Nina (12) conoce a su nuevo novio, el doberman Mandinga
El Jefe se va a ir de vacaciones varias semanas, pero antes le presenta a su esclavita a un macho reproductor doberman de 45 kilos y tres años y medio que hace un año que no la pone. Cintazos y cópulas contra natura.
En julio, el Jefe siempre se iba de vacaciones a Cuba tres semanas con la familia y se desconectaba de todo. Eso incluía a la putita dilecta de la Habitación 1, por más joven, hermosa y calentona que fuera.
Pero el Jefe estaba muy prendado de la pendeja, y era muy posesivo. Así que, para tenerla cuidada, entretenida y acompañada mientras él no estuviese, le regaló (con la tardía excusa de su cumpleaños) un perro doberman macho de tres años y cuarenta y cinco kilos. Previamente, me dejó bien especificado un régimen estricto de feromonas de perra alzada aplicado homeopáticamente en el agua de la ducha, así como de Gotexc en las jarras de agua fría. El primer ítem, ejecutable desde el momento en que me dio la orden, y el segundo, las 24 horas previas a la llegada deMandinga.
Como no se iba a aguantar tres semanas las ganas de ver a su cachorrita domada por su semental doberman, el Jefe le llevó a Mandinga siete días antes de irse y estuvo desde el mediodía hasta la mañana del día siguiente cogiéndosela, comiendo y durmiendo en la habitación para que la nena se acostumbrase a Mandinga y luego dejárselo y encerrarse el resto de la semana en el búnker privado de su casa a observar por circuito cerrado a la nueva pareja de la Habitación 1, con la excusa de resolver telefónicamente últimas cuestiones antes de rajar para las Antillas.
Yo ya conocía al perro. Era un macho reproductor descendiente de machos reproductores doberman puros que el Jefe eligió especialmente y compró de cachorro con el exclusivo fin de criarlo y alzarlo para que se cogiera pendejas. Desde que trabajo en esto con él, ha tenido otros tres perros: todos doberman, todos sementales, todos criados en una chacra, muy cerca del olor de perras alzadas pero sin acceso a ellas, para ser lanzados tras meses o años de desesperado celibato hacia una joven hembra humana con el objetivo de animar alguna festichola con amigos.
Lo había visto en acción en una sola ocasión, con menos de dos años de edad trincándose a la horrorizada hija quinceañera de un concejal mientras el comisario miraba todo riendo a carcajadas. El Jefe se había estado cogiendo casi medio año a la quinceañera (una rubia de ojos celestes, caderas turgentes y tetas tremendas), y ella se había convertido (por mérito del Jefe, todo hay que decirlo) en esclava de su pija, pero el Jefe ya se estaba aburriendo de la nena y el comisario se la tenía jurada al concejal y le tenía medida la conchita a la hija.
Todavía recuerdo el llanto, los alaridos y la expresión de horror de la quinceañera mientras era violada por el perro entre las risotadas de todos, después de que el Jefe se la entregara tres horas a solas al comisario. En ese momento, Mandinga era adulto pero muy joven, y estaba al fin de su desarrollo. Ahora tenía tres años y medio y había alcanzado la plenitud de su vigor. Me constaba que, desde la hija del concejal, Mandinga no había probado hembra. Ahora, iba a quedarse encerrado solo tres semanas con una cachorrita humana de trece años recién cumplidos, regada tenuemente cada día con feromonas de perra alzada y estimulada tan sigilosa cuan asiduamente con Gotexc para convertirla en una perrita dócil.
Nina se pegó un jabonazo cuando lo vio aparecer al Jefe a mediodía con el perro agarrado de una correa. Él, como siempre, no le había anticipado nada, sólo entró sonriendo, conteniendo al ansioso Mandinga que, en cuanto se abrió la puerta, empezó a tironear la correa y a olfatear en el aire, nervioso, y a Nina en cuanto notó su presencia. ‘Me voy a ir de vacaciones un mes y no quería que te aburrieras ni me extrañaras, así que te regalo este ‘cachorro’ de doberman. Se llama Mandinga. ¿Te gusta?’.
Nina, azorada porque él le estaba dirigiendo la palabra y la miraba a los ojos sonriendo sin (por el momento) abofetearla ni pellizcarla ni devastarla a pijazos, asintió temerosamente con la cabeza, y se quedó congelada con las manos juntas sobre su minifaldita gris.
Entonces él le dijo ‘Saludalo’, le soltó la correa y el perro en un santiamén se abalanzó sobre la nena y metió el hocico bajo la minifalda justo en el medio de su conchita desnuda (aunque el Jefe a veces la dejaba vestirse por el frío y por el juego de roles, casi siempre era en pollerita y sin bombachita).
Nina intentó detener al doberman tironeando del collar, pero Mandinga tenía un cuello muy fuerte y una lengua muy larga, y ya estaba degustando el interior de la conchita encharcada (Hacía tres días que le venía administrando dosis masivas y crecientes de Gotexc, y sólo esa mañana se había hecho tres demoledoras pajas antes de levantarse a desayunar).
La nena gritaba horrorizada y repetidamente ‘Por favor, sacameló! Ah, ah! Por favor! Ah! Sacáme…ah, ah!’ entre gemido y gemido y caminando para atrás, mientras el Jefe la miraba con una sonrisa de oreja a oreja: ‘Si serás puta, entra un macho en tu pieza y enseguida te está chupando la concha. ¿Te podés controlar?’, risoteó, mientras le sacaba al perro de su entrepierna.
La nena se quedó apoyada de espaldas contra la pared que divide levemente la zona letrina/ducha de la zona colchoneta, agarrándose al muro, jadeante, en pánico y con las piernas temblorosas: en menos de medio minuto, esos lengüetazos la habían dejado al borde del nocaut. Por su expresión estupefacta, entendí que se bancaba la cogida y hasta (pese a todo) llegaba a anhelarla; pero estaba rogando que el viejo no la entregara al perro y que después se lo llevara; aunque en el fondo sabía que no había chances.
El Jefe mandó acostarse a Mandinga y el doberman, obediente, se tiró en el centro de la pieza mirándolo con el hocico entre sus patotas. El Jefe ya se estaba sacando la ropa y volvió a mirar a la colegiala Nina con su disfraz de colegiala; dejó caer sus pantalones, se sacó los zapatos con los pies y caminó, en camisa, medias y bolas, hacia la nena aún apoyada de pie contra la pared.
Ella bajó la vista al ver que se acercaba. Él la tomó del mentón y la obligó a mirarlo a los ojos desde 25 centímetros más abajo. ‘¿Qué pasa, puta? ¿Andás con ganas? El ‘cachorro’ es padrillo y se da cuenta cuando una hembra está alzada’.
Nina hizo silencio, calculando qué decir para ligar menos golpes. Eso enojó al Jefe, que la levantó de los pelos con una sola mano (la otra apuntalaba el esfuerzo aferrando la ropa de la nena), caminó tres pasos sosteniéndola en el aire y la arrojó contra la pared. La nena rebotó con toda su humanidad contra el muro, amortiguando el impacto como pudo con los brazos, cayó sobre la colchoneta y se quedó acuclillada, con los ojos llenos de lágrimas y torciendo el cuellito angostísimo para mirar con ojos desorbitados al Jefe que, todavía en camisa y medias, le estaba sacando el cinto al pantalón. La pija, apenas empezando a ponerse morcillona, bamboleaba al ritmo de los tirones mientras el Jefe, mirando a la nena, le decía serenamente ‘Ahora, por puta, vas a ver lo que te pasa’. A la nena se le llenaron peor los ojos de lágrimas, pero contuvo el llanto para no empeorar las cosas.
El jefe se acercó con el cinto doblado en su mano derecha, para no darle con la hebilla; nunca le dejaba marcas en la cara, y sólo machucones en el cuerpo: la piel de la nena le gustaba tanto que nunca quiso siquiera sacarle sangre a lonjazos, y ponía mucho énfasis para que en la Habitación 1 no hubiera nunca piojos, pulgas o chinches. Pero, a juicio del Jefe, ese día era de fiesta para los tres y evidentemente, merecía celebrarse con tutti.
El Jefe elevó el brazo como para empezar a azotarla y Nina se acurrucó todo lo que pudo en silencio, tapándose la cabeza con los bracitos y arrinconándose contra la pared. Estaba vestida, lo que amortiguaría los primeros cintazos. El Jefe bajó su brazo haciendo un gesto de contrariedad y le ordenó ‘Sacate la ropa’.
La niña se enderezó todo lo rápido que pudo en medio de la conmoción y, temblando, se sacó el suéter y la remera de un tirón. Como dudó en pararse o no para sacarse la minifalda, ligó los tres primeros cintazos, uno en cada bracito (el segundo de revés) y el último en la cabeza (otra vez del derecho). La nena se tiró para atrás y, evidenciando su inteligencia, cumplió dos objetivos en un solo movimiento: alejarse de los cintazos y sacarse rápido la minifalda.
No obstante, con toda su inteligencia no fue lo suficientemente rápida para bajarse a tiempo la faldita más allá de sus rodillas, porque el Jefe ya la tenía arrinconada y repartiéndole cintazos por todas partes, con especial énfasis en los deliciosos muslitos patizambos, en las caderas cada día más anchas, blancas y turgentes y, cuando se ponía a tiro, en el culazo. La pendeja, por su parte, trataba de atajarse acurrucándose y rodeando la cabeza con sus bracitos, pero se veía dificultada por la minifalda gris enredada en sus rodillas, y lloraba a gritos sin decir una palabra.
El Jefe la siguió azotando a discreción hasta que se cansó y, jadeante, fue a servirse un vaso de agua (llena de Gotexc). Bebía mientras la miraba de reojo con gesto torvo, a lo Iván el Terrible; la nena sólo temblaba tapándose la cara; el perro ladraba una y otra vez, mirando al Jefe.
El Jefe llenó otra vez el vaso con agua y fue a llevárselo a Nina. Como, en su terror y dolor, no atinaba a agarrarlo, la azotó con la zurda mientras sostenía el vaso con la derecha, hasta que la nena pudo coordinar cerebro con cuerpo y estirarse temblorosa para agarrar el vaso. El vaso estaba lleno y su cuerpo sin fuerzas, así que se le cayó y el agua se derramó sobre la colchoneta.
‘¿Ves que te trato bien y es peor? Vos lo único que entendés son los azotes y los pijazos’, le dijo el Jefe mientras volvía a castigarla hasta cansarse. La tenía bien en la esquina del rincón de la colchoneta, dándole, mientras la nena iba girando lentamente como un pollo al spiedo a medida que el dolor en una parte de su cuerpo se tornaba demasiado insoportable.
La lógica de la situación, pensé mientras me fumaba un porro y me pajeaba observando la escena, era que o el Jefe se cansaba e iba a buscar más agua para después propinarle otra tanda de cintazos, o Nina poco a poco dejaba de aullar (por desmayo o por un sobrehumano autocontrol) y él pasaba a la siguiente fase.
La fase final de la operación del Jefe observaba atentamente tirado en el piso con el hocico entre las patas, moviendo la cola y ladrando cuando pensaba que el Jefe lo miraba. El Jefe no actuaba casualmente de este modo: desde el primer momento le enseñaba al perro las jerarquías de la pieza; en ellas, la putita azotada era el último orejón del tarro.
En efecto, Nina se calló sin dejar de temblar, y el Jefe, conforme, fue a buscar un vaso de agua para ella. Se sentó a su lado en la esquina de la colchoneta, la sostuvo de la nuca con mano derecha y le hizo beber atragantadamente algunos sorbos. Nina tenía la vista extraviada, pero no semidesvanecida como otras veces; su cuerpo ya estaba agotado, pero se notaba que su cabecita seguía pensando en todo lo que se venía, y juntando fuerzas para resistir. En el fondo, esa diminuta e inerme hembrita era el ser más resiliente de todos en esta historia, pensé pajeándome a dos manos.
El Jefe le soltó la nuca y Nina se derrumbó de costado sobre la colchoneta, todavía un poco jadeante. Su violador fue hacia la mesa mientras se bebía la mitad de agua que quedaba en el vaso. Después sacó del bolso que traía dos recipientes (uno rojo, con el nombre ‘Mandinga’, otro mostaza, con el nombre ‘Macho’), los puso en el piso al lado de la ducha y llenó uno con agua de la jarra (llena de Gotexc). Estirándose un poco para mirar mejor a Nina detrás del metro de parecita verde, le explicó ‘Desde ahora te vas a encargar de alimentar y darle agua al perro; el tarrito siempre tiene que tener agua’. Hizo una pausa esperando asentimiento. ‘¿Entendés, puta, o necesitás más cintazos?’, preguntó luego de un instante.
‘¡Sí, entiendo!’, intentó gritar y casi lloriqueó la interpelada, evitando con ese verdadero acto de templanza otra tanda de cintazos.
Después, con el perro ya bebiendo (su pija rojiza estaba a medio salir), el jefe se fue desabotonando la camisa y la dejó sobre la silla de tijera. Se fue acercando, todavía en medias (era otoño, el cemento del piso estaba muy frío) y con la pija de nuevo morcillona. Exclamó: ‘Vení, chupamelá putita, así me la parás bien y Mandinga averigua quién es tu macho’.
La nena se acercó gateando (sin intención sexy, lo cual era más sexy aún), todavía con la minifalda enredada en las rodillas. El Jefe, impaciente, la agarró de los pelos con las dos manos y le hizo completar el recorrido a trompicones. Se quedó apretándole la carita contra su pija ahora completamente parada y refregándosela, caliente. La nena, casi sin pensarlo, comenzó como siempre a besuquearle las bolas con los ojitos cerrados: era tímida en la cama y odiaba al Jefe, pero amaba a su pija (incluso aunque no se diera cuenta).
‘Sos tan puta’, murmuró conmovido el Jefe remarcando cada palabra y, con toda dulzura, le zampó un fuerte cachetazo en la mejilla izquierda. Cuando Nina se quedó atajándose de más golpes, el Jefe le tapó la naricita con dos dedos y así agarrada la tironeó hacia su pija. ‘Abrí la boquita, postre de verga’, le reclamó.
En cuanto tuvo la verga en la boca de Nina, el Jefe se la empezó a coger de parado con desenfreno, muy caliente y gimiendo. A los pocos minutos la tiró boca arriba sobre la colchoneta con la almohada bajo su nuquita y apoyó su culo viejo sobre el pecho de la nena para seguir cogiéndole la boca en esa posición, mientras con una sonrisa sádica la observaba ahogarse.
Nina se sentía aplastada, se axfixiaba, lagrimeaba, tenía arcadas, se le ponían los ojitos en blanco hasta que medio se desvanecía. Casi siempre pasaba eso cuando el Jefe le cogía de esa manera la boca, por la razón que fuere (algún tipo de defensa psíquica, o quizá que simplemente su pequeño aparato respiratorio quedaba completamente bloqueado cuando la verga del Jefe atravesaba su garganta hasta escabullirse, dura pero flexible, por el esófago).
Cuando Nina quedó semiconsciente, el Jefe silbó y castañeteó sus dedos a la altura de la conchita expuesta. Mandinga dio un ladrido corto y nervioso, y se acercó enseguida. De inmediato empezó a olfatear a la nena y a los diez segundos le estaba chupando la cajeta como sólo un perro puede hacerlo (la verdad sea dicha: las lenguas de los perros parecen diseñadas para las cajetas de las mujeres; no hay una que no se vuelva loca cuando un perro le chupa la concha; una mujer harta de desengaños con los hombres que descubra esto adoptará sin dudarlo el perro más grande que pueda y se convertirá en esclava de su lengua).
El Jefe había vuelto a ensartar su verga en la boca enorme de Nina, pero esta vez con las bolas en la naricita de la nena, mirando hacia Mandinga, teniéndole los tobillos agarrados para abrirle las patitas y que Mandinga la lengüeteara mejor.
Cuando la nena empezó a volver en sí y notó de nuevo la lengua de Mandinga en su conchita, empezó a sacudir su cuerpo inútilmente (los 85 kilos del Jefe descansaban sobre su carita; al abrir los ojos, Nina sólo pudo ver el enorme culo peludo de su violador, que le impedía prácticamente respirar). El Jefe saldó el nuevo acto de rebeldía de su amada recogiendo los piecitos de la nena sobre su propio hombro derecho y dándole dos soberbias trompadas paralíticas en la parte trasera de los muslitos. Nina emitió sendos gritos con la boca llena de pija, y ya no se defendió más.
El Jefe se tiró en 69 para chuparle el clítoris a la nena mientras Mandinga volvía, primero, tímidamente, a olisquear, y luego, más confiado, a beber cada pliegue de la segunda conchita que lograba chupar en tres años y medio de vida de desesperado padrillo. Casi frente contra frente, los dos machos de Nina apenas se miraron y prosiguieron su tarea (el Jefe, cabalgándole briosamente la boca al mismo tiempo).
Nina no había podido contener un leve vómito, y eso iba a significar alguna represalia. Yo lo sabía, ella lo sabía… no había remedio a eso. Pero en ese momento al Jefe no le importaba. Sin sacarle la verga de la bocaza, el Jefe levantó el pubis de la nena y empezó a pegarle una soberbia chupada de clítoris y ojete que hacía cimbrar su cuerpito: Nina a un tiempo se ahogaba y estaba al borde del orgasmo. Desde abajo, en la colchoneta, Macho miraba atento y esperaba su turno.
El Jefe finalmente dejó respirar a la otra vez desmayada Nina, dobló la estragada almohada, puso el pubis de la nena encima con las rodillitas bien pegadas y, así nomás, a lo gaucho, le ensartó la frutita de un solo envión. Aferrado a la almohada con Nina prisionera entre ella y su peludo y pesado cuerpo, el Jefe cerró los ojos y le serruchó la conchita salvajemente por cinco minutos dando a cada momento gemidos preorgásmicos: indudablemente, se imaginaba las próximas horas y semanas de la parejita que se estaba por formar y se enloquecía. Así que le dio y le dio lo más rápido y fuerte que pudo hasta quedarse sin resuello y al final, como siempre, reventarla entre sus brazos de oso mientras le dejaba la verga clavada lo más al fondo posible para colonizar con leche de viejo la húmeda conchita joven.
Después de cinco minutos nocaut sobre la nena depredada, el Jefe pudo levantarse para beber un poco de agua y comer las vituallas que le había bajado yo por la charola. Vio que los dos cuencos de Mandinga habían quedado vacíos y llenó uno de agua y otro de comida de perro que yo también le bajé.
Después sacó del bolso otro cuenco de perro, rosa, con un nombre inscrito en turquesa: ‘Nina’, y lo depositó a un costado de la mesa. Sacó de la campana el guiso (lleno de Gotexc) que yo había preparado para ella y lo tiró descuidadamente en el cuenco de plástico, salpicando en parte el cemento. Luego caminó hasta Nina, la levantó de los pelos para obligarla a gatear y la llevó medio a la rastra hasta la comida. ‘Ahí tenés tu almuerzo, perra. Comé antes que se enfríe’, le ordenó hundiéndole la cara contra el guiso caliente. Ella intentó agarrar la comida antes de llevarla a su boca y él le hundió la cara en el tazón de nuevo empujándole el culito con un pie, para acto seguido explicarle: ‘No, depósito de semen. Sin usar las manos. Como la perrita que sos’.
Nina se tragó el guiso (y las lágrimas, y el Gotexc en el guiso) lo más rápido que pudo, quemándose, y quizá intentando reponer fuerzas para el infierno que se le avecinaba.
Cuando la nena terminaba de comer, el Jefe sacó un segundo cuenco del bolso que rezaba bien grande ‘Puta’, en letras rosadas sobre fondo turquesa, y lo llenó con agua. A continuación, le encajó un suave pero sorpresivo puntinazo en el culito a la nena, lo suficiente para hacerla golpearse la frente contra la pared.
‘Uh, perdón, cachorrita. Acá te doy más agua para pedirte disculpas’, se burló mientras la levantaba de los cabellos con la mano izquierda y luego le hundía la cara en el cuenco lleno de agua. Nina se sacudió, ahogándose, y, en represalia, el Jefe le sacudió el culazo (que ya daba rabia verle en esa posición tan parado, redondo y carnoso) con media docena de chirlos. Después se fue a sentar a su lado, en la sillita de tijera, mientras la miraba beberse un poco temblorosa lo que quedaba de agua en el cuenco. ‘¿Querés más?’, le preguntó; ella asintió, en cuatro patas, mirándolo con temor. Tranquilamente, llenó otra vez agua con Gotexc el cuenco con la leyenda ‘Puta’ y la dejó beber hasta hartarse, mientras le miraba el culazo, los muslos de hembrita en pleno florecimiento, y en primer plano la conchita brillosa y goteando obscena y animalmente espuma de macho y puta, como una vaca recién servida.
Sonriéndose, el Jefe sacó del bolso un grueso collar de cuero con la leyenda ‘Propiedad de Enzo Binelli’ y se agachó a ponérselo en el cuello a Nina. La nena se quedó bien quietita en cuatro patas, encogida como perra acostumbrada a los golpes. Imperturbable, el Jefe sacó una cadena exageradamente gruesa y pesada, y la enganchó al collar de su dulce putita. Después, siempre sentado en la silla de tijera, le puso un pie arriba de la nuca y silbó para convocar a Mandinga.
El perro llegó como una exhalación, directo a lambisquear las emulsiones vaginales de la hembrita que estaba por servir. Enseguida, su verga pasó de ser una punta roja de 5 centímetros de longitud a un animal palpitante de más de 20. Sin dejar de lagrimear lo más discretamente que podía, Nina empezó a sacudirse enseguida bajo el pie del Jefe, enloquecida por los lengüetazos de Mandinga. La verga del perro se estremecía, erectándose al máximo cada pocos segundos, y una sustancia transparente y viscosa se condensaba poco a poco en gotas a la salida de la uretra. El perro se dio un banquete de concha como yo jamás había visto hasta ese momento y en un minuto la hizo acabar a Nina cabeza abajo y con duras, secas y sostenidas sacudidas de pubis, bajo el pie del Jefe.
Cuando su orgasmo terminó, la nena quedó exhausta y el culazo se le derrumbó para un costado, arrastrando el resto del cuerpito. El Jefe se rio al ver esto y acomodó a Nina, todavía con la cara en el piso, con el torso entre sus piernas, para enderezar y dejar empinado su culo.
De inmediato Mandinga se le montó y empezó a intentar penetrarla con su temible verga. Derramando cada vez más viscosidad transparente, el perro golpeaba fuerte, con desesperación los muslos, las nalgas, el ano y la conchita de Nina por afuera, intentando encontrar el paraíso tanto tiempo negado, mientras la nena daba cortos chilliditos de horror y luego se llamaba a un tembloroso silencio expectante, notando que el perro no lograba su cometido.
Viendo esto, el Jefe se sonrió y tiró de la cadena que sostenía el collar (y por lo tanto el cogote) de Nina, subiéndola hasta la altura de su verga erecta. Dejó que la nena exangüe apoyase el mentón en la silla y luego apretó y refregó la carita contra su verga, como siempre; a los pocos segundos Nina se la estaba besuqueando como podía, enloquecida ya por el efecto del Gotexc y embriagada (ya a esta altura no me lo podía negar a mí mismo) por el aroma de las bolas del Jefe.
En ese momento, el perro volvió a montarla; uno de los pijazos se incrustó brevemente contra la conchita de Nina, que dio un chillidito más por reflejo que otra cosa. Ya a esa altura necesitaba una verga adentro, aunque fuera la de un perro enorme.
El Jefe le apretó las mejillas para indicarle que tenía que meterse la pija del amo en la boca, y, empujando la cabeza de Nina hacia su pubis con las dos manos, se quedó contemplando a Mandinga, que, frustrado, se había vuelto a desmontar y dio dos ladridos como pidiendo ayuda. Entonces el Jefe volvió a castañetear los dedos cerca de los agujeritos más apetecibles de su apabullada puta, y el perro volvió a darse un banquete de cajeta.
Menos desesperado, le metió la lengua explorando los más pequeños pliegues de la vagina encharcada, y de inmediato Nina empezó a corcovear intentando zafarse de las dos vergas; las manos fuertes del Jefe se lo impidieron y, por si eso no había alcanzado, la agarró de los pelos de la mollera con la derecha y empezó a abofetearla con la izquierda. La vibración de cada golpe le hacía estremecer la verga dentro de la boquita de la nena, así que empezó a repetir el descubrimiento , cambiando cada tanto de mano.
El cuerpito y el sistema nervioso de Nina no daban abasto: por un lado, el viejo al mismo tiempo la atoraba con la verga y le pegaba fuerte en la cara; por el otro, el perro le regaló otros dos orgasmos furiosos en los siguientes tres minutos, en los que la nena no dejó un instante de corcovear mientras daba arcadas, todo de manera convulsa, desbordada por el aluvión de sensaciones contrapuestas, desconocidas y abrumadoras.
Cuando vio que otra vez a Nina el culito se le ladeaba, mientras gemía desesperada como casi nunca con la boca llena de verga como casi siempre (en su segundo orgasmo al hilo) el Jefe volvió a aferrar fuerte la cabeza de la pendeja contra su verga y le lanzó tres lechazos furibundos que a nuestra infortunada heroína no le dieron arcadas (pero sí una tos tremenda asordinada por la verga) porque le entraron directo en el esófago. Intenté imaginar qué sentiría la nena al golpear la leche de viejo contra las paredes de su esófago para bajar luego, viscosamente, hasta su pequeño estómago.
Por los siguientes cinco minutos, la escena protagonizada por el ardiente trío de la Habitación 1 fue así: el Jefe sentado en la sillita de tijera con las piernas abiertas, la cabeza para atrás y aún apretando la cabeza de Nina contra su verga todavía al palo; la nena con el culito ladeado para la derecha tras los dos últimos orgasmos, sin caerse solamente por las piernas del Jefe, mientras el perro seguía lamiéndola como podía en esa posición y la viscosidad que salía de su uretra ya era una estalagmita contra el piso verde.
Luego el Jefe sirvió lo que quedaba de la última jarra de agua y golpeó dos veces y luego otras dos el utensilio de plástico que enarbolaba en lo alto. Así entendí que debía bajar dos litros más de agua, ambos con Gotexc.
A continuación, sacó la verga de la boca de la exánime Nina (que gemía quedamente cada tanto, cuando Mandinga alcanzaba a hurgar eficazmente en su intimidad ladeada), se paró con las piernas abiertas sobre la silla y acomodó el torso de la nena en la silla de tijera para, finalmente, sentarse arriba de la espaldita mientras la palmeaba suavemente para que el doberman subiera otra vez sus patotas sobre la ya rasguñada (y azotada) piel de la nena.
El último capítulo de la prolongada y minuciosa saga de humillación a Nina finalmente había llegado. Ya la había emborrachado y drogado; la había quemado con faso; la había pellizcado, abofeteado, azotado, trompeado y culeado a placer cada vez que quiso la había hecho montar por un viejo decrépito, por un vagabundo, por un down pijudo; la había hecho enfiestar por una horda de pendejitos paqueros de 10 a 13 años y, en otra ocasión, por amigotes cincuentones, forzándola a oficiar toda la noche de mucamita puta. Pero nada de todo lo anterior se comparaba con esto: agarrar a una nena hermosa, inteligente, abanderada, virgen, inocente, altiva, y rebajarla hasta el punto de convertirla en la puta barata de un perro.
Cuando Mandinga se subió sobre el lomo de Nina, el Jefe se inclinó para agarrar la verga canina y enhebrarla en la conchita de su nueva novia. En el video que edité después, la cámara de zócalo de abajo de la mesa muestra a pantalla partida el rostro desesperado y en pánico de la nena a medida que el perro iba logrando su cometido.
Obviamente, el garrote del doberman se zafó en cuanto empezó a empujar a lo bruto, haciendo gritar a la nena asustada, que ligó un bofetazo de derecha en la cara desde el otro lado del respaldo de la silla y trató de hacer silencio, mientras jadeaba del miedo y la excitación (nunca le habíamos encajado tanto Gotexc durante tanto tiempo).
Hecho esto, el Jefe volvió a acomodar a Mandinga sobre el lomo de Nina y se fijó de apoyar la portentosa verga canina exactamente sobre los minúsculos labios de la conchita humana mientras con dos dedos gruesos y regordetes abría los labios de esta última, todo mientras el perro volvía a empujar de una manera inhumana.
Esta vez, las maniobras se vieron coronadas por el éxito, si por éxito entendemos que la verga de 21 centímetros de un doberman de tres años y medio se introduzca un centímetro y poco más en la ínfima conchita de una nena que acababa de cumplir 13. El Jefe recordaba lo que tuvo que sudar para abrir a la nena cuando se la violó por primera vez, así que no dejó de aferrar y empujar la verga deMandinga en ningún momento, pero el perro, una vez que encontró el camino a la beatitud, empezó a empujar como el macho joven, vigoroso y desesperado por ponerla que era, así que llegó enseguida, devastadoramente, hasta el pequeño útero, mientras Nina corcoveaba al punto de levantar los 85 kilos de su amo entre aullidos inéditos que las bofetadas del Jefe no lograban acallar ni amenguar.
Entonces Mandinga, ayudado por su cadera anatómicamente muy distinta de la del ser humano, le pegó a la drogada nena una frenética e incesante cepillada de diez minutos que jamás un macho humano, ni siquiera una estrella porno y en un video trucado, podrá empardar.
El Jefe se cansó el brazo derecho de abofetear a la nena sin lograr que se callase (tampoco le quería dejar la cara hinchada, sólo colorada), y se conformó con observar cómo la verga deMandinga entraba a toda velocidad en la demolida conchita, entre carcajadas por los tremendos corcoveos que pegaba la pendejita bajo su culo viejo.
Como a los 10 minutos, el doberman comenzó a estremecerse y a llenar de leche canina la mancillada y demolida conchita joven. La poseedora de tan joven, tierna, mancillada y demolida conchita acusó recibo con tres temblequeados ‘Ahhhh! Aaahhh! Aaaahahhhh!’, en crescendo y meándole toda la verga. las bolas y las peludas patas traseras a su nuevo macho, mientras el jefe carcajeaba ante los furiosos corcoveos de la nena, gritaba ‘Soo, Soo’, como si estuviera domando a una potranca y, sin dejar de reírse, volvía a cachetear repetidamente a la nena en el rostro hasta conseguir que se callase.
Advertí una expresión de triunfo en la cara del Jefe: la nena dejó de chillar, pero no dejó de orgasmear; casi en silencio, siseando para no ligar más cachetadas en el rostro, siguió recibiendo la primera carga de lechonga canina, y deshaciéndose cuadro a cuadro (en el video posterior) con la facilidad de una flor apretada en un puño. En slow motion, se ve cómo Nina, en una mitad de la pantalla partida, sacude la cabeza empapada en sudor, que sale eyaculado en gotas, por las sacudidas, y en parte le quema los ojos con su acidez, mientras en la otra mitad de la pantalla se ve la concha partida de la nena estremeciéndose cuadro a cuadro en coordinación de 1/25 de segundo, mientras rebalsa un abundante contenido semiviscoso y transparente, al tiempo que se aprecian los fornidos estremecimientos de la venosa verga del perro expeliendo su abundantísimo precum en la nena.
Luego de esta primera acabada, Mandinga bufó, con la lengua colgándole y respirando muy rápido, y se giró, aunque quedándose en el lugar. Entonces, aunque para un observador distraído no parecía estar pasando nada, la nena empezó a gemir cada vez más fuerte, mientras comenzaba a aflorar de su conchita un torrente de semen de perro, esta vez más claro, abundante y denso.
Diablo siguió expeliendo semen durante los siguientes diez minutos y la nena siguió gimiendo, jadeando, corcoveando y orgasmeando una vez tras otra, meando dos veces más, entretanto, a su nuevo y peludo amante. Cuando el torrencial lechazo amenguó, hacía rato ya que los bracitos de la ninfa colgaban exánimes a los costados de la silla, y su única expresión remanente era un continuado gemido con algo de susurro y de rezo. Creí leer en sus labios por momentos ‘Ay, qué rico! Ay, qué rico’, como para sí, y en ese momento me estallaron la verga y la pija (esta última, salpicando el escritorio de la Habitación 2).
Después Mandinga intentó echarse, pero la conchita ensartada de Nina, aprisionada a su vez bajo el culo viejo del Jefe, se lo impidió. Entonces empezó a tironear para alejarse, torturando a la nena. Nina gritó de nuevo ‘Aaaah! Aaaah!, desesperada, porque el bulbo del doberman le estaba arrancando la concha. Entonces el Jefe, sonriéndose, se puso de pie y el perro, liberado, se fue a tirar displiscentemente al centro de la Habitación 1, arrastrando a la exánime pendeja y haciéndole golpear la cara contra la silla primero y un poco contra el suelo de cemento después.
En ese trance, como pudo, Nina retrocedió en cuatro patas intentando evitar, en medio de los ecos de su retahíla de orgasmos, que Mandinga le arrancase la concha. Cuando el can se tiró, agotado y resoplando, siempre con la lengua colgándole, en el centro de la pieza, ella por fin se desplomó a su lado, todavía con toda la verga y el bulbo adentro y lloriqueando por el dolor.
Entonces el jefe se acercó con una jarra llena, arrojó un poco de agua en su otra mano y se la ofreció a beber a Nina. La nena se puso en cuatro patas como pudo, haciendo caer al perro, que justo en ese momento empezaba a chuparse la pija llena de fluido de hembra y semen propio, junto con la conchita humana que seguía goteando semen de perro y flujo propio. Después de este sorbo a todas luces insuficiente para saciar la sed de la deshidratada nena, pero suficiente según mis cálculos para apuntalar el efecto continuado del Gotexc, el Jefe siguió caminando con la jarra en una mano hasta los vacíos cuencos del perro, que al notarlo se paró de inmediato para ir a beber arrastrando a la infortunada heroína, que retrocedió en cuatro patas velozmente, como pudo.
El perro se vació el tarro y luego se echó allí mismo, condenando a la nena a quedarse tirada ahí, abotonada a su peludo y brioso nuevo amante, en el ínfimo espacio que su nuevo macho le había dejado bajo la ducha y al lado de la letrina, contra la parecita.
El Jefe se paró al lado de la pareja, en pelotas y en medias. Nina, precavida, bajó la mirada. El Jefe le ordenó: ‘Mirate la conchita ensartada por un perro’. La nena no tuvo más remedio que obedecer, y contempló más azorada que dolorida (y jamás había sentido tanto dolor en su vida), la letal herramienta que su escueto tajito estaba albergando. Estaba de costado, de patas abiertas para poder acomodarse en el espacio que le había dejado el perro entre él y la pared, y que además le doliera la conchita un poco menos. La pija del perro parecía un brazo violáceo, con la carne a flor de piel, incrustándose en la estragada entrepierna de Nina.
El Jefe inquirió, mirando fascinado él también el portento: ‘¿Qué se siente ser tan puta?’.
Nina lloriqueó: ‘Yo no quería, usted me obligó’.
‘Pedazo de puta. ¿Vas a negar que en cuanto lo viste enfilar para tu concha le abriste las piernitas de trola? Si sos patizamba y hasta separaste las rodillas para recibirlo’.
La niña lo miró y no dijo nada. El perro en ese momento comenzó a lamerle las emulsiones de la concha, y ella se estremeció y empezó sin poder evitarlo a cabalgar la verga.
‘¿Y eso qué es? ¿Pudor?’, señaló serio, pero burlón, el Jefe. Por la expresión que puso, Nina ya se veía venir los tortazos o alguna violencia que ni siquiera podía imaginar. Pero el gesto se extinguió entre el oleaje de placer que volvía a anegarla y la llevaba a no pensar en nada y a simplemente seguir cabalgando, con la dificultad que su posición le imponía, la verga de Mandinga.
‘Pendejita puta. Todavía no valés nada y ya le estás entregando la conchita a un perro. Todas son iguales, se hacen las remilgadas pero en cuanto prueban una verga de verdad pierden la cabeza. ¿Cómo tengo que reaccionar yo ante este adulterio?’, se burló sin dejar de mirar los sexos ayuntados.
La nena rogó: ‘Por favor, sacameló’.
‘Hace una hora que estás diciendo Sacameló y no hacés otra cosa que acomodarte para ponértelo más. Claro: no es lo mismo la verguita de tu primo que dos vergas de machos’, se burló el Jefe. La nena tembló por la mención a algo que creía saber sólo ella y su primo, y sus ojos se llenaron de lágrimas.
El Jefe comentó extasiado, observándola de manos en la cintura mientras empezaba a cimbrarle de nuevo la pija, ‘Ah, las lágrimas de cocodrilo de la putez’. Acto seguido, se arrodilló junto a Nina, se puso la cabeza de la nena entre sus piernas y, aferrando sus cabellos rudamente, empezó otra vez a cogerle la boca furiosamente y entre gruñidos.
A todo esto, el perro abotonado seguía lamiendo los fluidos propios y de su nueva amante, y su pequeña hembra humana se clavaba cada vez más dura y rápidamente la verga que la estaba llevando a insospechados niveles de dolor y placer.
A esta altura creo que había una bifurcación del ser de Nina, y que, mientras su cerebro sufría por la cogida de boca que le estaba pegando su macho humano, su cuerpito no dejaba de responder, de manera cada vez más independiente, a los estímulos a los que era impiadosa y pertinazmente sometida.
Lo cierto es que la nena volvió a orgasmear larga y desconsoladamente como a los 10 minutos de esta módica pero insistente cabalgata, mientras su boca, garganta y esófago se llenaban de verga de viejo. Esto significa que el Jefe sintió cada estremecimiento del violable cuerpo de la pendejita a través de su boca, garganta y esófago, en plena verga y huevos; esto lo hizo pegar un abrupto y agudo alarido y acabar, estimo (porque pasó todo derecho de la pija al esófago) lanzando varios abundantes lechazos mientras repetía esos alaridos que sonaban como el inicio de un estornudo de campo. Cuando se terminó de deslechar quedó tirado de costado, todavía con la cabeza de la nena entre las piernas (y la pija en su boca) y jadeando descontroladamente.
El cuadro era apocalíptico: el perro, agotado sea por la cabalgata inicial, sea por los conchazos posteriores de Nina, o por puro tedio, hiperventilaba recostado, prestando atención intermitente a los dos humanos; Nina parecía una continuidad del cuerpo del perro, todavía abotonada a la verga, y con su cara flacucha, que exhibía dos vistosos hilos de semen brotando de sus pequeñísimos orificios nasales, perdida entre las piernas regordetas y peludas del Jefe (la pija aún adentro de su boca). La expresión del rostro era de agobio, cansancio y placer, porque mientras arriba la cabeza sufría y se ahogaba en semen de viejo, abajo la conchita seguía estremeciéndose en torno a la sensibilizada verga de Mandinga.
Al final, el Jefe sacó la pija de la boca de Nina y se quedó tirado boca arriba en el piso, suspirando. Comentó, sin mirar a la nena: ‘¡Uh, Dios, esto nunca me había pasado! Me vas a matar de un infarto de verga, borrega. Sos la mejor puta que tuve en mi vida, y eso que todavía te tienen que crecer las tetas’.
Si la susodicha oyó o entendió el atroz elogio que acababa de serle endilgado, no hizo ningún gesto para expresarlo; sencillamente siguió sumida en el calambre orgásmico en el que la había ingresado el perro hacía ya un buen rato.
Después fui al baño y cuando volví, Mandinga estaba haciendo fuerza para desabotonarse. La nena musitó un ‘ah… ah…’ mecánico y sin el menor énfasis, mientras la verga del perro literalmente se descorchaba con el sonido de un espumante que ha sido agitado frenéticamente hace un momento.
Cagado de frío y aburrido, el Jefe le puso la pierna encima de la cara a Nina, que apenas se defendió moviendo la cara al lado contrario, para dejar de ver a sus dos violadores. Su violador más peludo se estaba dando las últimas lamidas en una verga en rápida disminución, y seguramente en un rato, si lo dejaban, iría en pos de los últimos jugos de la nena.
Cuando tuvo energía suficiente para ponerse de pie, el Jefe se enderezó, agarró del pelo tranquilamente a la pendeja y la llevó a la rastra hasta el colchón. Ahí envolvió a la nena en su peludo abrazo de oso, apoyada contra su pija y, envueltos los dos en el ya completamente mugriento y deshilachado jergón, se quedó roncando a pata suelta durante el siguiente par de horas.
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