Lalo, el barman exhibicionista
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por ferchogomez.
La noche del sábado que consolidó la vida de Lalo era más oscura de lo normal. Húmeda, calurosa, sofocante. Una fugaz pero tormentosa lluvia tropical había sorprendido a la ciudad a media tarde, obligando a muchos a guarecerse en sus casas, permitiendo que sólo los inquietos salieran a divertirse. A eso de la medianoche, la precipitación arreció pero la humedad se levantó como una pesada y sofocante bruma por todo el centro.
Eran ya las cuatro de la mañana y “La Taberna del Ayer” despedía a sus últimos clientes. Escondiendo su impaciencia con un velo de satisfacción fingida, Miguel acompañó a un grupo de cuarentones borrachos hasta la entrada. Dudaba en demasía que a esa hora fuera a recibir nueva clientela, así que decidió dar la noche por terminada. Se relamió los labios mientras echaba una mirada a la solitaria calle fuera de su negocio y descubrió lo que ya presentía. A esa hora, todo estaba tan quieto como en un panteón.
Bajó su mano descaradamente hasta su entrepierna y la estrujó con fuerza. Con sólo imaginar lo que en momentos sucedería, su paquete empezaba a demostrar una dureza ostentosa. Unos pasos en el interior del establecimiento llamaron su atención. Era Lalo, el único empleado que seguía laborando a esa hora.
– ¿Ya cerramos? – preguntó, ansioso.
– No creo que venga nadie más – respondió el dueño, tomando asiento en la mesa más próxima a la entrada, empapado en un sudor que se acentuaba con la espesura del ambiente.
Habiéndose establecido dentro de una zona comercial de clase media-baja, no había más puerta que la pesada cortina de metal, y, con la temperatura a esos grados, ni loco la cerraría. Además, eso haría las cosas más interesantes. Estaba dispuesto a probar los límites del muchacho.
Lalo caminó hasta las últimas mesas recogiendo los últimos restos de actividad etílica en el lugar. Se había despojado de su formal camisa y se paseaba usando una empapada camiseta sin mangas y sus tradicionales pantalones de mezclilla, rotos y deshilachados a diversas alturas, permitiéndole mostrar parte sus piernas y muslos a todo aquel que tuviera morbo o interés. Y Miguel tenía ambos. Por unos momentos, sus miradas se cruzaron. “Vas”, le dijo el dueño, frunciendo el entrecejo con malicia. Lalo asintió en silencio, asintiendo con una sonrisa de complicidad.
Regresó a la barra para depositar los envases y tirar la basura, siendo en todo momento vigilado por Miguel. En ese momento se despojó de su camiseta y la arrojó al piso. Regresó al lado de Miguel para acomodar las mesas y recoger otros envases.
En su segunda vuelta, Miguel observó que el joven se había quitado también los zapatos y las calcetas, y caminaba sin inmutarse sobre el piso enlodado y repleto de colillas de cigarros. El observador propietario no perdió oportunidad para escrutar el momento en que las plantas de sus pies se despegaban de los azulejos, arrastrando consigo mugre y cenizas.
Para su tercer retorno, Lalo se concentró en las mesas más alejadas de la entrada, ataviado ya únicamente con el ceñido bóxer blanco que apenas alcanzaba a cubrir sus redondas nalgas.
Miguel no quitaba los ojos del bamboleo de culo que se presentaba ante sus ojos. Lo que más le sorprendía y excitaba, era la naturalidad con la que ese muchacho se paseaba por el lugar. No le importaba irse desnudando mientras se concentraba en el trabajo, tampoco se inmutaba ante a lasciva mirada de su patrón, ni mucho menos ante la perspectiva de que un tercero pudiese pasar a tomar una copa y lo encontrara así. Volvió a colocarse tras la barra. Depositó la basura y volvió a agacharse para deshacerse de la última prenda que lo cubría.
Al regresar, volvió con una escoba y recogedor hasta las mesas de la entrada. Iluminado por las mortecinas luces del bar, así como la que se filtraba desde la calle, se plantó frente a Miguel y comenzó a barrer concienzudamente.
El dueño pudo ver al barman en todo su esplendor. Tez clara, una cara suave, tersa y angelical, aretes de brillantes en ambas orejas, y una cadena de plata de la que pendía un engrane del mismo metal. Cuando Lalo pasó la escoba cerca de los pies de Miguel, le pidió permiso con una espléndida sonrisa. De hecho, esa sonrisa era lo que lo había cautivado desde el principio. Miguel se quedó perplejo durante unos instantes, maravillado de lo mucho que una mueca y unos dientes perfectos, aperlados, pueden transmitir a alguien más. De la boca del joven bajó su mirada al pecho, torneado y bien definido, con unas clavículas bastante pronunciadas. Otro punto de excitación para el patrón. Sus abdominales se contraían bastante más de lo que deberían, y en ese momento se percató de que el joven lo estaba provocando. Quería que su jefe se percatara de la marcada definición de cada músculo de su cuerpo, y lo estaba consiguiendo. Miguel dejó la mejor vista para el final, el pene del chavo. Una verga gruesa, circuncidada, de unos dieciséis centímetros de largo, coronada por un enorme glande rosado dormitaba sobre dos testículos bastante más pequeños todo ello lampiño, suave, sin un ápice de vello corporal. En definitiva, el que Lalo no se inmutase de su propia desnudez era lo que más excitaba a Miguel.
Esta era la tercera vez que la situación se repetía, pero la primera con la puerta abierta. El chavo tardó cerca de diez minutos en terminar de barrer. Lo único que faltaba era apagar las luces y cerrar el establecimiento. Para este punto, Miguel ya se había desabrochado los pantalones y se masturbaba copiosamente sin dejar de ver cómo Lalo se paseaba completamente en pelotas por su bar.
– De tanto barrer colillas, se me antojó un cigarro – confesó el joven.
Miguel extrajo su cajetilla y un encendedor.
– Pero tíralas afuera, que aquí acabas de barrer – le sugirió.
El muchacho le dirigió otra maravillosa sonrisa, esta cargada de malicia, mientras encendía su cigarro.
– Tú lo que quieres es que me exhiba en la calle – dijo. Sin embargo, obedeció a su patrón.
Se colocó de espaldas a él, recargado en uno de los ejes por los que se deslizaba la cortina metálica. Como éste debe mantenerse lubricado, su blanquecina piel se tiñó de aceite de inmediato. Aspiró hondo y exhaló el humo. La silueta recortada de Lalo, con las nalgas hacia el y la verga hacia la callé, además de la mancha vertical de aceite, fueron los incentivos necesarios para provocar un anticipado orgasmo en Miguel. De su falo brotaron sendos chorros que mancharon sus piernas, pantalones, camisa, ropa interior y vientre.
– Siempre te vienes bien rápido – le reprochó Lalo. Dio un paso hacia la banqueta y continuó hasta recargarse en el carro del dueño, todavía con el cigarro en la boca.
– Siempre encuentras el punto para hacerme venir.
Una nueva sonrisa cruzó el rostro del muchacho. Arrojó lo que quedaba de su cigarro y se introdujo de nuevo al bar. Se arrodilló frente a Miguel y observó lo que quedaba de la erección del hombre.
– Hay que dejar todo bien limpio – musitó, y engulló la verga de su jefe sin decir más.
Una descarga eléctrica recorrió el cuerpo de Miguel y casi le provocaron una nueva erección, pero para cuando el placer le nublaba los sentidos, Lalo terminó con la limpieza de mecos y se apartó del jefe. Se relamió los restos de semen de los labios y le dirigió otra cautivante sonrisa.
– Falta hacer el corte de caja – le anunció, dirigiéndose a la barra para recoger su ropa.
– Eso lo puedo hacer mañana.
– Hazlo ahora y te espero. A lo mejor al rato te animas a ver otra vez – sugirió Lalo.
Con el corazón latiendo a toda velocidad, Miguel no hizo más que asentir y dirigirse a la caja registradora. Tomó las ganancias del día y se fue a su oficina para hacer las cuentas. Lalo se quedó a solas, en medio del bar, todavía encuerado. Suspiró. A pesar de todo, era una buena chamba. De eso no había duda.
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