De Una Mordida A Ser Abotonado
Un niño tímido y solitario comienza a pasar tiempo con el perro callejero que lo mordió hasta dejarse montar..
No era cómo los demás niños. José era un chico de mamá, aún si compartía con los otros chicos que pasaban gran parte del día sin supervisión o límites a su comportamiento.
De cabello castaño corto, piel pálida y suave; delgado y más bien ingenuo, el chaval de 10 años no tardaba en quitarse el uniforme del colegio y colocarse ropas adecuadas, pillar su bicicleta en el garaje y salir a recorrer el barrio.
Era su activa favorita, a pesar de que se le daba bien ser portero (su habilidad para evitar encajar pelotas bajo palos era bien conocida), pero recientemente un amigo le había enseñado a montar en bici y aún estaba enganchando a ella.
Disfrutaba de pasear por las calles, siempre concurridas, jugar a las carreras en bici con otros niños y, para su sorpresa; no se le daba tan mal, logrando ganar no pocas veces al ser más temerario que los demás. No obstante, el grupo, cansado de perder; se dedicaba más bien a recorrer las zonas más alejadas, con José siguiéndoles a cierta distancia.
No se unía a esos paseos bordeando un terreno abandonado y cubierto de maleza, ya que era hogar de muchos perros callejeros. Lo que hacían sus vecinos era acercarse tanto como podían y al sonido del primer ladrido, poner pies en polvorosa tan rápido como les permitiesen sus pedaleadas. A José no le gustaban los perros desde muy pequeño, ya que el bóxer de sus abuelos maternos siempre tendía a derribarle y gruñir cada vez que les visitaba; mucho menos se fiaba de esos descuidados y territoriales canes.
Los demás niños solían burlarse y hacían sonidos de gallina. Cosa que a José no le hacía mucha gracia y fue el motivo para hacer una visita en solitario aquella tarde, en la que todo empezó.
Pensó que era muy estúpido ir sólo, pero no quería recibir burlas en caso de darse vuelta antes de tiempo. El niño vestía short corto, dejando sus piernas lampiñas al descubierto, camiseta y zapatos, aferrado con fuerza al manillar y mirando frente a él el extenso terreno abandonado. Sin señal de los perros, el chico dio una pedalada, acercándose lentamente al borde cubierto de tierra roja. Todo iba bien, se decía una y otra vez; confiando en que al estar solo no sería detectado.
Avanzó con más seguridad, llegando incluso a detenerse justo donde comenzaba la tierra, mucho más lejos que cualquier otro niño del barrio había llegado. Nada sucedió.
José sonrió triunfante. Su miedo, vencido. El chico se relajó y contempló alrededor, imaginando las caras de envidia y admiración de los demás chavales cuando les relatase su experiencia. Lentamente se giró para emprender el regreso a casa cuando escuchó un gruñido sordo.
“Grrr…” era el inconfundible sonido del terror. José no miró atrás.
Seguro estaba de dejar al perro a su espalda en un santiamén, José no calculó bien y el pie resbaló del pedal. Pálido como la sal, el niño se atrevió a voltear, un perro negro y de vientre blanco estaba a pocos metros, listo para atacar a ese chiquillo insensato que en solitario osó aventurarse en su territorio. Acomodándose y levantándose del sillín, José intentó emprender la huida pero; sin darse cuenta, el animal saltó hacía él con las patas delanteras extendidas y las fauces abiertas, mostrando sus afilados dientes, un chillido ahogado escapó de los labios del niño; que sintió un dolor penetrante en su nalga derecha… el perro lo había mordido.
Agitando desesperadamente la pierna, consiguió librarse. El animal no clavó del todo su dentadura, tan solo un colmillo. José se alejó lo más rápido posible, a una pierna, mirando de reojo. El perro se limitó a permanecer inmóvil, gruñendo y ladrando. El chiquillo se agarró la nalga, aún con el corazón desbocado.
Naturalmente regresó a casa, pero en lugar de hacer saber a sus padres lo sucedido, calló. No consideró en ningún momento el peligro de la mordida de un callejero, ni le importaba. Lamentaba más bien pensar que los demás niños tenían razón sobre él.
Lo primero que hizo en su cuarto fue quitarse la ropa. Enseguida comprobó la sutil cicatriz dejada por el colmillo del animal en medio de su glúteo terso y burbujeante. La herida no era profunda, pero podría haber sido peor.
Los días transcurrieron sin novedades. La herida no tardó en cicatrizar pero no así el recuerdo. Constantemente la imagen de ese perro aparecía en sus pensamientos, tan vívidamente que en alguna ocasión se sobresaltó al creer que estaba de nuevo a su espalda.
José pensaba que aquello seguramente sería un trauma de la infancia grabándose en su memoria. En cierto modo, tenía razón…
Un mes después.
El sábado estaba espléndido. Hacía un tiempo agradable para un paseo en bicicleta y José salió un poco más temprano de lo habitual, para disfrutar de las calles despejadas. Sin embargo, el niño pedaleaba por inercia, reconociendo algunos lugares; a medida que se alejaba de casa algo le decía que tenía que volver y alejarse de donde se encontraba.
Cuando reaccionó, se dio cuenta que había llegado a unos 100 metros de aquel terreno abandonado. Se veía igual de solitario, recordó la experiencia que había tenido y estuvo a nada de girar y regresar por donde había venido… pero no lo hizo.
Allí estaba… ese perro que había hincado el colmillo en su tierna carne. Descubrió que no podía mover un músculo, paralizado por el temor, tal vez. Le había visto, ya que se acercaba con sigilo, como esperando estar a la distancia adecuada para lanzar su carrera hacia él, la cola no estaba levantada, José sabía que no era bienvenido.
La distancia entre ambos disminuía y el niño seguía sin moverse. Pronto estaban separados por escasos 10 metros, podía detallarle minuciosamente. Su pelaje era corto y áspero, como recordaba era completamente negro a excepción del vientre, blanco opaco; probablemente debido al abandono y falta de aseo. Su hocico era largo y delgado, rematando por unos penetrantes ojos color marrón oscuro.
El niño tragó saliva y acto seguido el perro gruñó. Pero no se decidió a atacar, sino que olfateaba el aire, recordando a ese chiquillo indefenso que había llegado nuevamente a su dominio. Creyendo que era el fin, apretó los dientes pero el perro no se movió hacía él, sino que avanzó con paso ufano hasta un coche abandonado y castigado por los elementos, cubierto de óxido.
Desde su perspectiva, el chico pudo ver al perro alzar su pata y mear en dirección al vehículo. Inmediatamente se quedó en paralelo con el coche y José siguió observándolo, fijándose en su polla y el chorro de fuerte aroma que salía de ella…
“Qué haces?” sacudió el niño la cabeza, sin creer que le había mirado “ahí”.
Volvió a contemplar al hosco perro, fijándose en pequeños rasguños que tenía alrededor del cuello y orejas, marcas de su probada condición de alfa. De nuevo los ojos de José se fueron a su verga y testículos, el niño los miró; eran más grandes que los suyos.
Volvió a desviar la mirada, en tanto el perro seguía olfateando. De haber llegado la pandilla a retar a los perros a alcanzarles, probablemente no creerían lo que sucedía. El animal ladró y está vez su hocico giro hacia su lomo, mordisqueando sin parar.
Fue entonces que el niño decidió huir de aquel perro pero para su sorpresa, este no emprendió la persecución, solo se limitó a verle marchar. Por el camino, a José solo se le ocurría pensar que nadie debía saber que había mirado otro pene, mucho menos el de un perro.
Los días pasaron y el niño parecía distraído, según sus padres. José no podía dejar de pensar en ese perro callejero que le había mordido, y una y otra vez su mente rebuscaba la imagen suya marcando territorio, mirando su pija.
“Qué me está pasando?” se decía el chico cuando eso ocurría.
Para colmo no ganaba en tranquilidad. Una tarde se disponía a salir en bici cuando vio al perro echado a la sombra de una casa de vecino, a unos 50 metros. Paralizado, el crío se tomó un tiempo en salir y al hacerlo, el can soltó un ladrido y se incorporó, siguiendo al trote esa bici.
Sin explicarse el porqué, ahora sentía que aquel perro estaba acosándole, y José aceleró todo lo que pudo; alejándose. Escuchó ladridos y el sonido de pezuñas contra el asfalto, José no aminoró el paso y fue veloz por calles y atajos, intentando dejar atrás a ese animal.
Pero nada pasaba. Finalmente derrapó clavando una chancleta en la carretera y miró a su espalda. Con la lengua afuera y resoplando, el perro negro llegó hasta él y se quedó inmóvil, recuperando el aliento y fuerzas. Luego alzó la cabeza y contempló al niño, que disimuladamente trataba de mantenerse a una distancia que le permitiese alejar al perro con el pie de un empujón de ser necesario.
Olfateó y sin que José lo esperase, alzó la pata y orinó la rueda trasera de su bicicleta.
“Ey, que haces!?” exclamó él, ofuscado por lo hecho.
El perro gruñó quedamente y el chico enmudeció. De haber sabido algo del comportamiento canino, su gesto no le sería extraño. Lo que si notó fue que el perro no tenía la cola abajo, sino que la movía de un lado a otro perezosamente. Continuaba resoplando y con la enorme lengua rojiza algo pálida y reseca.
José intuyó que buscaba una fuente de agua, así que él cogió su bidón y pedaleó hasta el descampado del can, donde podría hallar algún desecho que sirviese como cuenco para beber agua.
“Venga, gruñón desagradecido,” murmuró José, vertiendo agua en el recipiente polvoriento. El perro bebió largo y tendido.
Mientras el perro bebía, José volvió a fijar su mirada en la entrepierna del animal. El saco del escroto colgaba bajo, con ese par de grandes huevos llenos de lefa canina que apenas se balanceaban. El niño volvió a montar su bicicleta y se alejó nuevamente del can, aún sin entender porqué no dejaba de mirar sus peludas partes y sentirse extraño al hacerlo.
Los siguientes días fueron similares, su corazón latía más de prisa al ver al callejero, que no tardó en bautizar como Gruñón. El perro siempre orinaba la rueda de su bicicleta cada vez que se cruzaban y el niño le daba de beber de su bidón. Aunque el comportamiento del animal fue tornándose más… peculiar. Olfateaba las piernas de José y su hocico húmedo buscaba dirigirse a la entrepierna del chico cuando permanecía tumbado en la acera que bordeaba el descampado. Al principio José apartaba a Gruñón pero sus gruñidos bajos le hicieron desistir al chiquillo, que después sentía cosquillas y escalofríos a partes iguales.
Una tarde, luego de vaciar su bidón de agua en el cuenco, José se arrodilló para acomodar la cadena suelta en el plato de la bici, cuando sintió que Gruñón estaba detrás suyo, olisqueando su culo a través de la tela del short.
“Oye… qué haces?” murmuró José, mirando por encima de su hombro al can.
Su corazón latió frenético y no dijo otra palabra, dejando que el animal continuase lo que hacía. El afinado olfato de Gruñón detectaba tanto la ansiedad de José, como el calor e intenso aroma que tanto le gustaba al callejero. Acto seguido apoyó sus patas delanteras en la espalda delgada del niño y le hizo perder el equilibrio y la bicicleta cayó al suelo, José quedó a cuatro patas sobre el asfalto cubierto de arenilla y piedras pequeñas que se hundían en sus rodillas.
“Qué te pasa?” le reprochó el niño, poniéndose de pie pero el perro callejero no perdió tiempo y abrazando sus muslo con sus patas delanteras, mantenía firmes sus patas traseras en el suelo y movía sus caderas sin parar, José sintió la punta húmeda de su verga en su pierna.
En vano trató de apartarlo pero Gruñón se aferraba con fuerza. Entonces José sólo le permitió continuar por varios segundos más hasta que el perro le soltó. Fue en ese instante en el que el pequeño observó atónito la venosa polla del callejero fuera de su capucha. Blanca opaca, surcada de innumerables venas de color rojo y morado, de unos 16 cms de erección y gruesa como su dedo índice y medio juntos. Gruñón jadeaba con las fauces abiertas y su lengua reseca, su tamaño no disminuyó.
José se inclinó a su lado y contempló con ojos grandes la verga canina, su bola a punto de asomar fuera del saco de piel. El perro gimoteo, pero el chiquillo ignoraba lo que el instinto le pedía a Gruñón.
Por temor a ser encontrado en esa situación, se marchó lo más rápido que pudo pero esta vez el perro no le siguió, sino que se regresó al descampado y desapareció en medio de la maleza. Más tarde aquel día, los dedos del niño se movían ansiosos por el teclado de su computador, intentando hacer el menor ruido mientras buscaba la respuesta a la duda que había surgido en él.
“Un perro callejero me mordió y creo que le gusto”, escribió una pregunta acorde a su edad y curiosidad.
Para su sorpresa, encontró su respuesta casi de inmediato y leyó sin pestañear el enlace abierto y sus ilustraciones.
“Así como solemos encariñarnos con los perros que son nuestras mascotas, en raras ocasiones, la mordida de un macho alfa callejero puede causar el aumento de su agresividad hacia la víctima. Pero, en contadas situaciones; suele pasar que el cánido siente la necesidad de iniciar el cortejo previo a la monta de esta manera, en especial cuando está ante un sujeto más débil o sumiso. Para ello…”
El niño quedó convencido de ello. Explicaría el comportamiento de Gruñón y sus propias reacciones a los movimientos del animal. Y sobretodo, el porqué no dejaba de mirar su verga y peludas gónadas.
Al día siguiente, José regresó al descampado. Buscaba con la mirada alguna señal de Gruñón y pronto le vio asomar el hocico en medio de la maleza. Lo siguió dentro hasta que sus ojos ya no veían a través de ella, estaba a solas con el perro. Sus movimientos fueron casi automáticos, y el perro movió la cola sin parar y resopló, José se había bajado el short y calzoncillos y se arrodilló a cuatro patas sobre ellos, dejando su culito lampiño y sudado a los avances del callejero.
Primero aguantó la risa al contacto del hocico húmedo y peludo de Gruñón, luego José se estremeció al sentir la lengua áspera del perro lamer su hoyito rosado. Finalmente comenzó a gemir y jadear con su macho peludo, la escena no podía ser más salvaje: rodeados de monte, bajo el calor del sol de la tarde, un perro callejero descuidado y dominante lamía su anito apretado con habilidad.
“Que rico, Gruñón… me gusta, lame mi culo…” balbuceaba José, con ojos cerrados y entregado a un perro.
Casi sin darle tiempo a reaccionar, el can se apartó y a continuación apoyó las patas delanteras en su espalda baja y se fue acomodando hasta que sintió sus pezuñas cerca de los hombros. El callejero se movía frenético aunque sin alcanzar a rozar al niño con su verga resbalosa. Pronto sintió una punteada en su escroto, señal que el perro estaba cerca de desvirgarlo.
Volvió a bajarse y lamer a su putita una vez más. El pene de José estaba duro pero pronto ya no estaría así, Gruñón nuevamente se acomodó sobre él, y después de varias acometidas fallidas logró rozar la entrada de su esfínter.
El perro sujetó con más fuerza al niño que ya no podía escapar. José aulló al notar las fuertes arremetidas de la punta de su polla y con dos fuertes estocadas Gruñón logró abrirse paso por su culo virgen.
“Aayyy ayyy ayyy, despacio Gruñón, me duele!” gimió el niño puto.
Por supuesto que Gruñón no entendía de ir despacio ni nada parecido. Su verga caliente y palpitante se perdió en el estrecho recto del niño, a medida que bombeaba a un ritmo frenético de pura lujuria canina.
Gruñón clavaba sus pezuñas largas en la espalda de José, sus fauces abiertas resoplaban en la nuca del pequeño, que no paraba de gemir y aullar mientras era sodomizado por el perro que le había mordido.
“Auch… ufff… calmado… más despacioooohhh!” chilló José, terminando en gemidos y jadeos cuando Gruñón pareció detenerse pero reanudó las embestidas como sólo un perro callejero podía hacer.
Poco a poco se fue acostumbrando al frenesí de su amante peludo encima suyo, sus agresivos empellones y el calor de su miembro viril dentro de él. No supo exactamente cuanto duraba aquello y no pensaba si llegaba a ser descubierto en tan comprometedora situación.
A pesar de sentir que sus rodillas le dolían, era incapaz de hacer salir al perro de su culo, le tenía firmemente sujeto como el macho que era y no iba a parar hasta preñar a su nueva perrita humana.
Y José, entregado al placer que su joven culo estaba descubriendo; no podía anticipar lo que estaba por ocurrir. Los empellones del perro eran más fuertes y profundos, hasta que dejó de hacerlo y el niño pudo sentir que algo mucho más ancho que su esfínter trataba de introducirse en él, el nudo del can.
“Para… auchhh que dolooorrr!” exclamó el chico, que palideció terriblemente pero Gruñón había logrado su cometido, abotonarse a su perrita.
Los pies del niño se movían y éste trataba de adaptarse. Pronto notó un intenso calor en su recto infantil, creyó que Gruñón orinaba; el perro jadeaba en su hombro manteniendo sus patas a sus costados.
“Puto perro, me estas llenando el culo de orines,” se quejó José.
Aquella bola caliente siguió palpitando en su interior y disparando su semen en el niño, que sintió como escurría un fino hilo por sus muslos, como pudo logró recogerlo con la mano; blanquecino y con un leve color amarillento, José se dio cuenta que aquello no era orines.
Pasaron unos 15 minutos hasta que la hinchazón de la bola bajó y Gruñón sacó su nabo del culo de José con un sonido viscoso, escapando su leche a borbotones. Le había dejado el culito bien abierto y rojo, pero al niño le había reclamado como su hembrita.
Excelente relato, muy bien escrito y con hechos que perfectamente pueden ocurrirle a uno a cualquier edad… Ojalá continúe, pero sin incluir otros humanos en la historia, vale?
Hola, Tremendo Relato me encanta está muy bueno , excitante me gustaría contactar contigo para comentar algo por favor deja algún correo donde yo te pueda escribirte o me escribes al mío si no es molestia aquí te lo dejo [email protected]