Hice a una mujer migrante una propuesta que no podía rechazar – PARTE 1
Transitando por la ciudad me encontré a una belleza inusual, y el deseo y lujuria más primitivos me ayudan a saciar mis ganas de poseerla….
Cuando salí de la universidad, mi búsqueda de mejores oportunidades laborales me terminó por llevar a una ciudad mediana en pleno crecimiento económico. Era muy interesante estar en un centro urbano en pleno desarrollo, viendo como lo que antes era campo se convertía poco a poco en una ciudad industrial, con un montón de fábricas y edificios financieros.
Junto con las fábricas e inversiones extranjeras llegaban muchas otras personas que como yo, buscaban una mejor vida. La mayoría era gente del mismo país. Sin embargo, también había algunas personas de otros países, algunos de ellos buscando llegar a Estados Unidos, otros, resignados y con la fe puesta en esta nueva ciudad.
Cierto Viernes, agotadísimo por mi trabajo en el sector industrial, me subí a mi coche y me fui directo a mi casa. Avanzaba con normalidad hasta que me detuve en un semáforo. En ese momento, una mujer con un pequeño niño en brazos avanzó entre los carriles de la avenida pidiendo dinero o comida: era una mujer migrante. Al acercarse a mi vehículo, noté que era morena, de edad ligeramente madura y tenía cierto encanto. Sus ojos eran color avellana. Interesado por su peculiar belleza, la retuve un momento para informarme rápido de su situación, y me relató que tenía 35 años, que había salido de su país con su esposo e hijo con la esperanza de llegar a los Estados Unidos. En mi mente, yo ya maquinaba oscuros pensamientos. Le di unas cuantas monedas, le regalé una sonrisa, que devolvió y seguí mi trayecto, tratando de poner en orden mis ideas.
Al día siguiente estaba muy intranquilo. Aquella mujer, incluso con su ropa holgada y gastada, me había cautivado. La deseaba. Pero no sabía como proceder. Entonces decidí pasar por el mismo lugar otra vez a la misma hora, para ver si la volvía a ver. Eso hice, logrando mi objetivo. La mujer seguía en el mismo semáforo. Entonces decidí acercarme a pie para platicar con ella otra vez. Y dado que se veía débil, la invité a comer a un puesto callejero de tacos para platicar con más calma.
– Y tu esposo, ¿dónde está? No estaba contigo en el semáforo – le pregunté, tanteando las aguas perversamente.
– No, hace cuatro días que siguió el camino a los Estados Unidos. Pero yo y mi hijo nos quedamos aquí, porque el camino sería muy peligroso – respondió Ana, la mujer migrante.
– ¿Y cómo es que sobrevives, estando sola?
– Con el dinero que recojo de la calle, y además dormimos en un refugio para migrantes aquí en la ciudad – respondió humildemente.
En ese momento toda mi turbulencia mental se calmó y me llegó la iluminación. Entonces hice a Ana esta propuesta:
– Anita, la verdad es que me preocupa que estando tú sola con tu hijo no tengas un lugar seguro donde vivir ni un empleo estable. Yo suelo llegar muy cansado del trabajo, y apenas me quedan energías para limpiar mi casa o cocinar. Me gustaría ofrecerte un empleo como ayudante doméstica. Te pagaría semanalmente sin falta y además podrías vivir en un cuarto que me sobra.
Anita, al principio incrédula, mostraba resistencia. Pero tras hacerle ver lo bueno que sería para ella y para su hijo, terminó por aceptar, con ojitos llorosos y una tímida sonrisa. Mentalmente yo sólo podía pensar en ese interesante rostro moreno, ovalado, con cabello negro muy lacio. Quería hacerla mía.
La primera semana con Anita en casa fue mejor de lo que esperaba. Se acostumbró rápidamente. Su servicio era impecable. Se mostraba servicial y humilde. Cocinaba delicioso. Rápidamente le cambié sus ropas holgadas y gastadas por algo más fresco y femenino. Le conseguí algunas faldas que llegaban por encima de la rodilla, unas blusas comunes y ropa interior de encaje, mi favorita. Esta ropa más ajustada me dejaban apreciar mejor su figura, y supe que no me había fallado mi instinto: Anita tenía un cuerpo femenino que incitaba el deseo. Sus caderas eran amplias, sus piernas tenían unos muslos gruesos y bien torneados. Sus pechos eran de tamaño mediano y lucían vigorosos ya que su hijo todavía mamaba leche materna. Su vientre tenía un porcentaje pequeño de grasa que me hacía pensar en frotarlo lujuriosamente. Era una mujer sensual en toda la extensión de la palabra, y apenas me podía contener cerca de ella.
Comencé mi seducción cuando Anita se mostró totalmente cómoda en la casa. Solía llegar con dulces, chocolates, algunas veces con flores, para mostrarle mi «agradecimiento» por sus labores en la casa. Muchas veces le hacía cumplidos acerca de su belleza. Le decía que con esa falda se veía bellísima y que con esa blusa seguro todos los hombres le intentaban sacar plática. Anita apreciaba mucho los detalles. Se sonrojaba y sonreía mansamente, diciendo quedito: «No hacía falta, si yo soy la que debiera agradecerle».
Poco a poco empecé a subir el tono de mi afecto. Empezaba a despedirme de ella con un beso en la mejilla, que le daba muy cerca de la comisura de sus labios. Otras veces cuando pasaba detrás de ella apoyaba mi mano en su espalda suavemente. También se acostumbró a estas muestras de afecto rápidamente. Supongo que su soledad me ayudó. En apenas unos cuantos meses llegamos al punto de ver películas sentados en el sillón de la sala con mi brazo encima de sus hombros, casi como una pareja. Me aprovechaba de la atmósfera relajada e íntima para pasar mi brazo a su cintura, y hacer suaves movimientos. Luego empecé a llevar mi mano a sus muslos, frotándolos suavemente, y ella sólo se dejaba hacer, siempre mansa, mirándome tiernamente con esos ojitos lindos.
Cierta mañana desperté y al verla en la cocina no pude evitar llegar por su espalda y abrazarla y darle un beso en la mejilla, poniendo énfasis en que notara mi bulto contra su espalda baja.
– Ay señor cómo es usted – se rió quedito, sin apartarme de ella.
– Ay Anita cómo serás tú, que me alteras – respondí, lujurioso, jugándome todo por el todo.
Luego de esta frase, teniéndola abrazada por la espalda todavía, empecé a hacer movimientos de cadera muy sutiles, apoyando mi bulto en su espalda cada vez más.
– Yo no tengo nada que ver señor, si es usted el que no me suelta – volvió a decir, entre divertida y ligeramente afectada por una lujuria que empezaba a nacer en ella.
– Te propongo algo, si adivinas qué soñé anoche te suelto, pero por cada error te aprieto más – respondí totalmente afectado por el deseo.
– Uhmm… No sé señor, ¿fue una pesadilla? – dijo divertida Anita.
Mi respuesta fue apretarla un poquito más y restregar mi pene semi erecto contra su espalda de manera que ya no era posible que no lo sintiera.
– Uhmm… oh…. – dijo levemente Anita, sintiendo mi pene – Ay no sé señor, ¿soñó con algún familiar?
Volví a restregar con un poco más de intensidad mi pene contra su espalda baja. Esta vez, con una de mis manos empecé a acariciar su vientre, con intenciones de subir hacia sus senos. Anita no hacía otra cosa más que dar ligeros quejiditos de placer.
– Uhmm… mmm… señor… No sé, deme una pista – dijo Anita con voz temblorosa por el deseo.
– Sí soñé con una persona en específico, Anita… – respondí.
– Uhmm… mmm… mmm… con… ¿con alguien conocido… señor? – respondió jadeando.
Ya no aguanté más y por toda respuesta me lancé a besar y lamer su cuello. Mis manos se desataron y empecé a frotar su vientre y buscar sus senos. Mi pene ya erecto se frotaba bruscamente contra su espalda. Anita no hacía otra cosa que dejarse hacer, gimiendo, deseándome tanto como yo a ella.
– Contigo Anita… Soñé contigo…
Le di la vuelta y pude ver mejor en sus ojos ovalados de color avellana una lujuria primitiva. Me lancé a comerle la boca, mientras mis manos frotaban sus pechos. Luego, desabotoné la falda que llevaba puesta, y por encima de su ropa interior comencé a frotar su vagina. Me sentí feliz de sentir humedad. Anita también colaboraba en comerme la boca, y en un punto ella misma se quitó la blusa, revelando que no llevaba sostén. Luego, por encima del short que usaba para dormir comenzó a frotarme el pene. La dejé hacer, y luego le indiqué que se pusiera de rodillas. Obedeció, como siempre hacía. Me bajé el boxer y le mostré mi pene totalmente erecto y babeando. Ella, sin esperar más órdenes, se lo metió a la boca, y empezó a mamarlo. No era muy experta, pero su lengua y dientes torpes lo hacían súper excitante. Le ponía empeño. Se lo metía y sacaba rápidamente, mientras con sus manos frotaba mis bolas con gentileza. Luego, le indiqué que quería mi escroto en su boca, y así lo hizo, lamiendo mis bolas con su lengua de una manera indescriptible. Me sentía desmayar.
– ¿Le gusta, señor? – me preguntaba con voz lujuriosa la muy cabrona.
Tras otros pocos minutos de Anita lustrando mi verga frenéticamente sentí que venía el semen. Se lo hice saber y abrió bien su boquita para que lo depositara ahí, pero fue tan grande la explosión que salpiqué su cara y pechos también. Anita juntó el semen salpicado con un dedo y lo volvió a untar en el tronco de mi pene, y luego volvió a mamarmela hasta dejármelo bien limpio.
Después de pasado el momento Anita no se puso la ropa de nuevo. Sólo me sonrió, me dio un beso en la boca y me informó que el desayuno estaría listo en poco tiempo. Se quedó vigilando las sartenes sólo con su calzón puesto y los pechos al aire hasta que su hijo empezó a llorar. Partió rápidamente para atenderlo, mientras yo seguía tratando de reponerme de la sensación de desmayo, viendo hipnotizado sus nalgas morenas redondas y regordetas rebotar sensualmente mientras subía las escaleras.
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