El Secreto De Mi Compañera | Parte 1
En mi primer día de universidad, la ciudad me recibió con nervios, gente nueva y la sensación de estar completamente fuera de lugar. Hasta que apareció Mikeila, una compañera de clase tan dulce como enigmática, que con una simple sonrisa logró desarmar todas mis defensas. Lo que comenzó como un cruc.
Era mi primer día en la universidad y los nervios me estaban jugando una mala pasada. Yo venía de un pueblo chico, de esos donde todos se conocen y nada cambia demasiado. Había hecho el secundario en una escuela técnica, un ambiente áspero, lleno de gritos, golpes y poca calidez. Esa crianza me había dejado una marca: la timidez me envolvía como una coraza, y aunque deseaba encajar, me costaba horrores abrirme a los demás. Y ahora estaba ahí, en la ciudad. Todo era distinto: edificios altos, calles que nunca dormían y una universidad que parecía un hormiguero humano. Gente de todos lados, cada uno con su estilo, su voz, su manera de moverse. Nadie parecía reparar en el otro más que para intercambiar un saludo rápido o buscar compañía pasajera. Yo los miraba con una mezcla de curiosidad y desorientación, sintiéndome como un extraño que acababa de caer en un mundo nuevo.
Había elegido estudiar Economía, una pasión que me acompañaba desde hacía años, aunque en ese momento todo lo que sentía era la incertidumbre de empezar de cero. Estaba sentado en el pasillo del segundo piso, esperando que abrieran el aula de Administración I. El lugar estaba abarrotado de estudiantes, todos en la misma situación: apoyados contra las paredes, charlando en grupos o simplemente revisando el celular.
Fue entonces cuando, justo frente a mí, se sentó una chica. Entre tantas caras desconocidas, la suya me atrapó de inmediato, como si el ruido del pasillo se hubiera apagado solo para que pudiera verla.
Ella estaba en un banco, recostada contra la pared con la mirada fija en su celular. El cabello castaño le caía en ondas suaves, un poco más abajo de los hombros, y cada vez que movía la cabeza, la luz del pasillo parecía jugar con esos reflejos. No alcanzaba a ver bien sus ojos desde mi ángulo, pero aun así había un destello que se filtraba entre sus pestañas largas, un brillo que me atrapó sin darme cuenta. Llevaba puesto un suéter cerrado de un rosa pastel suave, con una camisa blanca asomando por el cuello. A simple vista parecía una prenda inocente, discreta, pero no podía disimular lo que escondía debajo: un pecho generoso, imposible de pasar por alto. Aquella curva bajo la tela me golpeó de lleno, despertando en mí una mezcla incómoda de nervios y deseo. Al fin y al cabo, yo venía de una escuela técnica donde las únicas mujeres eran unas pocas maestras, y nunca había estado tan cerca de alguien así. Se la veía menuda, de baja estatura, quizá no llegaba al metro sesenta. Llevaba una falda que caía hasta un poco más arriba de las rodillas, lo suficiente para que sus medias altas marcaran un contraste sugerente contra la piel. Fue ahí cuando mis ojos se detuvieron en sus muslos: redondeados, firmes, con esa plenitud que la tela apenas lograba contener. Una parte de mí la devoraba con la mirada, como si mis ojos quisieran recorrer cada centímetro de su cuerpo sin permiso. Pero la otra, más fuerte y cruel, me susurraba que era imposible, que una chica así nunca repararía en mí. Con tantos compañeros a su alrededor, más seguros, más guapos, yo apenas era un desconocido perdido entre la multitud.
Cuando por fin abrieron el aula, me di cuenta de que me había distraído demasiado observándola. La mayoría de los compañeros ya había entrado y ocupado los mejores lugares, y yo terminé resignándome a un banco del fondo, justo lo que quería evitar.
El salón se llenó rápido, los murmullos de bienvenida se mezclaban con el arrastrar de sillas y el olor a papel nuevo. Fue entonces cuando, casi al final, ella apareció en la puerta. Miró alrededor buscando sitio, y el único espacio libre que encontró fue a mi lado.
Los bancos eran dobles, de esos que obligan a compartir cercanía, y cuando la vi avanzar hacia mí con paso tranquilo, sentí cómo el corazón me retumbaba en el pecho.
Ella avanzaba hacia mí sin despegar la vista de su celular, ajena a todo lo que provocaba a su alrededor. Yo, en cambio, no podía dejar de recorrerla con la mirada: primero su rostro sereno, luego el vaivén discreto de sus pechos bajo el suéter, y por último la curva plena de sus muslos marcados por las medias. Cada paso que daba era un tormento silencioso, como si mi deseo quisiera adelantarse al instante en que se sentara junto a mí.
Se acomodó a mi lado con naturalidad, como si no hubiera notado el torbellino que me había desatado por dentro. Dejó el celular sobre la mesa, sacó un cuaderno y una lapicera, y entonces giró apenas la cabeza hacia mí.
—Hola —dijo con una sonrisa tranquila—. Soy Mikeila.
—Hola, Mikeila, un gusto… yo soy Lucio —alcancé a responderle, con la voz más tensa de lo que hubiera querido.
Ella se inclinó hacia mí y, como es costumbre en Argentina, nos dimos un beso en la mejilla. El roce de su piel fue breve, casi inocente, pero en mí se sintió como una descarga. Y entonces me llegó su perfume: dulce, envolvente, imposible de describir con palabras. Era como si todo el ruido del aula desapareciera y solo quedara ese aroma marcándome la memoria.
—¿Es tu primer día también? —me preguntó mientras abría el cuaderno y hacía garabatos distraídos en la hoja.
—Sí… —respondí rápido, tratando de sonar normal—. Vine del interior, así que todavía me estoy acostumbrando a todo esto.
—Ah, con razón te notaba medio perdido —dijo con una media sonrisa que me desarmó—. Tranquilo, después de la primera semana ya parece que hubieras estado acá toda la vida.
—¿Y vos sos de acá? —me animé a preguntar, solo para seguir escuchando esa voz tan dulce y delicada que parecía acariciar cada palabra. No quería que se callara.
—Sí, soy de acá —respondió con una sonrisa tranquila. Me miró apenas de reojo y agregó—Así que lo que quieras conocer, preguntame… seguro voy a saber decirte dónde ir.
—Ah, buenísimo… gracias. Me va a venir bien, porque llegué hace apenas una semana y todavía estoy intentando adaptarme —le respondí, intentando sonar relajado aunque por dentro me temblaba la voz.
Ella giró el rostro hacia mí con curiosidad, ladeando apenas la cabeza.
—¿Y vos de dónde venís? —preguntó, y su tono era tan suave que más que una pregunta parecía una caricia.
—Yo vengo de Punta Indio —le respondí, con una mezcla de orgullo y vergüenza. Un pueblo chico, a unas horas de acá.
—Lo conozco de nombre —dijo enseguida, con naturalidad—, pero nunca fui.
Sonrió como si de verdad le interesara, y esa simple atención me descolocó. No estaba acostumbrado a que alguien se detuviera en mis palabras, mucho menos una chica como ella, tan cerca que podía sentir el roce leve de su brazo contra el mío cada vez que se movía.
—Es lindo… tiene playa —le respondí, con una sonrisa tímida.
Antes de que pudiera agregar algo más, la profesora entró al aula y el murmullo se apagó de golpe. Comenzó a presentarse y a dar la clase, y los dos nos quedamos en silencio, tomando notas como si nada hubiera pasado. Sin embargo, yo no podía dejar de sentir el calor de su cercanía, ese roce leve de su brazo que había quedado marcado en mi piel, como un secreto que la rutina académica no podía borrar.
Después de casi una hora de apuntes y explicaciones que apenas lograba seguir, la profesora interrumpió el murmullo de hojas y lapiceras.
—Vamos a hacer un break de quince minutos —anunció—. Aprovéchenlo también para ir formando grupos de cuatro, porque a la vuelta les voy a dar la primera tarea.
Un murmullo de sorpresa y quejas recorrió el aula. Algunos se levantaron enseguida, otros comenzaron a girarse en sus asientos buscando con quién juntarse. Yo sentí un nudo en el estómago: no conocía a nadie, salvo a la chica que tenía al lado. La miré de reojo y, casi al mismo tiempo, ella levantó la vista hacia mí. Bastó un movimiento sutil de sus ojos y una sonrisa cómplice para entendernos: íbamos a ir juntos. No hizo falta decir nada.
Justo delante de nosotros había otro chico y una chica, que al darse vuelta propusieron de inmediato:
—¿Hacemos grupo los cuatro?
Asentimos sin dudar, aunque dentro de mí lo único que importaba era que ella y yo ya habíamos elegido estar juntos.
Cuando la profesora salió, yo saqué mi atado de cigarrillos del bolsillo y lo mostré entre los dedos.
—Voy a salir a fumar —dije, buscando un respiro del encierro y de mis propios nervios.
—Yo también —respondió enseguida Mikeila, guardando sus cosas con rapidez—. Te acompaño.
Los dos de adelante escucharon y se sumaron al instante:
—Vamos todos, así charlamos un rato.
Y así, en cuestión de segundos, estábamos de pie, saliendo juntos del aula rumbo a la galería exterior.
Salimos al patio interno de la universidad, un espacio amplio donde el sol caía directo y la gente se agrupaba en pequeños corrillos. Encendí mi cigarrillo y, con un gesto rápido, le ofrecí fuego a Mikeila. Ella se inclinó apenas hacia mí para encender el suyo, y ese instante fugaz —su rostro tan cerca, el brillo de sus labios entreabiertos— me dejó con el pulso acelerado.
Los dos de adelante también prendieron los suyos y enseguida se presentaron.
—Yo soy Ángel —dijo él, estirando la mano con una sonrisa confiada.
—Y yo Bárbara —agregó ella, acomodándose el cabello detrás de la oreja.
Nos presentamos los cuatro casi al mismo tiempo, como si esa pequeña ronda improvisada hubiera sellado un pacto de inicio de curso.
Charlamos un rato entre los cuatro, lo justo para romper el hielo, y cuando nos dimos cuenta los quince minutos ya habían pasado. Volvimos al aula despacio, todavía con las risas frescas en el aire.
La profesora nos esperaba firme junto al escritorio, y apenas el salón se llenó retomó la clase como si nada. Después de un par de explicaciones más, anunció la primera tarea, y enseguida el murmullo de los estudiantes volvió a llenar el lugar.
Yo trataba de prestar atención, pero lo único que sentía era la calidez de Mikeila a mi lado, el roce ocasional de su brazo y la certeza de que algo se había encendido entre nosotros desde ese primer saludo.
Cuando la clase estaba por terminar, Mikeila tomó la iniciativa con naturalidad:
—Che, ¿quieren que arme un grupo de WhatsApp para que nos organicemos con la tarea?
Ángel y Bárbara aceptaron enseguida, y en cuestión de segundos estábamos intercambiando números.
Yo apenas podía concentrarme en teclear el mío, porque lo único que me importaba era que al fin tendría su contacto. Ver cómo mi nombre aparecía en su pantalla me generó una sensación absurda de triunfo, como si hubiera ganado mucho más que una simple compañera de grupo.
Era la única clase del día, así que al terminar recogimos nuestras cosas y nos despedimos. Cuando me incliné hacia Mikeila para darle el beso en la mejilla, su perfume volvió a envolverme como una ola cálida, grabándose en mí con la misma intensidad que la primera vez. Fue apenas un instante, pero suficiente para dejarme mareado de deseo y expectativa.
Después cada uno tomó su camino, perdiéndose entre el bullicio del pasillo, y yo me quedé con la sensación de que ese saludo había sido mucho más que una simple costumbre.
El día pasó entre rutinas y preparativos para la jornada siguiente, pero cuando me acosté en la cama, la calma de la noche me llevó de nuevo a ella. Mikeila. Su perfume aún parecía flotar en mi memoria, igual que su figura, tan marcada en cada detalle. Realmente me había parecido hermosa, tan hermosa que con solo evocarla sentí cómo la excitación me recorría de golpe.
Mi cuerpo reaccionó antes de que pudiera frenarlo, y la erección se volvió inevitable. No había forma de terminar esa noche de otra manera: me dejé llevar. Cerré los ojos y me imaginé su cuerpo desnudo junto al mío, su perfume mezclándose con mi propio sudor, su piel blanca como la leche, suave como la seda, rozando cada parte de mí. La imagen me envolvía hasta hacerme perder la noción de todo, hasta que la fantasía se volvió tan real que mi respiración se aceleró y no pude resistir más.
Apenas terminé, aún con el pecho agitado y la mente invadida por su imagen, el celular vibró sobre la mesa de luz. Miré distraído la pantalla… y casi se me corta la respiración: era una notificación de Mikeila. Me había empezado a seguir en Instagram.
La ironía me golpeó como una cachetada: yo, recién acabado por fantasear con ella, y al mismo tiempo ella aparecía en mi mundo real, como si el deseo hubiera tenido eco en su decisión.
Le devolví el follow de inmediato, con los dedos todavía temblándome, y me animé a escribirle:
«Mañana también hay clases, es mejor dormir a esta hora jajaja»
Un mensaje simple, casual, pero que llevaba detrás todo el peso de mi ansiedad y mis ganas de hablar con ella.
Mikeila respondió casi enseguida, como si me hubiera estado esperando:
«Vos también entonces andá a dormir jajaja»
Me tapé con la cobija, me acomodé en la cama y, sin pensarlo demasiado, me saqué una selfie: en cuero, pero tapado hasta la cintura, apenas mostrando el pecho y la cara cansada. “Yo ya estoy acostado”, escribí junto a la foto.
Ella le dio like, pero no respondió. El silencio me empezó a taladrar la cabeza. ¿Había sido demasiado? ¿Sonaba desesperado? Empecé a sobrepensarlo todo, hasta que de pronto el celular volvió a vibrar. Era una foto de ella. Acostada, con las sábanas subidas justo hasta el borde de sus pechos, lo suficiente para dejarme claro que debajo no llevaba nada. “Bueno, ya me acosté yo también”, escribió.
Me quedé helado, con la respiración contenida y el corazón golpeándome contra el pecho. En un segundo pasé de la vergüenza al vértigo absoluto: no estaba imaginando nada, ella me estaba abriendo la puerta a algo más. Pero la situación me abrumó. El corazón me latía tan fuerte que sentía que podía delatarme. No sabía qué contestar, no quería arruinarlo con una torpeza. Así que me limité a darle like, apagué la pantalla y dejé el celular a un costado. Cerré los ojos e intenté dormir, aunque me resultó imposible. Su imagen seguía grabada en mi mente: el perfume que aún recordaba, su sonrisa, su cuerpo insinuándose bajo las sábanas. Pasó un buen rato antes de que el sueño me venciera, y cuando lo hizo, lo último que pensé fue en ella.Desperté con el sonido de la alarma y, todavía entre sueños, su imagen volvió a mí como un latigazo. No pude evitar abrir nuestro chat y ahí estaba, la foto que me había enviado anoche. Apenas verla, mi erección matutina se endureció con violencia, como si mi cuerpo estuviera respondiendo solo a ella.Fui directo a la ducha, buscando despejarme, pero apenas el agua caliente cayó sobre mi piel, la tensión explotó. La foto de Mikeila se repetía una y otra vez en mi cabeza: su piel blanca bajo las sábanas, la insinuación de que no llevaba nada puesto. No tardé en rendirme al deseo. Me aferré al azulejo con una mano mientras la otra se movía con desesperación. Gemí su nombre entre dientes, sintiendo cómo el vapor y el agua se mezclaban con el fuego que me recorría por dentro, hasta que la fantasía de tenerla ahí conmigo me desbordó por completo.
Terminé en la ducha con una sensación de alivio, como si me hubiera sacado un peso de encima, aunque sabía que no era más que un respiro momentáneo. Me vestí rápido, agarré mis cosas y salí rumbo a la facultad. Por suerte quedaba a apenas tres calles, pero cada paso se me hizo eterno.
En el camino no podía dejar de pensar en cómo sería volver a verla. ¿Me diría algo sobre las fotos que habíamos intercambiado anoche? Para cualquiera serían apenas un par de selfies, pero para mí —con mi nula experiencia— aquello había sido demasiado. ¿Y si estaba enojada porque no le contesté?
Me invadía otra duda más pesada: ¿con qué cara iba a mirarla, sabiendo que acababa de masturbarme en la ducha pensando en ella? Cada vez que trataba de calmarme, otra pregunta me atravesaba la cabeza, y así caminé todo el trayecto, perdido entre nervios, culpa y una excitación que se negaba a desaparecer.
Al llegar a la facultad subí las escaleras con el estómago encogido. En el pasillo me crucé con Ángel y Bárbara, que ya estaban esperando a que abrieran el salón. Nos saludamos y nos quedamos charlando un rato. Noté enseguida la ausencia: Mikeila todavía no aparecía.
Pocos minutos después abrieron la puerta y entramos los tres. Ellos volvieron a sentarse en la misma fila del día anterior, y yo repetí mi lugar atrás, el último banco, dejando a propósito el asiento libre a mi lado. Lo estaba reservando para ella, como si eso me asegurara que iba a llegar y elegiría estar conmigo de nuevo.
Los minutos siguieron corriendo mientras platicábamos en voz baja. Cada tanto miraba hacia la puerta con la esperanza de verla entrar. El aire en el aula se volvió más denso cuando apareció la profesora; todos guardamos silencio y la clase comenzó… pero Mikeila todavía no llegaba.
No habían pasado ni cinco minutos desde que la profesora había comenzado la clase, cuando el silencio en el aula se quebró con un golpe suave de la puerta al abrirse. Todos volteamos instintivamente hacia allí. Era Mikeila.
Entró con pasos rápidos y seguros, aunque se notaba enrojecida de vergüenza. Su voz, apenas un murmullo, pidió disculpas por la tardanza. No dio más explicaciones al principio, solo bajó la cabeza y se abrió paso entre los pupitres, caminando con ese aire tímido pero al mismo tiempo magnético que la rodeaba.
Yo no podía apartar mis ojos de ella. Llevaba puesta una campera violeta que, aunque cerrada, parecía estar librando una batalla perdida contra el tamaño de su pecho. La tela se tensaba sobre su busto, marcando unas curvas imposibles de ignorar. Su cabello caía suelto sobre los hombros, más oscuro y brillante que ayer, pero con mechones aún húmedos que dejaban claro que había salido a las apuradas de la ducha. Ese detalle me encendió la imaginación: gotas de agua resbalando por su piel, su cuerpo tibio todavía cubierto de vapor.
Ese pensamiento me golpeó en el bajo vientre con la fuerza de un martillo. Sentí la erección subir de golpe, traicionera, incontrolable. Por suerte estaba sentado, y la mesa me ofrecía la protección suficiente para ocultar lo que me estaba pasando. Aun así, la tensión era insoportable.
Cuando avanzó hasta la última fila y se dejó caer en el asiento junto a mí, el aire se volvió más pesado. No saludó con palabras, solo un gesto breve de cabeza mientras sacaba su cuaderno y una lapicera. Luego, con una voz apenas audible, se disculpó con nosotros tres por la demora, agregando con un dejo de risa nerviosa que había tenido “un inconveniente en la ducha”. Esa frase se me clavó en la cabeza como un puñal. ¿Qué clase de inconveniente? ¿Qué había pasado ahí dentro? La imagen de ella desnuda, bajo el agua, me atravesó con una claridad brutal.
Mientras tanto, Mikeila se acomodó como si nada, enderezando su falda, que hoy era visiblemente más corta que la del día anterior. Sus muslos, firmes y redondos, quedaban aún más expuestos sobre el asiento, realzados por esas mismas medias altas que parecían hechas a medida para remarcar su grosor. Intenté mirar hacia el frente, obligarme a tomar apuntes como ella, pero cada vez que bajaba la vista, mis ojos se escapaban hacia la suavidad de su piel blanca contrastando con el negro de la tela.
La profesora seguía hablando al frente, pero yo ya no escuchaba una sola palabra. Todo mi cuerpo estaba atento únicamente a Mikeila, a su perfume fresco que me llegaba en oleadas, a la calidez de su presencia junto a mí. Me limité a fingir que escribía algo, con el corazón golpeándome fuerte en el pecho y la respiración contenida, como si ese simple acto de compartir el mismo banco se hubiera convertido en la prueba más difícil de mi vida.
Mientras la profesora seguía hablando, yo apenas podía concentrarme en el sonido de su voz: todo mi foco estaba en Mikeila, a centímetros de mí. Sentía el calor de su cuerpo, el roce leve de su brazo contra el mío cada vez que movía la lapicera, y ese perfume fresco que me enloquecía.
De repente, sin apartar la vista del pizarrón, ella inclinó apenas su cuaderno hacia mí. En la esquina de la hoja, con letras pequeñas, había escrito:
—¿Me vas a seguir mirando las piernas todo el semestre?
El corazón me dio un salto en el pecho. No sabía si estaba jugando o si de verdad me había descubierto. Me quedé helado unos segundos, hasta que ella giró un poco la cabeza y me lanzó una sonrisa cómplice, traviesa, como si disfrutara de verme tan expuesto. Tragué saliva, mi mano temblaba con la lapicera entre los dedos. Respondí en la misma hoja, torpe pero decidido:
—¿Y si digo que sí?
Ella leyó, se mordió el labio inferior y apoyó el codo en el banco, ladeando su cuerpo hacia mí. Esa cercanía me quemaba la piel. Guardó el cuaderno de golpe, como si nada hubiera pasado, y volvió a mirar al frente con total calma. Yo quedé ahí, paralizado, con mi miembro erecto y la mente hecha un torbellino.
En el apuro de guardar el cuaderno de golpe, la lapicera de Mikeila rodó desde el cuaderno hasta caer al suelo, justo a mi lado. Ella se inclinó para alcanzarla sin levantarse del asiento, girando el torso hacia mí. En ese movimiento, su mejilla quedó pegada a mi muslo, y lo peor —o lo mejor— es que justo en ese lado yo tenía mi miembro erecto, palpitando bajo el pantalón.
El roce fue tan inesperado que me quedé helado, apretando los dientes para no soltar un gemido. Sentía su piel tibia contra la tela de mi jean, y el calor húmedo de su respiración colándose por encima de la tela.
Mikeila recogió la lapicera lentamente, como si se tomara más tiempo del necesario. Y justo antes de incorporarse, levantó un poco la cabeza. Sus ojos chocaron con el bulto que le quedaba a centímetros del rostro. Se sonrojó al instante, pero no apartó la vista enseguida: la mantuvo allí, fija, con una mezcla de nervios y curiosidad peligrosa.
—Perdón… —murmuró con un hilo de voz, al tiempo que se mordía el labio, aún con las mejillas encendidas—. Pensé que solo iba a ser un segundo.
Se incorporó despacio, volvió a sentarse derecha en su lugar, pero yo todavía sentía en la piel la presión leve de su cara contra mi muslo, como una marca ardiente. Fingió tomar apuntes con calma, pero de reojo la vi esbozar una sonrisita nerviosa, como si disfrutara de la situación aunque intentara disimularlo.
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