Verano calient, caliente 1
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por barquito.
Verano caliente, caliente 1
Aquel veraneo prometía ser uno de los mejores de su vida. Casada desde hacía dieciocho años con Bruno, el joven arquitecto había crecido en la consideración profesional y vivían con mediano bienestar económico; del humilde departamento en Villa Urquiza, rápidamente chico con la llegada sucesiva de Adrián y Camila, habían pasado a un chalecito en Florida, barrio en el que vivieran durante diez años y donde sus hijos desarrollaran sus estudios.
En los últimos cinco años, Bruno había dado un salto espectacular y la obtención de dos grandes obras posibilitaron la concreción un sueño largamente anhelado para la familia; el primero fue la compra y reciclado de un viejo chalet inglés en La Lucila que habitaban desde hacía cuatro y el segundo y paralelo, la adquisición de una gran parcela que, sobre la playa, permitió al arquitecto la ejecución de una magnífica construcción sobre un médano consolidado, guardando reminiscencias a las antiguas residencias lacustres de los holandeses en el caribe.
Esa misma noche y luego de cenar, habían hecho con su marido un repaso de ese pasado venturoso, especialmente el inicio de matrimonio había sido tan lleno de amor como de incertidumbres; él, de veinticuatro y con sólo el relativo respaldo de un diploma universitario pero virgen en la profesión y ella, que a los dieciocho años y recién egresada como docente, había visto coartada su posibilidad universitaria por el advenimiento precoz de un embarazo no premeditado.
Sin embargo, el talento de Bruno y la suerte les habían sido propicios y hoy estaban orgullosos de su bienestar económico y de esos hijos que eran un sol para los dos; Adrián había heredado el talento de su padre y con sus diecisiete años, ya preparaba el ingreso a la facultad para seguir la misma carrera que aquel, en tanto que Camila cursaba la secundaria pero a los quince años, descollaba en las pasarelas de moda como una de las”lolitas” predilectas de los diseñadores.
Estéticamente, la familia toda sobresalía en el ambiente por su armonía; los cuarenta y dos años de Bruno se veían realzados por el atractivo de su alta figura, un poco enjuta pero elegante, con la madurez manifestándose en sus sienes elegantemente canosas dando marco al brillo de sus claros ojos verdes. Ella misma no le iba en zaga, ya que los años y los embarazos no modificaron para mal su espigada figura sino que parecieron consolidarla en firme contundencia a sus senos y nalgas, lo que unido al corte juvenil desmechado sauvage y la diafanidad de sus ojos color miel, hacía difícil conjeturar que tenía treinta y seis años bien cumplidos.
Congratulados por el resultado de sus esfuerzos, estuvieron hasta cerca de las dos de la mañana tendidos en las reposeras de la alta terraza de madera que les permitía observar la inmensidad marítima a sólo metros de ellos. Al salir Bruno con su camioneta para ir a buscar a los chicos que estaban en una fiesta privada en la otra punta del balneario, ella entró a la casa para colocarse un largo pareo sobre la bikini y minutos después, cuando se encontraba en el living tomando un poco jugo de fruta con vodka, sintió correrse las puertas automáticas del garaje y al disponerse a recibirlos, escuchó el barullo de unos gritos confusos.
Tan orgullosa de la casa como su marido, lo único que siempre la había desasosegado era su extrema soledad, a más de doscientos metros del vecino más próximo y eso colocaba una secreta alarma en sus tripas cada vez que los chicos salían. Ahora y como si todas sus prevenciones se vieran confirmadas, escuchó alarmada como crecía el bochinche y de pronto la puerta que comunicaba con la cochera en la planta baja se abrió para dejar paso a un hombre con un arma de fuego que, sin darle tiempo a reaccionar, rodeó su cuello por atrás con un brazo mientras decía hacia abajo que todo estaba bien.
Temblando como una hoja, sentía el musculoso brazo acogotándola y con ojos desorbitados por el espanto, vio como Bruno y sus hijos entraban empujados por otros dos hombres con armas. Con voces perentorias pero sin exageraciones en el trato, los hicieron sentar en el largo sillón principal del living y una vez allí, casi con cortesía, quien parecía llevar la voz cantante, les dijo que hacía días que los vigilaban y conocían de esa soledad que no les permitiría guardar esperanza alguna de ayuda, así que, si ellos colaboraban con sus exigencias, esa experiencia sólo quedaría en sus vidas como cualquier otra vicisitud.
El tratamiento gentil hizo mella positivamente en el matrimonio y cuando el hombre les pidió que le hicieran entrega de todos sus bienes económicos en efectivo, joyas y otros valores de fácil manejo, no pusieron objeción en entregárselos, pero como la mayoría de las cosas estaban en las habitaciones de la otra planta, los hombres decidieron no tomar riesgos y, atando a su marido y los chicos, uno a cada silla del comedor, eligieron que fuera Raquel quien los condujera en la búsqueda.
Mientras los otros hombres registraban los cuartos de los chicos, recolectando anillos, collares, cadenas y otros bienes de menor valor, Raquel vació su alhajero, reunió los relojes de marca de ella y su marido y, finalmente, obtenida de Bruno la combinación, abrió la caja fuerte empotrada dentro del placard. Como ellos pasaban los dos meses del veraneo en la casa, no tenían necesidad de utilizar grandes sumas de dinero, moviéndose con cheques y tarjetas, por lo que los siete mil dólares encontrados no fueron del agrado del hombre quien, súbitamente enfurecido y mientras la maldecía diciéndole que no podían ser tan ratones con semejante casa, la condujo a los zamarreos hasta la planta baja.
Con toda su buena voluntad, el matrimonio trató de explicarles que no los engañaban y que esa era la única suma en efectivo de que disponían, ya que si hubiera necesidad, recurrirían a sus cuentas bancarias. Aunque los relojes y las joyas redondeaban una fuerte suma, el tener que reducirlas bajaba las expectativas de los hombres, hasta que a uno de ellos se le puso entre ceja y ceja que les estaban ocultando la verdad y que deberían recurrir a métodos extremos para que confesaran.
Repentinamente, todo pareció cambiar para convertirse en una pesadilla. La amable cortesía fue reemplazada por una bronca violencia y al insistir para que Bruno confesara donde escondía otro dinero, lo amenazaron con”divertirse” un rato con la”nena”. Reafirmando sus intenciones, y aun atada a la silla, despojaron a Camila de las pocas prendas que vestía para dejar expuesta y admirar embelesados con procaces elogios las magníficas formas de la adolescente, quien lloraba desesperadamente ante la vergúenza de esa humillación.
Los rugidos enfurecidos de Bruno no hicieron sino cambiar el rumbo de su interés y el hombre que mantenía sujeta a Raquel, la hizo arrodillarse de un brusco tirón y sacando su verga del pantalón, la sacudió ante su cara mientras le preguntaba burlonamente a su marido si era buena chupadora. Como Bruno insistiera con su juramento de que no les mentían, el hombre le dijo con suave firmeza a Raquel que si no querían que la chiquilina pagara el pato por la obcecación de su marido, ella tendría que colaborar y, restregando el glande de la todavía tumefacta verga contra sus labios, le exigió que la chupara, reforzando la orden con el caño del revolver en su cabeza.
Ella sabía positivamente que realmente no había más dinero y que cualquier cosa que hiciera sería un sacrificio que podría aplacar la ira de los hombres. Con la misma mansa sumisión y destreza conque se lo hacía a su marido, tomó en la mano al amorcillado pene para, inclinándose, tremolar con su lengua en la base del tronco, dejando a los dedos la tarea de realizar movimientos envolventes sobre el glande y prepucio. Su predisposición encantó tanto al hombre como enloqueció a su marido, a tal punto que uno de los otros le tapó la boca con un trozo de cinta adhesiva para que no molestara y así, libres de los escandalosos improperios de Bruno, el hombre la alentó para que prosiguiera mamándolo con esa boca que, según él, parecía haber sido creada solamente para las felaciones.
De la mano de Bruno, su único novio, a los diecisiete años había accedido entusiastamente al sexo para, perdiendo la virginidad, ganar insólitamente el embarazo que la obligara a casarse y eso había sido todo; nunca había conocido la seducción de otro hombre y mucho menos sus favores sexuales, aunque en los últimos años rondaban fantasías en su cabeza sobre cómo sería hacerlo con alguien que no fuera su marido.
Ahora, veinte años después y de la forma más inesperada, se le presentaba la ocasión de comprobarlo sin caer en la bajeza de serle infiel, por lo menos voluntariamente. Espiando con el rabillo del ojo la cara congestionada de su marido y la azorada de su hijo, a cuyo lado su hermana desnuda seguía con la avergonzada cabeza baja, multiplicó el énfasis de sus chupeteos al tronco que, al estímulo de los labios y lengua iba adquiriendo mayor tamaño y endurecimiento.
Repentinamente, se dio cuenta que ya no quería satisfacer al hombre sino que ella era quien se regodeaba al juguetear con esa verga que, definitivamente, iba adquiriendo categoría de falo y, escarbando con la punta engarfiada de la lengua en la sensibilidad del surco que protegía el prepucio, hizo estremecer de goce al hombre.
Estaba fascinada por la creciente rigidez de ese miembro que, ya a esa altura, superaba ampliamente al archiconocido de su esposo y esa certeza puso en su mente un perverso propósito; tras lambetear con insistencia la monda cabeza, los labios fueron enjugando la saliva en breves chupeteos hasta que los labios fueron envolviendo todo el glande, introduciéndolo en la boca hasta que los labios se ciñeron en la flojedad del prepucio y desde allí, inició un corto movimiento de vaivén al tiempo que succionaba hondamente las carnes.
El sabor y tamaño del falo la sacaba de sus cabales y, envolviendo con los dedos al tronco, formó una especie de prolongación a los labios, haciendo que ese conducto imitara a una vagina y así, subiendo y bajando por la verga, cada vez la introducía un poco más en la boca y ya no eran solamente los labios los que se apretaban contra la piel sino que el filo romo de sus dientes la rastillaba cuidadosamente sin lastimarla.
El hombre rugía de placer proclamando a sus amigos que la “señora” era una señora puta mientras hamacaba el cuerpo como si la penetrara por la vagina. Eso y la fatiga que ella misma sentía por el entusiasmo con que succionaba al pene, la hacían alternar las chupadas con violentas masturbaciones de las manos que se movían de arriba abajo en divergentes movimientos circulares hasta que percibió que estaba por alcanzar su merecido premio.
Tras dar dos o tres largas chupadas en la que la punta de la verga alcanzaba su garganta mientras ella meneaba la cabeza de lado a lado al retirarla, comenzó una frenética masturbación al tiempo que la lengua empalada salía de la boca como una alfombra para recibir la eyaculación del hombre que, cuando llegó, lo hizo con abundantes y espasmódicos chorros de esperma que ella se apresuró a contener cerrando la boca para sentirlos golpeando deliciosamente el paladar y deglutir su almendrado sabor.
En tanto recuperaba el aliento sentada en sus talones, se sintió asida por los cortos cabellos y el hombre, como si su acabada hubiera accionado un mecanismo de deseo loco, mientras le quitaba el pareo y el corpiño de la bikini con un zarpazo de la otra mano, la hizo recostarse en el ángulo entre el respaldo y el brazo del sillón; alucinado por las tetas bamboleantes que exhibían en su vértice las granuladas aureolas oscuras y la erguida fortaleza de los gruesos pezones, se abrazó al torso a encerrar entre sus labios semejante portento para que la boca entera se entregara a macerar los pezones en ruidosas chupadas mientras una mano estrujaba la mórbida carnosidad del otro seno en tanto pellizcaba al pezón entre pulgar e índice.
Recuperando parte de su recato, Raquel presionaba con sus brazos sobre la cabeza del hombre pero, impedida de librarse de él por su corpulencia, no hizo otra cosa que marcarle el camino. Abandonando los senos, la boca premiosa se deslizó por el vientre hasta arribar al obstáculo que le suponía el slip pero, abriéndole con violencia las piernas, la boca se alojó golosa sobre la sedosa tela para chupar los jugos que la humedecían y ese sabor lo enajenó.
Rompiendo las casi inexistentes tiritas, contempló deslumbrado el tamaño de la depilada concha por cuya rendija escapaban los bordes ennegrecidos de los labios menores. Envolviendo los muslos con sus brazos, le levantó las piernas asentándolas sobre sus espaldas y poniendo las manos en las ingles, acercó la boca al sexo para oler con fruición la tufarada almizclada de la vagina, haciendo que la lengua saliera presurosamente vibrante para recorrer la oscura raja desde el culo hasta el erguido clítoris.
Aferrada con sus manos echadas hacia atrás al borde del sillón, Raquel se apretujaba contra el tapizado y entonces fue que otro de los hombres se acercó a ella para sostenerle la cabeza al tiempo que buscaba su boca con la punta de una ya endurecida pija. Sintiendo la delicia de la lengua tremolante del otro escarbando en su concha, separándole los labios mayores para fustigar las carnosas aletas y luego hurgar en el óvalo a la búsqueda del clítoris, se ladeó un poco y abriendo la boca, se entregó a una de las mejores mamadas de su vida, ya que el primero había sumado la presencia de dos dedos, penetrándola en placenteros vaivenes que estregaban todo el interior vaginal.
Al parecer saciado con esa paja, el hombre se irguió para abrirle las piernas y hundir en el sexo oferente la majestuosidad de la verga portentosa. La sensación era maravillosa; algo que nunca había pensado pudiera disfrutar, la estaba socavando como un ariete. Apoyada en un codo, medio de lado se asía con una mano al muslo del otro hombre mientras que, entusiasmado por la estrechez de su vagina, el primero la aferraba por las caderas para darse impulso, haciendo que el prodigioso pistón de carne la penetrara como nada lo había hecho en su vida, avasallando las débiles aletas cervicales y con el chasquido sonoro de las carnes mojadas estrellándose, se dedicó con ahínco al chupeteo de ese falo que, sin tener un tamaño espectacular, también era distinto al otro por su extraña conformación, ya que largo y medianamente grueso, se curvaba hacia arriba para terminar en un glande redondo y sin prepucio.
El pajearlo le procuraba un inexplicable goce que redundaba en favor del hombre, ya que labios y lengua se esmeraban en saciarse en esa redonda cabeza, haciendo estragos con labios y lengua en el espacio donde debería existir el tierno pellejo de un prepucio; un desenfrenado arrebato parecía haber invadido al primero, quien no solo penetraba vigorosamente su concha sino que, haciéndola rotar lentamente en el asiento para que no dejara de chupar a su cómplice y ahora arrodillada en el borde, había hundido profundamente uno de sus pulgares en el culo de Raquel, arrancándole ansiosos gemidos de satisfacción y, cuando vio la respuesta de la mujer, sacando el falo empapado por sus mucosas vaginales, lo apretó contra la tripa y empujó.
Si bien siempre le reclamara que deseaba probar las culeadas, recién después de diez años de matrimonio Bruno había accedido a hacerlo pero a él no lo satisfacía. De hecho, gran parte del goce que ella encontraba en aquello era esa forma masoquista de obtener placer, en la que el dolor prologaba mágicamente a una de las formas más extraordinarias del disfrute.
Sacando la verga de su boca para evitar lastimarla en algún movimiento reflejo al momento de la penetración, se extasió en la masturbación con una mano en tanto que la otra acariciaba tiernamente los globosos testículos del hombre y, cuando finalmente sus esfínteres cedieron a la presión, fue todo un regocijo sentir como semejante barra de carne se internaba en el recto. En respuesta a sus enronquecidas afirmaciones de que así era como deseaba ser culeada, el hombre sacó totalmente el falo para comprobar la dilatación en que permanecía el agujero, dejándole divisar la blanquecina tripa antes de cerrarse para entonces volver a penetrarla.
El dolor goce había abotagado su hermoso rostro y la boca volvía a buscar ansiosa la curvatura del falo en ruidosas mamadas que entremezclaba con el ánimo que les daba para que la hicieran acabar más y mejor, hasta que el hombre, en la cumbre del clímax, aferrando sus bamboleantes tetas desde atrás para afirmase en sus embestidas, tras varios remezones que respaldaba con roncos bramidos de entusiasmo, derramó en la tripa el calor de su simiente.
Ni Raquel ni el otro hombre habían alcanzado su alivio y cuando la vio liberada del abrazo del primero, este se apresuró a acomodarla en el medio del sillón, encogiéndole las piernas abiertas para luego colocarlas a cada lado de sus hombros. Inconscientemente, la mujer agradeció al yoga que le permitía adoptar y soportar posiciones tan absurdas sin el menor esfuerzo y facilitándole el trabajo al hombre, sostuvo sus piernas encogidas con las manos por detrás de las rodillas; acuclillándose frente a ella, fue penetrándola con su extraña verga y ella aprendió súbitamente el placer de sentir como la redonda cabeza, y merced a la fuerte curvatura del tronco, estimulaba como nadie lo había hecho su Punto G. El glande estregaba rudamente la protuberancia y luego seguía más allá por la concavidad superior del áspero canal vaginal hasta estrellarse contra la estrechez del cuello uterino y, como el otro lo había hecho en el culo, sacaba la verga para contemplar la palpitante boca abierta mientras pinceleaba con su flujo los labios ardientes de la vulva para luego volver a introducirla sin cuidado alguno hasta que sus testículos golpeaban el ano.
El placer le había hecho perder contacto con la realidad y mientras hamacaba su cuerpo al ritmo de la cogida formidable, con los dientes apretados y el cuello a punto de estallar por la tensión, le pedía broncamente al hombre que la hiciera disfrutar aun más. Satisfaciéndola, salió de ella para sentarse en su misma posición, exigiéndole que lo montara. Colocándose de espaldas a él y con los pies asentados firmemente entre las piernas abiertas del hombre, fue haciendo descender el cuerpo hasta que las mojadas carnes de su concha tomaron contacto con la verga que él mantenía erecta. Afirmándose en las rodillas del hombre, se penetró despaciosamente hasta sentir sus nalgas golpeando la rizada mata púbica y entonces, enderezándose, flexionó las piernas para iniciar un cadencioso galope por el que el falo la invadía hasta sentirlo golpeando en el fondo de sus entrañas.
El goce se le hacía infinito y llevando sus manos hacia los pechos que zangoloteaban arbitrariamente por la intensidad del galope, los apresó para sobarlos y estrujarlos mientras que pulgar e índice retorcían apretadamente los gruesos pezones. Con los ojos cerrados y una amplia sonrisa de felicidad que ponía una nota lasciva en su cara, movía aleatoriamente las caderas para lograr que la verga recorriera todo su interior y, cuando él le pidió que se diera vuelta, como esa era su posición favorita, se acuclilló sobre los almohadones ahorcajada a su pelvis y, asiéndose del borde del respaldo, inició un lentísimo descenso, sintiendo como las manos y boca del hombre se solazaban en sus tetas.
Cuando el redondo glande tomó contacto con los colgajos de los labios, meneó las caderas en un leve movimiento circular hasta lograr encajar la punta en la boca de la vagina para luego, mordiéndose los labios por la reciedumbre del miembro, ir penetrándose hasta sentir en su depilado Monte de Venus la aspereza del vello púbico masculino y entonces sí, dio rienda suelta al deseo.
Acostumbrada a la coreografía de ese alucinante ballet y al tiempo que su cuerpo ascendía y descendía por la flexión de las piernas, utilizaba los brazos para darle el empuje a sus caderas en una combinación infernal de movimientos hacia arriba y abajo, atrás y adelante más un meneo circular semejante a los de las bailarinas árabes, con lo que sentía el poderío de la verga socavándola en todo su interior y como el hombre daba a su pelvis desplazamientos similares, la cogida se le hacía deliciosamente exasperante en esa mezcla de sufrimiento con goce que la llevaba a las más altas cimas del placer.
Sus nudillos blanqueaban por la fuerza conque se asía al borde y de su boca comenzaron a brotar angustiosos gemidos de contento en tanto le pedía a voz en cuello que la penetrara más y mejor, cuando sintió como él la apretaba contra su pecho y otra verga exploraba entre los cachetes de las nalgas. Sin darle tiempo a reaccionar, la contundencia de un rígido falo presionó sobre los esfínteres anales y, a pesar de sus gritos desaforados, fue penetrándola hasta sentir como los colgantes testículos se estrellaban contra su sexo.
No era la culeada, sino el sentir las dos grandes barras de carne estregándose entre sí a través de la delgada membrana de la vagina y el recto lo que la conmovía. Salvo en sus dos partos, nunca nada tan grande había transitado su interior, pero esa sensación de que algo iba a reventar, mágicamente y merced al suave balanceo de los hombres, fue transformándose en algo maravilloso.
Por su posición no podía ver la cara de asombro con que sus hijos contemplaban como se entregaba a ese sexo bestial con tan denodado entusiasmo y, entregada ya por completo a tan primitiva posesión, había vuelto a tomarse del borde para incrementar la fortaleza de sus remezones, en tanto incitaba a los hombres, expresando su contento con groseras manifestaciones en las que asumía de viva voz sus innatas condiciones de “señora puta”.
Una mezcla de lágrimas y babas formaban delgados hilos que desde su barbilla goteaban sobre los pechos oscilantes. Con la cara congestionada por el esfuerzo, se mecía para hacer más intenso el roce de las pijas y en tanto les suplicaba que acabaran en ella, anunciaba jubilosamente el advenimiento de su orgasmo que, cuando llegó provocado por las abundantes eyaculaciones de ellos, se manifestó en la algazara con que expresaba su satisfacción mientras sentía romper en su interior a los diques del alivio.
El cansancio y el agotamiento por la intensidad del orgasmo la habían derrumbado en el asiento y así, inmersa en la rojiza neblina de un pesado sopor, mientras escuchaba a los hombres conversar animadamente sobre su fantástica predisposición para coger, recién tomaba conciencia de lo se había prestado a hacer. En su fuero íntimo, reconocía con cuanto placer había dejado atrás tantos años de represión pero al mismo tiempo sentía la vergüenza de haber dejado expuesta ante sus hijos la incontinencia que la habitaba desde hacía tanto tiempo y que ahora había dejado aflorar como una manifestación de su verdadera personalidad.
Evidentemente, su voluntarismo había cambiado el eje en los propósitos de los hombres que, al parecer satisfechos con el no tan magro botín económico, se disponían a que su permanencia en la casa se extendiera tanto tiempo como pudieran, saciándose sexualmente en las mujeres. A pesar de todo, no habían perdido el hábito de la cortesía y en tanto los otros dos se dirigían a la cocina para preparar unos sándwiches como tentempié, el que parecía mandar la guió hasta el baño.
Mientras sentado en el inodoro la observaba bañarse debajo de la ducha, se interesó en saber su verdadera edad, ya que su belleza no dejaba adivinar como podía ser madre de esos jóvenes que, también para su sorpresa, aparentaban ser mayores de lo que realmente eran.
Admirado porque a los treinta y siete años no mostrara señales del paso del tiempo, no podía creer que esa preciosa muchacha a la viera en avisos comerciales de corpiños alcanzara escasamente los quince años. Franqueándose a su vez, terminó por confesarle que ellos no eran verdaderamente ladrones profesionales, pero que distraían el verano yendo de playa en playa para realizar un selección de aquellas mujeres que les gustaban y luego de hacer inteligencia a fin de asegurar su impunidad, disfrutaban de sus favores sabiendo que, como grababan las violaciones en video con la posibilidad de subirlos a Internet, después no iban a denunciarlos por las cosas que les obligaban a hacer, sin caer en la estigmatización y el escándalo. Por otra parte, lo del robo era para tener un sustento económico holgado que les permitiera vivir bien pero sin abusar en la acumulación de joyas u objetos que los hicieran vulnerables.
Finalmente, como iban a compartir durante horas situaciones que los unirían mucho más allá de lo fortuito, el buen sexo requería de confianza y los nombres se hacían esenciales cuando era necesario manifestarse en el clímax de la satisfacción. Sabiendo por sus investigaciones que ella era Raquel y su marido Bruno, se enteró que el muchachón se llamaba Adrián y la chiquilina Camila. Por su parte y pidiéndole que eso no la llamara a risa, él dijo llamarse Hugo, en tanto que los otros dos eran Luis y Diego, como los sobrinos del pato Donald.
Aunque pareciera absurdo, esa circunstancia puso un momento de cómplice comicidad entre ellos y, reconociendo para sí cuanto la habían hecho disfrutar los hombres, se envolvió el torso con una toalla pequeña para desandar con libre desenfado el camino al living.
Recién al llegar adonde estaban los demás y observar como su marido y sus hijos aun continuaban atados a los asientos, cobró conciencia de lo incorrecto de su actitud. Anticipándose a cualquier movimiento suyo, Hugo desató pies y muñecas de Camila y, terminando de despojarla de la ropa, la condujo hacia el sillón para sentarla descomedidamente en el centro.
Haciendo caso omiso a su desnudez, la jovencita se abstrajo en masajear sus muñecas, escuchando distraídamente como el hombre le preguntaba con cuál de ellos prefería empezar. Súbitamente, la chiquilina cobró conciencia de que tendría que hacer lo que había visto a su madre; aunque no era virgen a causa de sus obsesivas pajas, su cuerpo no había sido manchado por hombre alguno y toda su experiencia con “amigos con privilegios” se reducía a ocasionales mamadas furtivas, generalmente a bordo de un automóvil.
Asustada por lo que tendría que soportar casi públicamente frente su familia, se retrepó sobre el asiento para acurrucarse como tratando de protegerse de la humillación. Riendo sardónicamente, el hombre le dijo que su debut se le haría más llevadero si alguien a quien quería la conducía a disfrutarlo. Ante la mirada extrañada de Camila y tomando a Raquel de la mano, le aseguró que nadie mejor que una mujer podría hacerle conocer la profundidad del goce a otra.
Espantada ante la idea, Raquel trató de desprenderse de la mano que aferraba su muñeca mientras protestaba sordamente a esa imposición de un acto tan antinatural como aquel. Ante la expresión fervorosa de su negativa y resignadamente, escuchó como Hugo le decía que entonces no tendría más remedio que dejar a su hija expuesta a la brutalidad de sus amigos pero, frente a la aproximación de aquellos, se apresuró a sentarse protectoramente junto a la chiquilina mientras les aseguraba que lo haría pero a su manera.
Después de dieciocho años de un sexo relativamente intenso con su marido y casi sin proponérselo, inconscientemente y cada vez más, se había encontrado evaluando el cuerpo de alguna otra mujer, experimentando muy en el fondo de su subconsciente una perversa curiosidad por saber qué sentiría si mantuviera sexo con ella o cómo aquella se comportaría en la cama. Lógicamente que su condición de madre de familia y la relativa notoriedad dentro del círculo social en que se movía, no sólo le habían prohibido ni siquiera intentarlo sino que lo había separado de su mente como otro de aquellos deliciosos placeres abolidos por las buenas costumbres a los que jamás accedería.
Pero ahora, el destino la enfrentaba a una disyuntiva cruel; dejar que los hombres se cebaran salvajemente en las carnes púberes de su hija o ser ella misma la encargada de conducirla al placer sexual, con el único consuelo de que no sería avasallada por la bestialidad masculina de la cual pudiera salir embarazada o contagiada de alguna enfermedad venérea; evitando las miradas de asombro y furia de Adrián y Bruno, pasó protectoramente un brazo sobre los hombros de Camila y explicándole en leve susurro que su sacrificio la liberaría de ser inmolada a los hombres y mientras le suplicaba que la perdonara, recostó a la chica entre sus brazos como cuando le daba de mamar.
El delgado cuerpo en agraz hacía más tentador el espectáculo, ya que una fina película de sudor abrillantaba la dorada piel y las carnes temblaban como azogadas mientras de los labios resquebrajados por una sequedad febril, surgía una llorosa negativa. Cerrando los ojos para no verla, dejó a sus dedos deslizarse ágilmente sobre los brazos doblados, derivar por los dedos temblequeantes y de allí encaramarse por los muslos encogidos a acariciar levemente las rodillas para, desde ahí regresar hasta las ingles, trepar por el convulso vientre y finalmente, arribar a la mórbida masa de esos tetitas sólidas, llevando la palma de la mano a rozar la pulida superficie de las aun pequeñas aureolas y excitar con ese frotar la excrecencia de unos pezones, sorpresivamente gruesos y erectos.
A pesar de su inexperiencia, Camila entendió como mujer el sacrificio que estaba haciendo su madre y decidió no claudicar ante esos hombres, humillándose para que, en definitiva, luego hicieran lo que querían con ella. Recostando mimosa su cabeza en el hueco del hombro de Raquel, dejó a los dedos de su mano acariciar tiernamente el rostro querido, en tanto balbuceaba hipando que hiciera lo que tuviera que hacer.
Comprendiendo cómo y por qué su hija se le entregaba, bajó la cabeza para que los labios besaran amorosamente los párpados de la chica y descendieran a lo largo de las mejillas hasta rodear la boca entreabierta por la que escapaba el vaho cálido de su aliento. Tan virgen en el lesbianismo como su hija, no podía evitar que un tembleque nervioso estremeciera sus labios y al roce con los igualmente trémulos de Camila, una especie de corriente eléctrica pareció nacer desde el mismo útero para trepar velozmente a lo largo de la columna vertebral y estallar cosquilleante en el cerebro, rogando que ese ramalazo de excitación que experimentaba no se exteriorizara ante los demás.
La respuesta igualmente tímida de su hija, las llevó a ensimismarse en un lerdo carrusel de besos casi esbozados en los que los labios húmedos apenas se ligaban pero que, incrementaban su vigor a medida en que se excitaban, y ahora los de ambas se ceñían alternativamente sobre los otros, simulando devorarse y dando piedra libre para que las lenguas se agredieran incruentamente en pródigos lambetazos que se perdían en el interior cálido de las bocas.
Desde hacía casi tres años y a poco de menstruar, junto con su galopante crecimiento, el interés de los muchachos no le daba descanso y, aunque fuera ella misma quien se desflorara en sus maniáticas masturbaciones nocturnas, no estaba decidida a entregar su sexo por una simple calentura, lo que no obstaba para que se hubiera convertido en una recalcitrante “calienta braguetas”, entregándose a sesiones maratónicas de besos y caricias, dejando a los muchachos el consuelo de manosear y chupetear sus senos, recompensándolos con largas y fructíferas mamadas en las que terminaba sorbiendo con fruición y trasegando deleitada el gustoso semen que la acercaba a la sexualidad total sin entregar su cuerpo.
Enterrando sus finos dedos en los hirsutos mechones de la nuca de Raquel, y en tanto la besaba con ardientes besos de húmeda sonoridad, le suplicaba que, para bien de todos, se entregara totalmente a complacerlos, satisfaciendo la viciosa perversidad de los hombres que, entusiasmados por la predisposición de las mujeres, las alentaban a profundizar la relación.
…continuará
Dejar un comentario
¿Quieres unirte a la conversación?Siéntete libre de contribuir!