Matute…perro de familia
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por Anonimo.
Con la llegada de la primavera, la desaforada actividad de mis hormonas volvía a adquirir toda la fuerza vital de la naturaleza y, en la relativa intimidad del jardín, despatarrada en una lona, recomencé el carrusel de la masturbación sólo que, más calmada por la actividad que sostenía con mi marido, solía pasarme largo rato jugueteando con mis dedos en cada rincón del sexo hasta concluir por una verdadera penetración con esos improvisados consoladores, pero ya sin la violencia con la que me auto flagelara anteriormente.
Cierta tarde especialmente bochornosa y cuando tras la húmeda expulsión de mis jugos, me regodeaba acariciando los senos con los ojos cerrados, un inesperado soplido en mi vulva me hizo abrirlos y ahí estaba.
Matute, el enorme pastor alemán, olisqueaba mi entrepierna. Algo en esa mirada de soslayo con que los perros bravos paralizan a sus presas y el sordo gruñido que emitió, me convencieron de quedarme quieta y esperar. Con fuertes resoplidos del hocico recorrió mis ingles, escarbó un poco en la hendidura entre las nalgas y, topeteó curioso la hinchazón de la vulva. Aparentemente convencido por su aspecto inofensivo o por algún olor con reminiscencias primitivas, sacó su enorme lengua y lamió mi sexo, justamente allí, donde rezumaban los jugos.
Al parecer satisfecho con su sabor, la lengua comenzó a lamer cada vez con mayor entusiasmo y el animal pareció excitarse. A pesar de mi miedo, no podía sustraerme a la deliciosa caricia que esa lengua desmesurada me provocaba. Abriendo lentamente las piernas, fui separando con los dedos los labios de la vulva a la vez que lo incitaba con palabras cariñosas. Por primera vez vi en sus ojos un brillo de alegre comprensión, como cuando jugaba con mi marido y sus orejas se alzaron animadas.
La lengua recorría voraz todo el óvalo del sexo y, conduciendo sus fauces hacía el clítoris, hice que lo lamiera con intensidad. El perro parecía comprender lo que me estaba haciendo y, enardecido, comenzó a restregar el hocico contra el triángulo sensible, añadiendo al delirio ese suave raer de los dientes con que se rascan sin lastimar.
Yo no podía contener los movimientos enloquecidos de mi cuerpo y mis caderas se alzaban y caían golpeando salvajemente contra la colchoneta. Gruñendo sordamente, Matute trataba de no dejar que su boca cesara de recibir el, seguramente, sabroso néctar de mis fluidos y yo fui guiando su aguda trompa hasta la apertura de la vagina; cuando él percibió que esa era la fuente de los líquidos que lo enloquecían, penetró con su largo y puntiagudo hocico y la lengua lamió el interior de la vagina.
Nunca, ni en mi más desbocada fantasía, hubiera imaginado obtener tal grado de placer de un animal. Alentándolo con palabras cariñosas y acariciando el suave pelo de la cabeza, conseguía que mantuviera su atención hasta que, en medio de entrecortados grititos de satisfacción, tuve un orgasmo largo y violento que se tradujo en fuertes contracciones convulsivas del vientre y la expulsión de mis abundantes mucosas que él recibió agradecido en sus fauces, entreteniéndose por un rato en abrevar y sorberlas golosamente, mientras yacía desmadejada, sollozando quedamente de felicidad
A la tarde siguiente se repitió el proceso pero esta vez fui yo quien lo llamó y, acostada en el piso de la galería me le ofrecí, ya mojada por mis previas manipulaciones. El animal parecía haberse cebado y afirmando sus patas en el piso de cerámica, arremetió contra mi sexo, introduciendo el hocico violentamente y resoplando con fuerza dentro de mí.
Tal vez por haberle perdido miedo, lo incitaba de viva voz a lamerme y chuparme y él, enardecido como si yo fuera una perra, gruñía y me lanzaba pequeños tarascones con sus filosos colmillos que llegaron a lastimarme. Después de un largo rato en que me hizo lo mismo que la tarde anterior pero complementado con la ayuda de mis manos, acabé de forma espectacular, sólo que esta vez no me contenté con yacer esperando que el perro sorbiera todos mis jugos.
Atacada por una especie de alocada impunidad, me arrodillé junto a él y acariciándolo, lo tranquilicé con mis manos que comenzaron a merodear su panza mientras mi lengua jugueteaba con la suya en un simulacro de besos húmedos. Como al descuido, rocé la verga del animal y este respondió con un gruñido cariñoso.
Dejando de lado los últimos pruritos civilizados, lo hice acostar boca arriba y superando el asco que anteriormente me diera verlo limpiándose, aferré la parte exterior del miembro y fui corriendo la piel suavemente hacia atrás para ver si dejaba al descubierto el falo e intensifiqué el accionar de mi mano hasta que la verga surgió llameante a la luz, roja, puntiaguda y chorreante de líquidos lubricantes.
Cuando lo observaba lamiéndose, sólo percibía la cabeza puntiaguda pero ahora al estimularla especialmente con los dedos, la vi salir como un descomunal príapo que tenía poca diferencia con el de un hombre, rojo, pulido y lleno de venas azuladas por debajo de la piel. Incapaz de razonar, acerqué la boca y tomándola entre mis labios, comencé chuparla ansiosamente mientras acariciaba la panza y el pecho del perro que se sacudía nervioso. El demonio encerrado en mi cuerpo me hacía desear esa verga animal salvajemente. Consciente de lo aberrante y asqueroso que aquello era, esa misma saña vesánica me llevaba a encontrarlo tan placentero, despertando en lo físico y mental, primitivas sensaciones que colmaban mis codiciosas ansias de sexo atávico.
Mi lengua tremolaba nerviosamente a lo largo del falo, ya de dimensiones considerables y mis labios lo chupaban con avidez, introduciéndolo totalmente dentro de la boca hasta que un chorro impetuoso de un abundantísimo semen acuoso se derramó, ácido y picante sobre mi lengua y yo lo sorbí y tragué como si del mejor licor se tratara.
Durante varios días busqué el consuelo del animal, llevándolo a mi cama y en cada oportunidad sabía que no era realmente yo quien lo hacía sino esa locura temporal, esa especie de fiebre uterina que me atacaba periódicamente y que desquiciaba mis sentidos, haciéndome olvidar quien era para convertirme en una bestia, en una máquina de sexo.
Hasta que una tarde sucedió lo previsible e inevitable. Luego de la gozosa sesión de su boca y desdoblada en mi otro yo, después de excitarlo con la boca, me puse de rodillas palmeando incitante sobre mi grupa para inducirlo a que los chupara desde atrás y, tomando sus patas delanteras con mis manos, lo acerqué para que me montara hasta que la verga se introdujo limpiamente en la vagina.
Su tamaño se aproximaba bastante a las que había contenido y los músculos vaginales que yo había aprendido a manejar instintivamente como dicen que lo hacen ciertas mujeres africanas, se apretaron, encerrándola entre ellos. Matute clavó sus uñas en las caderas y aferrándome como a una perra comenzó con un rápido e insistente vaivén que terminó de enajenarme.
Haciendo arco con mis brazos, me acompasé a su cópula y mientras mi cuerpo se hamacaba sintiendo como el miembro llenaba de satisfacción mi histérica necesidad, fui enardeciéndome, comenzando a gemir con roncos bramidos que contagiaron al animal que intensificó de una manera salvaje el coito e inesperadamente sentí crecer en mi interior dos esferas carneas que deduje eran donde se concentra el semen haciéndolos abotonarse con las perras y, en tanto que sus garras se asían a mis ingles, babeante de su goce animal, socavó mi sexo como hacen con las hembras hasta que en medio de gritos, lamentos y amenazadores gruñidos acabó en mí, luego de lo cual, sintiéndome a la vez abotonada e incapacitada de despegarme de él, lo palmee para tranquilizarlo a así estuvimos hasta que las bolsas cedieron su tensión y nos separamos.
De ahí en más mis días fueron una delicia, ya que el animal parecía comprender cuando estábamos solos y estuviera donde estuviera, recorría mis piernas con su frió hocico para ascender por debajo de las faldas sin bombacha en busca de mi ano y vulva y, como jugueteando, yo me prestaba a sus requerimientos, adoptando las más curiosas posiciones para que me hiciera gozar tanto con su lengua como en esos acoples animales; parada y apoyada con las manos en una silla, de rodillas, acostada de lado y elevando una pierna para facilitar su penetración o en cuclillas sobre él en suave jineteada, solía terminar cada una de esas sesiones que muchas veces se repetían durante el día, con una buena mamada al falo que me obnubilaba de perverso goce hasta sentir en mi boca el ácido esperma que deglutía con avidez.
Verdaderamente era como si tuviera un amante siempre disponible y hasta deseaba que me dejaran sola para poder gratificarme con un sexo tan satisfactorio, esperando con ansiedad los viajes periódicos de mi marido por razones laborales para llevármelo a la cama por la noche y permanecer horas en mutuo sexo oral, llegando a estimularlo para que junto a mis dedos, me sodomizara bestialmente; pero todo lo bueno siempre termina y en una de esas noches salvajes, ya exigiéndome como a una hembra, mientras me poseía, hincó sus garras en hondo desgarramiento en mi vientre y como yo me resistiera pero sin poder gritar por los chicos, clavó sus largos colmillos en la espalda hasta acabar dentro de mí pero dejándome dolorosas heridas sangrantes
Con una mezcla inédita de miedo, embarazo y vergüenza y por no poder ocultar a sus ojos los vendajes que cubrían mi cintura y parte de la espalda, tuve que confesarle a mi marido la verdad.
Como era su costumbre, recibió la noticia no con indiferencia pero sí como algo esperable en mí luego de las cosas que él mismo había realizado sin tener el menor cargo de conciencia, diciéndome que lo dejara ocuparse del asunto. Y así, Matute desapareció definitivamente de mi vida, dejándome un resabio de culpa y vacío por su ausencia pero agradecida al mismo tiempo por haber puesto fin a una relación perversa que tal vez hubiera terminado de manera trágica.
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