacerlo, fue incrementando la masturbación a uno para dedicarse a introducir el otro en la boca hasta el límite de su aguante en intensas y frenéticas chupadas.
Así se entretuvo en sucesivas felaciones que hacían a los amigos de su marido alabar sus condiciones prostibularias, ya que ella no se conformaba con que una mano masturbara y la boca succionara, sino que enviaba la mano restante a perderse detrás de los testículos a buscar y penetrar con un dedo los anos de los hombres, hasta que Luisana, no deseando que su angurria hiciera eyacular a los hombres y sí que siguieran penetrándola, se echó para atrás, diciéndoles sordamente que quería muchísimo más.
Acostándose boca arriba, Germán la guió para que se ahorcajara arrodillada de espaldas a él y ayudándole a bajar el torso, fue penetrándola lentamente por el ano. Conciente del tamaño del falo, el hombre sabía del sufrimiento que ocasionaría aun en aquel recto acostumbrado a las sodomías y especialmente porque era la primera vez que algo así transitara esa tripa.
Efectivamente, ya sólo al traspasar la cabeza, el volumen del falo se le hizo dolorosamente insoportable y al tiempo que bramada por el sufrimiento, con los dientes rechinando y los músculos del cuello deformados por el esfuerzo, no cesaba de alentar al hombre con repetidos asentimientos y entrecortadas frases sobre que así sí se disfrutaba de una buena culeada.
Cuando todo el monstruoso miembro estuvo dentro, ella misma fue flexionando despaciosamente las rodillas para iniciar un tan suave como placentero galope, sosteniéndose asida a las rodillas de las piernas encogidas de Germán. Pasada la primera impresión, era sublime sentir como aquel verdadero tronco de carne rascaba deliciosamente sobre las mucosas del recto y habiendo encontrado la cadencia de la sodomía, irguió el torso nuevamente para que sus manos se unieran en la entrepierna, a restregar una al erguido clítoris y tres dedos de la otra a socavar la vagina a la búsqueda de la sensibilidad del Punto G en la cara interna.
Ahora sí, su rostro se veía iluminado por una amplia sonrisa de felicidad mientras que de su pecho, estremecido por las emociones y el cansancio físico, brotaba un bronco acezar que gorgoriteaba en la saliva acumulada por el deseo en su garganta.
Entonces fue cuando los hombres iniciaron la fase final de su posesión; haciéndola reclinarse lentamente contra el pecho de Germán y en tanto aquel la sostenía por los hombros continuando con la sodomía, Augusto se ubicó entre las piernas para que sus labios y lengua suplantaran a los dedos de Luisana sobre el clítoris, extendiendo sus succiones, lambeteos y mordiscos a los labios menores en tanto penetraba la vagina con uno de aquellos vibradores que tenía una pequeña cabeza curva giratoria para estimular directamente al punto G.
Ciertamente, Luisana estaba viviendo la situación más gozosa de cuantas protagonizara en su vida, tanto por el placer inédito que ambos provocaban en su mente y sentidos como del profundo disfrute de ese sadomasoquismo tan distinto con que Esteban torturaba sus pezones y clítoris y fuera ya de sí misma, les suplicaba groseramente que le dieran más y más.
Abandonando la entrepierna, Augusto se acuclilló a su frente y bajando el cuerpo, muy delicadamente, fue penetrándola por la vagina; a pesar que ya soportara la presencia de las dos vergas, esta vez el ángulo era totalmente distinto y lo sentía como el más dulce martirio que soportara nunca, pero asintiendo fervorosamente, les suplicó que la llevaran a un clímax donde los tres vieran satisfechos sus ansias.
Y así fue; esta vez los hombres no sincronizaban las penetraciones alternadas para que no sufriera tanto y deslizaban ambos falos conjuntamente, provocando verdaderos aullidos de goce en la mujer que, súbitamente y cuando aun creía que era prematuro, sintió brotar desde los más profundo de sus entrañas el verdadero orgasmo final, uno de aquellos que perturbaban a su mente y en medio de confusas frases de pasión descontrolada, fue evacuando las riadas jugosas, cayendo en una exquisita modorra de esas que le hacían experimentar como una pequeña muerte, no sin antes ver como los hombres, arrodillados a su lado junto a Esteban, se masturbaban frenéticamente hasta eyacular verdaderos chorros espasmódicos de tibio y fragante semen sobre su cara, pechos y sexo.
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