LAS TRES NOVIAS
—El secreto es muy valioso, Papi. Vamos a necesitar que nos pagues por nuestro silencio. ¿Entiendes? Queremos que nos cuentes todo… y que nos des el mismo tipo de atenciones que le das a As, además ya hablamos las tres y nos hemos puesto de acuerdo sobre los beneficios..
Continuación del relato LA CONFESIÓN
Llegué a casa. La familiaridad de sus paredes no lograba disipar la vibración de lo que acababa de ocurrir. Subí, me quité los zapatos y me dejé caer en el sofá, cerrando los ojos. Mi mente era un torbellino de imágenes: la mirada de Astrid, su risa triunfante, las bragas expuestas, el beso de Michelle, la exigencia de Camila. Cada recuerdo avivaba el fuego latente de lo prohibido, la adrenalina aún bombeando por mis venas.
Apenas había logrado relajarme un instante cuando el familiar zumbido de mi teléfono vibró en la mesa. Estiré la mano, sintiendo una mezcla de aprensión y curiosidad. La pantalla se iluminó con un mensaje.
—Hola, Papi, soy Michelle —decía el texto, seguido de un emoji sonriente.
—Hola, Michelle. ¿Por qué tienes mi número? Y… ¿dónde está Astrid? —respondí, tecleando con una mezcla de sorpresa y esa punzada que solo su cercanía parecía provocarme.
—Jaja, ¿por qué crees que tengo tu número, Papi? Se lo pedí a As, obvio. Pero se fue al baño con Camila. Y la verdad, estamos sin hacer nada. Los profesores están preparando todo para la excursión. ¡Esto es un rollo y estamos aburridas!
—Ya veo —tecleé—. ¿Y en qué puedo ayudarte para quitarte lo aburrida?
—Pues mira, Papi —escribió Michelle. El siguiente mensaje tardó un par de segundos más, como si estuviera sopesando bien sus palabras—. Queremos que nos cuentes más de ti y de As. Ya nos dijo un poquito de esa noche en que estuvieron juntos por primera vez… Y a mí me dio mucha curiosidad. Pero también quiero saber algo: ¿Te gustó el beso que te di hace rato?
Tecleé con cuidado, intentando formular la pregunta correcta. Borré varias veces.
—Michelle —escribí finalmente—, claro que me gustó tu beso. Fue… inesperado y muy dulce. Pero ¿por qué lo hiciste? Fue muy atrevido, ¿no crees?
—Sabía que te gustaría, Papi —respondió ella con un emoji sonriente y travieso—. Y ya sabes, fue solo para agradecerte por la lencería. ¡Me la probé ayer mismo y se me ve muy hermosa! Te mando una foto más tarde para que veas cómo se me puesta. Pero volviendo al tema, ¿cuándo nos vas a contar todo? ¿Vamos a hacer una pijamada en tu casa, quizás? Para que nos cuentes todos los detalles de ti y de As. Y, claro, para que hablemos de los beneficios por guardar el secreto.
Un escalofrío de una nueva y peligrosa emoción me recorrió. Esto ya no era solo sobre Astrid.
—¿Beneficios? —tecleé, tratando de sonar a la vez incrédulo y curioso, mientras mi corazón se aceleraba—. ¿De qué clase de beneficios estamos hablando, Michelle?
Antes de que pudiera llegar una respuesta de Michelle, la pantalla del teléfono cambió. Un nuevo mensaje, esta vez un mensaje de voz con la foto de perfil de Astrid, interrumpió la conversación.
La voz de Astrid, con un tono de pregunta y un ligero matiz de sospecha, llenó la habitación:
—Papi, ¿qué estás haciendo? Los maestros no nos dan clases. Camila y yo salimos al baño. ¿Michelle ya te mandó algún mensaje? Sé que ella es atrevida y toda la mañana me ha estado preguntando por lo nuestro.
El audio finalizó, dejando un silencio denso. El teléfono vibró de nuevo, ahora con un mensaje de voz de Michelle, su voz sonó juguetona y sugerente:
—Los beneficios serían… —La voz hizo una pausa dramática—. Para guardar el secreto, Papi, vamos a necesitar… una recompensa personal.
—El secreto es muy valioso, Papi. Vamos a necesitar que nos pagues por nuestro silencio. ¿Entiendes? Queremos que nos cuentes todo… y que nos des el mismo tipo de atenciones que le das a As, además ya hablamos las tres y nos hemos puesto de acuerdo sobre los beneficios.
Le regresé un mensaje de voz a mi Astrid:
—Hola, As —dije, manteniendo mi voz lo más casual posible—. Estoy descansando un rato y viendo televisión, y le estaba contestando a Michelle. Me mandó un mensaje diciendo que están aburridas porque los profesores están ocupados con las preparaciones de la excursión y no les dan clases. Oye, ¿por qué le diste mi número de teléfono a Michelle?
La respuesta de Astrid llegó de inmediato, con un tono que mezclaba fastidio e incomodidad:
—Porque no me han dejado en paz en todo el día, Papi —se quejó—. Desde que entramos a la escuela, no paran de preguntarme cosas sobre ‘la noche en que estuvimos juntos’, que si me besas mucho, que cómo fue la forma de agradecimiento que te di por la lencería que nos compraste ayer. Le di tu número a Michelle para que te molestara a ti y te preguntara todo lo que quisieran saber. Así me deja de molestar a mí, ¿no crees? ¡Es un fastidio! Camí y yo salimos al baño, la escuela es una locura, nadie tiene clases.
Dejé el teléfono un instante, asimilando la respuesta de Astrid y Michelle, cuando el zumbido vibró de nuevo.
El sonido me interrumpió de mis pensamientos. Un nuevo mensaje de voz iluminó la pantalla. Era de Astrid.
Su voz sonaba agitada:
—Papi, ya estamos las tres en el aula. Acaban de anunciar que se suspenden las clases porque están preparando todo para la excursión de mañana. Nos podemos retirar a nuestras casas, ¡es un caos aquí! Te marco en un segundo.
El teléfono sonó casi al instante. Era Astrid.
—Papi, ¿vienes por nosotras? Mamá no contesta. —Su voz era una mezcla de excitación y urgencia—. Los profesores están como locos aquí. ¡Esto es una locura!, ya sabes, la excursión de mañana, y si no nos vamos ahora, nos vamos a quedar aquí atrapadas.
Justo antes de colgar, escuché las voces juveniles al otro lado de la línea.
—¡No tardes, Papi! —exclamó Michelle, su voz llena de la picardía habitual.
—¡Te estaremos esperando afuera, no tardes! —añadió Camila con un tono que mezclaba expectación y dulzura.
Y la voz de Astrid, con un matiz de posesividad apenas disimulado, remató:
—¡Aquí te vemos, mi amor!
—Ya estoy en camino —respondí, mientras tomaba las llaves del coche.
Arranqué el motor. Mientras me dirigía a casa, miré el camino, consciente de que no solo llevaba a tres colegialas, sino a tres hermosas mujercitas que ahora eran mis «novias».
—Papi —la voz de Michelle rompió el silencio, cargada de una expectación impaciente desde el asiento trasero—. Ya que soy tu novia y entre novios no hay secretos… ¿Qué tal si nos cuentas de una vez lo que pasó la primera vez con As? Queremos detalles, ¿verdad Camí?
Camila, a su lado, asintió vigorosamente.
—Sí, Papi, ¡cuéntanos! —Su voz, aunque suave, tenía una determinación clara—. As nos contó muy poco en la escuela. Dijo que era un secreto de ustedes, pero ahora somos todas tus novias. Así que… ¡queremos saberlo con lujo de detalles!
Astrid, a mi lado, soltó una risita. Su mano se deslizó bajo mi muslo, apretando con una familiaridad que ya se sentía natural.
—Toda la mañana no han dejado de preguntar, mi amor —dijo, y continuó—: Ya cuéntales lo que pasó esa noche, Papi.
—Bueno —comencé, mi voz buscando un tono que estuviera a la altura de la expectativa—. Recuerdan cuando les platiqué cómo conocí a Astrid. Fue esa noche que salí a cenar con su mamá y con ella por primera vez.
—Claro que lo recordamos —respondió Michelle, con una sonrisa aún más amplia, sus ojos clavados en mí por el espejo retrovisor—. Esa cena con la mamá de Astrid y As, ¿verdad? Ahí fue donde todo empezó, o al menos eso nos contaste a medias. Ahora sí, suelta la sopa…
Camila se inclinó hacia adelante, su respiración agitada por la expectativa.
—Sí, Papi, por favor. Ya no aguanto la curiosidad. ¡Cuéntanos si hubo sexo!
—Hubo. Sí, Camila, hubo —confesé, mi voz apenas un ronquido. Tuve que tomar una respiración profunda antes de continuar—. Pero no empezó en la cena. Empezó después, cuando regresamos a casa. Cuando estábamos viendo películas en la sala. Astrid se fue a cambiar de ropa…
Hice una pausa dramática, saboreando la expectación del trío. En el espejo retrovisor, vi cómo Michelle y Camila contenían el aliento.
—Salió de su cuarto con una blusa de tirantes sin sostén, la tela tan fina que sus pequeños senos se transparentaban. Y debajo, unos shorts tan cortos que no cubrían el borde de sus glúteos. La tela del short se le metía justo en el pliegue de su vulva, marcando la forma de su intimidad. Pude ver claramente la ausencia de ropa interior. Fue que la vi… así. Tan hermosa.
—¡Ay, As! ¡Qué atrevida! —exclamó Michelle, y en el espejo vi cómo se mordía el labio inferior, con una mirada intensa—. No puedo creer que hayas hecho eso.
—¿Es en serio? —la interrumpió Camila, su tono más grave—. Sigue, Papi. ¿Qué hiciste cuando la viste así? ¿Le dijiste algo? ¿Cómo pudiste aguantar?
Astrid, sintiendo el efecto de mi historia en sus amigas, rió suavemente a mi lado y deslizó su mano un poco más, acariciando con la punta de sus dedos el borde de mi bragueta.
—Después de tener relaciones con su mamá —continué, bajando la voz aún más, casi un susurro cómplice—, mientras ella dormía plácidamente, el agotamiento me llevó a la cocina. Necesitaba una cerveza y un cigarro para recomponerme. Al pasar por la sala, extrañé la presencia de Astrid. Supuse que se había retirado a su habitación. Tomé una cerveza del refrigerador y con mi cigarro me dirigí hacia una pequeña terraza a fumar.
—Pero al volver me encontré con una escena inesperada. As estaba en la sala preguntando por su madre:
—¿Y mi mamá dónde está? —preguntó.
—Le respondí que dormía. Ella se sentó en el sofá y dijo:
—Tengo sed. ¿Me invitas una cerveza?
—Dudé un momento y contesté:
—¿Qué dirá si tu madre se entera?
—Ella sonrió pícaramente y me aseguró:
—Será nuestro pequeño secreto.
Me detuve un instante, mirando a las tres, y les dije bromeando:
—Y bueno, chicas, ya saben… pasó lo que tenía que pasar.
Astrid soltó una carcajada vibrante a mi lado.
—¡Ay, Papi, te pasas, mira cómo las tienes!
Michelle se inclinó hacia adelante desde el asiento trasero, su voz aguda por la frustración:
—¡No, no lo sabemos! ¡Cuéntanos más, sííí…!
Camila agregó, suplicante:
—Por favor, Papi, ¡no nos dejes así!
—Bésame —me dijo Astrid.
—Sin dudarlo, la besé. Al principio fue tímido, pero pronto se intensificó. La senté en mis piernas, y me susurró que tenía algo más que contarme…
Hice una pausa más larga, dejándolas en el filo del asiento. Michelle estaba casi gritando.
—¡Ya, Papi, dilo!
—Espera, Mich —intervino Camila con el aliento contenido, fascinada—. Sé que viene lo mejor.
—Al escuchar ruidos en la habitación de su mamá —continué, dejando caer la bomba—, Astrid sintió curiosidad. Entreabrió sigilosamente la puerta y observó, sin perder detalle, lo que pasaba entre su madre y yo.
—¿Y qué fue exactamente lo que viste, Astrid? —preguntó Camila, su voz implorante e intrigante—. ¿Qué le estaba haciendo a tu mamá?
Astrid soltó una risita nerviosa y apretó mi muslo con más fuerza.
—Lo que vi… Cómo le lamía la… —Se detuvo, su respiración agitada. Se inclinó un poco hacia adelante y lo susurró con una audacia que helaba la sangre: —Vi a mi mami cómo le hacía una mamada… Un oral a Papi y Papi haciendo sexo oral, vaginal y anal a mi Mami. La estaba lamiendo de adelante hacia atrás, sin parar. Cómo le metía la lengua en su vulva y sus dedos por el ano.
Camila y Michelle se quedaron en silencio por un instante, el aliento suspendido en el aire. La imagen mental que Astrid les había regalado era más poderosa que cualquier descripción.
—¡Oh, por Dios, Astrid! —exclamó Michelle, rompiendo el silencio con un jadeo histérico—. ¿En serio viste todo eso? ¿Y luego qué? ¿Qué pasó después de que viste lo que Papi le hacía?
—No te detengas, Papi —exigió Camila, su voz ahora profunda y cargada de una nueva seriedad—. Queremos saber qué hiciste tú con As. ¿Cómo le enseñaste a hacer lo mismo? Dinos, ¿le hiciste a ella lo mismo que a su mamá?
—Le enseñé todo lo que su madre había hecho, y todo lo que yo le hice a su madre, pero con ella… con más ternura, con más lentitud —comencé—: Nos besamos con nuestras bocas sabor a cerveza, besé su cuello, deslicé su blusa y también besé sus pequeños senos, pellizcando sus pezones erizados. Metí su pezón derecho en mi boca y lo succioné suavemente. Después de explorar ambos senos, mi palma recorrió su abdomen plano, acariciando suavemente su vientre. Con movimientos suaves, le bajé el shorts hasta las rodillas, revelando la delicadeza de su vagina virgen, aún lampiña. Con la yema de los dedos, acaricié su clítoris formando círculos, sintiendo su cuerpo estremecerse bajo mi caricia…
Astrid, cuya mano ya estaba sobre mi bragueta comenzó a acariciar mi miembro con intensidad, me miró con ojos hambrientos.
—Continúa, Papi… Ahora, diles cómo exploraste mi trasero. Diles lo obediente que fui.
Retomé la narración, mi voz ahora más baja, casi un murmullo cómplice:
—Continué explorando con mis manos. La giré suavemente, y ella, ya sumida en el deseo, facilitó el acceso. Sumergí mi rostro en la cálida hendidura de sus glúteos, y con mi lengua tracé círculos lentos alrededor de su ano. Con infinita ternura, introduje un dedo lubricado, sintiendo cómo se tensaba ligeramente. A medida que avanzaba, sus respiraciones se volvían más profundas y rítmicas. Mientras mi dedo se deslizaba hábilmente por su recto, con la mano libre estimulé su clítoris hasta que alcanzó el orgasmo.
Michelle, visiblemente impactada por el relato del orgasmo de Astrid, se dirigió a ella con una pregunta directa, su voz era apenas un hilo:
—¿Tú también has hecho sexo anal?
—¡No, tonta! ¡Papi solo me ha metido sus dedos y su lengua! —no perdió la oportunidad de confirmar—. Todavía no hemos llegado a eso, pero me gustaría intentarlo pronto —dijo, con gran deseo.
Inmediatamente, Astrid retomó el control de la escena.
—¡Ya dejen de interrumpir! —exclamó, con una falsa severidad—. Pongan atención y escuchen. Papi, sigue. ¡Cuéntales la parte de la mamada que te hice… Cuando te hice sexo oral!
Volteando un momento a ver a las niñas en el asiento trasero, la excitación del relato era palpable. El rostro de Michelle ardía, y el de Camila había adquirido un color escarlata. Ambas se inclinaron hacia adelante, la respiración entrecortada, haciendo que las faldas de sus uniformes se subieran peligrosamente. Pude ver el borde de sus medias y, en el nerviosismo de Camila, el destello de su ropa interior blanca al cruzar las piernas. Los ojos de Michelle estaban fijos en mí, cargados de una impaciencia recién nacida.
Astrid, sintiendo el efecto de nuestra historia, giró para ver a sus amigas y luego a mí. Sus ojos, encendidos por el deseo, se encontraron con los míos. Ella también cruzó las piernas con un movimiento lento y deliberado, subiendo su propia falda y revelando la piel tensa sobre el borde elástico de sus medias. Sabía exactamente lo que había provocado en el coche.
—Y eso no es todo, amorcitos —dije, sin dejar de mirarlas por el retrovisor—. Aún falta la parte que Astrid me hizo el oral.
Michelle y Camila estaban completamente hipnotizadas. Ya no intentaban disimular o bajar sus faldas; la visión de su ropa interior era una ofrenda tácita a la narración.
La tentación de ver las piernas de Astrid me ganó. Deslicé mi mano de la palanca de cambios a su muslo, sin romper la mirada con las chicas del asiento trasero. Mi palma se posó justo debajo del dobladillo de su falda. Con un movimiento suave, pero firme, subí la tela unos cuantos centímetros más, acariciando la piel suave y expuesta, justo donde comenzaba el elástico de su media. Los ojos de Astrid se cerraron por un instante, saboreando la caricia.
—¡Papi! —siseó Michelle desde atrás, una mezcla de regaño y súplica en su voz.
—No pares —susurró Camila.
—Cuéntales, Papi —exhaló Astrid, mientras su muslo se tensaba para atrapar mi mano. Su apretón me impidió avanzar la palma hasta su intimidad, pero la punta de mis dedos, atrevida, alcanzó a deslizar a un lado sus bragas ya húmedas, iniciando una caricia provocadora.
Cedí a la petición de Camila y Astrid, manteniendo mi voz en un murmullo profundo.
—Ella se puso de rodillas frente a mí. Me había confesado que quería chupar mi verga como lo hizo su mamá, y lo intentó con tanta… torpeza al inicio. Tuve que guiarla, tomar su mano y enseñarle el ritmo, la presión. Ella accedió con una entrega total.
Frené suavemente al doblar la esquina, ya casi en la calle de la casa.
—Y a medida que ella aprendía, se volvió audaz. Primero con las manos, luego con la lengua. Le ordené que usara su boca, que fuera más rápido, y ella lo hacía. Yo tenía el control total. La sujeté de la cabeza, empujando mi miembro más adentro, sintiendo su garganta caliente. Me dijo que quería más, que no parara. Y yo… no paré. Solté todo lo que tenía, y ella lo engulló, sin dudar, tragó todo mi esperma caliente en su linda boquita.
Sentí el cuerpo de Astrid tensarse a mi lado. Con la mano que ya había deslizado bajo su falda, y aprovechando una distracción, deslicé mis dedos más adentro. Aparté sus bragas húmedas y encontré su clítoris, comenzando a masajearlo con una lentitud deliberada.
Astrid soltó un gemido ahogado —una mezcla de sorpresa y placer—, pero no se movió. Intentó disimular, tomando mi brazo con ambas manos y clavando sus uñas ligeramente en mi bíceps.
En el asiento trasero, Michelle y Camila se habían echado hacia atrás, con las faldas aún más arriba sobre sus muslos. Ahora, sus prendas íntimas se les notaban sin reparos: la fina tela lisa no ofrecía resistencia a la mirada, visible bajo el dobladillo de sus faldas. El elástico de sus medias, subido hasta medio muslo, enmarcaba la piel suave de sus piernas. Los labios de Michelle, de un vibrante rojo cereza, estaban entreabiertos, su mirada fija en el espejo retrovisor mientras mordía el labio inferior y llevaba una mano a su muslo expuesto, comenzando a acariciar su propia piel con lentitud. Camila, con el rostro sonrojado hasta las orejas, imitó el gesto, tocándose nerviosamente la parte interna del muslo, como si buscara un consuelo para la excitación. La excitación en el coche era un nudo palpable.
Mientras tanto, con la mano bajo la falda de As y en su clítoris, y sus uñas enterradas en mi bíceps, justo cuando estaba a punto de llegar al orgasmo, introduje mis dedos en su pequeña vulva húmeda.
—¡Papi! —gimió, su voz alta, casi un grito sofocado. La cabeza se le fue hacia atrás, golpeando suavemente el cabezal del asiento. Sus ojos, cerrados con fuerza, se llenaron de lágrimas de placer. Su agarre en mi brazo se hizo doloroso, sus uñas clavaron en mi piel.
—¡Para, Papi! —suplicó en un susurro entrecortado, su clítoris latiendo bajo mis dedos—. ¡Ellas nos están…! ¡No puedo… Más!
—¡¿Qué pasa?! —preguntó Michelle, su voz cortando el aire desde el asiento trasero.
Al escuchar la pregunta, mi adrenalina se disparó. Rápidamente, saqué mi mano, pero fue demasiado tarde. El movimiento de mi brazo hizo que la falda del uniforme de Astrid se subiera por completo, quedando totalmente expuesta su ropa interior blanca y ya empapada, la tela pegada a su piel.
Astrid se llevó una mano a la boca, la mirada perdida entre el placer interrumpido y el pánico.
En el espejo retrovisor, vi cómo Michelle y Camila se inclinaban en shock, sus ojos fijos en la intimidad repentinamente expuesta de Astrid.
—¡No inventes, Papi! —exclamó Michelle, su voz ahora una risa aguda, mezcla de sorpresa y triunfo—. ¡La hiciste mojar con sólo la historia!
Pero fue Camila la que reaccionó con una intensidad aún mayor. Sus ojos, completamente abiertos, y fijos no en la ropa interior de Astrid, sino en mi mano. Estudiaba la mano que había estado bajo la falda, observó el rastro de la humedad en mis dedos. Sin pensarlo, se inclinó por completo, apoyando las manos en mi asiento, y con un susurro grave, me dijo:
—No. No fue solo la historia.
Astrid, recuperando la compostura con una audacia increíble, rompió el momento.
—¡Qué calor hace aquí dentro! —exclamó, llevándose una mano al cuello—. Estoy ardiendo. ¿Y por lo visto también están acaloradas, chicas?
Sus ojos brillantes hicieron un rápido recorrido por Michelle y Camila, haciendo énfasis sutilmente en sus faldas subidas y en el rubor que cubLlegué a casa. La familiaridad de sus paredes no lograba disipar la vibración de lo que acababa de ocurrir. Subí, me quité los zapatos y me dejé caer en el sofá, cerrando los ojos. Mi mente era un torbellino de imágenes: la mirada de Astrid, su risa triunfante, las bragas expuestas, el beso de Michelle, la exigencia de Camila. Cada recuerdo avivaba el fuego latente de lo prohibido, la adrenalina aún bombeando por mis venas.
Apenas había logrado relajarme un instante cuando el familiar zumbido de mi teléfono vibró en la mesa. Estiré la mano, sintiendo una mezcla de aprensión y curiosidad. La pantalla se iluminó con un mensaje.
—Hola, Papi, soy Michelle —decía el texto, seguido de un emoji sonriente.
—Hola, Michelle. ¿Por qué tienes mi número? Y… ¿dónde está Astrid? —respondí, tecleando con una mezcla de sorpresa y esa punzada que solo su cercanía parecía provocarme.
—Jaja, ¿por qué crees que tengo tu número, Papi? Se lo pedí a As, obvio. Pero se fue al baño con Camila. Y la verdad, estamos sin hacer nada. Los profesores están preparando todo para la excursión. ¡Esto es un rollo y estamos aburridas!
—Ya veo —tecleé—. ¿Y en qué puedo ayudarte para quitarte lo aburrida?
—Pues mira, Papi —escribió Michelle. El siguiente mensaje tardó un par de segundos más, como si estuviera sopesando bien sus palabras—. Queremos que nos cuentes más de ti y de As. Ya nos dijo un poquito de esa noche en que estuvieron juntos por primera vez… Y a mí me dio mucha curiosidad. Pero también quiero saber algo: ¿Te gustó el beso que te di hace rato?
Tecleé con cuidado, intentando formular la pregunta correcta. Borré varias veces.
—Michelle —escribí finalmente—, claro que me gustó tu beso. Fue… inesperado y muy dulce. Pero ¿por qué lo hiciste? Fue muy atrevido, ¿no crees?
—Sabía que te gustaría, Papi —respondió ella con un emoji sonriente y travieso—. Y ya sabes, fue solo para agradecerte por la lencería. ¡Me la probé ayer mismo y se me ve muy hermosa! Te mando una foto más tarde para que veas cómo se me puesta. Pero volviendo al tema, ¿cuándo nos vas a contar todo? ¿Vamos a hacer una pijamada en tu casa, quizás? Para que nos cuentes todos los detalles de ti y de As. Y, claro, para que hablemos de los beneficios por guardar el secreto.
Un escalofrío de una nueva y peligrosa emoción me recorrió. Esto ya no era solo sobre Astrid.
—¿Beneficios? —tecleé, tratando de sonar a la vez incrédulo y curioso, mientras mi corazón se aceleraba—. ¿De qué clase de beneficios estamos hablando, Michelle?
Antes de que pudiera llegar una respuesta de Michelle, la pantalla del teléfono cambió. Un nuevo mensaje, esta vez un mensaje de voz con la foto de perfil de Astrid, interrumpió la conversación.
La voz de Astrid, con un tono de pregunta y un ligero matiz de sospecha, llenó la habitación:
—Papi, ¿qué estás haciendo? Los maestros no nos dan clases. Camila y yo salimos al baño. ¿Michelle ya te mandó algún mensaje? Sé que ella es atrevida y toda la mañana me ha estado preguntando por lo nuestro.
El audio finalizó, dejando un silencio denso. El teléfono vibró de nuevo, ahora con un mensaje de voz de Michelle, su voz sonó juguetona y sugerente:
—Los beneficios serían… —La voz hizo una pausa dramática—. Para guardar el secreto, Papi, vamos a necesitar… una recompensa personal.
—El secreto es muy valioso, Papi. Vamos a necesitar que nos pagues por nuestro silencio. ¿Entiendes? Queremos que nos cuentes todo… y que nos des el mismo tipo de atenciones que le das a As, además ya hablamos las tres y nos hemos puesto de acuerdo sobre los beneficios.
Le regresé un mensaje de voz a mi Astrid:
—Hola, As —dije, manteniendo mi voz lo más casual posible—. Estoy descansando un rato y viendo televisión, y le estaba contestando a Michelle. Me mandó un mensaje diciendo que están aburridas porque los profesores están ocupados con las preparaciones de la excursión y no les dan clases. Oye, ¿por qué le diste mi número de teléfono a Michelle?
La respuesta de Astrid llegó de inmediato, con un tono que mezclaba fastidio e incomodidad:
—Porque no me han dejado en paz en todo el día, Papi —se quejó—. Desde que entramos a la escuela, no paran de preguntarme cosas sobre ‘la noche en que estuvimos juntos’, que si me besas mucho, que cómo fue la forma de agradecimiento que te di por la lencería que nos compraste ayer. Le di tu número a Michelle para que te molestara a ti y te preguntara todo lo que quisieran saber. Así me deja de molestar a mí, ¿no crees? ¡Es un fastidio! Camí y yo salimos al baño, la escuela es una locura, nadie tiene clases.
Dejé el teléfono un instante, asimilando la respuesta de Astrid y Michelle, cuando el zumbido vibró de nuevo.
El sonido me interrumpió de mis pensamientos. Un nuevo mensaje de voz iluminó la pantalla. Era de Astrid.
Su voz sonaba agitada:
—Papi, ya estamos las tres en el aula. Acaban de anunciar que se suspenden las clases porque están preparando todo para la excursión de mañana. Nos podemos retirar a nuestras casas, ¡es un caos aquí! Te marco en un segundo.
El teléfono sonó casi al instante. Era Astrid.
—Papi, ¿vienes por nosotras? Mamá no contesta. —Su voz era una mezcla de excitación y urgencia—. Los profesores están como locos aquí. ¡Esto es una locura!, ya sabes, la excursión de mañana, y si no nos vamos ahora, nos vamos a quedar aquí atrapadas.
Justo antes de colgar, escuché las voces juveniles al otro lado de la línea.
—¡No tardes, Papi! —exclamó Michelle, su voz llena de la picardía habitual.
—¡Te estaremos esperando afuera, no tardes! —añadió Camila con un tono que mezclaba expectación y dulzura.
Y la voz de Astrid, con un matiz de posesividad apenas disimulado, remató:
—¡Aquí te vemos, mi amor!
—Ya estoy en camino —respondí, mientras tomaba las llaves del coche.
Arranqué el motor. Mientras me dirigía a casa, miré el camino, consciente de que no solo llevaba a tres colegialas, sino a tres hermosas mujercitas que ahora eran mis «novias».
—Papi —la voz de Michelle rompió el silencio, cargada de una expectación impaciente desde el asiento trasero—. Ya que soy tu novia y entre novios no hay secretos… ¿Qué tal si nos cuentas de una vez lo que pasó la primera vez con As? Queremos detalles, ¿verdad Camí?
Camila, a su lado, asintió vigorosamente.
—Sí, Papi, ¡cuéntanos! —Su voz, aunque suave, tenía una determinación clara—. As nos contó muy poco en la escuela. Dijo que era un secreto de ustedes, pero ahora somos todas tus novias. Así que… ¡queremos saberlo con lujo de detalles!
Astrid, a mi lado, soltó una risita. Su mano se deslizó bajo mi muslo, apretando con una familiaridad que ya se sentía natural.
—Toda la mañana no han dejado de preguntar, mi amor —dijo, y continuó—: Ya cuéntales lo que pasó esa noche, Papi.
—Bueno —comencé, mi voz buscando un tono que estuviera a la altura de la expectativa—. Recuerdan cuando les platiqué cómo conocí a Astrid. Fue esa noche que salí a cenar con su mamá y con ella por primera vez.
—Claro que lo recordamos —respondió Michelle, con una sonrisa aún más amplia, sus ojos clavados en mí por el espejo retrovisor—. Esa cena con la mamá de Astrid y As, ¿verdad? Ahí fue donde todo empezó, o al menos eso nos contaste a medias. Ahora sí, suelta la sopa…
Camila se inclinó hacia adelante, su respiración agitada por la expectativa.
—Sí, Papi, por favor. Ya no aguanto la curiosidad. ¡Cuéntanos si hubo sexo!
—Hubo. Sí, Camila, hubo —confesé, mi voz apenas un ronquido. Tuve que tomar una respiración profunda antes de continuar—. Pero no empezó en la cena. Empezó después, cuando regresamos a casa. Cuando estábamos viendo películas en la sala. Astrid se fue a cambiar de ropa…
Hice una pausa dramática, saboreando la expectación del trío. En el espejo retrovisor, vi cómo Michelle y Camila contenían el aliento.
—Salió de su cuarto con una blusa de tirantes sin sostén, la tela tan fina que sus pequeños senos se transparentaban. Y debajo, unos shorts tan cortos que no cubrían el borde de sus glúteos. La tela del short se le metía justo en el pliegue de su vulva, marcando la forma de su intimidad. Pude ver claramente la ausencia de ropa interior. Fue que la vi… así. Tan hermosa.
—¡Ay, As! ¡Qué atrevida! —exclamó Michelle, y en el espejo vi cómo se mordía el labio inferior, con una mirada intensa—. No puedo creer que hayas hecho eso.
—¿Es en serio? —la interrumpió Camila, su tono más grave—. Sigue, Papi. ¿Qué hiciste cuando la viste así? ¿Le dijiste algo? ¿Cómo pudiste aguantar?
Astrid, sintiendo el efecto de mi historia en sus amigas, rió suavemente a mi lado y deslizó su mano un poco más, acariciando con la punta de sus dedos el borde de mi bragueta.
—Después de tener relaciones con su mamá —continué, bajando la voz aún más, casi un susurro cómplice—, mientras ella dormía plácidamente, el agotamiento me llevó a la cocina. Necesitaba una cerveza y un cigarro para recomponerme. Al pasar por la sala, extrañé la presencia de Astrid. Supuse que se había retirado a su habitación. Tomé una cerveza del refrigerador y con mi cigarro me dirigí hacia una pequeña terraza a fumar.
—Pero al volver me encontré con una escena inesperada. As estaba en la sala preguntando por su madre:
—¿Y mi mamá dónde está? —preguntó.
—Le respondí que dormía. Ella se sentó en el sofá y dijo:
—Tengo sed. ¿Me invitas una cerveza?
—Dudé un momento y contesté:
—¿Qué dirá si tu madre se entera?
—Ella sonrió pícaramente y me aseguró:
—Será nuestro pequeño secreto.
Me detuve un instante, mirando a las tres, y les dije bromeando:
—Y bueno, chicas, ya saben… pasó lo que tenía que pasar.
Astrid soltó una carcajada vibrante a mi lado.
—¡Ay, Papi, te pasas, mira cómo las tienes!
Michelle se inclinó hacia adelante desde el asiento trasero, su voz aguda por la frustración:
—¡No, no lo sabemos! ¡Cuéntanos más, sííí…!
Camila agregó, suplicante:
—Por favor, Papi, ¡no nos dejes así!
—Bésame —me dijo Astrid.
—Sin dudarlo, la besé. Al principio fue tímido, pero pronto se intensificó. La senté en mis piernas, y me susurró que tenía algo más que contarme…
Hice una pausa más larga, dejándolas en el filo del asiento. Michelle estaba casi gritando.
—¡Ya, Papi, dilo!
—Espera, Mich —intervino Camila con el aliento contenido, fascinada—. Sé que viene lo mejor.
—Al escuchar ruidos en la habitación de su mamá —continué, dejando caer la bomba—, Astrid sintió curiosidad. Entreabrió sigilosamente la puerta y observó, sin perder detalle, lo que pasaba entre su madre y yo.
—¿Y qué fue exactamente lo que viste, Astrid? —preguntó Camila, su voz implorante e intrigante—. ¿Qué le estaba haciendo a tu mamá?
Astrid soltó una risita nerviosa y apretó mi muslo con más fuerza.
—Lo que vi… Cómo le lamía la… —Se detuvo, su respiración agitada. Se inclinó un poco hacia adelante y lo susurró con una audacia que helaba la sangre: —Vi a mi mami cómo le hacía una mamada… Un oral a Papi y Papi haciendo sexo oral, vaginal y anal a mi Mami. La estaba lamiendo de adelante hacia atrás, sin parar. Cómo le metía la lengua en su vulva y sus dedos por el ano.
Camila y Michelle se quedaron en silencio por un instante, el aliento suspendido en el aire. La imagen mental que Astrid les había regalado era más poderosa que cualquier descripción.
—¡Oh, por Dios, Astrid! —exclamó Michelle, rompiendo el silencio con un jadeo histérico—. ¿En serio viste todo eso? ¿Y luego qué? ¿Qué pasó después de que viste lo que Papi le hacía?
—No te detengas, Papi —exigió Camila, su voz ahora profunda y cargada de una nueva seriedad—. Queremos saber qué hiciste tú con As. ¿Cómo le enseñaste a hacer lo mismo? Dinos, ¿le hiciste a ella lo mismo que a su mamá?
—Le enseñé todo lo que su madre había hecho, y todo lo que yo le hice a su madre, pero con ella… con más ternura, con más lentitud —comencé—: Nos besamos con nuestras bocas sabor a cerveza, besé su cuello, deslicé su blusa y también besé sus pequeños senos, pellizcando sus pezones erizados. Metí su pezón derecho en mi boca y lo succioné suavemente. Después de explorar ambos senos, mi palma recorrió su abdomen plano, acariciando suavemente su vientre. Con movimientos suaves, le bajé el shorts hasta las rodillas, revelando la delicadeza de su vagina virgen, aún lampiña. Con la yema de los dedos, acaricié su clítoris formando círculos, sintiendo su cuerpo estremecerse bajo mi caricia…
Astrid, cuya mano ya estaba sobre mi bragueta comenzó a acariciar mi miembro con intensidad, me miró con ojos hambrientos.
—Continúa, Papi… Ahora, diles cómo exploraste mi trasero. Diles lo obediente que fui.
Retomé la narración, mi voz ahora más baja, casi un murmullo cómplice:
—Continué explorando con mis manos. La giré suavemente, y ella, ya sumida en el deseo, facilitó el acceso. Sumergí mi rostro en la cálida hendidura de sus glúteos, y con mi lengua tracé círculos lentos alrededor de su ano. Con infinita ternura, introduje un dedo lubricado, sintiendo cómo se tensaba ligeramente. A medida que avanzaba, sus respiraciones se volvían más profundas y rítmicas. Mientras mi dedo se deslizaba hábilmente por su recto, con la mano libre estimulé su clítoris hasta que alcanzó el orgasmo.
Michelle, visiblemente impactada por el relato del orgasmo de Astrid, se dirigió a ella con una pregunta directa, su voz era apenas un hilo:
—¿Tú también has hecho sexo anal?
—¡No, tonta! ¡Papi solo me ha metido sus dedos y su lengua! —no perdió la oportunidad de confirmar—. Todavía no hemos llegado a eso, pero me gustaría intentarlo pronto —dijo, con gran deseo.
Inmediatamente, Astrid retomó el control de la escena.
—¡Ya dejen de interrumpir! —exclamó, con una falsa severidad—. Pongan atención y escuchen. Papi, sigue. ¡Cuéntales la parte de la mamada que te hice… Cuando te hice sexo oral!
Volteando un momento a ver a las niñas en el asiento trasero, la excitación del relato era palpable. El rostro de Michelle ardía, y el de Camila había adquirido un color escarlata. Ambas se inclinaron hacia adelante, la respiración entrecortada, haciendo que las faldas de sus uniformes se subieran peligrosamente. Pude ver el borde de sus medias y, en el nerviosismo de Camila, el destello de su ropa interior blanca al cruzar las piernas. Los ojos de Michelle estaban fijos en mí, cargados de una impaciencia recién nacida.
Astrid, sintiendo el efecto de nuestra historia, giró para ver a sus amigas y luego a mí. Sus ojos, encendidos por el deseo, se encontraron con los míos. Ella también cruzó las piernas con un movimiento lento y deliberado, subiendo su propia falda y revelando la piel tensa sobre el borde elástico de sus medias. Sabía exactamente lo que había provocado en el coche.
—Y eso no es todo, amorcitos —dije, sin dejar de mirarlas por el retrovisor—. Aún falta la parte que Astrid me hizo el oral.
Michelle y Camila estaban completamente hipnotizadas. Ya no intentaban disimular o bajar sus faldas; la visión de su ropa interior era una ofrenda tácita a la narración.
La tentación de ver las piernas de Astrid me ganó. Deslicé mi mano de la palanca de cambios a su muslo, sin romper la mirada con las chicas del asiento trasero. Mi palma se posó justo debajo del dobladillo de su falda. Con un movimiento suave, pero firme, subí la tela unos cuantos centímetros más, acariciando la piel suave y expuesta, justo donde comenzaba el elástico de su media. Los ojos de Astrid se cerraron por un instante, saboreando la caricia.
—¡Papi! —siseó Michelle desde atrás, una mezcla de regaño y súplica en su voz.
—No pares —susurró Camila.
—Cuéntales, Papi —exhaló Astrid, mientras su muslo se tensaba para atrapar mi mano. Su apretón me impidió avanzar la palma hasta su intimidad, pero la punta de mis dedos, atrevida, alcanzó a deslizar a un lado sus bragas ya húmedas, iniciando una caricia provocadora.
Cedí a la petición de Camila y Astrid, manteniendo mi voz en un murmullo profundo.
—Ella se puso de rodillas frente a mí. Me había confesado que quería chupar mi verga como lo hizo su mamá, y lo intentó con tanta… torpeza al inicio. Tuve que guiarla, tomar su mano y enseñarle el ritmo, la presión. Ella accedió con una entrega total.
Frené suavemente al doblar la esquina, ya casi en la calle de la casa.
—Y a medida que ella aprendía, se volvió audaz. Primero con las manos, luego con la lengua. Le ordené que usara su boca, que fuera más rápido, y ella lo hacía. Yo tenía el control total. La sujeté de la cabeza, empujando mi miembro más adentro, sintiendo su garganta caliente. Me dijo que quería más, que no parara. Y yo… no paré. Solté todo lo que tenía, y ella lo engulló, sin dudar, tragó todo mi esperma caliente en su linda boquita.
Sentí el cuerpo de Astrid tensarse a mi lado. Con la mano que ya había deslizado bajo su falda, y aprovechando una distracción, deslicé mis dedos más adentro. Aparté sus bragas húmedas y encontré su clítoris, comenzando a masajearlo con una lentitud deliberada.
Astrid soltó un gemido ahogado —una mezcla de sorpresa y placer—, pero no se movió. Intentó disimular, tomando mi brazo con ambas manos y clavando sus uñas ligeramente en mi bíceps.
En el asiento trasero, Michelle y Camila se habían echado hacia atrás, con las faldas aún más arriba sobre sus muslos. Ahora, sus prendas íntimas se les notaban sin reparos: la fina tela lisa no ofrecía resistencia a la mirada, visible bajo el dobladillo de sus faldas. El elástico de sus medias, subido hasta medio muslo, enmarcaba la piel suave de sus piernas. Los labios de Michelle, de un vibrante rojo cereza, estaban entreabiertos, su mirada fija en el espejo retrovisor mientras mordía el labio inferior y llevaba una mano a su muslo expuesto, comenzando a acariciar su propia piel con lentitud. Camila, con el rostro sonrojado hasta las orejas, imitó el gesto, tocándose nerviosamente la parte interna del muslo, como si buscara un consuelo para la excitación. La excitación en el coche era un nudo palpable.
Mientras tanto, con la mano bajo la falda de As y en su clítoris, y sus uñas enterradas en mi bíceps, justo cuando estaba a punto de llegar al orgasmo, introduje mis dedos en su pequeña vulva húmeda.
—¡Papi! —gimió, su voz alta, casi un grito sofocado. La cabeza se le fue hacia atrás, golpeando suavemente el cabezal del asiento. Sus ojos, cerrados con fuerza, se llenaron de lágrimas de placer. Su agarre en mi brazo se hizo doloroso, sus uñas clavaron en mi piel.
—¡Para, Papi! —suplicó en un susurro entrecortado, su clítoris latiendo bajo mis dedos—. ¡Ellas nos están…! ¡No puedo… Más!
—¡¿Qué pasa?! —preguntó Michelle, su voz cortando el aire desde el asiento trasero.
Al escuchar la pregunta, mi adrenalina se disparó. Rápidamente, saqué mi mano, pero fue demasiado tarde. El movimiento de mi brazo hizo que la falda del uniforme de Astrid se subiera por completo, quedando totalmente expuesta su ropa interior blanca y ya empapada, la tela pegada a su piel.
Astrid se llevó una mano a la boca, la mirada perdida entre el placer interrumpido y el pánico.
En el espejo retrovisor, vi cómo Michelle y Camila se inclinaban en shock, sus ojos fijos en la intimidad repentinamente expuesta de Astrid.
—¡No inventes, Papi! —exclamó Michelle, su voz ahora una risa aguda, mezcla de sorpresa y triunfo—. ¡La hiciste mojar con sólo la historia!
Pero fue Camila la que reaccionó con una intensidad aún mayor. Sus ojos, completamente abiertos, y fijos no en la ropa interior de Astrid, sino en mi mano. Estudiaba la mano que había estado bajo la falda, observó el rastro de la humedad en mis dedos. Sin pensarlo, se inclinó por completo, apoyando las manos en mi asiento, y con un susurro grave, me dijo:
—No. No fue solo la historia.
Astrid, recuperando la compostura con una audacia increíble, rompió el momento.
—¡Qué calor hace aquí dentro! —exclamó, llevándose una mano al cuello—. Estoy ardiendo. ¿Y por lo visto también están acaloradas, chicas?
Sus ojos brillantes hicieron un rápido recorrido por Michelle y Camila, haciendo énfasis sutilmente en sus faldas subidas y en el rubor que cubría sus rostros.
Michelle soltó una carcajada nerviosa y se ajustó la falda.
—Tienes razón, As. Este coche está que arde.
En ese instante, llegué a la casa y apagué el motor. Las tres abrieron sus puertas con una rapidez casi sincronizada, el aire cargado de excitación.
—¡Qué vergüenza! —dijo Astrid, riendo mientras intentaba bajar su falda y enderezar su ropa interior.
—¡No tienes por qué avergonzarte, As! —replicó Michelle, su voz rebosante de picardía mientras salía del coche—. Ahora sabemos que lo que Papi te hace es tan bueno que te mojas con solo pensarlo. ¡Y mira nuestras faldas! —señaló a Camila y luego a sí misma—. Parece que a nosotras también nos pasó lo mismo… ¡por solo escucharlo!
—Vamos a refrescarnos —dije, mi voz ligeramente áspera. Abrí la puerta de mi lado y salí.
Mis tres “novias” salieron del coche con una rapidez ansiosa. Ya en la acera, y a la vista de la casa vacía, las tres hicieron un ajuste rápido y sincronizado. Astrid se bajó la falda del uniforme con un tirón firme, sus mejillas aún sonrojadas por la humedad expuesta. Michelle se pasó las manos por el pelo, acomodó su blusa y, con un guiño triunfante, se dirigió a la puerta.
Camila, me lanzó una mirada intensa, cargada de impaciencia.
—Papi —susurró, su voz casi inaudible. Se giró ligeramente, exponiendo la parte trasera de su uniforme—. Ayúdame, por favor. Se me subió la falda y… la ropa interior se metió.
Me acerqué, sintiendo el calor que irradiaba de su cuerpo. Al tocar la tela de su falda para bajarla, mis dedos inevitablemente rozaron la curva de sus nalgas. Retiré la mano rápidamente, pero ella se inclinó de nuevo.
—No, Papi, la ropa interior también —insistió, sin mirarme, el rubor en sus orejas llegando a un tono escarlata—. Tienes que… tienes que sacarla de ahí.
Mientras mis dedos hacían el ajuste íntimo bajo su falda, el aliento de Camila tembló. En lugar de liberar la tela, la empujé más adentro, acariciando la suave hendidura entre sus glúteos.
—¡Acomódala bien, Papi! ¡Sácala, por favor! —exigió en un susurro desesperado, la presión de mis dedos la hacía temblar.
Se enderezó, sus ojos, ahora brillantes y directos, se encontraron con los míos.
—Te pasas —me dijo en un hilo de voz, con una mezcla de reproche y admiración—. Vi todo lo que le hiciste a As.
El reproche cargado de deseo de Camila me dejó sin aliento. Apenas tuve tiempo de asimilar sus palabras cuando Michelle se acercó con una energía imparable.
—Ya basta de jueguitos, Papi —exclamó Michelle, su voz llena de impaciencia juguetona, y me tomó de la mano.
Astrid, al vernos, no perdió el control de la situación. Rápidamente, tomó las llaves de la cerradura y me jaló del otro brazo.
Entre las tres, riendo alborozadamente, me apresuraron a entrar a la casa.
—¡Entremos ya! —dijeron casi al unísono—. ¡Tenemos calor! —añadió Michelle—. ¡Mucho calor, Papi! —remató Camila, uniéndose a la risa, mientras cruzábamos el patio para entrar a la casa.



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