Mi cuñada
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por Neardental.
En mi vida, el momento de mayor fortuna fue cuando conocí a mi esposa. Llevo una eternidad a su lado. Ella es única. Y de los cientos de miles de hombres que entrábamos en el sorteo, me fue a tocar a mí…
Simplemente la adoro. Como mujer, como esposa, como amante… Me paso las horas esperando el momento de volver agazaparme a su lado. Me encanta abrigarme en su cuerpo. Y como un ermitaño, disfruto dando forma a mi cueva bajo la fina piel de su vientre. Su olor me fascina. Incluso los suaves ruiditos que hace cuando duerme. Y allí, entre sus brazos, soy feliz…
Mi cuñada es totalmente lo contrario.
Es hermana de mi esposa. Nacida tardía por capricho de la naturaleza y consentida por ser catorce años menor que cualquier miembro de la familia. Parece mentira que compartan el mismo ADN. Es tosca y grosera, con esa superioridad que da el saberse bella. Camina por el mundo provocando con sus formas. Es burlona y despectiva, sobre todo con quien considera dos cuartas por debajo de su sombra. Que la fortuna libre al inocente de caer en sus comentarios, pues nunca se vera tan humillado como después de pasar por su lengua. Y libremos también de caer bajo su mirada, pues nadie nos envilecerá tanto, ni siquiera los gusanos de los que seamos pasto.
Su esposo, por el contrario, es encantador. Guapo y educado. Agraciado con una gran fortuna y un futuro envidiable. Por eso ha sido elegido por ella. Es digno de estar a su lado. Y aun así, lo trata con esa prepotencia que da la ignorancia. Antes no soportaba ver como lo humillaba en público. Y tampoco como él obedecía envenenado de amor. Ahora sí. Disfruto, porque yo soy el único que conoce el secreto de mi cuñada…
Fue tras una de las múltiples comidas familiares en chalet de mis suegros, justo tres domingos antes de Navidad. Allí estábamos mi esposa, Amancio, el tío solterón de mi suegro. Mi suegro. Mi suegra. Mi hija pequeña. Mi hija mayor. Mi cuñado. Su primo y esposa, allegados y muy queridos en la familia. Y sentada en el sofá, preocupada por su recién nacido, mi vomitiva cuñada. Dormitábamos todos en una pequeña charla después de la copiosa comida. El tiempo estaba frío y la tarde se había nublado. Todo invitaba a quedarse dentro de casa cerca de la chimenea. En ese momento, como era muy habitual, mi cuñada salió a dar un paseo con Ringo.
Ringo era el perro de la familia, un labrador negro de excelente carácter y acérrimo guardián. A mi cuñada le gustaba salir después de las comidas a dar una vuelta con él. Yo siempre había pensado que era uno de esos pocos momentos en que la diosa decidía tocar tierra para comportarse como el resto de los humanos.
Pero no era así…
Tras el segundo coñac dejé a la familia y fui un momento al coche a por el maldito tabaco. Volvía cuando algo llamó mi atención. Un ruido. Había caído algo en el cobertizo donde mi suegro tenía las gallinas. Me acerqué. Tenía miedo que se hubiera colado un zorro y estuviera haciendo un estropicio. Me aproximé sigiloso y con mucho tiento me subí encima de un cubo para mirar por la ventana…
No era un zorro.
De rodillas, desnuda de cintura para arriba, encontré a mi cuñada masturbando a nuestro querido Ringo…
Sorprendido, vi como acariciaba su lomo con una mano mientras con la otra sacudía el enorme miembro del animal. Lo hacia con extrema celeridad mirando instintivamente el reloj. Yo contemplaba la imagen sin dar crédito, petrificado, como si la hidra del cuento hubiera posado su mal en mí. No era para menos; mi cuñada, la odiada, se presentaba ante mis ojos fuertemente aferrada al pene de un perro…
Me quedé quieto mirando. No sabía como reaccionar. Pensé que estaba soñando. Me pellizqué y comprobé que no era sueño. Era realidad. Y realidad seguía siendo cuando ella bajó su cabeza para meter la poya del animal dentro de su boca.
No sentí asco. Al contrario, muchísimo placer. Y un extraño cosquilleo hizo que mi pene se excitara sobremanera. La visión de mi cuñada era maravillosa. Humillada, intentaba meter todo el miembro animal en la boca, pero sus labios a penas podían contener parte de toda aquella carne rojiza. Su cabeza se hundía salvaje intentando tragar lo máximo de poya; escasamente la mitad del recorrido. No tenía el ritmo frenético que tenía con las manos. No podía. Su boca no era tan adaptable como sus dedos.
Y con la boca llena volvió a mirar el reloj. Comprendí que su tiempo era limitado. No podía tardar demasiado, los demás se preocuparían y saldrían a buscarla. Intuí que mi tiempo también era limitado, incluso más que el de ella. Me daba igual. No tenía pensado perderme nada de aquel espectáculo, y menos ahora que mi cuñada se desnudaba de cintura para abajo…
Realmente era preciosa. Su vientre apenas daba muestras de su reciente embarazo y sus pechos lucían firmes, erguidos, llenos de leche materna y con esos enormes pezones que marcaban siempre bajo sus blusas. Vi como volteaba a Ringo para ponerlo de espaldas al suelo. El animal cedía en cada uno de sus movimientos. Se le veía muy excitado, pero nada en comparación con los ojos de su dueña. Así, acostado, pude comprobar el autentico tamaño de su poya. Era envidiable. Muchísimo más grande de lo que me había parecido en un principio. El culo de mi cuñada se presentaba inocente ante ella, como un coño virginiano a punto de ser desvirgado por un obelisco. Tras volver a mirar por enésima vez el reloj, mi cuñada levantó firme el monumento y agachó el culo hasta tocar la punta del capullo con los labios de su coño.
Pensé que la iba a destrozar, pero mi cuñada de virgen no tenía nada. Se inyectó aquella enorme poya sin pestañear, de un solo golpe, sin preparativos. Y a continuación comenzó a cabalgar sobre ella frenéticamente, con una facilidad que me pareció anti-natural.
Me imaginé lo mojada que tenía que estar. Y lo acostumbrada a follar con Ringo por la destreza con la que se movía con aquella “cosa” dentro. Sin duda los labios de su coño eran mucho más elásticos que los de su boca. Vi como se deshacía en placer con los “sube y bajas”. Y como se meneaba hacia adelante y atrás con ritmo salvaje frotando sin parar su clítoris con el pene del animal.
Yo me sentía muy excitado. No era de extrañar, ante mí se presentaba el placer extremo. Realmente no sé por qué lo hice. Me gusta pensar que fue por castigarla, o por humillar a la reina de las humilladoras. Pero en mi interior sé que lo hice porque estaba muy cachondo y quería ver más. Lo quería ver todo. La poya me iba a reventar en el pantalón. Quería ver su reacción. Quería contemplar su humillación al ser descubierta acuclillada en la poya de un perro. Me bajé del cubo y fui a la puerta del corral. La abrí de golpe y en un segundo me planté ante los dos amantes…
Mi cuñada se sobresaltó, pero al ver que era yo ni siquiera se quito la poya del coño. Al contrario, siguió aun más frenética con su cabalgada, como si le excitara aun más mi presencia. Yo me quedé estupefacto. La muy perra ni siquiera se molestó. Estaba tan caliente que solo quería correrse.
Ringo ya lo estaba haciendo. Entremezclado con el lubricante vaginal ya salía el semen del animal. Noté cuanto le gustaba a mi cuñada que se le corrieran dentro. Comenzó a moverse más fuerte, más salvajemente mientras soltaba rabiosos gemidos de placer. Estaba al borde del orgasmo y aun así volvió a mirar su reloj. Era increíble. Yo, su cuñado, marido de su esposa y amigo de su marido, estaba de pie ante ella, mirando como se la follaba a un perro y ella estaba más preocupada del reloj.
Y se movía y se movía… Y restregaba su coño sin descanso alguno. Hasta que en el punto más álgido de su búsqueda se le pusieron los ojos en blanco. Se detuvo de golpe y comenzó a raquear su cuerpo en espasmos de placer. Por fin se estaba corriendo. Y sí no gritaba era porque al tiempo se tapaba la boca con la mano.
Yo también me corrí. Y sin ni siquiera tocarme. No hizo falta.
Tras unos segundos se levantó nerviosa y comenzó a vestirse. Yo no podía reaccionar pero ella se comportaba como si no hubiera pasado nada, como si yo no estuviera ahí. Terminó de vestirse y volvió a mirar el reloj.
–Tengo que darle el pecho al niño. Le toca ahora… –me dijo antes de salir del cobertizo–. Ni se te ocurra contar nada de esto a nadie. Si te callas, la próxima vez te vuelvo a invitar…
Se rió y se fue dejándonos a mí y a Ringo solos con las gallinas…
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