El Doberman Gay
Un chaval de 11 años le pide a su abuelo cascarrabias no echar al perro guardián que se la pasa montando al otro can macho. Aceptando de mala gana con la condición que no lo haga otra vez, Enrique no tarda en verse interesado en lo que el perro guarda en la funda y se animó a ser la perra de Brando.
A Enrique siempre le gustaba visitar la casa de sus abuelos siempre que tuviese algún día libre. Siempre le recordaba la simpleza de la vida que una vez fue la de sus padres, y la paz que el ajetreo de la granja traía a su alma. Sus pasos se acercaban al gallinero, las gallinas apresurando sus movimiento al escuchar su presencia. Un olor a heno y a plumas de gallina flotaba en el aire. La vida rural le hacía sentir que su alma se expandía, que podía respirar de una manera que no podía en la sofocante atmósfera de la ciudad.
El chico de 11 años era delgado, pálido y menudo, con la cara sucia por el polvo levantado por las gallinas al aletear sus alas. Enrique se detuvo, observando a su abuelo, que le miraba con un ceño fruncido. «¿Qué haces ahí, niño?» gruñó. «¿Crees que las gallinas os van a dar un huevo si les sonríes?» El abuelo era un hombre grueso, con la piel curtida por el sol, las manos ásperas por el constante contacto con la tierra y los animales. Su tono era seco, y a Enrique le gustaba pensar que a pesar de ser algo cascarrabias, era agradable a su manera.
El viejo le indicó que le acompañase a alimentar a los perros que cuidaban de las gallinas, mientras le explicaba como debían ser cuidadas y alimentadas. Cuando por fin lograron llegar hasta una especie cerco cuadrado de piedra y techado, el hogar de los perros durante el día, el abuelo dejó salir un gruñido de desaprobación. Allí, estaban los dos perros… Brando, el perro negro azabache que era mitad Doberman y callejero, y Fígaro, un perro color crema robusto a pesar que no era de raza.
Era un decir. Brando en realidad estaba montando a Fígaro. El perro negro y grande se hallaba con las patas delanteras rodeando el vientre de Fígaro, mientras embestía con vigor. El perro crema se quejaba, incomodo pero no muy dispuesto a detener a su compañero canino. Parecía que lo disfrutaba. La escena era tan inusual que Enrique se detuvo en seco, la boca abierta de asombro.
«¿Qué… qué pasa, abuelo?» Enrique tartamudeó, incapaz de creer lo que veía. Su abuelo se puso tenso y se acercó a la jaula de perros.
«Perro maricón, te voy a dar una lección,» gruñó, agarrando a Brando por el collar con un movimiento brusco. El Doberman salió del culo de Fígaro y trató de liberarse, mientras el viejo reñía con él y le daba dos golpes en el hocico con un periódico.
Fígaro se tumbó a lamerse sus partes, como si nada hubiese pasado. El chico lo acarició. El abuelo, furiosísimo, seguía profiriendo insultos al otro perro, al que volvió a atarle la cadena a su collar para que no se acercase otra vez al otro perro.
«Es la tercera vez que encuentro a este vagabundo dando por culo a Fígaro,» dijo el abuelo, sus ojos llenos de ira. «Ya me cansé de éste sinvergüenza,» Enrique, confundido e incómodo, miraba al perro negro con ternura. No podía entender por qué su abuelo se enojaba tanto por un simple juego entre perros.
«Pero, abuelo,» dijo, «¿Por qué te molesta? No creo que haya daño en eso.» Su abuelo lo miró con asombro, sus cejas enarcadas. «¿Cómo puedes defender a un perro marica?» El tono era de desprecio. «No es marica, abuelo,» respondió Enrique, «Solo son animales. No sienten la vergüenza que tú les atribuyes.»
El abuelo se detuvo en su furia, la sorpresa reemplazando la ira en su rostro. «¿Tú crees que es normal que un perro se comporte de esa manera?» La luz de la comprensión se encendió en sus ojos. «No, no es normal,» admitió Enrique, «Pero tampoco es malo.» El abuelo gruñó, no convencido.
«Pues no va a seguirme dando disgustos. Voy a deshacerme de este desvergonzado y ya no tendremos que verlo.» Ante la declaración del abuelo, Enrique se tensó, la preocupación en su rostro patente.
«No, por favor, abuelo,» rogó Enrique, «No lo vayas a tirar al monte. Solo es un animal que no sabe que eso es malo con otro perro.»
El abuelo lo miró, su rostro suavizando un ápice. «¿Por qué te importa tanto un perro que no sabe lo que es ser un macho?»
Enrique tragó saliva. «Porque… el pobre no tiene la culpa. Si al menos tuviesen una hembra…»
El abuelo lo interrumpió con un chasquido de lengua. «No seas tonto. Los animales son instintivos. No hay hembra que pueda cambiar a un perro que no sabe ser macho. Es un maricón y punto.»
Enrique se sentía cada vez más ansioso por Brando. Sabía que su abuelo podía ser terco, y que sus valores se enraizaron en una generación que no entendía los nuevos tiempos. «Por favor, abuelo,» volvió a pedir, «déjalo que se quede. Prometo que lo vigilaré y que no volverá a pasar.»
El hombre se quedó en silencio un instante, chasqueando la lengua con desdén mientras veía al animal tumbado, que ignoraba toda la situación y lamía la punta de su pene que sobresalía del saco escrotal. Al fin, con un gruño de resignación, miró a su nieto. «Muy bien,» dijo, «Pero ten en mente que ésta será la última oportunidad que le doy. No quiero que me des la lata con este asunto de aquí en adelante.»
Enrique no pudo ocultar su alegría. «Gracias, abuelo,» murmuró. El abuelo le dio la espalda, caminando de mal humor fuera de la perrera y el chico se acercó a Brando, que seguía tranquilo, y lo acarició con ternura.
Se quedó en la perrera la mayor parte del día, observando a Brando y Fígaro, jugando y luchando por las sobras de comida y en ocasiones, Brando intentaba volver a montar a Fígaro, teniendo Enrique que intervenir.
«No, Brando, no hagas eso,» decía Enrique cada vez que intervenía. A medida que el sol se desplazaba por el cielo, el chico se dio cuenta de que su abuelo no exageraba. Brando era insistente en su afecto por Fígaro, y el perro crema aceptaba pasivamente. El jovencito se sentía resignado al caer la noche, casi seguro que mientras durmiesen el par de canes volvería a su particular «juego».
A la mañana siguiente despertó muy temprano, sabiendo que su abuelo lo haría pronto, tenía pocos minutos para ir a la perrera y ver que todo estuviera en orden. Sus pasos se acercaban a la perrera, el silencio de la madrugada a su alrededor y el frío haciéndole estremecerse. En efecto, al asomarse a la reja de metal, Brando se encontraba montando a Fígaro, ambos jadeando con la respiración agitada.
«Jodido perro,» murmuró Enrique, entrando en la perrera y se acercó tímidamente a separarlos. Por toda respuesta Brando gruñó, mostrando los dientes. El chico retrocedió un paso. «Vamos, Brando, basta ya,» insistió, no muy convencido. El Doberman siguió embistiendo, y Fígaro, aparentando indiferencia, continuó permitiéndoselo.
El chico miró en dirección a la casa. La luz tenue del baño de sus abuelos le indicaba que ya estaba despierto, era cuestión de minutos que saliera a empezar con las tareas del día y encontrase a los perros así, de nuevo. «Tenéis que dejar de… de…», se interrumpió a medida que se daba cuenta de que sus súplicas no tenían impacto. «¿Qué hago?» se cuestionó en silencio.
Mirando a su alrededor, vio un palo en el suelo. Lo recogió con la idea de separarlos. Con cautela, se acercó a los perros. Al ver el palo, Brando se bajó de Fígaro y se fue a su propio rincón, gruñendo a Enrique. El niño suspiró aliviado y se acercó a Fígaro, que tenía el culo abierto. «¿Por qué lo permites?» se preguntó en silencio.
Después fue a observar al perro negro y se quedó boquiabierto. Podía ver su polla erecta fuera de la funda, larga, gruesa y surcada de venas. Era la primera vez que Enrique veía a un perro con el miembro al aire. No tenía nada con que medirla pero fácilmente debía medir unos 17 centímetros.
«Madre mía,» murmuró Enrique, observando la anatomía de Brando. «Nunca me imaginé que tuvieras eso oculto.» Sin quitar los ojos del pollón de Brando, respiró aliviado al ver que el perro ya no parecía dispuesto a volver a su «juego».
Lo vio echarse y lamerse su pene, que lentamente se encogía y volvía dentro de la funda. Enrique no podía dejar de sentir una extraña fascinación. Sentía un cosquilleo en su propia entrepierna y de pronto parecía ya que no estaba tan frío.
Se sentó en el suelo de la perrera, cruzando las piernas, acompañando a los perros en la soledad del amanecer. Tenía que admitir que Brando era un perro impresionante, con su pelaje brillante y recortado y la musculatura que se movía con cada respiración profunda. Su acto de dominio animal le causaba un extraño calor en el estómago. De repente, Brando se acercó a Enrique, olisqueando su cara con su hocico húmedo y caliente. El chico pegó la espalda a la pared, dejando palo a un lado.
«Eres un buen chico, Brando,» dijo suavemente, «Pero no puedes seguir follando a Fígaro, necesitas una hembra,» añadió. Si tan solo el abuelo lo entendiera. Eso sin duda evitaría que Brando se metiera con Fígaro cada oportunidad que se le presentara. Pero el abuelo no estaba por la labor de traer otro can a la granja.
El viejo llegó unos minutos más tarde, su semblante se suavizó al no encontrar a sus dos perros en la situación del día anterior. Enrique le acompañó a dar de comer a las gallinas y patos, además de limpiar sus casetas. El niño no podía dejar de pensar en Brando y su monstruoso cipote, su mente imaginando a la perra afortunada que pudiera saciar sus instintos.
Al estar distraído no fue de mucha utilidad para el viejo, que le ordenó ir con la abuela y ver en que ayudaba dentro de la casa. Enrique se marchó, pero ello no supuso ningún cambio en sus pensamientos, rememorando la vista de Brando penetrando a Fígaro, sus jadeos y gruñidos de placer.
Pasando por la cocina, la abuela le asignó la tarea de buscar leña para hacer la sopa. El chico se internó en el bosque de maleza que rodeaba la granja. A medida que iba apilando troncos secos, no podía dejar de pensar en la potente virilidad que Brando poseía. Su mente se llenó de imágenes de perros en celo, montando a sus hembras. Se sentía confundido y excitado a la vez, sin saber por qué.
De regreso a la casa, la imagen de la enorme polla del can se le antojó a Enrique, y no pudo evitar sentir un calor en la cara cada vez que la recordaba. Su abuelo, sin percatarse de su turbación, le pidió que cuidara a los patos en el estanque, y llevará a los perros con él. El chico aceptó encantado, la oportunidad de pasar un rato a solas con el animal que le causaba tantos sentimientos contradictorios.
Mientras que el sol se elevaba en el cielo, el calor se volvía sofocante, Enrique se sentó a la sombra de un viejo roble que se asomaba al estanque. Brando, al sentir la tranquilidad, se acercó a su pie y se tumbó, apoyando su gran hocico en la rodilla del chico. El chico le acariciaba la testa, y al notar el calor del aliento del animal en su pantalón, la excitación se apoderó de Enrique.
El perro olfateó súbitamente, como si su sentido desarrollado intuyese el cambio en el jovencito. Con cierta pereza pero dedicación, sacaba su larga lengua, lamiendo la pierna de Enrique. El chico no podía resistir la tentación y puso su mano en la nariz húmeda, haciéndole apartar la cara. «Tranquilo,» murmuró.
Pero parecía como si se lo dijese a sí mismo. Su corazón latía descontrolado en su pecho y la excitación se le subía por la entrepierna. Sin darse cuanta, sus ojos buscaron la polla de Brando, oculta en la funda de piel. La imagen del perro con Fígaro se volvía a presentar en su mente, y ahora no podía negar que le causaba un cierto interés, tal vez el Doberman podía sentir su propia excitación.
Su idea de que Brando necesitaba una hembra para que no se acercara a Fígaro no se iba de su mente. Aunque ésta hembra necesariamente no tendría que ser un perro. Enrique, sin saber por qué, se sentía atraído por la idea de que el animal se fijase en alguien, en él mismo. Se mordió el labio, pensando en ello, y la sensación de calor en la cara se expandía por su cuerpo.
Su mano acariciaba el lomo fuerte del animal. Sin importar lo que pensara su abuelo, ese perro era un macho alfa. Y a pesar que le impresionaba e intimidaba su pinga, él podía ser su hembra. La curiosidad se apoderó de Enrique, y se animó a tocar suavemente el miembro del perro. Estaba caliente y suave, tiró un poco de la funda y la punta roja y húmeda se asomó. El animal gruñó suavemente, mas no de molestia, parecía que le gustaba.
Enrique se moriría de vergüenza al pensar en lo que podía pasar si su abuelo los descubriese, y sin embargo, la excitación le nublaba la razón. Comenzó una lenta y precavida paja al animal, la respiración jadeante y la sangre calentando sus mejillas. Tenía la sensación de que Brando lo entendía, que sabía lo que quería. Y él también estaba seguro de que Brando estaría dispuesto a complacerlo.
Poco a poco comenzó a crecer en su mano, el perro seguía lamiendo su pierna y olfateando el aire cerca de la entrepierna del muchacho, su cola recortada dando unas leves sacudidas. La verga de Brando era increíble, cada centímetro que emergía de la funda parecía al rojo vivo, la punta resplandecía con un brillo pegajoso.
«Menuda polla tienes…», susurró Enrique, a la vez que sentía que su propio miembro se endurecía en su pantalón. Su corazón latía al ritmo de la sangre que bombeaba por sus venas, y el aliento de Brando le calentaba la piel. Nunca se hubiera imaginado que pudiera sentirse atraído por un perro, y sin embargo, allí estaba, acariciando su virilidad animal.
La sentía babosa en su mano, la polla de Brando liberando su lubricación natural. La respiración del animal se volvía cada vez más agitada, y la cola se movía con más insistencia. Hizo un ademán a incorporarse pero Enrique le contuvo con ambas manos, no podía dejar de acariciarlo ahora que ya lo había empezado.
Al final no tuvo más remedio que ponerse de pie y Brando buscaba pegarse a su pierna. Enrique, ahora con la excitación a flor de piel, dejó hacer al can, que se aferró a su pantorrilla con las patas delanteras y empezó a moverse, follando la pierna del chico. La sensación era extraña, su pene humedeciendo su pierna, y la presión del animal en su muslo.
«Sí, ya sé lo que quieres,» murmuró Enrique, jadeando ligeramente, «pero es arriesgado, Brando.» Sin embargo, la excitación lo venció, y se permitió que el perro continuara. Cada embestida de Brando contra su pierna era un recordatorio del deseo que ardía en su interior, y la sensación de su pene deslizándose por su piel lo hacía sentir cosas que jamás hubiera imaginado. Notaba su culo sudado bajo el short, estaban solos y relativamente lejos de la casa, separados por la espesa maleza que estaba más allá de la perrera. Los jadeos del perro, que tenía sus ojos fijos en su cara mientras embestía contra su pierna, no hacían más que revolucionar sus hormonas adolescentes.
Trató de apartarlo una vez sin éxito, el perro soltó un leve gruñido. «Aparta un momento,» murmuró Enrique. Volvió a intentar y logró que Brando soltase su pierna, el can jadeaba con rapidez y su lengua seca pedía un poco de agua. Con un suspiro, el chico vio que fue hasta el estanque a beber y procedió con manos temblorosas a bajarse el short y la ropa interior, exponiéndose por completo. Brando seguía bebiendo, ajeno a la desnudez de su perra humana.
Enrique llamó al perro, que acudió veloz, su miembro ahora totalmente erecto y la saliva corriendo de su hocico. El chico se sentó sobre su ropa, su pene ya duro, y con temblor en las manos acariciaba el lomo del animal, que olisqueaba ansioso. «Venga,» le susurró, «Aquí.»
El can rápidamente se topó con su pene erecto y lubricado de presemen. Brando olió y pronto sacó su lengua, lamiendo el miembro de Enrique con un fervor que el muchacho no hubiera sospechado. El tacto de la gruesa y áspera lengua del perro fue el detonante. Sus ojos se cerraron, la respiración se agitó y un escalofrío recorrió su espalda. Nunca en sus once años de vida se hubiera imaginado que un animal le causara tal placer.
Éste continuó lamiendo sin parar, limpiando cada gota que expulsaba el glande del chico. Enrique no podía contenerse, jamás le habían hecho un oral pero aquello se sentía increíble. La sensibilidad del glande se intensificó cada pasada que daba la gruesa y cadenciosa lengua.
El perro se alejó y Enrique volvió a masturbarlo, el miembro del animal en su total plenitud, palpitando en su mano. La excitación era completa, la imagen del perro follándole la pierna se repetía en su mente, la sensación de su pene deslizando por la piel le hacía sentir cosas que no podía explicar y ya se veía a cuatro patas, como Fígaro, con el pesado Doberman encima. El animal se movía cada vez con mayor frenesí, jadeando y gruñendo en tanto follaba la mano alrededor de su miembro.
Poniéndose de rodillas, se levantó y se apoyó contra el árbol, sus manos separando sus nalgas e invitando al perro a lamer su culo caliente. Brando se acercó, oliendo y lamiendo mientras ascendía por su pierna hasta llegar a su ojete. El aroma a perra humana debió ser irresistible para el macho, ya que Brando lamió sin parar el agujero que se le ofrecía, su saliva lubricando el orificio. Enrique jadeó en voz alta, sentía las piernas flaquear, su piel se erizaba y sus ojos se cerraban de placer.
El Doberman siguió lamiendo sin descanso, atraído por el olor y calor que desprendía el ano del chico. Enrique se sentía cada vez más excitado, la sensación de la lengua enorme y caliente del perro en su culo era indescriptible. No podía creer que estuviera permitiéndole que lo hiciera, que no tuviera miedo. De repente, Brando detuvo su acción y alzó las patas delanteras, el can estaba listo para penetrar a su hembra.
El chaval se dio vuelta y tomó sus patas delanteras hasta ponerlas en el suelo, luego se puso a cuatro patas sobre sus ropas, poniendo el culo en pompa todo lo posible. Brando volvió a olfatear y lamer su culo un poco más, calmando la lujuria desbocada de su perra que no podía esperar más, estirando sus manos hacia atrás para hacer que el perro se montase en su espalda.
Brando siguió su instinto y sus patas se aferraron alrededor del cuerpo de Enrique, su pollón punteando erráticamente buscando la entrada. El chico se relajó todo lo posible, sabía que el perro podría romperle si no lo hacía. Con un empujón brusco, el animal logró introducir la punta en el orificio del muchacho, que chilló de la repentina intrusión. El perro gruñó de placer y se adentró desesperado, la verga deslizándose en el agujero apretado.
«Ayyy, ayyy, auuchhh, joder…,» gritó Enrique, la cara enrojeciendo y palideciendo al unísono. El perro empujaba cada vez con mas vigor, la punta de su miembro se hundía mas y mas en su interior. El chico se sentía desgarrado, el tamaño del pene animal era descomunal. «Tranquilo… tr-tranquilooo, auuchhh!,» jadeó, intentando controlar la respiración agitada.
El animal se asió bien a su hembra y sus empellones se hicieron cada vez mas fuertes, su pene se movía en el interior del chico, expandiendo su recto a pollazos. Enrique, que al inicio gritó de sorpresa, ahora solo podía jadear y soltar quejidos ahogados, su cara pegada al suelo y los ojos cerrados. La sensación era insoportable, su culo ardía alrededor de la invasora verga del Doberman, no sabía si era placer o dolor, pero no era el momento para detenerse.
Poco a poco comenzó a sentir que su culo se adaptaba a la invasión, el tamaño del perro se hacía cada vez mas tolerable, sus gemidos se volvían mas suaves. Con cada embestida del perro, su propia polla se balanceaba sin control, soltando presemen sobre sus ropas, Brando se movía sin parar, cada empuje iba mas hondo, su lomo musculoso se tensaba con cada penetración. Reclamaba a su nueva hembra sin contemplación, arañando su piel y jadeando en su nuca.
«Ooohhh siii… así Brando así… qué ricoooo!» exclamó Enrique, sus ojos se cerraban cada vez que sentía la punta del miembro del animal llegar hasta el fondo. El perro acometía frenético, estremeciendo al jovencito con cada embestida, arrancando gemidos agudos y toda clase de elogios de Enrique. La lujuria que sentía era indescriptible, su propio pito estaba duro y goteando presemen, pero era el intenso metesaca del animal que lo estaba enloqueciendo.
Los minutos pasaban y Brando seguía incansable, follando a su perra humana con un vigor que parecía no disminuir. Enrique, a cuatro patas como la perra que recién empezaba a mostrarse, se movía instintivamente al ritmo de las embestidas, sus músculos temblando y sus ojos cerrados de placer. Cada jadeo del animal resonaba en sus oídos, cada gruñido se fundía con sus propios gritos ahogados.
«Aaahh… haaahh… ayyyy… siii… vamos Brando, no pares, hazme tu perra!» gritaba Enrique, cada embestida del animal era un rayo de placer que atravesaba su ser, cada gruñido de placer del can era la melodía que acompañaba a su propia locura. Su mente se nublaba por la excitación, sus sentidos se centraban en la sensación que la verga del perro le provocaba en sus entrañas.
La idea de que el animal se corriera adentro de él le hacía sentir cosas que jamás se hubiera imaginado. El perro era implacable, su lomo se levantaba y bajaba sin cesar, su miembro palpitando adentro del chico, cada pulso que sentía se acercaba a la eyaculación. Aunque ignoraba como los perros lo hacían, Enrique sentía que el final era inminente y quería sentir su leche calentando su interior.
Con un gruñido que parecía venir del alma, Brando se detuvo. La punta de su pene se expandió, y Enrique notó que el animal se movía de un modo distinto, el ritmo se tornó descontrolado y caótico. El perro jadeaba en su oído, su respiración calentando la nuca del chico. «Sii… duro…» jadeó Enrique, desconociendo lo que el Doberman estaba a punto de darle.
Abrazándose con mayor intensidad, Enrique notó algo enorme y ancho empujando contra él, buscando penetrar su interior. Con un movimiento brusco, el perro comenzó a introducir su nudo en su cavidad anal, lo que provocó que el chico se quejara del intenso ensanchamiento de su ano. «Aaahhh!» gritó Enrique, sus ojos se abrieron de par en par y su vista se nubló. Brando no cejó en su empeño, empujando, instintivamente sabía que debía superar la barrera para depositar sus cachorros en el culo del chaval.
Finalmente el nudo de Brando se deslizó adentro, llenando por completo el recto del chaval. La sensación era indescriptible, el grito agudo de Enrique se escuchó en el solitario entorno. El perro se movía lentamente, metiéndose cada vez un poquito mas, cada centímetro que se adentraba le producía un placer que jamás sentiría con un ser humano. Y luego se quedó inmóvil, el nudo ya por completo adentro y palpitando.
El perro jadeaba mientras Enrique se recuperaba un poco, adaptándose a la sensación del nudo en su interior. El calor de Brando era abrumador, su peso y su aliento en su cuello. Pronto comenzó a sentir chorros calientes en su interior, la leche del perro llenando su recto. El animal se movía lentamente, cada contracción de su miembro expulsando más semen, la sensación era desconocida, suave y cálida.
El jovencito suspiró, su boca seca y la garganta acalorada, el peso del animal y la sensación de la leche calentando su interior le hacía sentir cosas que no podía explicar. A cada contracción de la verga de Brando, sentía que la suya estaba a punto de llegar al clímax, su próstata presionada por el nudo canino le iba a provocar un orgasmo que no podía contener.
Entre gemidos y jadeos, Enrique sintió como su polla comenzó a expulsar violentamente su lefa encima de la ropa que yacía en el suelo. El orgasmo fue intenso y prolongado, su cara se crispó en una mueca de placer y su cuello se arqueó de espasmo. Brando, ajeno al éxtasis de su perra humana, continuó con la eyaculación, llenando el culo del muchacho de leche.
El animal gruñía y jadeaba. Enrique sentía la leche calentar su recto, llenando su cavidad anal, la sensación era exquisita y a la vez desconocida. Su propia eyaculación se unió a la del perro, la ropa se empapó con la combinación de los fluidos que ya comenzaban a escurrir fuera de su culo aún lleno de polla canina.
Después de 20 minutos notó que el nudo disminuía de tamaño y el perro se bajó de él. Enrique se sentía lleno y agotado, la leche de Brando se deslizaba por sus piernas. Miró por encima del hombro y vio al perro que exhalaba complacido y éste no tardó en echarse a un lado para lamer su polla, que aún salía de la funda.
Enrique se derrumbó sin fuerzas, arañado y completamente violado por Brando. Aún podía sentir la sensación de tener su rabo dentro de él… había sido algo más allá de lo que podía haber imaginado pero su rostro reflejaba una mirada de satisfacción. Le había gustado ser la perra de Brando, ser penetrado por un animal tan potente y viril.
Regresó más tarde de lo habitual, excusándose en unos patos que se habían alejado más allá del estanque. Su abuelo le miraba extrañado, notando el color en sus pálidas mejillas y lo sudoroso y cansado que parecía su nieto. Enrique, con la ropa aun manchada por la experiencia con Brando, se apresuró a lavarse y ocultar la evidencia.
Pasó la noche en vela, con la mente repleta de imágenes del animal montando su culo. Aunque el ojete le ardía aún, la sensación de placer que le produjo no lo abandonaba. Se masturbó pensando en ello, imaginando cada detalle. Brando lo follaba sin piedad, llenando su interior de semen. Su corrida empapó su abdomen y supo que no iba a poder dormir esa noche sin su macho.
Salió de la casa con sumo cuidado. La luna brillaba tenue en el cielo, bañando la granja en una luz plateada. Se acercó a la perrera con la excitación creciéndole de nuevo en la entrepierna y sobretodo en su culo palpitante. Brando, que lo olió a la distancia, salió a su paso, la cola recortada moviéndose con entusiasmo.
En segundos ya estaba desnudo y en cuatro en el suelo de la perrera. Brando bombeaba con vigor, sus patas delanteras aferradas a ambos lados de Enrique, Fígaro siendo el único y silencioso testigo. La polla del animal se movía adentro del chico sin descanso. «Aaaaahh… si Brando… siii,» gritó Enrique, cada empujón del perro era un ciclón de placer, cada gruñido, cada movimiento del animal en su culo lo acercaba al éxtasis.
Follaron sin descanso, la noche entera. Enrique se sentía cada vez mas perra, cada embestida del animal lo hacía gemir y enloquecer de placer. Tanto que tras la tercera empotrada el jovencito ignoraba que sus gritos se escuchasen en la lejanía. El perro se movía cada vez mas rápido, amortiguando los pasos apresurados que se acercaban a la perrera.
Justo en el instante en el que con un gemido ahogado el chaval volvía a ser abotonado por el Doberman, escucharon pasos a sus espaldas.
«Enrique!? Qué cojones significa esto!?!» La furiosa vociferación de su abuelo resonó en la noche, que se quedó inmóvil y helado al ver al perro negro maricón abotonado en su culo y a su nieto con el rostro sudoroso y excitado, jadeando y disfrutando la descarga de semen canino en sus entrañas.
Sin duda, estaba en un lío gordo no, lo siguiente. Pero no menos gordo que el nudo que permanecería adentro de su culo por un buen rato. El viejo solo podía pasar las manos por su propia cara, en un intento fallido de borrar la imagen que tenía ante sí, un perro gay y un nieto guarrillo tomando por culo…
Muy bueno, salvo el final.
En realidad el final no empaña un tremendo relato. Mi problema es que cuando alguien es sorprendido en el acto por un tercero este siempre termina pidiendo favores sexuales a la persona zoo, una pesadilla para los zoos auténticos. Sólo eso. Saludos!