Ida Y Vuelta
Breve relato de un orgasmo forzado.
Los ojos están entrecerrados con la boca abierta, atontada en la nube de placer y la abofeteo. Una vez, dos. Cruzo la jeta con cachetadas de ida y de vuelta. Trata de cubrir la que viene de seguidas y la tomo del pelo, me acerco y le digo que las manos van detrás, cruzadas por las muñecas. Una sensación de duda la inmoviliza pero la nueva bofetada suena en su mejilla y responde con un imperceptible gesto afirmativo. Y obedece porque sabe que si no, el castigo va “in-crescendo”. La tomo del pelo y acaricio en círculos la concha, se moja casi inmediatamente. Ubico con el tacto el clítoris y lo rozo, casi sin tocarlo, apenas sobre la carne húmeda e hinchada. La pregunta de porqué había sacado las manos detrás de la espalda la hice una y otra vez. La respuesta no era la esperada hasta que pidió perdón. Una bofetada más y pellizco uno de sus pezones. La cara se transformó por el dolor y se quejó hasta que le dije que se callara. Pregunté si iba a volver a hacerlo y apreté la punta y la gire hacia la izquierda. El rictus fue de intenso dolor y seguí acariciando la argolla abierta y goteando sobre las yemas. Pidió acabar varias veces durante esos minutos pero me negué a darle la autorización. La abofeteé con cada pedido. En medio de la cabalgata, cuando estaba casi a punto de correrse, le mandé una bofetada fuerte que la sacó del clima que estaba logrando. Recomenzó y cuando estaba en el borde del orgasmo, le fue otra bofetada a la cara y suspiró frustrada. “Seguí hasta acabar…” fue mi orden y otra vez empezó el vaivén pegada a mí. Otra bofetada al hilo y chilló: “dejame acabar, por favor…”. No, no la dejaría y mucho menos bajo sus pedidos. Mientras le daba bofetadas suaves de ida y vuelta, pensé que sería lo mejor que acabara, que se corriera forzándola a concentrarse, a poner su mente en esa meta. Le dije que iba a tener que esforzarse para lograrlo porque no dejaría de abofetearla mientras ella me montaba. Me miró a los ojos y comenzó a frotar la entrepierna contra mí, con la verga incrustada en la concha. Sonó la primera cachetada y giró la cara, vino otra de revés y otra y otra. Mordió suave el labio superior con el inferior y siguió. Le caían los sopapos a la cara, una detrás de la otra. “A ver si podés acabar, puta. A ver si podés concentrarte para mojarme todo, puta”. La cara desencajada, transformada en un rictus de tensión, el cuerpo tenso y cerró los ojos. En ese momento le volé una fuerte para sacarla de foco pero siguió. “De quien sos vos, puta?”. Respondió entre dientes “tuya”, otra cachetada y otra. Repetilo putita asi no se te olvida. “Soy tuya… Soy tuya… tuya…” y la cara se iba tensando en un éxtasis creciente con cada repetición. Y seguía intentando desconcentrarla a bifes. Una décima de segundo en stop y abrió la boca con un grito mudo y me tomó de la carne del pecho clavando las uñas. Le volé otra cachetada y ni se mosqueó, gimió y se estremeció en las piernas, gritó y prolongó su “ahhhhhhh”. Sonreí contemplando esa imagen de tenerla encima, encastrada en mi y temblando estremecida. “Así… así me gusta. Puta hermosa, mojame todo, hija de puta. Acabas como una yegua” con el rostro como congelado en ese placer. Le apreté la carne de las nalgas y estaba en tensión total. Los movimientos del cuerpo eran impulsos eléctricos, irregulares, compulsivos. Esperó un medio minuto, más quizá, y se derrumbó sobre mi pecho temblando como una hoja, con la respiración agitada y el corazón desbocado. La tomé de la nuca y los musculos seguían tensos, y el cuerpo estremeciéndose más pausadamente. La besé suave cerca de la oreja y la retuve entre los brazos. Un minuto después la tomé de los pelos para ponerla contra la pared. “Dame un minuto que me recupere…”. Nada de recuperación, de ninguna manera. La puse de rodillas sobre la cama. “Despacito…” pidió y un segundo después la estaba penetrando en seco. Tuvo el reflejo de hacerme tope contra el pecho para que no siguiera entrando pero le tomé el brazo y lo apoyé sobre la cintura con la mano bien aferrada a la muñeca. “Ay… despacio… por favor…”. Un chirlo fuerte sobre la carne del glúteo la hizo dar un salto y seguí. Gritó y le dije que se quedara asi como estaba. Dos o tres estocadas suaves y la tenía metida entera en el culo. Gruñia y gemía sintiéndome. La tomé del pelo y traje la cabeza hasta mi boca: “me gusta deslecharme en tu culo, sabés?”. “Si, lo sé… y me encanta”. “Te voy a abrir el ojete… y lo voy a llenar de leche”. “Me duele todo el cuerpo, me arden los cachetes de la cara…” dijo y era verdad que los tenía rojos de tanto abofetearla. Le dije que era una hermosa puta, que me gustaba verla así de sometida y metí la punta de la lengua en la oreja y lamí feroz el cuello. Castigué las nalgas, una y otra mientras la penetraba despacio y con ritmo. Ella estaba gimiendo otra vez, y con cada lengüetazo, gemía y pedía más. “Haceme el orto asi… ahí, sí… así…”. La tenía de la cintura con la zurda y con la derecha mantenía su mano en la espalda hasta que la solté y ella se apoyó con las dos manos en la pared, acomodó el cuerpo hacia atrás, dejando el culo bien parado para que la cogiera con furia. Miraba hacia atrás y me miraba, con cada envión entrecerraba los ojos. “De quien sos…?”. “Tuya”, la respuesta invariable cuando la tenía en trance. Busqué la concha con la mano mientras tenía la verga enfundada en su culo, tanteé hasta encontrar el clítoris y lo acaricié en círculos. “Ay… así… dame todo… dame la leche… llename el ojete, todo lleno de leche”, dijo en extasis y acabó a chorros sobre la almohada. Hija de puta. Me puso al borde de la locura, se la saqué y la llevé de los pelos al borde de la cama, le abrí las piernas y le mandé tres dedos adentro de la argolla, la cajeteé con furia y chorreó mojándome hasta el codo. El piso estaba con todo su juego, la tomé de los pelos y le ordené “limpia con la lengua ese charco ahora!”, le bajé la cabeza y ví como lamía como una gata la leche del bol. Me rompió la cabeza ver esa imagen, me disparó la bestia y volví a girarle el cuerpo y la penetré otra vez por el orto. Dos o tres estocadas a fondo la llené y me estremecí del polvo que tuve, sentí que me iba en tres o cuatro espasmos interminables. Cuando recuperé el aire, le besé la espalda amplia y transpirada y busqué la correa de cuero para volver a calzarla en el collar y la subí a la cama para dormir un rato.
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