Verano calient, caliente 3
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por barquito.
Verano caliente, caliente 2
Haciéndola tender a lo largo del asiento, Raquel se arrodilló en el suelo para asir entre sus manos los pequeños y suaves pies de la jovencita, tal como viera hacerlo a lesbianas en videos porno que acostumbraban ver con su marido. Acercando la boca, los cubrió de mínimos besos para que luego fuera la lengua la que deslizaba su punta estremecida por debajo de los dedos y hurgaba delicadamente entre ellos. Nunca nadie había hecho cosa semejante en Camila y cuando su madre encerró entre los labios a cada uno de ellos, chupándolos como a minúsculos penes, un nuevo y dulce cosquilleo destelló en sus entrañas.
Pronto la boca golosa de Raquel se apoderó de los dos pulgares y envolviéndolos con tenaz presión, succionó tan apretadamente que sus mejillas se hundían profundamente, llevando al fondo de la vagina cuasi infantil un ardiente reclamo sexual. Mientras la boca hacía esas maravillas, los dedos no permanecían ociosos y, con la yema primero y más tarde el filo agudo de las uñas, escaramuceó sobre los empeines, recorrió los alrededores de los tobillos para luego ascender por las bien formadas pantorrillas.
Labios y lengua seguían el derrotero que les marcaban las manos, lamiendo la una y enjugando la tenue capa de saliva los otros. Arribados a las sensibilísimas rodillas, las uñas rascaron en el terso hueco detrás de ellas mientras los labios ejercían pequeñísimas succiones que enardecían la zona lumbar de Camila.
Excitada como nunca lo estuviera con muchacho alguno, la jovencita no podía reprimir los ayes y gemidos conque alentaba sordamente a su madre e inconscientemente, en un atávico reflejo condicionado por la especie, abrió sus piernas oferentes, incitando a Raquel para que su boca continuara ascendiendo por los muslos pero, evitando expresamente la presencia ineludible del sexo apenas cubierto por una delgada y prolija alfombra de vello púbico, la lengua tremolante hurgó en las oquedades del musculoso vientre juvenil, se perdió en el cráter del ombligo y continuó su marcha hasta el suave valle que separaba los senos.
Tanteando la pequeña la comba que formaba su peso, las manos sobaban acariciantes esas carnes que, doradas sin marca de corpiño, dejaban ver en la parte superior un desasosegante movimiento gelatinoso, descubriendo una característica que quizás ni la misma muchacha conocía; las aureolas, todavía en desarrollo, ampliaban su tamaño con la excitación y abultaban salientes casi como otro pequeño seno en cuyo vértice se veía el erecto grosor del pezón que en su centro exhibía la insólita profundidad del agujero mamario.
Obnubilada por esas características físicas que desconocía en su hija, y en tanto una mano comenzó a sobar la tersa teta, la lengua tremoló como la de un áspid para recorrer vibrante los gránulos sebáceos de la aureola, fustigar la elástica excrecencia del pezón y luego encerrarlo entre los labios en tiernos chupones como si mamara. Esas caricias no se parecían en nada a los urgentes e inexpertos chupeteos y apretujones de los muchachos y para exacerbarla aun más, los dedos índice y pulgar de una mano rodearon la excrecencia mamaria e, incrementándolo cada vez un poco más, inició un torturantemente placentero retorcer que hizo a la chiquilina acariciar rudamente los cortos cabellos de su madre, mientras le expresaba en medio de suspiros su gozoso asentimiento.
La inédita experiencia de tener por primera vez en su vida un seno femenino en la boca había desmandado a la mujer y ya no eran sólo los labios los que chupeteaban la mama sino que sus dientes menudos clavaron los filos romos en la carne y, al tiempo que los utilizaba para tirar hacia fuera el pezón, clavó en el otro las afiladas uñas hasta que la chiquilina proclamó sonoramente en sollozantes gemidos su complacencia.
Las manos de la chica se hundieron en los revueltos mechones para sujetar la cabeza de su madre y llevarla nuevamente hacia arriba. Viendo como la acción de su boca y manos habían trastornado a Camila, hizo que la lengua se introdujera entre los labios ansiosos, enviando la mano a instalarse sobre aquel velo negruzco.
Comprobando al tacto que el capuchón del clítoris se empinaba por la acción del musculito en su interior, fue dándole un corto movimiento circular que contribuyó a enardecer aun más a su hija y ante la respuesta fervorosamente afirmativa a su ronca pregunta de si quería que la chupara, besándola con angurria, la estrechó fuertemente contra sí para aplastar sus pechitos, en tanto que tres dedos de la mano iniciaron un vago periplo a lo largo del sexo pero sin rebasar la barrera que le ofrecían los hinchados labios mayores.
Subconscientemente siempre se había preguntado que cosa llevaba a los hombres a buscar como un fruto apetitoso el sexo de las mujeres con su boca. Aunque ella obtenía sus mejores orgasmos por esa vía, no podía ignorar las repugnancias que ocurrían desde el propio útero, con su expulsión de olorosas mucosas y flujos lubricantes hasta las mismas y desagradables hemorragias menstruales. Esa disyuntiva colocaba una curiosidad perversa en saberlo por propia experiencia y ya sin barrera de contención alguna, se instaló entre las piernas de Camila para contemplar por primera vez y de tan cerca, el espectáculo de ese conjunto que formaba el núcleo central de la sexualidad femenina.
Formando una suerte de tul traslúcido, la alfombrita negruzca del vello púbico recortado en un pequeño rectángulo, nacía al comienzo de la elevación huesuda del Monte de Venus para después hundirse en la depresión que antecedía a al bulto cóncavo de la vulva, desde donde se perdía hacia abajo hasta desaparecer al llegar a la apertura vaginal. Su apertura mental le hacía suponer que la chiquilina ya no era virgen pero el aspecto casi infantil del órgano la hizo dudar de esa convicción; los labios mayores apenas abultaban en la comba y se proyectaban para formar una especie de alfajor carnoso que se partía en una prieta raja oscurecida por el flujo de sangre.
Los efluvios no eran tan acres ni fuertes como los que ella acostumbraba sentir de su propio sexo y, acercando la cara con una mezcla de asqueada prevención y ansia golosa, estiró la lengua y la sensibilidad de las papilas detectó que aquello que esperaba la repeliera, sabía a seductor jarabe con apenas un atisbo de picor acre que lo hacía más delicioso. Lo dulce primaba sobre lo ácido, convirtiéndose en un néctar que hacía imposible evitar su degustación.
Aspirando hondamente por las narinas dilatadas aquel tufo con reminiscencias a frutos de mar, llevó la lengua tremolante a recorrer esa quebrada fragante desde el mismo capuchón del clítoris hasta el estrecho haz de los pliegues anales y en ese cometido se dejó estar por unos momentos en los que la muchacha la alentaba fervorosamente a continuar. Cada región semejaba tener sus propios sabores y aromas y no era el mismo gusto el de las exudaciones externas de la piel que las que se formaban en el interior del ovalo o el flujo que rezumaba del interior de la vagina.
Trastornada por ese descubrimiento, mandó a índice y mayor a entreabrir los labios mayores para encontrarse con un panorama que, por conocido no le era menos atrayente; rodeando el cuenco nacarado, se formaban unas crestas ligeramente fruncidas que remedaban las alas de una mariposa invertida y en tanto que ese lóbulo inferior daba nacimiento a delicados pliegues que orlaban los belfos de una pequeña boca alienígena, en su parte superior se elevaban para formar la caperuza de tejidos que protegían y ocultaban al clítoris, manifestándose este mismo como la punta blanquirosada de una bala a la que una delgada membrana aislaba del exterior.
Un algo desconocido flasheó un perverso mensaje directamente a su cerebro y la lengua se disparó a recorrer agresivamente todo ese terreno, deleitándose con lo que sus labios recogían y, casi como devorándolo, la boca toda se aplicó a succionar el sexo como una ventosa de voraz apetito.
Concentrándose en el capuchón que había perdido su amorfa flojedad para erguirse desafiantemente rígido, lo encerró entre los labios en insistentes succiones que alternaba con delicadas mordeduras por las que lo estiraba como comprobando su elasticidad y luego de soltarlo abruptamente, mientras los dedos estregaban entre sí las aletas, envarar la lengua para introducirla mínimamente en el agujero vaginal con la recompensa de aquellos jugos soberbios.
Lo que estaba haciéndole su madre, le parecía a Camila la cosa más embriagadoramente placentera del mundo y en tanto sentía como su sexo recién parecía nacer a la vida, enviando a todo su cuerpo minúsculas descargas nerviosas de indefinible goce, daba a su pelvis un involuntario ondular que la hacía mimetizarse con la cadencia succionadora de la boca.
Estirándose voluptuosamente, instó a Raquel a no cejar hasta hacerla acabar y por primera vez, sintió introducirse a la vagina un dedo que no fuera suyo. Bisoña en la masturbación, ella se limitaba a excitar en repetidos frotamientos al clítoris para luego recorrer la entrepierna hasta sentir perturbadores cosquilleos cuando rozaba el ano y, ocasionalmente, dejaba que su dedo mayor ahondara en la periferia de la vagina en lerdos vaivenes, pero nunca algo la había penetrado tan profundamente.
Su madre había entendido que la crispación de la chiquilina era provocada por la ansiedad y llevó la yema del dedo a explorar en la cara anterior del canal vaginal a la búsqueda del punto G que, casi exactamente como el suyo, se manifestaba apenas a pocos centímetros de la entrada. Ella era una experta en aprovecharlo y había aprendido profundamente su función y conformación; en un verdadero símil con la próstata masculina, la irrigación sanguínea que lleva la excitación al tejido esponjoso que rodea la uretra, forma esa prominencia en forma de almendra y de la cual se desprenden ramificaciones que se extienden por todo el bajo vientre para que el roce de otra pelvis amplifique el efecto de forma que se repita casi ilimitadamente.
Comprobando que su hija era tan sensible como ella, incorporó el índice junto al mayor y, en tanto la boca se regodeaba en rítmicos chupones al clítoris, presionaba con la palma de la mano en la depresión del bajo vientre para comprimir aun más los tejidos entre sí. Respondiendo positivamente enardecida, la muchacha imitaba con la pelvis a mínimos coitos mientras clavaba sus dedos en el pelambre hirsuto de su madre y, lloriqueante de placer, le pedía insistentemente por más y más.
Sacando los dedos para saborear el almizclado néctar de las mucosas más profundas, volvió a introducirlos con delicadeza, esta vez en compañía del anular para que juntos formaran un cono que semejara un falo.
A la muchacha esa expansión de los tejidos no le resultaba dolorosa pero sí conllevaba esos tirones propios de las distensiones musculares y, cuando el huso, luego de introducirse hasta que los nudillos le impidieron avanzar, se curvó en forma de garfio para que las yemas y uñas rascaran aleatoriamente todo el interior merced a un movimiento oscilante de la mano, creyó enloquecer de pasión, pidiéndole a su madre con las palabras más crudas que la penetrara totalmente.
Raquel ya había olvidando por qué, ante quien y a quien estaba sometiendo sexualmente. Perversamente atenta sólo a su propio goce, descubría que esa relación homosexual no sólo la seducía sino que la entusiasmaba y volteando su cuerpo para quedar invertida sobre la pequeña, con una pierna apoyada en el piso y la otra acuclillada sobre el asiento, fue bajando su pelvis hasta observar por entre sus senos colgantes como rozaba la cara de Carolina y entonces, pasando sus brazos de forma que las piernas encogidas de la chica quedaban bajo sus axilas, atacó con toda la boca el sexo oferente.
La reacción de la chiquilina había sido similar a la de su madre y observaba con repulsa como esa oscurecida entrepierna se acercaba tanto a sus labios que no podía evitar su contacto. La baqueteada vulva de Raquel era, en oposición a la suya, tan grande y prominente como una mano de hombre ahusada y entre los labios dilatados, surgían los colgajos arrepollados que parecían ocupar todo el óvalo.
Su madre todavía ahondaba más con su boca en la vagina y la lengua llevaba a la chica unas nuevas e inexplicables ganas de orinar no satisfechas, mientras un dedo curioso, diplomático y explorador, estimulaba al fruncido ano que parecía contraerse aun más por ese contacto; esas caricias de inefable placer y ternura la mantenían en vilo y el sólo roce de sus labios en un vano intento por evitar el contacto con el sexo, hizo que un exquisito nuevo gusto alucinante se expandiera rápidamente por toda la boca y el impacto que ello provocó en su cerebro, la hizo abrir la boca para cerrarla vorazmente en las carnes pletóricas de sabores.
En ese momento primó la hembra primigenia que habitaba en ellas y, complementándose como un mecanismo perfectamente ensamblado, lenguas, labios, dientes, dedos, yemas y uñas se pusieron al servicio del goce más primordialmente atávico, rascando, acariciando, lamiendo, succionando, mordiendo y penetrando las carnes con una avidez que las aproximaba a la saña, regodeándose en los gruñidos, sollozos y ayes de la otra, hasta que ambas fueron amainado su vehemencia para, conforme alcanzaban sus orgasmos, acariciarse tiernamente en medio de murmurados arrullos satisfechos y en ese momento fue que los hombres decidieron recuperar su participación activa.
Separándolas hacia cada punta del sillón, Diego fue quien hizo a Raquel elevar la grupa y todavía boca abajo, encoger una pierna hasta casi el pecho para degustar el fragante y sabroso jugos de su orgasmo. Aun jadeante por el esfuerzo y sintiendo en su boca el inédito sabor de la eyaculación de su hija, comprendió que esta iba a ser violada por Hugo y Luis.
Tan salvaje como el primario sentido que la había hecho satisfacerse en su propia hija sin el menor remordimiento, ahora comprendía como mujer el destino que le esperaba a la chiquilina y se debatió tratando inútilmente de zafar de Diego farfullando palabras de súplica en medio de un repentino llanto, pero los hombres estaban dispuestos a todo menos a la piedad.
Sumida en la modorra de aquel primer orgasmo conseguido mediante el sexo con otra mujer, Camila yacía desmayadamente en el asiento y no opuso resistencia cuando la acomodaron cercana a la punta pero al escuchar a Raquel estallar en llanto, aunque no entendía el significado de su balbuceo, una señal de alarma le dijo que algo estaba por suceder y sus sospechas se vieron confirmadas cuando el hombre que estaba por detrás, le acomodó los brazos hacia arriba para luego inmovilizarlos con la presión de sus rodillas.
Repentinamente lúcida, se dio cuenta de que iba a ser sometida, penetrada por aquellos hombres y un instintivo rechazo la hizo tratar de revolverse pero ellos eran demasiado pesados y musculosos. Aunque sus delgadas piernas se agitaban en todas direcciones para evitar que Hugo se instalara entre ellas, el hombre las asió para encogérselas abiertas hasta cerca de los hombros donde el otro la aferró rudamente por las corvas de las rodillas con lo que la entrepierna quedó exhibida en toda su plenitud.
Cuando un rato antes observara fascinada como los hombres penetraban a su madre tan brutalmente y sin embargo aquella parecía gozar de los más sublimes placeres, se había preguntado como era posible que se llegara a gozar tanto con esas brutalidades, pero la reciente relación con Raquel la había condicionado para soportar esa violación que, de un modo u otro, tarde o temprano, tendría que soportar y mejor sería pasar rápidamente por ese momento en una situación en la que no sería culpable ni siquiera de incitación.
A pesar de todo, el cuerpo vigoroso de Hugo la impresionaba y la tremenda verga que sacudía entre sus dedos para que incrementara su rigidez, la atraía y espantaba a la vez por su tamaño; no concebía como aquel falo tuviera cabida entre sus músculos apretados que recibieran dificultosamente los dedos de su madre.
Gañendo como un animalito asustado, alzaba la cabeza para mirar con ojos desorbitados como el hombre acercaba el falo a su sexo y, al apoyarlo cuidadosamente sobre los labios que aun permanecían dilatados, un bálsamo tranquilizador fue invadiéndola a favor de un acariciante periplo que Hugo realizó con el aterciopelado glande a lo largo de todo el sexo hasta ver como los espasmódicos sacudimientos de su vientre iban calmándose.
La verga había desparramado la abundancia de los jugos y salivas sobre la piel sensibilizada hasta que, fijando sus ojos en los suyos, el hombre le dio a entender que el momento había llegado. Apoyando la punta del ovalo en la vagina, milímetro a milímetro, centímetro a centímetro, el miembro fue penetrándola, separando sus tejidos y músculos sin violencia, pero aun así ella, sentía como la piel era desgarrada, lacerada por el grosor y la presión.
El sordo gruñido que la había hecho acompañar el apretar de sus mandíbulas en medio de rechinamientos de los dientes y una tensión de los músculos y venas del cuello hasta que parecían a punto de estallar cuando ya más de la mitad de la verga transitaba su interior, se convirtió en desaforados gritos de dolor que junto a un llanto incontenible fueron el acompañamiento al sometimiento total y, cuando el hombre detuvo su empuje, ella sintió como algo descomunal parecía ocuparla por entero.
El jadeo más los sollozos entrecortados, con los mocos escapando de sus narices por el fuerte resollar y una cantidad de saliva que llenaba su boca provocando un funesto gorgoteo en la garganta, la hacía abrir la boca desmesuradamente en tanto sentía como el hombre iniciaba un lerdo pero inexorable tránsito adentro y afuera que, insólitamente, contribuyó a relajar los músculos vaginales haciendo menos cruenta la penetración.
Su voluntad no contaba ante la respuesta primitiva del cuerpo y lo que le resultara espantosamente doloroso hacía instantes, comenzó a trasmitirle sensaciones inmensamente gratas que, sin embargo y merced a la cadencia cada vez más regular de Hugo, fue crispándola pero de manera diferente; arqueando su cuello tanto como podía, clavaba la punta de la cabeza firmemente sobre el asiento, abombando el torso como buscando acoplarse misciblemente con el hombre.
Como apiadándose de ella, Luis liberó sus brazos de la opresión de las rodillas y tomando entre los dedos su verga semi erecta, la acercó a la boca gimiente que, entreabierta, parecía ofrecérsele. Cuando el glande rozó los labios por cuyas comisuras aun escapaban delgados hilos de baba, su primera reacción había sido cerrarlos prietamente pero se dio una conjunción de circunstancias; la primera era que, en esa posición le era casi imposible respirar por la nariz, especialmente porque la tenía obstruida; segundo porque tenía conciencia que, de manera indefectible, los hombres cumplirían con sus propósitos a pesar de su oposición y no quería sufrirlo físicamente y tercera, quizás la más importante, era que el traqueteo del miembro en la vagina le placía como nunca antes otra cosa.
Privilegiando su bienestar y como las mamadas eran la única cosa de la que se había permitido disfrutar con los muchachos, abrió la boca para que la tersa cabeza fuera introduciéndose despaciosamente en ella. Camila había desarrollado una técnica instintiva en chupetear falos que no tenían nada que envidiarle al que iba llenando la boca y rodeando con los labios prensiles el surco que debajo del glande carecía de prepucio, estiró las manos recientemente liberadas para asirse a las nalgas de Luis, incitándolo a realizar un suave balanceo por el que el miembro adquiría un delicado vaivén copulatorio.
En el ínterin y a pesar de su angustia, convertida en una obligada voyeur de su hija, Raquel no sólo había disfrutado de una exquisita mineta de Diego a todo su sexo, incluyendo un tremolante estímulo de su lengua al ano, sino que ahora aquel, tras introducir dos dedos a la vagina encorvándolos para iniciar un símil de cogida, movía la mano en forma circular, consiguiendo que yemas y uñas rascaran todo el interior.
Ya la lujuria la había ganado y el ver a su hija regocijándose con aquella primera penetración, manifestando ese agrado por el entusiasmo con que atacaba con manos, lengua y labios al falo de Luis, le hacía disfrutar doblemente con lo que Diego le hacía y, casi sin proponérselo, se encontró pidiéndola que la poseyera. Raquel nunca había sido promiscua y en sus relaciones con Bruno no disfrutaba de más de un par de eyaculaciones seguidas, pero ahora se asombraba al sentir como su cuerpo se adaptaba a los sometimientos sin que, no sólo sus carnes un sufrieran inflamaciones sino que parecían incrementar su sensibilidad con cada nuevo acto.
Sin que el hombre se lo pidiera y en un forma refleja, se había acomodado arrodillada oferente para que Diego pudiera asirla por las caderas e iniciar una lenta cópula que, tras unos momentos en que la sentía golpear casi en su estómago y mientras lo alternaba con la introducción de un pulgar a su ano, sacaba el falo para contemplar fascinado como la vagina permanecía dilatada dejándole ver el cavernoso rosado interior y luego volver a penetrarla hasta que los colgantes testículos golpeaban su clítoris.
El placer y la concupiscencia habían tendido un velo a su entendimiento y sus reacciones eran puramente animales. Sintiendo la verga portentosa entrar y salir de ella cada vez con inaugural placer y observando cómo Hugo acababa en su hija siendo reemplazado por Luis, gateó despaciosamente la corta distancia que la separaba de Camila y, mientras experimentaba un inenarrable placer con las penetraciones del hombre, inició un tierno besuqueo que, desde la frente cubierta de sudor, ascendió hasta los ojos, se deslizó sobre la fina nariz y finalmente se apoderó de mejillas y mentón, lamiendo y succionando con fruición el pastiche de saliva, lágrimas y un regusto de la verga masculina para culminar con la lengua tremolante explorando el sensible interior de los labios.
Aunque había sentido por primera vez el derrame de la tibia simiente dentro de ella, Camila no había alcanzado su satisfacción y como tampoco Luis le dejara completar la felación, recibió la caricia de la otra mujer como un momento culmine del éxtasis. Hundiendo los dedos en los rebeldes mechones de la cabeza invertida sobre la suya, se dedicó con ahínco al beso, encontrando, como momentos antes, que el hecho de que Raquel fuera su madre no ponía coto a sus deseos más exacerbados.
La vista de las tetas bamboleantes por los rempujones del hombre, incitaron a que la chiquilina los asiera con sus manos para hacerla correrse aun más sobre ella y, manoseándolos con delicada premura, hizo a la lengua explorar en vibrante fustigamiento los largos pezones de la mujer mayor. Entusiasmada por el denodado empeño de la muchacha, Raquel ejecutó una verdadera carnicería en aquellos inmaduros pero sólidos pechos, entregándose ambas con denuedo a satisfacer a la otra satisfaciéndose, hasta que Diego y Luis, viendo sus enfervorizados esfuerzos, las hicieron desplazarse para conformar un nuevo sesenta y nueve, alternando las vehementes chupadas de las mujeres con la penetración de sus falos a los sexos.
Si para Raquel aquella era una novedad de la ni imaginaba llegar a disfrutar, para Camila era absolutamente nuevo aquello de excitar con dedos y lengua el clítoris de su madre y, cuando Diego sacaba al miembro chorreante de sus mucosos vaginales, recibirlo golosamente en la boca para degustar los sabores más íntimos.
Obnubilada por la profundidad del goce de ese sexo múltiple, la desquiciada ama de casa devenida súbitamente en la más lúbrica e incontinente puta, deglutía con extasiada fruición las fragantes mucosas de aquella vagina que hasta poco antes fuera virgen de toda virginidad y, cuando Luis liberaba al sexo de su hija, se apresuraba en recorrerlo ávidamente con labios y lengua hasta que el hombre le hacía chuparle la verga, cosa que emprendía con verdadero deleite mientras sus dedos se escarnecían en el clítoris y la vagina de Camila, quien hacía otro tanto en ella.
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