Relato de terror: La abuela sádica. Parte 4
Relato sadomasoquista donde iréis conociendo a la abuela Remedios. Una abuela sádica que disfruta castigando y humillando. Historia de como me convertí en un esclavo masoquista. El final promete no defraudar..
La paz había llegado, al menos en apariencia, a la casa. Desde que la abuela Remedios impuso su disciplina y su control absoluto sobre mí, todo había cambiado. Yo, que al principio era torpe, desobediente y sin modales, había aprendido a comportarme bajo su mirada severa. Cada palabra suya pesaba más que cualquier mandato, y poco a poco me fui acostumbrando a obedecer sin dudar.
Lo que al llegar a aquella casa el primer día parecía imposible, ahora se estaba cumpliendo. Las rutinas fluían sin gritos, sin discusiones. Hasta la atmósfera parecía distinta, como si la abuela hubiera logrado imponer un orden que transformaba el aire mismo.
Incluso mi madre, que durante años había evitado cualquier contacto con ella, había comenzado a acercarse. Al principio fue incómodo, lleno de silencios y miradas evitadas, pero poco a poco las conversaciones regresaron. Un día, para mi sorpresa, se abrazaron. Fue un gesto breve, casi frío, pero suficiente para hacerme pensar que quizá algo bueno podía nacer de tanto rigor.
Por primera vez desde que llegué, creí que la abuela Remedios podía traer la armonía que todos necesitábamos. Lo que entonces no sabía era que aquella calma era solo el preludio de algo mucho más oscuro para mí.
A pesar de aquella aparente calma, yo comenzaba a sentirme inquieto. Había algo dentro de mí que no lograba comprender del todo, una necesidad que crecía silenciosa, como una presión constante en el pecho. La abuela Remedios ya casi no necesitaba castigarme: había aprendido a obedecer, a prever cada orden suya antes de que la pronunciara.
Pero esa ausencia de castigo me dejaba vacío. Me había acostumbrado tanto a su severidad, a su control absoluto, sin sus castigos me sentía perdido. Era una sensación contradictoria y angustiante: temía su presencia, y al mismo tiempo la necesitaba.
Empecé a preguntarme qué me estaba ocurriendo. ¿Por qué me atraía tanto su autoridad? ¿Por qué el terror que imponía sobre mí me hacía sentir vivo? Quizás, pensé, había algo en mí que ya no podía separarse de ella, algo que encontraba sentido solo bajo su sombra.
Tuve una idea nefasta, como tantas otras que habían nacido en mi cabeza desde que llegué a aquella casa. Si ese día me comportaba mal, si desobedecía sus normas, si hacía todo cuanto sabía que la irritaba, conseguiría lo que tanto anhelaba sin entender por qué: enfurecer a la abuela Remedios.
Era una locura, lo sabía. Pero algo dentro de mí necesitaba volver a verla transformarse en esa figura terrible que tanto me aterraba y fascinaba a la vez. Quería sentir de nuevo su mirada clavada en mí, ese silencio previo a sus castigos que helaba la sangre. Necesitaba comprobar, una vez más, la magnitud de su crueldad, como si en ella residiera una verdad que me era imposible alcanzar de otro modo.
Me propuse hacerlo todo mal: romper el orden que ella había construido con tanta precisión, desafiar sus normas, provocar su ira. Era una forma retorcida de buscar respuestas, de explorar los sentimientos oscuros que había despertado en mí. No lo hacía por rebeldía, sino por necesidad… porque, sin su dureza, sin su dominio, yo ya no sabía quién era.
Aquel día me comporté de la peor forma posible. No sé qué me pasó; no era yo. Desobedecí todas las normas que la abuela Remedios había impuesto con tanto rigor. Le hablé con desgana, contesté cuando me reprendía, dejé las tareas a medias, provoqué su enfado una y otra vez. Fueron muchas las faltas cometidas en pocas horas, como si una fuerza oscura dentro de mí me empujara a ponerla a prueba.
Pero mi idea no tuvo el resultado que esperaba. Quise despertar su ira, hacerla reaccionar, volver a ver ese brillo implacable en sus ojos… y lo conseguí, aunque no del modo que imaginaba. En un momento de furia, la abuela Remedios arrojó un plato contra el suelo. El estrépito fue ensordecedor; los fragmentos se esparcieron por toda la cocina, brillando como pequeñas cuchillas bajo la luz.
Su rostro, encendido por la rabia, me heló la sangre.
— ¿Qué te ocurre hoy? —Preguntó con una voz grave, cargada de amenaza—. ¿Has perdido el juicio?
Avanzó hacia mí lentamente, con esa expresión suya que nunca presagiaba nada bueno.
—Habla —ordenó. Me lo vas a contar todo ahora mismo, o te marchas de mi casa para siempre – .
El miedo se apoderó de mí. Solo pensar en irme, en quedar lejos de su presencia, me dejó sin aliento. No quería eso, no podía imaginar mi vida fuera de su control. Así que, temblando, le conté todo. Le hablé de mis pensamientos, de mis dudas, de lo que me ocurría por dentro desde hacía tiempo. Le confesé todo, incluso aquello que no entendía de mí mismo.
La abuela Remedios, tras unos segundos que parecieron eternos, se calmó. Su respiración fue volviéndose más lenta, más profunda. Caminó despacio hacia el aparador, abrió una de las puertas y sacó la frasca de licor verde que tanto le gustaba. El sonido del cristal al chocar contra la mesa me hizo estremecer. Sirvió un poco en su vaso grueso, bebió un trago largo y se dejó caer en la silla con un suspiro pesado.
—Siéntate —me dijo, señalando la silla frente a ella.
Obedecí sin atreverme a levantar la mirada. Notaba el temblor en mis manos, el corazón golpeándome en el pecho.
Ella giró el vaso entre sus dedos enguantados, lo observó unos segundos, y luego habló con una calma que resultaba más temible que sus gritos.
—Vamos a tener la conversación que debimos haber tenido hace mucho tiempo —dijo, con la mirada fija en mí.
No había enfado en su voz, sino algo más profundo. Algo que no comprendía del todo, pero que me hacía sentir vulnerable, expuesto. El silencio entre palabra y palabra era tan espeso que se podía cortar con un cuchillo.
La abuela Remedios me miró largo rato antes de contestar. No apartaba la vista de mí, y su expresión era tan impenetrable que me resultaba imposible saber si estaba enfadada o a punto de reírse.
—No me conoces, ¿Sabes qué siento yo? —Repitió lentamente, como si saboreara cada palabra—. Siento que el miedo te ha hecho entender lo que las palabras no podían enseñarte.
Bebió otro trago, más largo esta vez. El vaso tintineó cuando lo dejó sobre la mesa.
Ella dejó el vaso sobre la mesa y su voz se volvió cortante, como un filo que araña la calma.
—Desde joven —dijo— supe que había en mí algo monstruoso. No era rabia cualquiera; era un hambre oscura que se encendía al ver sufrir. Cuando veía a alguien doblegarse ante mí ante mis castigos, algo dentro se calmaba y, a la vez, se alimentaba.
Hablaba con palabras ásperas, sin suavizantes: dolor, humillación, dominio. Contó cómo al principio le dolía reconocerlo, pero que pronto la vergüenza se transformó en fuerza. Cada humillación que infligía la volvía más sólida; cada lágrima que arrancaba de otros le confirmaba que tenía un arma más poderosa que cualquier razón.
—No busco cariño —escupió—. Busco obediencia. Busco que se rompan las voluntades. Y cuando lo consigo, siento esa certeza horrible: he ganado terreno; he anulado la resistencia.
Sus confesiones caían pesadas en la habitación como piedras. No había arrepentimiento, sólo una explicación fría y cruel: lo hacía porque la necesitaba, porque le daba orden y sentido; porque el placer que le nacía al ver la sumisión ajena era su ley.
Yo la miraba y noté que aquella declaración no era un resquicio de humanidad, sino una amenaza en carne viva: su alma estaba tallada de dureza y no pretendía redimirse.
Cuando terminó, el silencio era un campo minado. Su sonrisa, pequeña, implacable, me dejó claro que aquello no era un pasado que contar, sino un futuro que yo ya había empezado a habitar.
-Antes de que llegarais a mi casa, solía recibir visitas. Hombres que se anunciaban en alguna página de internet; apenas un par de clics y aparecían. No buscaba dinero, ni compañía, sino algo más extraño: su propia necesidad de infligir dolor y humillación. Pero casi nunca funcionaba como esperaba. La mayoría no aguantaba ni un instante. Apenas empezaba el castigo, pronunciaban la palabra de seguridad y se marchaban, temblando y jadeando. Algunos salían corriendo, mientras me insultaban sin piedad: vieja, gorda, sádica, loca. Palabras que se clavaban en mí como agujas, recordándome que mi deseo por el castigo solo encontraba rechazo y fracaso.
Suspiró, como si soltara un peso que llevaba demasiado tiempo sobre sus hombros. Nada de todo lo anterior lograba llenar el vacío que sentía en su interior; todo había sido en vano. Pero desde que crucé aquella puerta, algo había cambiado. Por primera vez en mucho tiempo, ella sentía algo diferente: un extraño placer mezclado con la satisfacción de su propia sed de castigo y humillación. Era como si, de repente, pudiera beber de aquello que antes siempre le era negado, y cada gesto, cada palabra y cada acto de dominio que ejercía, la llenara de un deleite oscuro que la reconectaba consigo misma.
- Señora Remedios, ¿qué es lo que más la gusta de mi al doblegarme y castigarme?- Pregunté respetuoso e intrigado a la vez que sincero queriendo conocer la verdad.
- Me encanta poder atarte y amordazarte. Así no puedes quejarte ni salir corriendo como los demás, y así puedo dar rienda suelta a mis deseos más oscuros sin interrupciones. Lo que tanto añoro y deseo – Respondió de forma sincera casi humedeciendo sus ojos.
Bebió otro trago de su licor, y yo supe que era mi oportunidad. Con el corazón latiendo a mil por hora, le dije que quería ser humillado, castigado y controlado como nunca antes lo había sido con nadie. Al principio no encontraba la palabra, pero al final salió de mi lengua, casi como un susurro tembloroso: quería ser vejado y castigado. Quería que fuera terriblemente dura conmigo, sin límites ni piedad.
Al escuchar mis palabras, casi se atragantó con el licor fuerte que bebía. Me miró con los ojos entrecerrados, y su voz se volvió un reproche cargado de incredulidad: me recriminó que no sabía lo que decía, que no estaba preparado para aquello. Pero yo insistí, una y otra vez, asegurándole que estaba listo, que era exactamente lo que deseaba. Mire a los ojos a la vieja abuela remedios y la dije que me reafirmaba en todas mis palabras.
Ella me observó con una mezcla de sorpresa y oscuridad en la mirada, y me advirtió que si me entregaba a sus deseos, podría vivir un verdadero infierno. Yo, suplicando frente a ella, no titubeé. La supliqué, rogando, que me dejara sentir ese infierno del que hablaba, que quería experimentarlo hasta el límite y superarlo, consciente de que cruzaba un umbral del que quizá no habría regreso.
Se quedó pensativa unos segundos, con la copa aún en la mano, observándome con una mezcla de curiosidad y cálculo. Luego sonrió apenas y dijo que tenía la solución.
—Te voy a conceder tu deseo —murmuró, con voz dura, firme, sin un ápice de compasión—. Seré terriblemente dura contigo… tanto, que acabarás suplicando y llorando por mi perdón. Sentirás un infierno del que no podrás escapar.- Me indicó con tono serio, no bromeaba.
Yo, desafiante, le respondí que no suplicaría ni lloraría. Su risa fue breve, seca, casi un bufido de burla. Después, su rostro se endureció aún más.
—Sí lo harás —dijo, su voz cortante como un cuchillo—.Y sentirás ese infierno que tanto dices desear, cada instante será un tormento que solo yo decidiré cuándo termina.- Sentenció con su voz fría y áspera que la caracterizaba.
Entonces me ofreció un trato: me mostraría el infierno que tanto decía ansiar, y si al final terminaba suplicando y llorando, tendría que aceptar una condición que ella misma me revelaría.
—Ese será nuestro trato —concluyó—. Si lloras y me ruegas, harás lo que te pida.
Reí, creyendo tener la ventaja. Le pregunté qué pasaría si lograba resistir, si no lloraba ni suplicaba.
Ella se inclinó lentamente hacia mí, y con una mirada que me atravesó el alma, sujetó mi mandíbula entre su guante de goma y respondió con una certeza que helaba la sangre:
—Terminarás suplicando y llorando te lo juro como que me llamo remedios. Y ese infierno será más real de lo que jamás has imaginado.
Trague saliva, nuestro trato estaba cerrado y había abierto una caja que no podía cerrar. Yo había sido el culpable y debían apechugar las consecuencias, aunque estaba ilusionado con la simple idea de nuestro trato y utilizar su completa dureza hacia mí.
Los días siguientes pasaron lentos y tensos. No podía dejar de pensar en nuestro trato, y el nerviosismo me acompañaba a cada instante. La abuela Remedios comenzó a mostrar un comportamiento extraño: bajaba y subía con frecuencia al sótano, cargando bolsas que cuidadosamente ocultaba para que no pudiera ver su contenido. Cada vez que intentaba acercarme o preguntar, ella me lanzaba una mirada que me helaba la sangre y cambiaba rápidamente de tema. El repiqueteo de sus botas de goma resonaba por la casa con un choc-choc constante, cada paso un recordatorio de que algo se acercaba. Su intriga era palpable, y yo vivía entre la expectativa y el miedo, preguntándome cuándo llegaría el momento que ella había prometido. Una tarde, al cruzarnos en el corredor, se detuvo un instante; sus ojos se clavaron en mí con una seriedad que me atravesó. Sonrió, y con su gesto habitual agarrándome de la mandíbula con su guante de goma me habló con la voz fría, me dijo:
—Prepárate para vivir el infierno. Te aseguro que lo voy a disfrutar mucho, más que nunca. Acabarás llorando y suplicando piedad te lo juro. Tú lo has deseado y lo voy a disfrutar de la manera que tanto deseo. Acuérdate que prometiste acatar mi condición al final.
El momento había llegado, y no había vuelta atrás. Todo lo que había esperado, temido y deseado estaba a punto de cumplirse. Lo que no sabía era que el precio de mis deseos sería más alto de lo que jamás habría imaginado.
El próximo capítulo será especial: nos adentraremos por completo en el infierno que viví, meticulosamente planeado por la abuela Remedios. No debí haber deseado castigos, humillaciones y, sobre todo, vejaciones… porque al hacerlo, desperté al monstruo que lleva dentro, aquel que sólo espera una oportunidad para desatar su perversidad sin límites.
Agradeceré sus comentarios si has llegado hasta aquí: [email protected]
Continuará en Capítulo 5.


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