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Dominación Hombres, Gays, Incestos en Familia

Remi Seduce a su Papi 3

Lucas no distingue a su hijo, en su lugar, solo ve a una pequeña putita que pide y ruega por su pene..
Cuando el último chorro espeso de semen terminó de brotar, Remi dio unas lamidas finales y delicadas al glande de su padre, como un gato limpiando su presa más preciada. Luego se separó, tomando aire con el pecho agitado, una sonrisa bobaliceante y triunfal en su rostro cubierto de fluidos. Observó el cuerpo de Lucas, que yacía inmóvil sobre la pequeña cama, igual de sosegado y con una sonrisa de puro agradecimiento en los labios.

El pene de Lucas, no había perdido ni un ápice de su furia. No se había encogido ni se había ablandado. Se mantenía enorme, un monumento de carne palpitante y deseoso de más, erizado sobre su vientre como un obelisco dedicado al placer.

Lucas resopló, un sonido profundo de satisfacción que sacudió su pecho. Estiró sus piernas poderosas y, con la voz todavía ronca por el orgasmo, habló.

—¿Te gustó, mi amor? ¿Te gustó saber lo que era un hombre? —preguntó, y luego añadió con una sonrisa pícara—. Se te notaba desde hace mucho que querías saber lo que era un macho de verdad.

Remi asintió con entusiasmo, sus ojos brillando. —¡Me encantó, papi! ¡Fue lo más rico del mundo! Quiero hacerlo otra vez.

Lucas rio, un sonido bajo y excitado. Movió su pene erecto a propósito, haciéndolo ondear como un ser vivo. —Con gusto, mi bebé. Pero te confieso que hay otras cosas… cosas mucho más ricas que solo chupar pene.

—¿Cómo cuáles, papi? —preguntó Remi, viéndose muy interesado. Se acercó de nuevo y, con su dedo índice, volvió a pulsar la enorme vena del tronco de su padre, fascinado por su dureza.

Lucas se recostó, cruzando los brazos detrás de la cabeza, asumiendo el papel de un profesor en la más perversa de las cátedras. —Lo más rico de todo, mi pequeño travieso, es cuando meto mi pene dentro de una puta.

Remi frunció el ceño, todavía no entendiendo del todo el concepto.

—Mira, mi amor —empezó a explicar Lucas, su voz se volvió un susurro morboso—. Las mujeres tienen un huequito entre las piernas, una boquita caliente y mojada que se llama vagina. Yo le meto mi pene por ahí, y es… es el cielo. Se siente húmedo, apretado, y te abraza por dentro. Y ellas… ellas se vuelven locas. Gimen, lloran del gusto, te suplican que no pares, que las revientes. Pero… —hizo una pausa, sus ojos brillando con una luz salvaje—. A mí me encanta meter mi pene en huequitos todavía más chiquitos. Se siente más rico todavía. Deformar un agujerito pequeño, más aún si es virgencito… me encanta ser el primero. El único en entrar. Preñar a las perras, marcarlas para siempre.

Mientras hablaba, Remi quedaba maravillado, absorto en el relato de su padre. Sin darse cuenta, ya tenía el pene de Lucas en su mano otra vez, agitándolo de arriba a abajo, lentamente, sintiendo su peso y su poder.

—¿Quieres ser mi perra, Remi? —preguntó Lucas, su voz era un trueno bajo y seductor—. ¿Mi perrita especial para que te folle y la llene de mi leche?

Remi respondió sin dudarlo, sin ni siquiera parpadear. —Sí, papi. Quiero ser tu perra. Quiero hacerte sentir bien. Quiero que me metas tu pene.

Una sonrisa de pura victoria y depravación se dibujó en el rostro de Lucas. Tomó el polo de pijama de Remi y, con delicadeza, limpió el rostro lleno de semen de su hijo. Luego se sentó en la cama y le dio un beso en los labios, un beso profundo y prometedor.

—Si eso es lo que quieres, así será —le susurró—. Te voy a meter pene en tu huequito más chiquito. Te voy a llenar hasta romperlo.

Lucas le agarró las nalgas a Remi y las apretó con una fuerza que mezclaba posesión y ternura. Remi, excitado y a la vez asustado, le preguntó: —¿Pero cómo me va a entrar tu penesote, papi? ¡Es tan grande!

Hizo la comparación visual: con su manita, midió el pene de su padre sobre su propio vientre y abdomen. Ambos vieron con morbo cómo el enorme tronco se extendía por toda la zona, desde la base del pitito de Remi, hasta sobrepasar la altura de la boca del estómago. El ancho era casi la mitad del torso.

Lucas rio, un sonido de hombre seguro de su poder. —No te preocupes, mi amor. Un pene así como el mío hace gozar hasta a los mariconcitos más cobardes y mojigatos. Confía en mí, pequeña perrita. Mientras más grande es, más rico lo vas a sentir.

Las palabras de su padre, llenas de una confianza tan perversa, atrajeron a Remi. Aceptó, entregándose por completo.

—Entonces, desnúdate. Quiero ver todo tu cuerpecito —ordenó Lucas.

Remi lo hizo al instante, despojándose de su pijama. Lucas apreció con un morbo infinito cómo el pequeño cuerpo de su hijo quedaba al descubierto. La piel blanca y suave, el pecho plano con pezones rositas como dos fresas, las nalguitas suaves y redondas, levantadas con una promesa inocente. Lucas le chifló asombrado, piropeando la perfección de aquella carne prohibida, no podía creer lo mucho que le excitaba ese cuerpecito, su pene palpitaba del gusto nada más verlo. Con una expresión de morbo, empezó a amasarle las nalgas, a palparlas, a abrirlas. Su dedo índice encontró el pequeño anillo rosado del ano y lo rozó.

—¿Sientes bien, mi amor? —preguntó Lucas.

Remi se aferró a los hombros de su padre, temblando. —Sí, papi… se siente muy rico…

—Pues si ya te gusta esto, con mi pene adentro vas a enloquecer del gusto —prometió Lucas.

—¡Métemelo entonces, papi! ¡No quiero esperar más! —suplicó Remi, moviendo su culito contra el dedo de su padre.

Lucas se sintió increíblemente complacido al escuchar a su pequeño pedir por pene. —Si lo quieres así, así lo hará tu papi.

Así como estaban, Lucas empezó a meter sus dedos en la boca de Remi. Se la follaba con los dedos, haciéndolos mojar con la saliva del niño, y cuando los tenía bien húmedos, los llevaba a las nalgas de Remi y allí embadurnaba el pequeño orificio. Metió un dedo, luego otro, repitiendo el movimiento una y otra vez, estirando la entrada, preparándola para la invasión. Todo el tiempo, su pene, ya viscoso por la mamada de Remi, seguía lubricándose con su propia excitación, goteando un flujo constante sobre su abdomen.

Cuando estuvo listo, Lucas se echó boca arriba sobre la cama. —Súbete encima, mi perrita. De espaldas. Quiero ver tu huequito mientras mi pene lo profana.

Claro que quería verlo. Quería ver el ano virgencito de su hijo siendo destrozado por el pene que le dio la vida.

Remi hizo caso y se posicionó, temblando, sobre el cuerpo de su padre. Lucas le dijo que se lo metiera él solito, y se cruzó de brazos tras la nuca para disfrutar del espectáculo. Remi, con el pene grandote en su mano, lo llevó a su ano e hizo presión. Intentó entrar una y otra vez, pero el glande era demasiado grande, resbalaba. Estaba a punto de rendirse, frustrado.

Fue entonces cuando Lucas, consumido por la ansiedad, en uno de los intentos fallidos de su hijo, tomó sus caderas con ambas manos y, con un movimiento brutal y preciso, lo hizo sentar de golpe.

—¡Aaaaaah! —gritó Remi.

Medio pene se incrustó de golpe en sus intestinos. El dolor fue agudo, intenso, una sensación de desgarro que le nubló la visión.

—¡Ay! ¡Mi huequito! ¡Me lo has roto! ¡Ay, papacito! ¡Mi culito… me lo has reventado! —gimió, agarrándose fuerte de los muslos de su padre.

Lucas estaba obnubilado de placer y morbo. Su pene había deformado completamente el ano del niño. Lo veía ante él, el anillo del esfínter estirado al máximo, apretando su verga como un anillo de fuego. Era increíble, una de las visiones más excitantes que había contemplado en su vida.

—Qué apretado… qué rico… —balbuceó Lucas.

Remi gemía, una mezcla de dolor y una excitación oscura. Su papá tenía razón, se sentía rico, pero dolía. —Ay, papito… me duele… —dijo, moviéndose intentando acomodarse. Pero cada pequeño movimiento del niño hacía que el pene se deslizara un poco más en su interior, y Lucas sentía una delicia indescriptible.

—Así, bebé… qué rico así —dijo Lucas—. Ahora dale unos sentones. Como los que me dabas en la sala.

Remi entendió. Y con tal de satisfacer a su papito, superando el dolor inicial, empezó a darle sentones. Subía y bajaba, lentamente al principio, y cada vez que el pene se hundía más, una nueva oleada de placer mezclada de dolor recorría su cuerpo. Se sentía como la gloria. Sentía cómo el pene le provocaba una fricción deliciosa en sus entrañas.

Lucas, por su lado, la pasaba fenomenal. El ano caliente, suave, húmedo y apretadísimo de su hijo le estaba dando el mejor placer de su vida. Felicitaba a su hijo, quien ya empezaba a moverse por sí solo, siguiendo el instinto. Su ano se humedecía más por el exceso de presemen que botaba Lucas, añadiendo viscosidad a la follada.

Entonces, Lucas cambió de posición. Con su pene todavía dentro, pegó a su hijo a su pecho y giró, ahora para follarlo de costado. Aquí, Lucas trataba a su hijo como si fuera su hembrita. Le metía el pene rápido pero con una delicadeza relativa. Le tomó de los pezoncitos rosados y los empezó a apretar mientras Remi se agarraba de sus antebrazos musculosos.

—La estás pasando muy bien, ¿verdad, mi vida? —dijo Lucas al oído de Remi—. Desde hoy para adelante, tú serás mi nueva mujer. Mi hembrita, a quien siempre voy a follar y a la que le voy a meter el pene.

Remi agradeció con gemidos. —Sí, papi… sí… yo te daré mi huequito siempre para que lo revientes como ahora… seré una buena esposa para ti… ¡Métemelo más adentro!

Lucas, en automático, cumplió el pedido de su hijo y se lo metió más profundo, más rápido, y en un arranque de frenesí, ya dejando salir a su salvaje depravado, se la sacó de golpe y, con un movimiento brutal, pateó el cuerpito de Remi al piso.

El ano quedó abierto, palpitando en el aire. Remi, con un gimoteo de sorpresa y dolor, cayó al suelo, desorientado. Intentó incorporarse, pero pronto sintió como su papá le pisaba el cráneo, haciendo una presión regulada y excitante. La planta del gran pie se sentía pesada y dura contra la mejilla suave del niño, quien, en un acto de devoción absoluta, empezó a acariciar el pie que lo sometía.

Lucas, pisando firmemente la cabeza, levantó las nalguitas de Remi, quien no puso ninguna resistencia. Y así, Lucas se puso en cuclillas y empezó a follar el culo de su hijito a perrito, montándolo salvajemente. Le agarró de pronto de los bracitos y con una sola mano los aprisionó en la espalda, mientras con el pie seguía pisando la carita del niño.

Remi gemía, pero ahora los sonidos eran incoherencias balbuceadas, una plegaria morba y rota: —Papi… papito… pene… grande… rico… papasito… rompe… mételo… más…

Lucas lo folló así un rato, con una vehemencia animal. Gimiendo y diciéndole que era el mejor hijo del mundo. En esa posición, el pene se metía tan adentro de Remi que los huevos de toro enorme de Lucas empezaron a golpear sus bolitas pequeñas, azotándolas sin descanso hasta tornarlas rojas.

Entonces, Lucas sintió como su hijo perdía toda la fuerza en las caderas y terminó de desplomarse sobre el suelo. Su pene salió de golpe, húmedo y viscoso. Remi en el piso, con las piernas entumecidas y temblorosas. Lucas dejó de pisarle el cachete dejándolo sudoroso y sonrosado. Se acomodó, volvió a poner a su hijo en cuatro, ahora él sujetando el cuerpo del niño. Escupió generosamente en su pene y en el ano abusado de su hijo, y volvió a la faena, ahora con más ganas.

Metió su pene por completo y lo sacó igual, una y otra vez, como un pistón. Remi gimió, lo único que tenía levantado era su culito roto y ofrecido. Lucas empezó a meter su pene con una fuerza renovada y una velocidad salvaje. La sobre-estimulación obligó a Remi a gritar de placer, un grito agudo y escandaloso que llenó la habitación.

 —¡Cállate, perra escandalosa! —gruñó Lucas, y al mismo tiempo le llenó la boca con sus dedos, tapándole el grito— ¡Trágate eso y calla! ¡Solo siente cómo te rompo el culo!

Y siguió moviéndose, sin parar, sin piedad, sujetándolo poderosamente con una mano en la cintura mientras la another sofocaba sus gritos, sumergiéndolo en un mar de dolor y placer sin fin.

Pronto, la fuerza de las embestidas de Lucas se desbordó. Con un movimiento dominante, recostó a Remi sobre la cama, boca abajo, dejando sus piernitas pequeñas colgando inerte como muñecas rotas. El aire se llenó con el sonido agudo y húmedo de una nalgada, una marca de fuego que Lucas imprimió en la carne blanda de su hijo. El niño gimió, un sonido de sumisión y placer.

Lucas, consumido por una depravación que ya no conocía límites, sacó los dedos que habían estado ahogando los gritos de Remi y se los llevó a su propia boca. Los introdujo lentamente, con una reverencia casi religiosa, degustando la saliva de su hijo, mezclada con el sabor a sexo y a su propia piel. Era el agua más dulce que había probado. Luego, con los dedos ya empapados en su propia saliva, volvió a llevarlos a la boca de Remi.

—Límpialos, mi perrita —ordenó, su voz era un ronquido bajo y absoluto—. Chúpalos hasta que no quede nada.

Remi obedeció.  Succionó los dedos de su padre con gemidos de perra en celo, su lengua trabajando con fervor, limpiando cada centímetro de piel, tragando la mezcla de fluidos con una devoción que excitó a Lucas hasta la médula.

Y entonces, el hombre se descontroló por completo. La escena de su hijo, tan pequeño, tan entregado, lamiendo sus dedos con tal ahínco, fue el detonante que hizo explotar la última de sus barreras. Empezó a follar a su hijo con una brutalidad salvaje, una furia ciega y animal. Ya no era un padre, ni siquiera un amante; era una fuerza de la naturaleza, un semental buscando la profundidad más extrema, el límite mismo de la carne.

Las embestidas eran martilleos constantes, demoliciones. El lecho de niño crujía y gemía bajo el asalto, amenazando con romperse. El sonido de los cuerpos golpeándose era una percusión violenta y húmeda. Lucas se había olvidado de todo, del mundo, de la decencia, solo existía el calor, la humedad, la tensión del culo de su hijo y la urgencia de destruirlo.

Y en una de esas embestidas, en una mala metida brutal y descontrolada, ocurrió lo inevitable.

El pene de Lucas, impulsado por una fuerza inercial, resbaló bruscamente del ano ya desgarrado. Pero no salió solo. Salió rodeado por el esfínter del niño, que había sido invertido por la violencia del coito, prolapsado y ahora adherido a su pene como un guante de carne viva y húmeda.

Todo se detuvo.

Lucas se quedó inmóvil, con las caderas en el aire, mirando con incredulidad. Había follado a Remi tan duro, con tanta ferocidad, que le había causado un prolapso. El anillo de carne rosada y oscura, que debería estar dentro, estaba ahora fuera, abrazando el glande de su pene de una manera antinatural y morbosamente hermosa.

—¿Por qué paras, papito? —preguntó Remi, moviendo su culito en el aire con ignorancia infantil. El niño solo gemía, sintiendo algo extraño. Su culito se sentía más fresquito, más sensible, una sensación nueva y deliciosa que no podía asociar al dolor. No podía ver, desde su posición, cómo se le había salido las tripas.

Un escalofrío de pánico y excitación recorrió a Lucas. Intentó sacar su pene, pero le era imposible. Cada vez que se movía hacia atrás, el esfínter prolapsado se movía con él, estirándose, pegado a su carne como un parásito leal. Estaban unidos de una forma monstruosa.

Con una delicadeza que contradecía la violencia anterior, Lucas agarró el prolapso con sus dedos. Era una carne extrañamente suave, una membrana viva y templada. Sujetando solo el anillo del esfínter, logró con cuidado casi quirúrgico retirar su pene palpitante de aquella prisión de carne.

La visión que quedó fue a la vez terrorífica y excitante. El ano de su hijo, ahora una flor de carne carmesí, palpitaba débilmente en el aire.

—Uy, amor… ¿no te duele? —preguntó Lucas, su voz temblaba ligeramente de morbo y una pizca de preocupación. Acarició la carne viva con la yema del dedo.

Remi negó con la cabeza, la frotando contra la colcha. —No… siente rico… métetelo otra vez, papi… por favor…

La respuesta de su hijo fue la sentencia final. Lucas dejó que su morbo, su placer más oscuro y egoísta, ganara la partida. Ya no le importaba si el ano se reventaba por completo. El permiso de su perra era todo lo que necesitaba.

Metió su pene nuevamente, y con un único pijazo feroz y profundo, le acomodó las tripas adentro. El prolapso desapareció, empujado de vuelta a su sitio por la columna de carne invasora.

Remi gimió, un grito ahogado de puro gusto. Dolor y placer se fusionaron en una sola sensación abrumadora que lo transportó a otro plano. Ambos continuaron con el sexo, ahora en un territorio desconocido, más allá de cualquier norma.

Lucas estaba al límite, una bestia a punto de eyacular, moviéndose con una precisión y una ferocidad que desgarraba. Remi ya no respondía con palabras. Sacaba la lengüita, sus ojos se habían puesto en blanco, completamente K.O., su cuerpo solo un vehículo para el placer de su macho.

Para ganar más apoyo y más fuerza, Lucas se subió un pie a la cama, hincando la rodilla en el colchón. Así, con una palanca mayor, empezó a follar a su hijo con una ferocidad renovada, gimiendo y diciendo lo rico que sentía, cómo su huequito se lo estaba comiendo vivo.

—¡Sí, perrita! ¡Disfruta de tu papi! ¡Disfrútalo todo! —gritó Lucas, dando las últimas embestidas, profundas y demoledoras.

En un momento glorioso y arcano, se corrió dentro del ano inflamado y destrozado de Remi. Cerró los ojos, sintiendo la lengüita de su hijo lamiendo febril su pantorrilla, sintiendo cómo su pene, ya casi sin resistencia, era apretado débilmente por los intestinos deshechos de su niño. Ya no le apretaba casi nada; le había deshecho el culo. Pero la había pasado fenomenal. Era el sexo más intenso, más real, más depravadamente perfecto de su vida.

Cuando terminó de correrse, su leche salió como un flujo constante del ano débil y abierto. Su pene, semi-erecto y cubierto de fluidos, se deslizó hacia afuera con un sonido húmedo.

Allí, de pie, con las manos en la cadera, Lucas contempló su obra maestra. Remi estaba tirado boca abajo sobre la cama, temblando, con las piernas abiertas. Parecía un balón de basquetbol desinflado, roto, usado, pero con una carita de placer y triunfo inmortalizado en su expresión.

Lucas sintió una revelación. Este era el mejor sexo de su vida. Siempre había soñado con una mujer a la que pudiera hacer estas depravaciones, una compañera que compartiera su oscuridad sin límites. Y la había encontrado. Nada más ni nada menos que en su propia casa y en su propio hijito, Remi.

Se acercó, suavemente, y arrodillándose junto a la cama, acarició la espalda sudorosa del niño.

—¿Estás bien, mi bebé? —preguntó Lucas, su voz era ahora un susurro tierno.

Remi, atontado, tardó unos segundos en responder. —S-sí… papi… me siento… muy rico… pero no… no puedo moverse… me tiembla todo el cuerpito…

Lucas sonrió, una sonrisa de satisfacción y posesión. —Así es como se está con un verdadero macho, mi amor. Y a partir de ahora, yo seré tu macho. Siempre.

Remi le agradeció con un gemido débil, sonriendo.

Lucas, con una delicadeza increíble, tomó a su pequeño en brazos y se lo llevó a bañar, limpiando su cuerpo y su alma con el agua tibia, sellando así un pacto sagrado y profano que cambiaría sus vidas para siempre.

Desde aquel día, Lucas y Remi dejaron de vivir como padre e hijo. A escondidas, en los rincones más oscuros de su hogar, se convirtieron en marido y mujer.

58 Lecturas/11 noviembre, 2025/0 Comentarios/por ALxx1
Etiquetas: follar, hijo, mayor, orgasmo, padre, semen, sexo, vagina
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