La Perra
una historia de sumision y adiestramiento para modificar comportamiento.
A las 20.41 me atusé el pelo en el espejo retrovisor. A las 20.42 abrí la verja, crucé unos metros de jardín, me adentré en el porche, un tanto siniestro, que enmarcaba a una puerta de dimensiones eclesiásticas y estilo vintage (eso que ahora dicen sobre los años 80). Definitivamente faltaban plantas en toda esta amalgama de ladrillo visto sin maquillar. Una buena hiedra trepadora habría dado alma a la sequedad bucal que me generaban 5 metros de altura de porche por 3 de puerta. Llamé al timbre un minuto más tarde. Mi afición a la decoración me ataca dejándome absorta en el peor momento y lugar. Vislumbré una sombra borrosa y humana que se acercaba a los cristales amarillo antiguo y ahumado de esta puerta de mausoleo, que cada vez me gustaba más. «Mar, has venido a jugar, has venido a jugar, has venido a jugar», me repetí como un mantra para adoptar la actitud que requería la situación una vez hubiera dado un paso dentro de esta casa.
«Buenas tardes», dijo con una voz más aguda que su cara, un hombre vestido de camarero al que no esperaba encontrar. Miré hacia atrás en ese ademán instintivo del que comprueba que sí, que esas son las señas y por lo tanto, el lugar. Tanteé los bolsillos de mi abrigo, comprobando rápido que sí, que las llaves de mi moto estaban ahí y no me las había vuelto a olvidar puestas. Estaba muy nerviosa y le sonreí tímida con un «siempre se me olvidan» en los labios, mientras me ayudaba a quitarme el chaquetón.
Al fondo de la entrada no había nada, no había pared. Una escalera decoraba la escena y guiaba los pasos hacia abajo. Desde allí, desde esa misma entrada se podía ver el techo y los ventanales del inmenso salón. De nuevo, absorta en mi inevitable tic decorativo, me sorprendí al ver aparecer a Saúl cuando pisaba el último escalón. «¡Saúl!», exclamé. «Llegas tarde», me contestó. Ni mi gesticulación divertida ni mis dulces ojos explicativos sobre los ires y venires de una tarde de atascos y calles desconocidas consiguieron cambiar su semblante. «Llegas 8 minutos tarde, Mar». «¡Saúl, ocho minutos para mí no son nada, ya lo sabes!», le solté riéndome y acercándome hacia él para darle un tremendo abrazo. «Gerard, sujétala», le dijo al camarero. Gerard frenó mi entusiasmo y me agarró de los brazos desde atrás. Yo solo pude pronunciar un «¿Saúl?» inquisitivo, también para recordar que había venido a jugar. Había venido a jugar, había venido a jugar.
–No me gustan las perritas desobedientes y contestonas. Arrodíllate, pon las manos en el suelo y pide perdón.
–Perdón.
–¿Cómo dices?
–Que perdón…
–Vamos a ver perra…
–Qué sí, que lo siento.
–De eso nada. Ladra inmediatamente, perra. Ladra pidiéndome perdón.
Se me escapó una risa con un soplido y Saúl me cogió la cabeza fuerte tensándome el cuello hacia atrás. «¿Esta perra que ha venido a reírse? Porque si esta perra ha venido a reírse, a lo mejor contamos aquí otra historia», me dijo al oído soltando cada sílaba, una a una, entre dientes.
«Guau», musité un ladrido muerta de vergüenza y rogando en mi foro interno que me obligara a ladrar más y mejor.
–Bien perrita, pero puedes hacerlo mejor. A ver más fuerte.
–¡Guau!
–No pares, perrita, me has hecho esperar. Tengo toda una noche preparada y tú te has reído y me has hecho esperar. Sigue ladrando, perra, no pares.
–¡Guau, guau, guau, woof, woof, woof! –le bramé al tiempo que miraba instintivamente al suelo.
–Muy bien, mi perrita, muy muy bien.
Se acercó y me acarició la cara, la cabeza y detrás de las orejas. Me dijo que no me moviera, que me quedara allí quieta, a cuatro patas, en aquella entrada pasada de moda que vaticinaba un escenario de película. «Si tan solo me dejara moverme unos pasos adelante, podría ver lo que había preparado en la planta inferior», cavilé. Por lo pronto, una chimenea redonda de hierro protagonizaba el centro de lo que suponía que era el salón.
–Te has puesto falda sin medias. Muy bien, perrita obediente. Has debido pasar frío en esa mierda de moto que tienes.
–Mi moto no es una mierda. No digas eso de mi moto. Y sí, he pasado frío.
–Tu moto es una mierda, perra, y no me vuelvas a decir qué puedo decir y qué no. Anda, súbete la falda y enséñame ese culo.
–Gerard, acércate y mira este culo. No te lo puedes perder. Tráete los guantes y la correa.
–Sí, señor.
Oí los pasos de Gerard que se alejaban. Este era el gran momento. Deseaba que Saúl agarrara mi cuello, me mirara a los ojos y me pusiera el collar que me hiciera sentir más suya que nunca. Ya me parecía sentir sus manos levantándome el pelo para colocarme con mimo el collar que hubiera elegido expresamente para mí. Lo abrocharía y me preguntaría con dulzura, «¿Así bien, perrita?».
Entonces oí los pasos de Gerard que se acercaban. Se puso detrás de mí y comenzó a untarme el culo con lubricante. Levanté la cabeza y busqué a Saúl. Apoyado en la barandilla de la escalera, enmarcado en esa imagen por los altos de los ventanales y el tiro majestuoso de la chimenea, sonreía. Me hizo una seña con la mano para que bajara la cabeza y subiera el culo lo máximo posible. Al hacerlo, Gerard colocó un cojín entre el suelo y mis mejillas. Me sentí agradecida, querida y amada.
Desde el suelo solo podía ver los zapatos de Saúl, y me quedé allí, expectante y paladeando el recuerdo de las manos que acababan de instruirme en lo que luego entendería como «La Posición».
Llevaba guantes negros. Unas manos del tamaño de mi cara con guantes negros. Era la primera vez que veía a Saúl así, vestido de traje oscuro con camisa blanca y una finísima corbata, que le partía en dos mitades simétricas. Su metro noventa, sus cien kilos y su voz de caverna ya eran suficientes para tenerme redimida en cualquier posición que eligiera, así que con este outfit no sabría hasta dónde podría dejarme llevar. A veces me doy miedo, pero sé que Saúl no me dejará caer en la entrega absoluta a la que me avoca el trance de la obediencia extrema.
Dejé esos pensamientos atrás cuando de nuevo sentí la mano plástica de Gerard, que me untaba más lubricante por la parte de atrás. Me removí y un «Shhhhhhh» rápido y seco me devolvió a la escena.
–¿Pruebo, señor? –preguntó, Gerard.
–Dale.
Gerard me acarició con uno de sus dedos vestidos en látex las nalgas y el perineo para terminar insertándomelo en el culo.
–Está tensa, señor.
–Relaja el culo, perra. Deja a Gerard hacer su trabajo –me ordenó sin mostrar ningún tipo de emoción.
Gerard seguía…
–Ahora sí, señor, mire como entra.
Saúl se acercó para ver a Gerard como entraba y salía de mi ano, mostrándole orgulloso la fluidez del movimiento de su dedo.
–Vamos a por otro. Métele el otro, Gerard. Relájate perra y trágate ese par de dedos como tú sabes hacerlo.
–Entra fácil, señor. ¿Sigo?
–Dale un poco más y pasamos a la acción.
Gerard me penetró con sus dos dedos enfundados, suave y rítmicamente durante un rato. Saúl se acercó a la mesa de la entrada y sacó un objeto del cajón.
–Ahora vas a tener tu correa, perrita. Abre bien ese culo roto y traga sin rechistar.
Mientras Gerard sostenía mis nalgas, tensándolas a cada lado. Sentí el calor de la mano de Saúl que se había quitado uno de sus guantes. Sentí el frío del metal que se introducía hacia mis entrañas con un gesto lento pero sin pausa. Sobre la espalda, noté el tacto del acero que se prolongaba desde mi interior en lo que pude adivinar un gancho, como un anzuelo largo del que Saúl comenzaba a tirar. Una cuerda agarrada al extremo final hacía las veces de correa.
Saúl ya tenía a su perra atada. Obediente, caminaba junto a su pierna siguiendo la dirección de su puño que tensaba la cuerda e iniciaba el movimiento desde ahí, desde atrás. Me acercó a la baranda. Además del culo, me ardía también el deseo de saber qué había al otro lado de aquella escalera minimalista. Estaba definitivamente rendida a su dulce dominancia, en la exquisita humillación que me regalaba el rol canino, cuando una seda negra se deslizó por mi cara.
–Una capucha bonita para mi perrita preciosa. Mueve el rabito y hazme saber que te gusta el regalo. Vamos.
–¡Guau! –contesté mientras tiraba tiernamente de mí y bajaba con cuidado, uno a uno, cada escalón. Sonaba una canción, no recuerdo cuál porque en mi pecho solo latía una idea: ¿qué cojones hay en la planta de abajo?
(Proximamente la continuacio «Mi nueva vida como perra de casa»)
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