MIRANDO AL MAR SOÑÓ…
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por Maduritaseconfiesa.
En mi primer curso de facultad corría el final del verano del ’92. Éramos todos los barceloneses “Amigos para siempre” todavía, y mientras el ambiente de fiesta y acogida se resistía a desvanecerse, la rutina de la vida cotidiana volvía a asentarse en la ciudad y en toda la provincia. El sol aún calentaba mientras el mar se enfriaba día a día, mientras las tardes se hacían cada vez más cortas.
Nos habíamos acostumbrado a ir todos los días a la playa un ratito entrada la tarde, otra amiga y yo, y a principios de octubre aún nos resistíamos a abandonar el hábito. Tomábamos el sol un poquito, paseábamos otro poquito por el borde del mar mojándonos los pies en el agua cada vez más fría, charlando y riendo a nuestro aire. Total 1 hora, u hora y media todos los días.
Aquella tarde cuando llegamos, la playa estaba casi desierta: apenas una familia que intentaba “cazar” a sus hijos para que se vistieran “¡Que ya es hora!”, y un chico poco mayor que nosotras sentado sobre la arena abrazado a sus rodillas mirando hacia el mar. Soltamos nuestros bártulos cerca de la orilla a cierta distancia de unos y otro, colocamos las toallas, nos pusimos cremita (que el objetivo es llegar a vieja) y nos tumbamos boca arriba, ella en bikini y yo en bañador.
Mi amiga era guapísima; unos cuatro años más mayor que yo (22 en aquella época), morenaza de cintura de avispa, pelo corto y negro, facciones agresivas y femeninas al mismo tiempo y unos inmensos ojazos negros y rasgados capaces de tallar diamante cuando los clavaba. Pero lo que realmente llamaba la atención de ella eran sus tetas: inmensas, redondas y morenas, que no es que desafiaran a la gravedad, es que directamente le escupían en la cara. Yo era del montón tirando a del montón; más bien rellenita, no tan alta, morenilla del sol del verano pero, vamos, nada destacable. Y mis tetas cabizbajas parecían llorarle al mundo al grito de “Oh, gravedad, ramera despiadada.” (op.cit. “The Big Bang Theory”). Bueno, ya estáis ubicados, para qué más…
La cuestión es que allí estábamos tumbadas mirando al cielo, comentando lo atrayente de la imagen del chico solitario que, en tejanos y camiseta, seguía sentado en la arena mirando mar adentro, los labios ocultos a nuestros ojos por la barba descuidada, con su cabello no demasiado corto suavemente mecido por la brisa salada y casi inmóvil. Resultaba misterioso y nostálgico, bohemio y poético. Picaba la curiosidad…
Nos tumbamos boca abajo al ratito, nos mirábamos la una a la otra charlando y riendo sin ser demasiado conscientes del mundo alrededor.
– Hola, ¿Qué tal? – dijo una voz masculina sobre nuestras cabezas.
– Hola –dije yo, aún sin reconocer sus facciones, cegada por el sol en retirada.
– ¿Cómo es que estáis aquí aún? ¿No empieza a hacer frío?
Bueno una forma como otra cualquiera de iniciar una conversación. Empezamos a charlar con él, nosotras tumbadas boca abajo apoyando el cuerpo sobre los codos, él al principio de pie, luego sentado frente a nosotras, luego tumbado directamente sobre la arena mirándonos de frente.
No habían pasado más de 5 minutos cuando, de repente la conversación dio un giro de 180 grados y soltó sin más:
– Oye, tengo ahí aparcada mi furgoneta. Deberíamos ir allí los tres a ponernos más cómodos ¿no os parece?
– ¡Ni muerta!
– ¡Estás loco, tío!
Miré a mi amiga; tensada hasta el límite, cruzaba sus antebrazos ante su escote, tapando su redondez como podía. Yo no había caído en la cuenta. Miré mi escote “¡Madre mía!”. El muy cabrón había escogido bien el ángulo…
– Espero que no os importe, es que esto me está poniendo… Bufff! –Al tiempo que metía una mano bajo su cadera, iniciando una maniobra que yo no entendí.
Mi amiga se puso de rodillas de un salto, agarró las camisetas, me tiró a mí la mía y se puso la suya de un golpe. Yo estaba un poco paralizada por perpleja. El tipo, tumbado boca abajo, con ambas manos bajo su barbilla, movía su cadera arriba y abajo en movimiento armónico y continuado.
– ¡Tía, venga! Recoge. ¡Vámonos de aquí! –estaba como inmovilizada, mirando extrañada la prisa de mi amiga y la cadencia del amigo…
– Pero, ¿qué está haciendo? –mientras me ponía por fin la camiseta.
– ¿No lo ves? ¡Se está haciendo una paja, tía!
– Pero, ¿Cómo? ¿Sin manos?
– Y yo qué sé.
– ¿Con la arena? –pregunté con un grito-. ¿Te estás follando la arena?
– Sí –me miró a los ojos sin apenas poder mantener abiertos los párpados, contestando en un suspiro, aumentando la cadencia por un momento.
– ¡Ostia, tío! ¿Y no te pica? ¿No te hace daño? –sin intentar controlar el volumen de mi voz, sin poder apartar la atención de él.
– Un poco –con otro suspiro temblando en sus labios entreabiertos, ésta vez sin apartar su mirada, debilitada, de la mía, desconcertada.
Mi amiga le sacudió la toalla en la cara, para salpicar de arena sus ojos lascivos. Los cerró. Bajó la cabeza. Mi amiga ya lo había recogido casi todo. El tío apretó los glúteos hasta el límite, hundiendo sus caderas en la arena lo que pudo y quedó inmóvil.
– ¡Ostia tía! ¡Venga! ¡Recoge de una puta vez! –mi amiga perdía los papeles.
– ¡Se ha corrido! ¡Se ha corrido en la arena! –no podía creerlo.
Él se recuperó rápido, se la guardó antes de ponerse en pie, aún tumbado boca abajo. Yo me ponía los pantalones sin quitarle ojo. Cuando se levantó me clavaba la mirada, sonriendo complacido y relajado. Yo lo miraba atónita y burlona mientras recogía mis zapatos. Mi amiga ya iba camino al coche. La seguí. Miré hacia los pies del tipo: en la arena había quedado un hoyito humedecido. Él seguía mirándome. “Gracias” dijo flojito para que lo oyera solo yo mientras me alejaba. Le sonreí con ternura mientras iniciaba la carrera para alcanzar a mi amiga.
Para mi amiga había sido una experiencia para olvidar. Para mí, una para recordar cada noche durante mucho tiempo. Claro que ella, jamás había estudiado en un colegio de monjas.
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