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Fetichismo, Incestos en Familia, Infidelidad

Bendita perversión: Rosario, mi cuñadita pequeña 2da parte

La continuación de uno de los primeros relatos de esta saga.
Bendita perversión: Rosario, mi cuñadita pequeña 2da parte

Finalmente traigo la segunda parte de este viejo relato que da un poco mas de contexto a otras historias familiares de Damian y las nenas de su familia.

Dejo el link del primer relato

https://sexosintabues30.com/relatos-eroticos/incestos-en-familia/bendita-perversion-rosario-mi-cunadita-pequena-1er-parte/

Me quedé en silencio frente a la puerta del cuarto de mi hijo, donde Rosario se había encerrado. El olor a sexo, whisky y a concha y culo de Rosario me generó una mezcla de excitación y pánico. Volví al consultorio y me limpié rápidamente. Mi pija ya estaba floja, pero la imagen de Rosario, llorando y arrepentida, me generaba una profunda culpa y preocupación.

Sabía que había ido demasiado lejos. La agarré por sorpresa, la asusté, y probablemente crucé la línea que no debía. Me senté en mi silla, sintiéndome como un imbécil. Saqué mi teléfono y volví a intentar mandarle un mensaje, pero seguía bloqueado. El silencio de la casa era ensordecedor, roto solo por el latido desbocado de mi propio corazón.

Pasaron unos quince minutos que se sintieron eternos. Me levanté y fui al baño a lavarme los dientes, cepillando con vigor la lengua y las encías para eliminar cualquier rastro del whisky y, sobre todo, el regusto metálico de la eyaculación reciente. Trataba de borrar cualquier evidencia de lo que había pasado. Cuando volví, la puerta del consultorio estaba entreabierta. Algo me hizo sospechar, aunque no se había movido de su sitio.

Me acerqué a la puerta del cuarto de mi hijo otra vez. Estaba abierta. Entré despacio. La cama estaba revuelta, las sábanas de dinosaurios hechas un lío, pero ella no estaba. La ventana estaba abierta de par en par, dejando entrar una ráfaga fría de la noche. Me asomé al patio y vi una sombra escabullirse hacia el fondo, moviéndose con la rapidez furtiva de un animal asustado.

«¡Rosario!», susurré, sintiendo cómo el pánico se anudaba en mi garganta.

Silencio. Solo el zumbido de los insectos nocturnos.

Salí al pasillo, con el corazón latiéndome a mil. ¿Se había ido? ¿A dónde? No tenía auto, ni plata, ni teléfono (me había bloqueado). Mierda. Si mis suegros se enteraban, o peor, si Karina se despertaba… podía perderlo todo: mi matrimonio, mi reputación, mi cómoda vida burguesa.

Volví a nuestro cuarto. Karina dormía profundamente, abrazando a mi hijo. Un alivio momentáneo, pero la situación con Rosario era una bomba de tiempo.

Me vestí rápidamente y agarré las llaves del auto. No podía irme sin dejar una nota, por si Karina despertaba, así que le dejé un mensaje en la mesita de luz: «Fui a la estación de servicio a buscar algo para el auto, vuelvo enseguida. Te amo». La nota era una mentira burda, pero la urgencia de encontrarla era prioritaria.

Salí de la casa y me subí al coche. ¿A dónde iría? Lo más lógico era la casa de sus padres, a unas veinte cuadras. Empecé a recorrer las calles, sintiendo la adrenalina del peligro.

A las pocas cuadras la vi. Estaba sentada en un banco de la plaza, bajo la luz mortecina de un farol, parecía increíblemente pequeña y vulnerable, encogida, llorando sin consuelo. No llevaba la campera que le había llevado, solo su short y la remera.

Frené el auto a su lado, bajando la ventanilla.

– Ro, subí, por favor.

Ella levantó la cara, roja e hinchada de llorar, sus ojos castaños llenos de resentimiento y humillación.

– Andate, Damián. Dejame en paz.

– No te voy a dejar acá sola. Es la una de la mañana, y tenés frío. Subí, por favor, hablemos.

Abrió la puerta del acompañante de mala gana y se subió. El silencio se instaló.

– Rosario, perdoname. Fui un imbécil. Me calenté, y no me di cuenta de que te estaba asustando.

– Me hiciste sentir asco de mí misma.

Esa frase me dolió. Mucho más que un golpe.

– No digas eso, mi amor. Sos hermosa, sos dulce. Lo que pasó es que yo te deseo desde hace mucho, y no supe controlarme. Mirate, sos una mujer bellísima, mirá lo que me hiciste hacer.

Empecé a manejar despacio, sin un destino.

– ¿Me llevas a casa de mis papás? – preguntó con voz quebrada.

– No. Tu remera está sucia y vas a tener que dar explicaciones. Vayamos a otro lado, te limpio, y te llevo.

Me detuve en un sector oscuro del parque, donde los árboles proyectaban sombras espesas y el auto quedaba completamente oculto de la calle.

– No vamos a hacer nada, te lo juro.

– No confío en vos – me dijo mirándome a los ojos.

– Tenés razón. Pero dejame compensar mi error.

Saqué una toalla del botiquín del auto y una botella de agua.

– Dejame limpiarte.

Ella dudó, pero asintió despacio. Me incliné sobre ella y limpié suavemente su rostro y cuello. La toalla húmeda rozó su piel pálida, retirando los restos secos. El olor a concha y culo era inconfundible, mezclado con el perfume dulce de su piel.

– ¿Cómo te sentís? – le pregunté, limpiando la última mancha en su escote, cerca del inicio de sus pechos juveniles.

– Sucia.

– No sos sucia. Sos mi capricho, mi sueño. Te quiero, Ro. Mucho más que a una cuñada.

Llevé mi mano a su mejilla y la besé suavemente. No la obligué. Ella cerró los ojos, y esta vez, no me apartó. El beso fue tímido al principio, pero yo lo profundicé, tratando de transmitirle mi arrepentimiento y mi deseo. Nuestras lenguas se buscaron con una urgencia que no sentía con Karina desde hacía meses.

– ¿Querés que te toque? – le pregunté, separando nuestros labios y apoyando mi frente en la suya.

– No sé.

– Decime si no querés, y paramos. Pero no quiero que te quedes con ese asco. Quiero que recuerdes lo rico que es, que lo desees como yo te deseo.

Moví mi mano a su muslo y luego a su concha, que estaba todavía húmeda. Sus shorts de algodón eran una barrera patética. Deslicé mis dedos bajo la tela hasta que encontré el clítoris hinchado por el llanto y el recuerdo.

– Mmm… – gemió en voz baja.

– Viste. Te gusta.

Empecé a acariciarla con suavidad, con el índice. Ella arqueó la espalda y me agarró la mano con fuerza.

– No, Dami, acá no… No puedo acá…

– Tranquila. Solo un ratito. Solo quiero que se te pase el miedo.

Seguí estimulándola, mientras le susurraba cosas bonitas y asquerosas. Le dije que era mi puta favorita, que tenía el mejor coño que había probado. De pronto, ella se movió, se inclinó, y me empezó a besar apasionadamente.

– No pares… – me dijo. Su voz era ronca de deseo.

Y así, en el asiento del auto, con el peligro de ser descubiertos, la volví a llevar al éxtasis. Su cuerpo se sacudió contra el mío en un orgasmo breve pero intenso. Cuando terminó, se recostó sobre mí, exhausta, su respiración todavía agitada en mi cuello.

– ¿Ahora te sentís sucia?

– No… me siento… usada, pero lindo. Una confesión que me excitó más que cualquier otra cosa.

– No sos usada. Sos elegida, mi reina.

La llevé a su casa, me aseguré de que entrara sin que la vieran sus viejos, y pegué la vuelta para la mía. Al llegar, la notita seguía en la mesita de luz. Karina estaba dormida. Me metí en la cama, sintiendo todavía la humedad de Rosario en mis dedos.

 

Karina dormía boca arriba, con la remera subida, dejando su vientre al descubierto y sus senos al aire, con el pequeño Lucas, de cuatro años, prendido a la teta mientras dormía plácidamente. Me hinchó las pelotas que el niño siguiera amamantando a esa edad, y más aún que estuviera en la cama con el calor que hacía, pero me acosté de todos modos, sintiendo el olor a leche que impregnaba la habitación y mirando con un poco de morbo cómo mamaba. Justo cuando me disponía a dormir, mi celular vibró: era un mensaje de Kalu.

 

Kalu: ¡Hola! Me quedé dormida acá en el sillón.

Damián: Jajaja. Mucho porro, Kalu. (¡Qué bien la pasó, la muy puta! Y yo que no la pude enganchar anoche, pero bue… ya va a caer.)

Kalu: Y sí. La noche estuvo buena. Gracias por el fuego de paso 😉

Damián: De nada. Siempre a disposición.

Kalu: Qué bueno que me escribiste. Justo pensaba en el «premio» que te mencioné. (¡Listo, acá viene lo bueno! El puterío que me dejó pensando toda la noche.)

Damián: Ah, sí. El famoso «premio». Ese papelito me dejó intrigado. ¿Qué ganaste, campeona?

Kalu: Mmm… no es algo que se gane. Es algo que te doy por ser tan bueno con Ro. (¡Uhhh! Me gusta mucho más. Cuando se hace la dueña y me lo quiere «dar»… ¡me calienta una banda!)

Damián: Me gusta más la segunda opción. ¿Y qué onda con el premio? ¿Es canjeable por algo físico?

Kalu: Depende de dónde quieras que te lo dé.

Damián: Yo soy flexible. El lugar lo ponés vos. Pero me estás tentando demasiado. (Que no se haga la boluda, ya sé por dónde viene la mano. Pero me encanta el jueguito.)

Kalu: Esa es la idea. Me saqué una foto para darte un adelanto. ¿Querés que te la mande?

Damián: Dale, obvio que quiero.

 

[¡BOMBA! Ahí llegó la foto. No podía creer lo que estaba viendo. La Kalu es un fuego: el culo redondo y paradito, apenas tapado por esa tanga que me volvía loco, y esas tetas que se le escapaban por el escote. ¡Es una diosa! Y pensar que me lo quiere dar a mí…]

 

Damián: Ufff, Kalu. Te pasaste. Definitivamente quiero ese premio. Y necesito canjearlo pronto.

Kalu: Me encanta que seas directo.

Damián: Y vos me gustás más cuando sos indirecta con el papelito, pero directa con tus intenciones. (Ahora la hago confesar, para que no queden dudas.)

Kalu: ¿Y qué quiero? A ver si adivinás.

Damián: Querés que nos veamos solos, sin Ro ni Mili cerca, y que me gane ese premio de una forma… más íntima. (Ahí está, la posta. El puterío a escondidas es el más rico.)

Kalu: 😈 Adivinaste.

Damián: ¿Y si te invito a que nos veamos el miércoles cuando salís de la escuela? (Miércoles, después del cole… el plan perfecto. Poco tiempo, mucha adrenalina.)

Kalu: Mmm… tengo unas horas libres. ¿Dónde?

Damián: Yo no puedo ir a mi casa, estoy complicado… Pero te paso a buscar a la salida del cole por la Plaza del Teatro. ¿Te parece bien?

Kalu: A mí me re da. Me gusta la idea. Lo hacemos rápido. (¡Chupate esa! Cayó redonda. A mí también me re da. Y rápido es mejor, no hay tiempo para pensar, solo para garchar.)

Damián: Perfecto. Ahí coordinamos la hora exacta.

Kalu: Dale, Dami. Me encanta cómo se está dando esto.

Damián: A mí más. Preparate para recibir tu premio. (Ella no sabe lo que le espera. Le voy a dar con todo.)

Kalu: Ya estoy lista. Pero jugás con ventaja, eh. Yo estoy acá en tanga. ¿Te gusta? (¡La puta madre! Me lo dice para reventarme la cabeza. ¡Sí, me encanta, trolita!)

Damián: Me vuelve loco. Sabés el orto que tenés y cómo me ponés. Quiero olerlo, lamerlo y garcharte hasta que no puedas más. No te la saques, dejátela puesta hasta el miércoles. Me la llevo de regalo. (El morbo de que siga con esa tanga puesta me excita a morir. ¡Ese olor a concha va a ser el mejor perfume!)

Kalu: Uy, Dami… me re calentás. Me gusta cómo te ponés.

Damián: Nos vemos el miércoles, Kalu. Buenas noches.

Kalu: Nos vemos, Dami. No te olvides de mí hasta entonces. \[Envía un emoji de diablita y un beso\] (¡Imposible olvidarte, Kalu! Ahora solo pienso en tu culo y en ese encuentro del miércoles.)

A la mañana siguiente, me desperté con un mensaje: «Buen día, cerdo. ¿Me debés una?». Era Rosario. Me había desbloqueado.

– Te debo lo que quieras, mi amor. ¿Estás bien?

– Sí. No le digas a Kari lo de anoche. Y vení a casa hoy, mi mamá me castigó y tengo que ordenar todo.

– Voy, mi reina. Te llevo un premio.

Sabía que la había seducido, que el miedo había pasado y que el morbo había ganado. A partir de ese momento, nuestra relación cambió. Rosario no solo se convirtió en una cómplice, sino en una esclava de mis deseos. El poder que sentía sobre ella era embriagador.

Ese mismo día por la tarde, fui a la casa de mis suegros. Karina me había mandado para «supervisar» que Rosario estuviera ordenando. La encontré en su cuarto, vestida con una remera vieja y holgada, y un culotte de algodón que le apretaba ese culo hermoso. El ambiente olía a suavizante y a una ligera transpiración juvenil.

– ¡Llegaste! – me dijo con una sonrisa pícara.

– Vengo a hacer lo que me pidas, mi reina. ¿Qué tengo que ordenar?

– Primero, dame mi premio.

Le di un pequeño collar de plata que había comprado de camino. Un pequeño corazón, sencillo, pero con un significado perverso oculto.

– ¡Qué lindo! Gracias, Dami.

Me dio un beso rápido, pero esta vez, con intención. Sus labios eran dulces y la punta de su lengua rozó la mía fugazmente.

– Tu premio es ordenar el desorden que provocaste anoche – le dije, señalando su entrepierna.

Ella se ruborizó, pero se rió.

– Dale. Empecemos por ese cajón.

El cajón que me señalaba era el de su ropa interior. Estaba lleno de bombachas de encaje, tangas de todos los colores, y corpiños. La lencería era una explosión de color y encajes baratos, pero increíblemente sensuales.

– ¿Te ayudo a doblar? – pregunté.

– Sí. Mirá si me ve mi mamá con estas tangas.

Empecé a doblar, pero era una excusa. Agarré una tanga de encaje rojo, se la mostré. El encaje fino se sentía delicado y provocador entre mis dedos.

– Esta es mi favorita. ¿Te la probás para mí?

– No… está mi mamá. Sus ojos buscaron la puerta nerviosamente.

– Ya me bloqueaste una vez, no me hagas bloquearte yo. Mi voz era un susurro autoritario.

Me miró con esa mezcla de niña inocente y puta adolescente. Era la mirada de alguien que acababa de descubrir su poder y su sumisión.

– Me la pruebo, pero vos me ayudás a terminar de ordenar.

– Trato hecho.

Esperé a que se la pusiera y cerrara la puerta con seguro. Escuché el siseo del elástico al deslizarse por sus piernas. Cuando abrió, mi pija estaba re dura. La tanga roja se perdía en la raya de su culo, y la parte de adelante apenas cubría esa concha abultada.

– Sos una perversión, Rosario – le dije, acercándome y mordiéndole la oreja.

– Te gusto – me dijo con voz segura.

– Me enloquecés.

La tiré sobre la cama y me dediqué a adorar ese cuerpo adolescente y moreno. Bese cada centímetro de su piel, desde sus tobillos hasta su boca. Le saqué la remera, besé sus tetas duras, y ella ya no lloraba. Gemía. Estaba entregada, disfrutando de cada caricia morbosa.

Esa tarde la hice sentir placer de todas las formas posibles. Ella era una esponja, aprendiendo rápido y pidiendo más. Le hice el amor oral hasta que me lo rogó, y luego, me pidió que le diera más. Su concha era apretada y  dulce, y lo lamí con la dedicación de un devoto.

– ¿Querés que te coja? – le pregunté, excitado por su deseo.

– Sí, Dami. Rompeme el orto como ayer. Dijo la palabra «orto» con una naturalidad que me derritió.

Agarré vaselina que guardaba en mi botiquín. La penetré por el culo, despacio al principio, y luego con toda mi fuerza. El gemido de dolor inicial se transformó en un grito gutural de placer. Sus gritos eran ahogados por una almohada, y el placer nos consumía a los dos.

– Ahhhh, más, Dami… más fuerte… soy tu puta… – gemía.

La cogí como nunca antes. Después de correrla, me acosté a su lado, abrazándola.

– Esto no termina acá, ¿verdad? – me preguntó, trazando círculos con su dedo en mi pecho sudado.

– No, mi amor. Recién empieza. Le apreté el culo fuerte, en señal de posesión.

Nos prometimos discreción total, y así, Rosario se convirtió en mi cuñada, mi amante, y mi esclava sexual personal. La adolescente curiosa se había transformado en la mujer más putita que conocí, siempre dispuesta a cumplir mis fantasías. Y yo, su cuñado, me había convertido en el arquitecto de su perversión.

Me quedé en silencio frente a la puerta del cuarto de mi hijo, donde Rosario se había encerrado. El olor a sexo, whisky y a concha y culo de Rosario me generó una mezcla de excitación y pánico. Volví al consultorio y me limpié rápidamente. Mi pija ya estaba floja, pero la imagen de Rosario, llorando y arrepentida, me generaba una profunda culpa y preocupación.

Sabía que había ido demasiado lejos. La agarré por sorpresa, la asusté, y probablemente crucé la línea que no debía. Me senté en mi silla, sintiéndome como un imbécil. Saqué mi teléfono y volví a intentar mandarle un mensaje, pero seguía bloqueado. El silencio de la casa era ensordecedor, roto solo por el latido desbocado de mi propio corazón.

Pasaron unos quince minutos que se sintieron eternos. Me levanté y fui al baño a lavarme los dientes, cepillando con vigor la lengua y las encías para eliminar cualquier rastro del whisky y, sobre todo, el regusto metálico de la eyaculación reciente. Trataba de borrar cualquier evidencia de lo que había pasado. Cuando volví, la puerta del consultorio estaba entreabierta. Algo me hizo sospechar, aunque no se había movido de su sitio.

Me acerqué a la puerta del cuarto de mi hijo otra vez. Estaba abierta. Entré despacio. La cama estaba revuelta, las sábanas de dinosaurios hechas un lío, pero ella no estaba. La ventana estaba abierta de par en par, dejando entrar una ráfaga fría de la noche. Me asomé al patio y vi una sombra escabullirse hacia el fondo, moviéndose con la rapidez furtiva de un animal asustado.

«¡Rosario!», susurré, sintiendo cómo el pánico se anudaba en mi garganta.

Silencio. Solo el zumbido de los insectos nocturnos.

Salí al pasillo, con el corazón latiéndome a mil. ¿Se había ido? ¿A dónde? No tenía auto, ni plata, ni teléfono (me había bloqueado). Mierda. Si mis suegros se enteraban, o peor, si Karina se despertaba… podía perderlo todo: mi matrimonio, mi reputación, mi cómoda vida burguesa.

Volví a nuestro cuarto. Karina dormía profundamente, abrazando a mi hijo. Un alivio momentáneo, pero la situación con Rosario era una bomba de tiempo.

Me vestí rápidamente y agarré las llaves del auto. No podía irme sin dejar una nota, por si Karina despertaba, así que le dejé un mensaje en la mesita de luz: «Fui a la estación de servicio a buscar algo para el auto, vuelvo enseguida. Te amo». La nota era una mentira burda, pero la urgencia de encontrarla era prioritaria.

Salí de la casa y me subí al coche. ¿A dónde iría? Lo más lógico era la casa de sus padres, a unas veinte cuadras. Empecé a recorrer las calles, sintiendo la adrenalina del peligro.

A las pocas cuadras la vi. Estaba sentada en un banco de la plaza, bajo la luz mortecina de un farol, parecía increíblemente pequeña y vulnerable, encogida, llorando sin consuelo. No llevaba la campera que le había llevado, solo su short y la remera. El frío de la madrugada ya se sentía en la humedad del aire, y su piel de gallina me partió el alma. Parecía una estatua de tristeza, su pelo revuelto y su postura rígida.

Frené el auto a su lado, bajando la ventanilla.

– Ro, subí, por favor – mi voz sonó más desesperada de lo que quería.

Ella levantó la cara, roja e hinchada de llorar, sus ojos castaños llenos de resentimiento, humillación y una rabia silenciosa. Me miró con un desprecio tan puro que me hizo encogerme.

– Andate, Damián. Dejame en paz. En serio. – Su voz era un hilo, pero con un filo de acero. – No quiero verte. ¡No me toques!

– No te voy a dejar acá sola, Rosario. Es la una y media de la mañana, y tenés frío. Mirá cómo estás. No te voy a hacer nada. Subí, por favor, hablemos. Tenés que abrigarte.

Abrió la puerta del acompañante de mala gana y se subió. No me miró. Se acurrucó contra la ventanilla, temblando. El silencio se instaló, un silencio pesado, lleno de reproches no dichos. El olor a sexo y transpiración se mezcló con el aire frío que entró.

– Rosario, perdoname. Fui un imbécil. Me calenté, y no me di cuenta de que te estaba asustando. No tengo excusas, solo… se me fue de las manos.

Ella se rió, un sonido seco y amargo. – ¿Se te fue de las manos? Me hiciste sentir asco de mí misma. De vos. Me usaste.

Esa frase me dolió. Mucho más que un golpe. El resentimiento en su voz era palpable, y el nudo en mi estómago se apretó.

– No digas eso, mi amor. No te usé. Sos hermosa, sos dulce. Lo que pasó es que yo te deseo desde hace mucho, y no supe controlarme. Mirate, sos una mujer bellísima, mirá lo que me hiciste hacer. – Traté de suavizar mi voz, de sonar arrepentido, pero sabía que mi deseo seguía ahí, latente.

– ¡No me eches la culpa! – Gritó, golpeando el tablero del auto con el puño. Sus ojos ardían. – El que me tocó fuiste vos. El que se aprovechó fuiste vos. Yo no hice nada.

– Tenés razón – dije, bajando la voz. – Soy yo. Fui un monstruo. Pero dejame ayudarte, dejame que te calmes.

Empecé a manejar despacio, sin un destino.

– ¿Me llevas a casa de mis papás? – preguntó con voz quebrada, el enojo diluyéndose en angustia.

– No. Mirá tu remera. Está sucia, rota, y vas a tener que dar explicaciones que no podés dar. Vayamos a otro lado, te limpio, te doy mi campera, y te llevo.

Me detuve en un sector oscuro del parque, donde los árboles proyectaban sombras espesas y el auto quedaba completamente oculto de la calle. Apagué el motor. El único sonido era el grillo nocturno.

– No vamos a hacer nada, te lo juro. Si querés, me bajo y te dejo sola un rato. – Le dije, tratando de transmitirle sinceridad.

Ella se mordió el labio. El miedo seguía ahí, en la forma en que se aferraba a sus rodillas. – No confío en vos – me dijo mirándome a los ojos.

– Tenés razón. Pero dejame compensar mi error.

Saqué una toalla del botiquín del auto y una botella de agua.

– Dejame limpiarte.

Ella dudó, su respiración agitada. Luego asintió despacio, con la cabeza gacha, como si aceptara su destino. Me incliné sobre ella y limpié suavemente su rostro y cuello. La toalla húmeda rozó su piel pálida, retirando los restos secos. El olor a concha y culo era inconfundible, mezclado con el perfume dulce de su piel.

– ¿Cómo te sentís? – le pregunté, limpiando la última mancha en su escote, cerca del inicio de sus pechos juveniles. Sentí el latido de su corazón bajo mi dedo.

– Sucia. Humillada.

– No sos sucia. Lo que pasó fue sucio, pero vos no. Sos mi capricho, mi sueño. Te quiero, Ro. Mucho más que a una cuñada.

Llevé mi mano a su mejilla y la besé suavemente. No la obligué. Ella cerró los ojos, y esta vez, no me apartó. El beso fue tímido al principio, un roce de labios, pero yo lo profundicé, tratando de transmitirle mi arrepentimiento y mi deseo. Nuestras lenguas se buscaron con una urgencia que no sentía con Karina desde hacía meses. Sentí cómo la rigidez de su cuerpo empezaba a ceder, la tensión se disolvía lentamente, reemplazada por una necesidad.

– ¿Querés que te toque? – le pregunté, separando nuestros labios y apoyando mi frente en la suya.

– No sé… – susurró, su voz casi inaudible.

– Decime si no querés, y paramos. Te lo juro. Pero no quiero que te quedes con ese asco. Quiero que recuerdes lo rico que es, que lo desees como yo te deseo.

Moví mi mano a su muslo y luego a su concha, que estaba todavía húmeda. Sus shorts de algodón eran una barrera patética. Deslicé mis dedos bajo la tela hasta que encontré el clítoris hinchado por el llanto y el recuerdo, palpitando bajo mi tacto.

– Mmm… – gemió en voz baja. Sus ojos se abrieron y me miraron con una mezcla de sorpresa y rendición.

– Viste. Te gusta. – Sentí una oleada de triunfo.

Empecé a acariciarla con suavidad, con el índice. Ella arqueó la espalda y me agarró la mano con fuerza.

– No, Dami, acá no… No puedo acá… Tengo miedo que alguien nos vea.

– Tranquila. Solo un ratito. Solo quiero que se te pase el miedo, mi amor.

Seguí estimulándola, mientras le susurraba cosas bonitas y asquerosas. Le dije que era mi puta favorita, que tenía el mejor coño que había probado. De pronto, ella se movió, se inclinó, y me empezó a besar apasionadamente. El enojo y la angustia habían sido reemplazados por el hambre.

– No pares… – me dijo. Su voz era ronca de deseo y excitación.

Y así, en el asiento del auto, con el peligro de ser descubiertos, la volví a llevar al éxtasis. Su cuerpo se sacudió contra el mío en un orgasmo breve pero intenso. Cuando terminó, se recostó sobre mí, exhausta, su respiración todavía agitada en mi cuello.

– ¿Ahora te sentís sucia?

– No… me siento… usada, pero lindo. Una confesión que me excitó más que cualquier otra cosa.

– No sos usada. Sos elegida, mi reina.

Le di mi campera, la arropé, y la llevé a su casa, me aseguré de que entrara sin ser vista por sus padres, y volví a mi casa. Al llegar, la nota seguía en la mesita de luz. Karina dormía. Me metí en la cama, sintiendo la humedad de Rosario en mis dedos, y me dormí con una sonrisa perversa. Sabía que había plantado una semilla que florecería en una obsesión.—–El Despertar del Deseo

A la mañana siguiente, me desperté con un mensaje: «Buen día, cerdo. ¿Me debés una?». Era Rosario. Me había desbloqueado.

– Te debo lo que quieras, mi amor. ¿Estás bien?

– Sí. No le digas a Kari lo de anoche. Mis viejos se fueron a Córdoba por el fin de semana, vuelven el domingo. Estoy sola. Vení a casa hoy, tengo que ordenar todo, pero necesito una mano… y mi premio.

– Voy, mi reina. Te llevo un premio y lo que me pidas.

Sabía que la había seducido, que el miedo había pasado y que el morbo había ganado. Y el detalle de que estaba sola… me hizo sentir un poder ilimitado. A partir de ese momento, nuestra relación cambió. Rosario no solo se convirtió en una cómplice, sino en una esclava de mis deseos, aunque por un momento, la dueña del juego sería ella. El poder que sentía sobre ella era embriagador.

Ese mismo día por la tarde, fui a la casa de mis suegros. El silencio de la casa me recibió apenas crucé la puerta. Rosario me esperaba en el living, vestida con una remera vieja y holgada, y un culotte de algodón que le apretaba ese culo hermoso. El ambiente olía a suavizante y a una ligera transpiración juvenil.

– ¡Llegaste! – me dijo con una sonrisa pícara, pero había algo nuevo en su mirada, una confianza, un brillo de control. Tenía los brazos cruzados y me observaba con una autoridad recién descubierta.

– Vengo a hacer lo que me pidas, mi reina. ¿Qué tengo que ordenar?

– Primero, mi premio. Lo que trajiste, pero mi verdadero premio me lo voy a cobrar yo.

Le di un pequeño collar de plata que había comprado de camino. Un pequeño corazón, sencillo, pero con un significado perverso oculto.

– ¡Qué lindo! Gracias, Dami. – Me acerqué y le dio un beso rápido, pero esta vez, con intención. Sus labios eran dulces y la punta de su lengua rozó la mía fugazmente, un claro desafío.

– Tu premio es ordenar el desorden que provocaste anoche – le dije, señalando su entrepierna con una sonrisa.

Ella se ruborizó violentamente, y noté cómo jugaba con el borde de su remera. – Dale. Empecemos por mi pieza. Y vos me das una mano con lo más jodido.

Me guio a su habitación. La puerta se cerró con un chasquido deliberado, un sonido de complicidad que me hizo sentir la adrenalina de lo prohibido. El cuarto de Rosario era un despelote de ropa, libros y útiles escolares. Encima de su escritorio, sin pudor, había un montón de ropa interior. No solo tangas y bombachas, sino culotes anchos y corpiños grandes, de su talle de copa importante, todos desparramados, muchos visiblemente mugrientos y sin lavar.

– ¿Y por dónde arranco, mi rey de la basura? – me preguntó, señalando el desorden general con una sonrisa de depredadora.

Ella mordió su labio inferior. – Por lo que te cabe – me dijo, señalando la pila de lencería con el mentón. – Meté eso en el cesto de la ropa sucia. Pero vas a ir de a una, y me vas a decir qué te parece de todos los olores.

Me acerqué. El olor era un cachetazo: humedad, perfume berreta, y una mezcla intensa de secreciones de días de uso. Agarré una tanga negra, chiquita, que estaba en la cima del montón.

Rosario: – Esa es vieja. De la semana pasada, creo. La usé un día que tuve gimnasia. Y esa noche que volví, estaba tan caliente que me toqué con ella puesta, ahí mismo en el sillón de la cocina. A ver, olé. Y no solo la concha, a ver la parte del culo.

La acerqué a mi nariz. El olor era más fuerte, más concentrado que la transpiración fresca. En el puente olía a chivo de entrepierna agrio y flujo seco. El tejido se había endurecido con mis jugos; en la parte de atrás, el tejido estaba duro con un rastro almizclado, fecal, de haber estado metido entre las nalgas todo el día.

Damián: – Siento un golpe en la nuca. Huele a canela. Y a vos, cuando estás nerviosa, pero también a tu sexo ansioso. La concha está rica, pero el culo tiene un olor más… animal. A caca que pide salir. Me encanta cómo se pone dura la tela donde te lo metiste.

Rosario: – (Se rió, una risa baja y maliciosa). – Esa la usé el día que me crucé a mi ex en el centro. La transpiré toda por los nervios de que me viera. Y me la frotaba para excitarme. Guardala. ¿Cuál sigue?

Agarré la siguiente: un culote de algodón gris, grande y sin costuras, con una mancha marrón oscura en la parte central trasera. Parecía haber estado enrollado bajo su almohada.

Rosario: – Ese es mi favorito para dormir. Tiene por lo menos tres noches de sueño encima. Me gusta que absorba mi olor. Y sí, alguna que otra vez me lo dejé puesto para ir al colegio. Me lo saqué recién antes de ducharme, tenía el culo bien marcado en el algodón.

La acerqué con cuidado. El olor era profundamente íntimo, un olor a cama, a piel tibia. Olía a meo muy diluido, y el olor del culo era potente, a caca seca, gases y al pliegue de las nalgas.

Damián: – Este es el más casero. Huele a tu pieza. A esa cosa de después de que me voy, a… a satisfacción, a tranquilidad cochambrosa. Y este culote se nota que te abraza bien el culo, huele a mierda tierna y olvidada. Siento que te abrazo el culo cuando lo huelo.

Rosario: – (Asintió, con una expresión seria). – Esa tiene mis sueños. Y mis secretos. ¿Te gusta el gusto a mis secretos? A veces me duermo y se me escapa un poco de pis, pero me da paja levantarme.

Dejé esa en el cesto y agarré una bombacha roja de encaje, con una mancha amarillenta oscura y un halo rojizo tenue en la parte delantera.

Rosario: – ¡Esa! Esa la usé para el cumpleaños de mi prima, hace diez días. Me había puesto un vestido ajustado y estaba tomando mucha birra. Me la recontra bajé cuando estábamos bailando; la gente pensaba que era un vino que se me había caído encima. ¡Pero era mi olor, Damián!

El olor era potente. Un fermento ácido, fuerte a pis concentrado y a un flujo abundante, casi menstrual. El olor del puente era ácido y penetrante, el del culo era a transpiración fermentada y aceite de piel.

Damián: – Uf, esta… esta me pica la nariz. ¡Es muy fuerte, Ro! ¿Estuviste todo el día con ella? Huele a meo viejo y a culo transpirado. Siento el ácido en la garganta. Me excita que sea tan fuerte, es como si me estuvieras dominando con tu mugre.

Rosario: – (Su sonrisa se ensanchó, sus ojos brillaban). – Sí. No me la saqué hasta que llegué a casa a la madrugada. Y el pis… bueno, a veces me da paja ir al baño cuando estoy muy mamada, y no me da. ¿Te jode? Me gusta que te sientas así.

Damián: – (Tragué saliva, sintiendo la humedad en mi entrepierna). – No. Me calienta que seas así de cerda conmigo. Me calienta saber que te la bajaste y nadie se dio cuenta que era tu olor.

Ella me señaló un corpiño negro, de copa grande, con tiras caídas, tirado cerca de la cama.

Rosario: – A ver, ese corpiño. Lo usé con el top de gimnasia tres días seguidos. No me lo saqué ni para dormir. Y anoche lo usé para tocarme las tetas en el sillón.

Lo levanté. El corpiño era pesado y olía a perfume fuerte y chivo de axila agrio, mezclado con el olor a humedad del sudor entre sus tetas.

Damián: – Este huele a esfuerzo y a carne caliente. A perfume y a tu sudor salado. Debe ser lindo sacártelo cuando estás así, sentir la piel pegajosa de abajo. Me da ganas de hundir la cara entre tus pechos, justo donde está la mancha de sudor.

Rosario: – (Su voz era casi un susurro). – Es lo mejor de todo. Y me gustaría que lo hicieras, Damián.

Terminé de recoger las últimas prendas. Cada una tenía su propia historia de transpiración, flujo, y dejadez. Las fui tirando al cesto lentamente, bajo la mirada fija y gozosa de Rosario.

Rosario: – ¿Tanto te gustó mi olor anoche, Damián? – me preguntó con una voz baja y ronca, mientras se apoyaba en el marco de la puerta.

Me estremecí. Sentí el calor subir a mi cara. – Sí, me vuelve loco tu olor. Me vuelve loco que dejes esta porquería para que yo la huela. Sentir el gusto de tu suciedad en la nariz me hace sentir que te poseo.

– Lo sé. Ahora que terminaste con la parte sucia… – Me hizo una seña para que me acercara. – Pero ojo, Damián, la tanga de ayer todavía la tengo puesta. Vamos a arrancar con el premio. Pero primero, mostrame cómo huele mi tanga de hoy… sin sacármela.

ahora Me acerqué a ella. Rosario estaba apoyada en la pared, con los brazos cruzados y una sonrisa que me decía que estaba esperando exactamente esto. El culotte de algodón que llevaba puesto con la tanga roja de encaje debajo (esa que había usado la noche anterior) era una bomba de tiempo. El olor a humedad de la transpiración de la noche, mezclado con el flujo, la orina rancia y los restos fecales era un afrodisíaco para mí.

 

Damián: – ¿Cómo huele tu tanga de hoy? Huelo a algo muy familiar, mi reina.

 

Le metí la mano despacio por el borde del culotte de algodón, por la parte de atrás, sintiendo cómo mis dedos se hundían en la carne firme de su nalga. Acaricié el elástico de la tanga roja. Estaba empapado y pegajoso.

 

Rosario: – Huele a culo que te espera, Damián. Y a concha que te necesita. Está mojada, ¿la sentís? Me toqué mucho después que la dejaste en casa.

 

Tiré del elástico y saqué la tanga de un tirón. Estaba caliente, húmeda y se había oscurecido en el puente. La parte trasera tenía un color marrón fuerte y olía a culo sin lavar, concentrado. Un olor a gas, a transpiración y a su almizcle personal.

 

Damián: – Uff… ¡es perfecta! – acerqué la tela a mi nariz y di una larga inhalación, sintiendo cómo el olor me quemaba la garganta, pero me excitaba al mismo tiempo. – Huele a tu ansiedad, a tu miedo, a tu deseo. ¡Es tan fuerte!

 

Ella me agarró la mano que sostenía la tanga y la acercó a su propia nariz, aspirando con deleite el hedor.

 

Rosario: – Es mi olor, Dami. A vos te gusta que sea una cerda para vos. ¿Tiene gusto a vos también?

 

Damián: – Un poco, sí. Hay un resto de tu juguito, y un poco del mío. Es nuestra poción. – La tanga era una mezcla de nuestros fluidos, un testamento de nuestra perversión.

 

Nos miramos, ambos con los ojos vidriosos y la respiración agitada por el hedor. Sin pensarlo dos veces, nos besamos. Fue un beso sucio, con la boca abierta, babeándonos, sintiendo el whisky viejo y el sabor metálico del semen en nuestros labios. Yo pasé la tanga entre nuestras caras, frotando la tela sucia contra su boca, y luego contra la mía.

 

Damián: – Rosario… esta tanga me recuerda a cuando eras chiquita… a esa nena gordita que se sentaba en mi falda.

 

Rosario: – ¿A qué te refieres, cerdo?

 

Damián: – Siempre te tuve ganas, bebé. Desde que tenías siete años y jugabas en casa. Me acuerdo una vez que te dormiste en el sillón de mi consultorio, ¿te acordás? Tenías un short cortito y una remera, y se te veía el elástico de la bombacha.

 

Ella sonrió, recordando vagamente.

 

Damián: – Me fui a la cocina, volví y te vi, dormida con ese culito hermoso. Me moría de ganas de tocarte. Te saqué el short con mucho cuidado, y te quedaste solo en bombacha, esa rosa de algodón. Me senté a tu lado, y te olí. Olías a nena, a dulce de leche, y un poquito a pis recién hecho. Y ese olor a pis… me volvía loco.

 

Acerqué la tanga a mi boca y la mordí, sintiendo la excitación en el recuerdo.

 

Damián: – Te la saqué muy despacio, mientras respirabas profundo. La olí toda. El olor a conchita de nena, apenas húmeda, a calzón usado. Me la llevé al baño y me masturbé con ella, pensando en tu inocencia. Cuando volví, te la puse de nuevo, y nadie se dio cuenta. Yo me quedé mirando la manchita de semen seco. Sentía que te había poseído sin que supieras.

 

Rosario jadeó, sus ojos muy abiertos. Estaba visiblemente excitada por la confesión.

 

Rosario: – No puedo creerlo… ¡Desde tan chica me tenías ganas, Damián! ¡Qué perverso sos!

 

Damián: – Y eso no fue todo. Una vez, en casa de tus padres, tenías ocho años y te estabas cambiando para ir a la pileta. Dejaste la bombacha azul de corazones tirada en el piso. Agarré un libro y me encerré en el baño. No me importó. La olí, la mordí, y me la pasé por toda la cara. Estaba mojada, y olía a sudor de culo y concha. Me saqué la leche en ella, la limpié un poco con papel higiénico, y la volví a dejar tirada en tu cuarto. Nadie la encontró. Y yo, cada vez que te veía, sentía que teníamos un secreto.

 

Ella me abrazó con fuerza, hundiendo la cara en mi cuello. Estaba temblando.

 

Rosario: – Me encanta, Damián. Me calienta saber que te excitaba mi suciedad. Me hace sentir poderosa. ¿Y la dejaste sucia con tu semen?

 

Damián: – Siempre, mi amor. Siempre dejaba un rastro de mi posesión en tu inocencia. Era mi forma de marcarte. Te quiero, Rosario. Quiero que seas mi putita, mi cochinada, y que me cuentes todas tus guarradas.

 

La abracé y la besé de nuevo, con la tanga en la mano. El olor a sexo de la tela se volvió el perfume de nuestro beso. Estaba completamente entregada, y yo, el arquitecto de su perversión, me sentía en la cima del mundo.

Damián: – Rosario… ¿y de verdad nunca te acordaste de nada de eso? ¿Nunca te diste cuenta de que te había manoseado, o de que te hacía tocarme?

 

Me separé un poco, manteniendo la tanga sucia como un trofeo entre nosotros. Ella todavía tenía los ojos brillantes por la excitación de mi confesión anterior.

 

Rosario: – No, Damián. Nunca. Es que yo era muy chiquita, ¿viste? Siempre me portaba bien con vos, y eras como un tío. Me dabas masajes, me peinabas… no, de verdad. ¿Qué más me hiciste? Contame todo, me encanta saber lo perverso que eras.

 

Rosario me miró, con los ojos brillando de deseo, pero una sombra de confusión cruzó su rostro. La tanga sucia que tenía en la mano ahora era un fetiche sagrado, y también un peso.

 

Rosario: – Me encanta que hayas sido tan asqueroso conmigo, cuñado. Que me esperaras. ¿Pero… de verdad me hubieras cogido de chiquita? Decime la verdad, cerdo. ¿No te daba asco? ¿No pensabas en mi hermana, en lo que hubiese pasado? Me pone re caliente que me lo digas, pero no sé… ¿es normal esto que siento? ¿Y si alguien se entera de que tenés mis bombachitas de nena?

 

Damián: – ¿Me hubieras dejado? Si me hubieras dado la más mínima señal, te juro que sí. Te hubiera chupado el orto y te hubiera reventado la concha en un descuido, en un sillón, en un baño. Pero eras muy nena y mi cabeza me decía: «No, la vas a traumar, esperá que crezca, que se caliente sola». Pero la calentura me mataba. ¿Te cuento la más zarpada que hice con tu ropa?

 

Rosario: – ¡Dale\! Contame, me pones re caliente cuando me decís estas cosas. ¡Quiero más\! Pero pará un toque… ¿de verdad no te sentís mal por esto? A mí me da una mezcla de asco y de… de querer más. ¿Vos estás seguro de que esto está bien? ¿O soy una enferma por que me guste?

 

Damián: – Guardo tus bombachitas de cuando tenías siete, ocho años. Las tengo en una caja de zapatos, en el altillo del consultorio. Son esas de algodón que tenías, con dibujitos de gatitos y florcitas. Algunas están gastadas, otras tienen el elástico roto, pero todas tienen tu olor. Las tengo ahí, bien guardadas. Las agarro, las huelo, me las pongo en la cara y te imagino durmiendo, con ese culito gordo y tu piel de durazno. Me las paso por la pija y me vengo pensando en que ese olor a nena era lo más puro que tenía.

 

Rosario se separó de mí, con la cara roja, su respiración acelerada y las cejas fruncidas. Se agachó, tiró su culotte de algodón al piso y se tocó la tanga roja que tenía puesta.

 

Rosario: – ¡No puedo creerlo\! ¡Sos un degenerado de mierda, Damián\! ¡Me encanta\! Pero… ¿siete años? ¿Y yo te gustaba así, tan chica? Me da cosa pensarlo. Pero… ¿y las olés, decís? ¿Y te venís con ellas? ¿Y si te agarran revisando la ropa de una nena?

 

Damián: – Me las paso por la cabeza, me las pongo en la nariz. Huelo el pis, el sudor, la caca que se te escapaba. Me vengo, sí. Siempre. Me vuelvo loco con la idea de que ese olor sucio sea solo mío. ¿Y qué me va a pasar? Vos me las diste, ahora sos grande.

 

Rosario: – (Su voz era una orden, cargada de deseo, pero con un temblor de duda). – Quiero que me pidas una bombacha nueva. Una de estas que tengo acá en el cajón. Elegí la más asquerosa y me la pedís. Y me la sacás vos. Pero, Damián… ¿Vos pensás que vas a poder parar con esto o siempre vamos a ser así, tan turbios?

 

Me acerqué al cajón de ropa interior, que ya habíamos desordenado. Agarré una bombacha de encaje blanco, que tenía una mancha de flujo seco y un claro rastro marrón del pliegue de sus nalgas. Olía a semen de anoche, a flujo agrio y a culo fuerte.

 

Damián: – Mi reina, mi cerdita. Quiero que me regales esta. Esta bombacha. Quiero tenerla en mi colección, con tu mugre de adolescente, para mezclarla con el olor de la nena que eras.

 

Rosario: – (Ella arqueó la espalda, excitada, pero sus ojos estaban llenos de preguntas sin responder). – Te la regalo si me la sacás vos. Y me dejás ponértela en la cara. Pero decime, ¿por qué tenías que ser vos, el marido de mi hermana? ¿Por qué no pudiste esperar a que yo tuviera otro novio?

 

Me arrodillé frente a ella. Ella se paró con las piernas abiertas. Su concha hinchada palpitaba bajo la tanga. Le bajé la tanga roja hasta sus tobillos, sintiendo cómo el olor fuerte a sexo y suciedad me golpeaba. Agarré la bombacha blanca, con sumo cuidado, y la acerqué a su rostro.

 

Damián: – ¡Ponémela en la cara, mi amor\! ¡Quiero tu suciedad, quiero tu olor\!

 

Ella me agarró la cabeza y me frotó la bombacha sucia con todas sus fuerzas contra mi boca y mi nariz. El olor era insoportable, pero el morbo me hizo gemir de placer. El gusto amargo y salado del flujo y el rastro almizclado del culo me volvieron loco.

 

Rosario: – ¡Sí, Damián\! ¡Mi ropa sucia es tu droga\! ¡Mi mugre es tu premio\! Soy tu putita, soy la cerda que te calienta. ¡Oló, olé mi mierda\! Y quiero que guardes todas las que quieras, pero me las vas a pedir de rodillas, como tu esclava sucia. (Apretó mi cabeza más fuerte contra la bombacha) ¿De verdad no te importa que estemos haciendo esto? ¿Y si te echo de menos cuando no estás?

 

Me levanté de un salto, mi pija re dura, y la agarré del pelo, tirándola contra la pared. La besé con la boca llena del sabor de su bombacha sucia.

 

Damián: – ¡Sos mía\! Y vas a usar la ropa sucia que yo te pida, para que me la regales. Y me vas a dejar entrar a tu pieza a robarte las bombachas cuando yo quiera. ¡Te voy a llenar de semen tu ropa de niña\!

 

Rosario: – ¡Sí, Dami\! ¡Haceme tu puta\! ¡Me calienta que te gusten mis cochinadas\! ¡Ahora cogeme acá mismo, con ese olor a mierda en la boca\! (Pero su voz se quebró un poco). No sé si quiero parar esto, pero tengo miedo de que alguien se dé cuenta.Rosario: – ¡Sí, Dami! ¡Quiero ser tuya! ¡Olémela la concha y el orto, y cogeme de una vez! ¡Ya no quiero ser virgen! (Pero su voz se quebró un poco). Sé que va a ser nuestro secreto, pero tengo miedo de que alguien se dé cuenta. ¡Y no sé cómo decírtelo, pero soy virgen!

 

Damián: (Sorprendido) – ¿Virgen? ¡Rosario! Pero… con todas las guarangadas que me decís…

Rosario: – Sí, Dami. ¡Virgen! ¿Qué te pensabas? Que por tocarme y mandarte ese video ya estaba usada? Me calenté, y me toqué, ¡pero nadie me la puso! Y ahora quiero que seas vos. Quiero que me quites esa virginidad acá, en mi cama, con tu pija grande y con mis bombachas sucias de testigo. Pero… mirá si me duele, Damián. Vos no sos mi novio, sos mi cuñado, el marido de mi hermana, y… ¿y si me arrepiento de que seas el primero? ¡Ayudame a sacarme esta tanga! ¡Dale, que estoy re caliente!

 

Damián se quedó paralizado por un segundo, sintiendo el golpe de la adrenalina. Virgen. Y ella se lo estaba pidiendo. El morbo se mezcló con un deseo absoluto.

 

Damián: – Rosario… sos virgen. Pendeja, ¡me volvés loco! Pero no vas a arrepentirte de nada. Me gustás, me gustás demasiado, y te juro que vas a querer que sea el único. Ahora, escuchame bien, mi amor. Me vas a obedecer en todo.

 

Se levantó, su rostro un mapa de deseo y autoridad. Agarró la bombacha sucia que había usado como fetiche y la tiró con desprecio a un rincón de la cama.

 

Damián: – Te voy a coger. Te voy a hacer mi mujer, mi puta, acá mismo, con tu olor, con tu mugre, para que nunca te olvides de esto. Pero voy a ir despacio, ¿entendés? No te voy a lastimar, te voy a dar placer. Y quiero que gimas, que grites, que me pidas más cuando te duela, para que el dolor se vuelva placer. ¿Me entendés, mi puta?

 

Ella asintió, pero entonces sus ojos se nublaron, y el rastro de la niña regresó con una punzada de pánico.

 

Rosario: – (Su voz era un susurro quebrado, lleno de duda). – Damián… yo… me muero por vos. Me muero por que me cojas, de verdad. Pero tengo miedo. Mucho miedo. Me duele todo esto, no sé si estoy haciendo bien… mi hermana… ¿Qué va a pasar si mi hermana se entera de esto? Ella… me mira como a una niña. Yo no soy una niña, pero…

 

Damián: – (Se agachó, agarrándola del mentón con firmeza, obligándola a mirarlo). – Olvidate de tu hermana. Olvidate de todo. Yo solo quiero hacerte mía. Y si le decís algo, o si te arrepentís, no te va a gustar nada lo que va a pasar, Rosario. No pienses en nadie más. Pensá en esto que sentís, en lo mucho que me deseás. Cerrá la boca y confiá en mí. ¿Querés que te toque? ¿Querés que meta mi pija en tu concha?

 

Ella luchaba por respirar, su deseo y su miedo peleando en su interior.

 

Rosario: – Sí… sí, por favor… pero, por favor, Damián… haceme tuya, pero despacio. Y… (juntó todo su coraje). – Y… ¿vas a usar forro? Tengo miedo. Mucho.

 

Damián: – (Su voz era grave, dominante, cerrando cualquier puerta a la duda). – Y esto es importante, Rosario. Te voy a coger sin forro. Lo hago porque te amo. Te amo tanto, mi virgen, que quiero que mi amor entre dentro de vos sin barreras. Y si te dejo embarazada, será la prueba más grande de este amor, para que veas cuánto te amo y cuánto te quiero como mía. Quiero sentir tu calor en la punta de mi pija, quiero sentir tu concha apretada y virgen sin barreras. Quiero dejar mi semen dentro de vos, para que te quedes con mi olor, con mi sabor, con mi marca. No te voy a poner un forro. ¿Me dejás, mi amor? Quiero que mi esperma sea nuestro secreto más sucio.

 

Rosario: – (Cerró los ojos, la aceptación era ya una sentencia). – Sí, Damián. Cogeme sin forro. Llename de vos. Hacelo.

 

Damián sintió un rugido en su interior. La levantó en brazos y la depositó suavemente sobre la cama desordenada. Se desabrochó el pantalón y se lo bajó de un tirón, dejando su pija gorda y caliente a la vista.

 

Damián: – Mirá. Esto es lo que me hiciste hacer. Esto es lo que deseo, y esto es lo que va a ser tuyo para siempre.

 

Se acercó a su oído, con la pija palpitando de deseo.

 

Damián: – Ahora me vas a dar la espalda. Vas a gatear, y vas a poner ese culo hermoso en el aire. Y si te duele, vas a apretar los dientes y a gemir por mí. Dale, gatita. Obedeceme.

Rosario obedeció. Se puso en cuatro, exponiendo ese culo bien morocho y firme, con la tanga roja de encaje enredada en los tobillos. La concha, hinchada y virgen, se abría tímidamente. Pero era su orto, grande y carnoso, el que me re calentó.

 

Me acerqué por detrás, con la pija goteando de la terrible calentura. Primero, hundí mi nariz en la raya del culo, aspirando ese olor almizclado, a transpiración de pendeja y a rastro de caca. Era el aroma de mi perdición.

 

Damián: – Mierda, Rosario. ¡Oles a pendeja en celo, pelotuda!

 

Ella tembló, pero se quedó quieta. Deslicé mi lengua por el pliegue del culo, lamiendo desde la cintura hasta el ojete. El olor y el sabor eran un viaje: piel tibia, salada, y un gustito a mierda tierna que me volvió loco. Rosario arqueó la espalda y gimió, con la cara escondida en la almohada.

 

Rosario: – Ah… sí, Dami… chupame bien la cola…

 

Me detuve en el agujero del ano, redondo y bien apretado. Lo besé con la boca abierta, humedeciéndolo con mi saliva, luego metí la punta de la lengua, girando. Ella soltó un grito ahogado.

 

Rosario: – ¡Damián, ahí no! ¡Duele un montón!

 

Ignoré su súplica y saqué la lengua para escupir directamente en su ano, varias veces, hasta que estuvo bien mojado.

 

Damián: – A esto huele tu mugre, mi amor. Y este asco es mío. Ahora dame la concha.

 

Cambié de posición. Me arrodilé y abrí sus labios vaginales con mis dedos, buscando el orificio virginal. El olor a flujo adolescente era dulce y fuerte. Hundí mi lengua en su clítoris, chupando y lamiendo con urgencia, y luego bajé a su ojete, alternando entre los dos.

 

Rosario: – ¡Ahhhhh! ¡Sí! ¡Más! ¡Así me re calienta! ¡Soy tu perra, Dami!

 

Dejé de torturarla con la boca, pero usé mis dedos y la saliva para dilatarla. Empecé metiendo un dedo en su ano, despacio, girándolo para ablandarla. Ella se retorcía.

 

Rosario: – ¡Pará, Damián! ¡Me estás rompiendo!

 

Damián: – Ahora viene el premio, mi reina. Te vas a portar bien.

 

Saqué mi dedo y lo cubrí de saliva, luego lo metí hasta el fondo de golpe. Rosario gritó, un grito agudo de dolor.

 

Rosario: – ¡No! ¡Damián, pará! ¡Duele! ¡Duele muchísimo, la puta que te parió!

 

Me detuve, pero solo un toque. Empujé mi pija contra su ano, notando cómo su esfínter se rehusaba. Ella tensó todo el cuerpo, pero no se movió de la posición.

 

Damián: – Vas a respirar, mi amor. Respirá profundo, y relajá el culo. El dolor va a pasar.

 

Volví a empujar, esta vez con más autoridad. Sentí el pop de su ojete cediendo. Mi pija estaba adentro, metida hasta la mitad en ese culo virgen y bien apretado.

 

Rosario: – ¡¡Ahhhhh!! ¡Mierda! ¡Me reventaste el orto!

 

Me quedé quieto, esperando a que el dolor se convirtiera en placer. Ella jadeaba, pero en lugar de pedir que pare, empezó a mover lentamente la cola. Para mi absoluta sorpresa, su culo virgen no solo cedió, sino que empezó a apretarme la pija con una fuerza deliciosa.

 

Damián: – ¿Te duele, putita? ¿Querés que pare?

 

Rosario: – (Su voz era ronca, casi gutural). – No. No me duele… me arde. Pero… ¡dale, Damián, la concha de tu hermana! ¡Movete! ¡Me re gusta! ¡Sí! ¡Cogeme el culo! ¡Soy tu puta anal!

 

Empecé a embestir despacio, y luego más rápido. El roce de mi pija dentro de ese culo caliente y apretadísimo era el paraíso. Ella gemía y gritaba, pero no de dolor, sino de puro morbo. Movía la cola hacia atrás, buscando mi ritmo, disfrutando el dolor que se había transformado en un placer sucio.

 

Damián: – ¡Rosario! ¡Sos una cerda de mierda! ¡Me estás apretando la pija con tu culo virgen! ¡Así, mi puta, así me re calienta!

 

Ella se giró un poco, levantó la cabeza y me miró con una sonrisa perversa, con los ojos vidriosos por la excitación.

 

Rosario: – ¡Sí, Damián! ¡Me encanta por el culo, forro! ¡Me encanta que me rompas el orto! ¡Haceme cagar de gusto! ¡Soy solo tuya! ¡Llename el culo de tu amor, dale!

 

La cogí con toda mi fuerza, embistiendo hasta el fondo de su virgen culo. El sonido de nuestros cuerpos golpeándose resonó en la habitación, un ritmo primitivo que sellaba nuestro pacto de perversión. Ella no era una nena asustada, sino una puta adolescente, nacida para que le den por el orto.

 

El aire en la habitación era espeso, cargado de sudor, feromonas y el almizcle fuerte de la ropa sucia que aún flotaba en el ambiente. Yo estaba anclado en su culo virgen, embistiéndola sin piedad, y ella se había transformado en una bestia de placer. El clic que hizo su mente al pasar del miedo a la excitación era el sonido de mi triunfo.

 

Damián: – ¡Así me gusta, turrita! ¡Pedime más! ¡Decime que sos mi puta, que este culo es mío!

 

Rosario: – (Gimiendo, su voz áspera por el placer y los gritos ahogados en la almohada). – ¡Soy tu puta, Damián! ¡La más sucia! ¡Dale más fuerte, rompeme el orto como te gusta, forro! ¡Haceme cagar de gusto, dale, dale!

 

El contraste entre su cuerpo adolescente y la boca sucia que tenía me enloquecía. Cada embestida era un golpe seco y placentero, y ella lo devolvía apretándome con el esfínter, llevándome al borde.

 

Damián: – ¡Sos un animal, Rosario! ¡La mejor cola que cogí en mi vida! ¡Tu hermana se queda corta!

 

Rosario: – (Se rió, un sonido histérico, pero lleno de lujuria). – ¡La Kari no tiene el culo que tengo yo! ¡El mío es tuyo, Damián! ¡Llename el orto de leche, meá adentro! ¡Te amo, cochino!

 

Sabía que estaba cerca. La sensación de su virginidad anal apretándome la pija era algo que nunca iba a olvidar. Aceleré el ritmo, embistiendo con toda mi fuerza. El sonido de la carne chocando contra el colchón era obsceno, perfecto.

 

Damián: – ¡Tomá! ¡Tomá mi amor! ¡Mi puta! ¡Para vos, mi amor!

 

Sentí el orgasmo venir como una descarga eléctrica, un rugido en mi interior. Grité su nombre, y mi semen caliente salió disparado dentro de su culo virgen. El esfínter la apretó con un espasmo delicioso.

 

Damián: – ¡Ahhhhhh! ¡Rosarioooo! ¡Toda mi leche adentro de tu culo!

 

Me desplomé sobre su espalda, jadeando, con la pija aún metida y chorreando. Ella sollozó, pero eran gemidos de placer y agotamiento.

 

Rosario: – (Con la voz entrecortada). – ¡Sí! ¡Qué rico, Damián! ¡Me rompiste el culo! Me encanta. Quedate un toque, me siento re bien. Te amo, cuñado. ¡Soy tu mujer!

 

Me quedé dentro de ella un minuto más, sintiendo cómo su cuerpo se relajaba bajo el mío. Luego, me salí despacio, la pija goteando y el olor a sexo anal inundando el aire.

 

Damián: – ¡Qué bien cogés por el culo, mi amor! Ahora… ¿querés el premio gordo?

 

La ayudé a darse vuelta. Estaba boca arriba, con la cara roja y el pelo pegado a la frente. Sus piernas fuertes y morenas estaban abiertas, dejando ver su concha hinchada y húmeda, su virgen conchita palpitando.

 

Rosario: – (Mirándome a los ojos, con una mezcla de súplica y autoridad). – Sí, Damián. Quiero mi concha. Quiero que seas el único. Metémela toda, despacio, y después me das con todo. No me importa el dolor. Yo confío en vos, mi amor. Me volvés loca. Me gusta que seas así de cochino.

 

Me acerqué. Me puse entre sus piernas y abrí su concha con mis dedos. El orificio era pequeño, pero goteaba de deseo. El olor era dulce y afrutado, a diferencia del olor fuerte de su culo.

 

Damián: – Mirá. Esta es tu conchita virgen. Es lo más lindo que vi en mi vida. Y va a ser mía.

 

Me la froté en el clítoris, en el capuchón, y luego la llevé a su ojete, mezclando los sabores.

 

Damián: – Mirá, mi amor. La concha y el culo. Ambas son mías.

 

Ella gritó, retorciéndose de excitación.

 

Rosario: – ¡Basta, Damián! ¡Metémela de una vez, que me estoy volviendo loca! ¡Quiero sentir tu pija sin forro! ¡Quiero tu semen adentro de mí! ¡Dale, rompeme!

 

Me subí encima de ella. Apoyé mi pija contra su entrada. El roce era glorioso. Le agarré la cintura con mis manos y empujé despacio, con la punta.

 

Damián: – Un poquito, mi amor. Solo la punta.

 

Rosario: – ¡Ahhh…! ¡Sí! ¡Qué rico! ¡Dale más!

 

Empujé de nuevo, un poco más. Sentí la membrana, el himen, estirándose, cediendo.

 

Rosario: – ¡Mmm…! ¡Duele un poquito, Damián! ¡Pero seguí! ¡Por favor, seguí!

 

Un tercer empujón, firme y autoritario. Sentí el pequeño desgarro, y ella gritó, un grito que no era de morbo, sino de dolor puro, ahogado en la almohada. Una pequeña mancha de sangre apareció en el colchón.

 

Damián: – ¡Ya está, mi amor! ¡Ya sos mía! ¡Sos mi puta virgen!

 

Me quedé quieto, sintiendo cómo el miedo y el dolor se disipaban. Ella suspiró, sintiendo mi pija caliente llenando su concha, ahora libre.

 

Rosario: – (Susurrando, con la voz rota). – Sí… soy tuya. Damián… me duele un poco… pero… (Su voz se volvió fuerte, turra). – ¡Pero movete, puto! ¡Dame pija, que ya no duele! ¡Dale con todo, soy tuya, tuya, tuya!

 

Empecé a moverme. Primero despacio, luego en un ritmo salvaje, ancestral. La sensación de su concha virgen y apretada alrededor de mi pija era adictiva. Ella se movía bajo mío, gimiendo, gritando mi nombre, y diciendo todas las guarangadas que se le ocurrían.

 

Rosario: – ¡Damián! ¡Te amo! ¡Haceme otro hijo, forro! ¡Quiero tu semen! ¡Te juro que te amo, sos el más zarpado! ¡No pares! ¡Soy tuya, tuya, tuya!

 

Damián: – ¡Sí, mi amor! ¡Mi turrita! ¡Para vos, todo! ¡Mi leche es tuya! ¡Mi amor es este!

 

La cogí como si no hubiera mañana, como si mi vida dependiera de ello. Sus gritos, sus súplicas, el olor a sexo y sangre fresca… todo era un delirio perverso. Y en el pico de mi calentura, sin poder contenerme, grité.

 

Damián: – ¡Toda mi leche para vos, mi amor!

 

Me corrí dentro de ella con una fuerza brutal, llenando su concha virgen de mi semen. Ella gritó, un orgasmo tardío la sacudió, y ambos caímos rendidos. Me salí de ella, goteando, y me tiré a su lado.

 

Rosario: – (Se dio vuelta, con los ojos llenos de lágrimas, no de tristeza, sino de amor y perversión). – ¡Damián! ¡Sos mi vida! ¡Me encanta que seas tan asqueroso! Me dolés, me dolés un montón… ¡pero me volvés loca! ¡Me volviste tu puta! Te amo, Damián. Y nunca, nunca le voy a decir a Kari. Yo quiero que seas el único.

 

Me abrazó, su cuerpo pequeño y ahora mancillado aferrándose al mío. La abracé fuerte, sabiendo que acababa de crear a mi esclava sexual perfecta, mi cuñada turra y enamorada. El silencio de la casa de sus padres era el único testigo de nuestro pacto sucio.

 

Nos quedamos un rato abrazados, ella llorando de placer y yo, con la respiración entrecortada. El olor a sexo, a sudor y a la mezcla de nuestros fluidos era la banda sonora de mi triunfo.

 

Damián: (Acariciándole el pelo y el rostro, quitándole las lágrimas). — Ya está, mi vida. Ya sos mía. Te prometo que todo el sexo que no te di cuando eras esa nena gordita que me calentaba, te lo voy a dar ahora. Por el culo, por la concha, por la boca, en todos lados. Ya no hay vuelta atrás. Esto es nuestro, y no termina acá. Te amo, mi puta.

 

Rosario: (Con una sonrisa exhausta). — Gracias, Dami. Te juro que no me arrepiento. Sos mi cerdo favorito. Pero andate, antes de que mis viejos vuelvan. Y vení a buscarme mañana. Quiero que me cojas más.

 

Me vestí rápidamente, sintiendo el peso de la bombacha sucia que había robado. Le di un beso largo, profundo, con sabor a semen y sangre.

 

Damián: — Nos vemos mañana, mi reina. Y no te olvides: sos mía.

 

Salí de la casa de mis suegros en un estado de euforia absoluta. La satisfacción de haber cogido a mi cuñada virgen, de haberla pervertido hasta ese punto, era incomparable. La adrenalina me hacía temblar.

 

Manejé hasta mi casa, y al entrar, el silencio me pareció anormal. Karina, mi esposa panzona y embarazada, debía estar durmiendo, pero no era el silencio de la noche, sino un silencio tenso, interrumpido. Dejé las llaves en la mesa y me quité el abrigo.

 

Justo entonces, un sonido me paralizó. No era un simple ruido, sino un jadeo. Venía de nuestra habitación.

 

Me acerqué despacio, con el corazón martillándome en el pecho. ¿Karina se había despertado? ¿Por qué ese ruido? Escuché de nuevo: gemidos, de mujer, entrecortados, seguidos por un susurro excitado.

 

No podía ser. Karina estaba embarazada, con una panza enorme, y si bien cogíamos, era con menos intensidad. Este sonido era… urgente.

 

Llevé la mano al picaporte, girándolo con una lentitud exasperante. La puerta se abrió apenas un centímetro. Me pegué al marco, aguantando la respiración.

 

El aire acondicionado de la habitación estaba apagado, lo que hacía que el sonido fuera más claro, y con él, el olor. No era el olor de nuestro cuarto, sino un perfume fuerte, barato, y… el inconfundible y almizclado aroma a sexo sin disimulo.

 

Mi pánico se convirtió en una ira helada. ¿Karina? ¿Con quién?

 

Abrí la puerta un poco más. La luz del pasillo se coló, revelando la silueta de mi cama. Y lo que oí, me dejó mudo, con la mano temblándole en el pomo.

 

No eran los jadeos de un coito. Eran los gemidos de Karina, entrecortados, seguidos por un jadeo mucho más profundo, y su voz, apenas un hilo de sonido, pero clara.

 

Karina: (jadeando, con un gemido largo). — ¡Sí! ¡Así! Dios… ¡me están chupando muy rico la concha! ¡Más!

 

Sentí un escalofrío helado que me recorrió la espalda. No era mi voz la que la excitaba.

 

No había un hombre.

 

Lo que vi en nuestra cama, a la tenue luz, me hizo sentir un asco tan visceral que tuve que sostenerme del marco de la puerta. Karina estaba recostada de espaldas, con la panza sobresaliendo, y sus piernas estaban abiertas en «V».

 

Y entre sus piernas, arrodillado frente a su vulva hinchada y húmeda, estaba una cabecita rubia.

 

Era mi hijo, Lucas, de cuatro años, lamiendo la concha de su madre.

 

Karina, con los ojos cerrados, no se daba cuenta de que yo estaba allí. Estaba inmersa en su placer, con la respiración sibilante.

 

Karina: (Susurrando, casi un gemido). — Más, mi amor… ¡dale, chupame fuerte, mi nene lindo…!

 

El nene, con la boca húmeda y concentrada, seguía en su tarea.

 

Me quedé helado, sintiendo que el mundo entero se desmoronaba. El asco se mezcló con una náusea helada.

 

Mi hijo. Mi esposa. Mi casa.

 

En ese instante, Lucas, mi hijo, levantó la cabeza. Tenía la cara manchada y húmeda. Me vio parado en la sombra del pasillo. Sus ojos grandes me miraron, sin miedo, pero con la sorpresa de un niño atrapado en un juego prohibido.

 

Lucas: (Con la voz de un niño, confundido). — Papi… ¿Ya llegaste? Mami está jugando…

 

Karina abrió los ojos, lentamente. Su expresión de placer se congeló al verme allí, de pie, con la bombacha sucia de su hermana en el bolsillo, y con la cara de mi hijo manchada por sus fluidos.

 

El silencio se hizo espeso, interrumpido solo por el jadeo de mi esposa y la respiración de mi hijo.

 

El aire de la habitación se cortó, denso de silencio y horror. Karina me miró, pálida, con la boca entreabierta y con un brillo perverso en los ojos, mientras Lucas, con su inocencia manchada, se aferraba a su juego. Mi mente, recién salida de la euforia perversa con Rosario, colapsó ante esta nueva y monstruosa realidad. La culpa y el asco se mezclaron con la furia. Ya no era el pervertido de la familia; era el espectador de una locura mucho más profunda.

 

Lucas nos miraba, esperando que el juego continuara. Karina no se cubrió, sino que me sostuvo la mirada con un morbo desafiante.

 

Lo que pasó en ese instante, en esa habitación, con mi hijo de testigo y mi esposa al descubierto, fue el quiebre de toda mi realidad. Mi vida ya no se trataba solo de la deliciosa perversión con mis cuñadas, sino de la espiral de morbo y perversión que había en mi propio hogar.

 

Tuve que decidir: ¿destruiría todo con un grito, o jugaría el juego de mi esposa y mi hijo? El morbo, mi eterna guía, me susurró al oído que esta historia, mi historia, apenas estaba por volverse aún más oscura.

 

Aquí termina esta parte de la historia. Lo que sucedió en ese momento, el momento que definirá el futuro de mi matrimonio, y las consecuencias que esto traerá para mi relación no solo con Rosario, sino con todos los niños y las hembras de la familia, será contado en el siguiente relato, donde todas las historias que pasaron y pasarán toman sentido.

 

Me encantaría conocer sus opiniones y experiencias. Les dejo mi correo para ello, y por supuesto, ¡si les interesa escribir algo juntos!  [email protected]

 

10 Lecturas/24 diciembre, 2025/0 Comentarios/por arcangel_perverso
Etiquetas: anal, colegio, cumpleaños, cuñada, hermana, hijo, madre, sexo
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