Madame Amsterdam
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por Hecate.
Ahora, mientras maquillo mi rostro con polvo blanco de arroz, los ojos perfilados con khol egipcio y los labios rojo sangre, veo emerger el hombre que fui sobre la imagen que me devuelve el espejo. Veo como se acerca desde el fondo de azogue para gritarme lo que siempre he sabido, que no hay nada después de ella, no hay mundo, no hay voluntad, no hay más que deseo de ella, de su presencia, pero sobre todo, deseo en su ausencia.
Mis manos descansan sobre el tocador torpes y pesadas, cargadas de años, mientras mis recuerdos se empujan violentos para salir a trompicones del cajón oscuro en que intenté esconderlos.
Recuerdo la cara de Sofía cundo le dije que aceptaría el puesto en Ámsterdam, recuerdo el nudo en el estómago al subir al avión que iba a hacerme libre, que me llevaría a la cuidad de las promesas donde daría rienda suelta a todos mis deseos mientras le decía que nos veríamos a menudo. Y ella lloraba afirmando una ruptura que a mi me parecía una histeria adolescente.
Llevaba tres meses en esta ciudad en la que me sentía protegido. Joe, mi compañero de piso me había introducido en los círculos más selectos de la ciudad. Círculos donde todo tipo de placeres tenían cabida.
Compré un almanaque, con el fin de ir anotando todos los encuentros y nombres de mis amantes. Hacía anotaciones en los márgenes clasificando la calidad e intensidad de cada encuentro. Las veladas a dos pronto dejaron paso a los bailes a tres, a los cambios de pareja, al grupo tras la cena, a las multitudes desconocidas y hambrientas…dónde quedaba Sofía después de todo esto, con su cuerpo diminuto y redondo en aquella diminuta isla atlántica. Pese a todo, mantenía un orden vital.
Recuerdo perfectamente el momento en que todo cambió. Había oído su nombre en todas y cada una de las reuniones a las que había asistido, pero nunca se dejaba ver. Sobrevolaba todas nuestras acciones como un nombre fantasmagórico carente de soporte físico. Joe era el mejor guía de la ciudad y siempre que tenía ocasión intentaba sonsacarle alguna información sobre Madame Ámsterdam, pero él prefería no enterarse de mi insistente interés. Al cabo de un tiempo, me comunicó que realizaría una cena en casa a la que invitaría a las personalidades más singulares de los estratos más prohibidos de la ciudad y, que por supuesto, ella estaría allí.
Faltaba una semana para el encuentro y mi cabeza inventaba distintos atuendos y presentaciones con el fin de sorprenderla. ¿Sorprenderla? Que ingenuo, ella ya no se sorprendía de nada, pero por supuesto en aquél momento yo lo ignoraba. Al final me decidí por un armani negro, camisa granate y zapato clásico, sin corbata, pañuelo de seda en tonos acordes con la camisa. De nada sirvieron todos mis preparativos locuaces y ocurrentes. Por supuesto, fue la última en llegar, acompañada de un maton disfrazado de partener. Iba vestida con un traje azul pavo modelo polisón de finales del XIX, guantes de encaje negro y un tocado con un velo diminuto que cubría el tercio superior de su rostro. Fue suficiente su mirada para olvidar mi extenso repertorio de presentaciones. Apenas si pude recoger su estola y su sombrero antes de retirar la silla en la que se sentaría a cenar.
La cena fue algo más distendida, con conversaciones que iban de lo banal a lo cultural y llegando a los postres ella preguntó a Joe por mí:
– ¿Una nueva adquisición?
– No querida, es mi compañero de piso, el español del que te hablé.
– Interesante. Tal vez puedas prestármelo unos días.
Pese a mi interés por aquella criatura, la forma en que hablaba de mí obviando
mi presencia no me hizo sentir incómodo. Se levantó de la mesa caminando con una pasmosa soltura y seguridad hasta colocarse a mi espalda, su mano rozó mi nuca en una caricia casi imperceptible, a la que yo respondí con una erección. Poco a poco, aquella mano de alabastro bajó por mi cuello hasta descansar en mi hombro derecho. No podía controlar mi cuerpo, estremecido bajo el placer de su solo contacto. Quería levantarme, abrazarla, besarla…pero estaba completamente fascinado y paralizado por aquella mujer. Se inclinó hacia mi oído dejando tras de sí un rastro de perfume almizclado y sus labios naturales como todo su rostro, perfectos, sin maquillaje alguno, me acariciaron con sus palabras:
– Joe conoce mi dirección, te esperaré mañana al medio día, veremos que
clase de amante podemos sacar de ti.
Vistió sus manos con aquellos guantes, colocó aquel sombrero ladeado sobre su
pelo negro cuidadosamente recogido y dejo caer la estola sobre sus hombros despidiéndose con elegancia.
– No vayas, no hay nada después de ella, no vallas.
Joe parecía realmente asustado, como el resto de los invitados. Hipnotizados
por aquella misteriosa criatura, paralizados, absortos.
Mi cabeza se disparó inventando millones de situaciones posibles todas cargadas de una sensualidad única en las que sometía a aquella mujer a todos y cada uno de mis deseos. Que lejos de la realidad que me esperaba estaban aquellas escenas inventadas por mi impaciencia.
– No vayas- Repitió Joe, coreado por aquellos personajes que ahora me
resultaban siniestros.
Me disculpé y salí precipitadamente del salón corriendo escaleras arriba hacia
mi cuarto donde dejé pasar las horas pensando en aquél cuerpo blanco bajo el vestido de raso azul, en cómo me gustaría desnudarla poco a poco, desatar con pericia las cordadas de aquél corsé para sentir el contacto directo con su piel.
Todo el nerviosismo, toda la excitación cedieron al asombro y más tarde a un pánico incontrolado hasta llegar a la absoluta necesidad una vez que crucé el umbral de su puerta.
Una preciosa casa dieciochesca en un barrio retirado de la ciudad, una decoración exquisita y cálida. Ella y su voz dulce y rotunda acompañándome por aquél interminable pasillo hasta un vestidor.
– Desnúdate, deja toda tu ropa aquí, te traerán todo lo necesario y te
acompañaran al salón donde recibirás instrucciones de tu estancia en esta casa.
Era una puesta en escena fantástica, nunca me había sentido tan ardiente, pero
poco duró aquella sensación.
Su acompañante de la otra noche entró en el vestidor, amarró mis muñecas con unas esposas a las que enganchó una cadena de unos dos metros, posteriormente tapó mi cabeza con una especie de capuchón de terciopelo negro. Dirigiéndome con sus manos en mis hombros me llevó hasta, lo que deduje, era el salón. Podía sentir la cantidad de personas de la sala por los murmullos y movimientos, debía haber al menos unas diez personas. Delicadamente, mi acompañante me hizo sentar en una silla cuya tapicería fría y metálica me sorprendió al contacto con mi piel. Noté como tiraba ligeramente de la cadena hasta anclarla a algún tipo de soporte. Su voz resonó por todo el salón dictaminando lo que sería una condena de por vida, un estar condenado a ella.
– Querido, debes considerarte un privilegiado, el consejo ha dado aprobación
a tu solicitud de estancia en la casa y consecuentemente también al adiestramiento necesario. Durante las próximas semanas anularemos uno a uno tus sentidos para devolverlos posteriormente a una nueva vida. Ahora, acostúmbrate a mi voz, ella te guiará por estos nuevos senderos, será tu referencia en la oscuridad a la que te verás sometido.
La oía cerca de mí y luego alejándose para volver a mi lado. Lo que suponía
una de sus manos me acarició levemente la columna vertebral haciéndome estremecer. El resto de las voces se acercaba a mí en lo que intuía una exploración de mi persona. Susurros, preguntas soterradas, comentarios…no podía entender nada. Perdía el sentido, el equilibrio, me perdía en aquel teatro. Alguien se acercó y separó mis piernas, unas manos agarraron fuerte mis hombros, otras mis tobillos, una lengua lamió mi cuello, otra mi pecho, otra mi sexo…perdía cualquier conexión con la realidad mientras seguía su voz que me hablaba todo el tiempo dirigida exclusivamente a mí.
Un cuerpo se sentó sobre el mío introduciendo mi sexo en él mientras una lengua ahogaba mis gemidos…delirio…delirio…unas manos robustas inclinaron la silla hacia atrás dejando mi boca a la altura e un sexo femenino, colocando mi cabeza entre unas piernas que oprimían mis sienes. Lamían mis pies, mis piernas, me lamían por todas partes mientras perdía mi escasa respiración entre aquellas piernas. La silla volvió ha su posición original dándome de bruces con una verga turgente y agresiva que avanzó por mi garganta, su dueño apresaba mi cabeza y la imprimía movimiento mientras mi espalda era acariciada por unos senos. Había olvidado el frío del material sobre el que estaba sentado, había olvidado mi ubicación en aquél espacio, casi había olvidado mi nombre…Su voz devolviéndome al salón.
– Ahora te bañaran, perfumaran y vestirán adecuadamente para tu retiro, te llevaran a tu dormitorio y mañana comenzaremos con tu adiestramiento dulce príncipe.
Se acercó a mi boca y sentí por primera vez sus labios carnosos, su legua voraz,
sus dientes perversos. Me esforcé en memorizarla bien, con el propósito de reconocerla bajo mi inflingida ceguera en próximos acontecimientos.
Los sonidos de la mañana se dejaban escuchar a través de una ventana abierta y unas cortinas, cuyo sonido me había despertado. Intentaba abrir los ojos pero algún tipo de aplicación me lo impedía. Mis manos querían recorrer el espacio que las separaba de mis ojos para investigar qué era aquella sustancia pero, permanecían pegadas a los costados de mis muslos. Tiré de ellas hacia arriba, comprobando que una cadena las mantenía ancladas a mis tobillos, recordé las muñequeras y tobilleras de cuero con las que me vistieron tras el baño de la noche anterior e imaginé el recorrido de la cadena desde una a otra de las argollas. Entonces giré la cabeza buscando el contacto de la almohada, procurando que el roce con ella eliminara aquella sustancia pegajosa de mis ojos. Entonces, su voz.
– Vamos a salir, de compras. Traerán el desayuno y después te prepararán para que me acompañes.
Oí los pasos dentro de la habitación y su voz hipnótica relatando mi historia, noté su cuerpo en la distancia al sentarse sobre la cama sin rozarme, noté su perfume, el sonido de su vestido, su mano retirando un mechón de su pelo.
Recordé entonces la sucesión de acontecimientos, las idas y venidas al salón, las manos agresivas y exploradoras de cada uno de sus invitados sobre mi cuerpo, recordé mi cuerpo poseído y violado, me recordé desvalido y errante por los pasillos de aquella casa…recordé como el Dr.… cegó mis ojos con aquella masa viscosa que quedó adherida a mi piel,…, recordé entonces que aquél despertar fingido de una primera noche escondía una infinidad de días que caían en espiral tras los muros de aquella casa.
Volví a oír sus sinuosos movimientos levantándose de la cama y la premonicé dirigiéndose a la puerta mientras llegaba mi desayuno. Era completamente cierto, mi oído había desarrollado una asombrosa destreza de percepción hacia ella y con ello, el resto de mis sentidos quedaban olvidados relegados a un continuo deambular de cuerpos que hacían difusos los límites de mi persona.
Ella y nada más que ella marcaba la diferencia entre la vacía multitud y la completa dependencia.
Por primera vez en aquel tiempo indeterminado, perdí la conexión de su voz. Despidió al servicio con los restos del desayuno y ella misma decidió vestirme. Aquél inesperado contacto de sus manos con mi piel venció toda vinculación con su voz, que ahora resonaba lejana relatando el orden del día. Yo sabía que aquello no era fruto de la casualidad, nada proveniente de ella lo era, y pese a mis intentos de autocontrol mi cuerpo sucumbió a su tacto.
Ni siquiera intenté utilizar la fuerza de mis extremidades liberadas por un instante mientras envolvía mi cuerpo en la deliciosa tela de aquella vestimenta. Antes de ser consciente de aquella posibilidad, volvió a inutilizar mis manos con las esposas. Me ayudó a bajar las escaleras sumido en mi aturdimiento, entramos en el coche y durante aquél largísimo trayecto reproduje una y mil veces el tacto de aquellas manos frías y seguras y con ellas, en cada pensamiento de ellas, mi cuerpo se estremecía sintiéndola a mi lado en aquél coche de motor quejumbroso. Mi portentoso oído me la anunció deslizándose sobre el asiento de cuero hacia mí y un susurro la anunció pegada a mi oído. Su voz.
– El viaje es largo, vamos en busca de artículos únicos en el mundo y me agrada saber que tu sentido del tacto está en plenas facultades, nos será de gran ayuda a la hora de elegir lo más adecuado.
Escuchaba sin oírla mientras sus labios despertaban el tacto de la piel de mi mejilla, recorriéndola casi sin posarse sobre ella lentos y meticulosos, los noté sobrepasando el arco de mis cejas y deslizándose por el arco de mi nariz hasta posarse en mi boca.
-Tu comportamiento es prodigioso.
Depositaba sus palabras sobre mi boca, con sus labios pegados a los míos y se retiró borrándolas con el deslizamiento de su lengua sobre ellos para volver a acomodarse en el asiento. El sonido de su cuerpo advirtió como recostaba la cabeza apoyándose en la ventanilla.
Hizo frenar al chofer, que cogió el paquete de cigarrillos y salió dejando tras de si un golpe sordo al cerrarse la puerta. Oía los pasos de sus zapatos de suela rechinando sobre la arena del camino alejándose de nosotros, hasta que el sonido se perdió en la distancia. El ruido de un paraje desierto y su respiración…estaba nerviosa…podía notar el ascenso de su pecho con cada bocanada de aire de forma casi descontrolada. Me mantenía erguido en el asiento, la espalda recta, los músculos contraídos, las manos descansando sobre mis muslos y, mi cegada mirada al frente…imaginando el paisaje. Entonces, ella rompió el silencio con un hilo de voz casi imperceptible. Sólo un oído entregado a ella, como el mió, podría reconocer aquél menaje.
Su voz sonaba nerviosa, por primera vez desde que la vi en aquella cena. Sonaba…humana, cálida, perdiendo toda su autoridad, en un acto de entrega absoluto.
– Presta atención- me dijo. –Será sólo esta vez, nunca jamás se repetirá, nunca. Tu memoria lo repetirá una y mil veces hasta que los recuerdos se vuelvan difusos, inútil será intentar retenerlos, repetirlos…desaparecerán. El tacto será el primero en olvidar, el oído ensordecerá mi sonido, mi sabor se confundirá con el tuyo, mi imagen se desvanecerá en la niebla y no encontrarás olor que te recuerde a mí. Pero este momento, este espacio inerte en el tiempo que voy a regalarte, esto será sólo tuyo. Lo llevaras siempre contigo, grabado con mi fuego sobre ti. Presta atención.
Oí como corría las cortinas de las ventanillas y volvía a acercarse a mí.
-Tendrás que acostumbrarte poco a poco de nuevo a la luz. Sus palabras dejaron paso a sus calidos labios que acarician mi oreja en un movimiento suave y lento. El dorso de una de sus manos recorrió mis mejillas las yemas de sus dedos acariciaron mis escondidos párpados bajo aquella sustancia pegajosa. No me moví, no intenté tocarla. Estaba acostumbrado a todos sus juegos de acercamiento y sabía que aquello no sería distinto.
Entonces mi estomago se encogió, mi corazón se disparó y mis manos apretaron mis muslos en un acto de autocontrol.
Se sentó sobre mí y acarició cada centímetro de mi cara con aquellas manos…con aquellos labios. Quería golpearla, podría haberla estrangulado allí mismo, haber terminado con toda esta tortura, mis manos ascendieron hacia sus caderas y entonces…ella se acercó un poco más, y sus dedos comenzaron a despegar con una delicadeza infinita aquella sustancia de mis párpados.
– Despacio, no los abras de golpe, deja que se acostumbren a la luz.
Me sentí completamente aturdido, desorientado, perplejo… ¿qué pretendía esta vez? Pegó su cara a la mía y tapo los laterales con sus manos para suavizar el impacto luminoso, mis párpados cansados se abrieron encontrándose de frente con aquellos enormes ojos misteriosos. Entonces su lengua se hizo camino a través de mis labios buscando mi lengua, sus manos descendieron y mis ojos se acomodaron rápidamente al entorno en penumbra.
No hizo falta palabra alguna, aquellos ojos sabían como pedir las cosas y yo, como siempre, les hice caso. Desabroche su chaqueta y bajo ella las cordadas del corsé, su falda, sus zapatos, sus medias, todo iba cayendo dejando ver su espléndida piel blanca. Al tiempo sus manos me desnudaban y nuestros cuerpos se encontraron nerviosos por primera vez en tantos años. Ahora entendía todos sus pasos, todo aquel incómodo suceder de acontecimientos todo aquél deseo que se había ido conteniendo tras un dique que iba a romperse con la furia de un único encuentro. Su forma de tocarme, de besarme, de mirarme mientras por fin mi sexo se acomodaba en ella hicieron de mí un estremecimiento de placer. Sus caderas se movían sobre las mías en ritmos imprevisibles, su espalda sobre el asiento con mi cuerpo encima, sus piernas abrazándome…cuerpos entrelazados de mil formas, nada quedó en el otro que no probásemos.
Volvió a besarme lento y fijo, como su forma de mirarme y supe que había terminado, que todo había terminado. Llegamos a nuestro destino para descubrir que aquél preciado artículo a comprar, para el que necesitaría todos mis sentidos a pleno rendimiento era mi libertad. EL chofer dejó mi escaso equipaje en el tren y me dio un sobre con mis documentos y una notable suma de dinero. Ella ni siquiera bajó del coche. ¿Libertad? ¿Qué iba a hacer ahora yo sin ella? ¿Dónde iba a ir?
París, es el único lugar donde uno puede sentirse plenamente desdichado, París…
Tenía dinero y tristeza suficiente, desconcierto, ira…para permitirme el lujo de divagar por la ciudad sin preocuparme de mi futuro. Ninguna de las grandes pasiones humanas conseguían aplacar aquél vacío y sin pensarlo demasiado decidí que serían entonces las miserias mis aliadas. Recorrí todos y cada uno de los rincones del alma humana, deteniéndome siempre que encontraba alguno oscuro y pestilente…cuerpos destrozados, rostros demacrados, miradas vacías se convirtieron en mi alimento diario. Mi percepción del mundo y sus habitantes se distorsionaba como los reflejos de los espejos de feria donde cada cristal transforma a su antojo el contorno armonioso de las cosas.
Un jueves, tal vez no, que mas da, salí de casa dejándome mecer por el canto rutinario de los animales estivales…que asquerosa imagen del mundo, su luz, su olor, su color…tan limpio…esperé la caída de la noche deambulando por la ciudad.
Cuando volví a tener conciencia del entorno me descubrí sentado en la barra de un antro pestilente disfrazado de pecera abandonada, todo reflejaba esa luz verde y turbia del agua estancada, ese olor ácido de la descomposición… Rodeado de seres acuosos recibí con agrado la oferta del camarero en forma de bebida alcohólica. Me acurruqué aun más en la esquina de la barra…pasó el tiempo, quedando apenas una docena de clientes entre la que me encontraba. El camarero cerró la puerta su gesto se relajó. Había una mujer en el bar, casi una niña, tonteando con todo tipo de sustancias que a mí hacía tiempo que habían dejado de interesarme por su escaso o nulo efecto para distraer mis sentidos. De repente, su acompañante la hizo subir a la barra, manoseándola. Mi mirada quedó fija en ellos, sin ser demasiado consciente del suceso. El hombre, se volvió hacia mí y me dijo:
– ¿Se te ocurre algo mejor?
En realidad podrían ocurrírseme un sinfín de barbaridades al respecto, pero me limite a apartar la mirada. El hombre dejó a la chica sobre la barra y se acercó hacia mí.
– Te conozco, vienes a menudo, un tipo interesante. En serio, puedes hacer lo que quieras con ella
Qué estupido me parecía entonces el ser humano, que estúpido e inconsciente de su propia maldad, de su capacidad para infligir dolor…que estupida aquella muchacha y que estúpido su acompañante…y QUE ESTÚPIDO YO, YO, YO…por haberme alejado de ella sin rechistar.
Mi ira creció brutalmente dentro de mí oprimiéndome los pulmones, impidiéndome respirar…y fue entonces cuando me di cuenta, cuando supe en qué me estaba convirtiendo.
Mis movimientos respondían a la calma de un experto anticipándose a los imprevistos.
La muchacha, completamente desnuda y expuesta, con cada una de sus rodillas sobre un taburete de barra, adheridas a este por cinta de embalar. Su vientre sobre la barra, que dejaba rebosar sus senos al otro extremo. Las manos ancladas a los tiradores de las cámaras de bebidas…Rebusqué por todo el local, mientras el público extasiado apenas pestañeaba deleitado con la situación. Agarré las pinzas del hielo y colmé una de las cubiteras, un sacacorchos, una botella de champagne, un limón cortado en dos mitades…todo tipo de material.
Entonces comencé la acción. Ahora, yo era el verdugo, y aquella pobre muchacha iba a saciar mi ira ofreciéndome todo aquél público. Comencé pellizcando sus pezones con las pinzas del hielo, arrancándoles según la presión ejercida una amplia variedad de sonidos…una vez enrojecidos y magullados…los rocié con el limón…pero sus gritos eran estridentes y agudos…insoportables, así que decidí amordazarla con la mitad intacta del cítrico, tras unas bofetadas sonoras. Antes de bordear la barra mordí salvajemente cada uno de sus pezones que ya alcanzaban un púrpura intenso. La posición de sus piernas me la ofrecían completamente abierta, su sexo pequeño, delicado…y mi ira enorme y violenta…seguí con mi instrumento de tortura, aquellas pinzas metálicas acariciaron suavemente su intimidad…mis dedos…mi lengua…antes de empezar con su cometido…primero suaves caricias, pequeños pellizcos…después algo más violentas…introducidas dentro de aquél sexo, explorándolo, abriéndolo…aun dentelladas metálicas más fuertes…aun amordazada, los gritos de la muchacha se dejaban oír. Entonces, otro pequeño orificio atrajo mi atención. Que suculenta obsesión…recordé el sacacorchos…y me acerqué a su rostro, se lo enseñé:
– ¿Lo ves? Más vale que te estés quieta…
Lo hice, introduje aquél artilugio por su estrecho orificio con una delicadeza exquisita. Era lo suficientemente estrecho para no herirla, pero lo suficientemente peligroso para mantenerla en tensión…pronto me cansé de él y, volviendo a retomar mi actividad, agarré un hielo con las pinzas…recorrí lentamente cada rincón de su sexo con él…hasta que desapareció dejando un charco sobre aquella piel casi infantil. Entonces lo vi claro, agarré otro hielo y lo introduje en su sexo…y luego otro…y otro…y después mis dedos comprobando la ubicación exacta de cada pieza cristalina…al instante, la transformación acuosa chorreaba por mi antebrazo perdiendo su transparencia, convertida ahora en un líquido opaco…después el siguiente orificio…tenso…esquivo…pero al final receptor del hielo violando cavidades…luego, mis dedos…
Y, allí quedaba aquella fantástica botella de champagne preparada para los postres…una de esas botellas de cuello largo y cristal negro…sabía lo que pasaría al agitarla, lo que ocurriría si, demasiado agitada permanecía en aquel estuche humano, así que la introduje con sumo cuidado en aquél sexo, poco a poco, el cuello delgado y largo de cristal, aun más dentro y de nuevo saliendo lentamente…una, dos…diez veces, despacio, veinte…
Entonces saqué la botella del todo, la descorche, bebí un sorbo…y descansando mi pulgar sobre la embocadura la agité violentamente para, antes de destaparla, introducirla de nuevo cuidadosamente acompañada de mi mano dejando que inundara el interior de aquella muchacha.
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