La señora Isabel y el oscuro deseo de David.
Una vecina anciana se convierte en el fetiche de un adolescente, hasta el punto de conseguir tener sexo con ella de una manera que la mujer, nunca había experimentado. .
Soy David, un chico de 18 años. Lo que voy a contar, ocurrió hace un año aproximadamente.
Vivo en un pequeño pueblo. Mi madre, Laura, tiene una peluquería y mi padre, Manuel, trabaja con un camión de reparto de bebidas.
Hace un año, yo era un chaval tímido, mientras que todos mis amigos del instituto ya tenían novia y muchos ya habían tenido sexo o por lo menos ya habían disfrutado de la típica paja que alguna amiga les había hecho, yo aún era virgen y no había disfrutado de contacto femenino ninguno.
Lo cierto es que me atormentaba, porque yo aunque era y soy muy normal físicamente, si me veía mejor que algunos de mis amigos con novia.
Alto, de 1,85 de estatura; moreno; ojos marrones; piel blanca; delgado, aunque no fibroso. En fin, normal, pero tampoco desagradable a la vista, imaginaba.
Otra cosa que me atormentaba, era tener un enorme miembro. Una polla de 24 centímetros, gruesa, venosa y curvada hacia arriba. Un pollón que ya quisieran muchos, pero sin estrenar. Sólo me servía para matarme a pajas fantaseando con profesoras, amigas, madres de amigos y conocidas.
Desde hacía unos meses, había una mujer que despertaba mi curiosidad sexual, doña Isabel.
Ella vive justo al lado de nuestra casa. Es una mujer de unos 70 años. Está casada con Antonio, que tiene 75. Tienen una hija, que vive en otro pueblo, Pili, que está casada y tiene una chica de mi edad.
Lo cierto es que nunca me había fijado en señoras tan mayores. Pero un día, doña Isabel necesitaba ayuda para vaciar unos trastos en el patio de su casa. Su marido, siempre ha sido un vago y un borrachín; así que le preguntó a mi madre si yo podía ayudarla.
– Muchas gracias, hijo. Es que con Antonio, no puedo contar. Ya se ha escapado al bar, de buena mañana y son las 10. Ya ves… – dijo Isabel, cuando me presenté en su casa aquella mañana.
La mujer, es bajita, sobre 1,55 de alto. Piel morena; pelo rubio platino, teñido –es clienta de mi madre–. Tiene los ojos azules y su cara está surcada de arrugas. Su cuerpo es delgado y se nota que ha llevado una vida dura. Trabajaba de limpiadora, cuando era joven.
Mientras la ayudaba a meter en bolsas de basura un montón de cartones y cosas que había en el pequeño garaje del patio, me fijé en ella.
Aquel día, la mujer llevaba una chanclas que dejaban ver sus pies, con sus dedos algo torcidos. Una falda negra, hasta la rodilla. Sus pantorrillas se veían delgadas y sus rodillas muy marcadas. Llevaba una blusa marrón, con un estampado de pequeñas flores granates.
Entonces me fijé en que si bien la señora era delgada, sus pechos parecían abultarse bastante bajo la blusa. Hasta ese día, nunca me había fijado.
Sus tetas se bamboleaban al moverse. Se notaba el sujetador bajo la fina tela marrón. Aquellas tetas, parecían estar caídas pero se intuían llenas.
En un momento en que Isabelina, como así la llamaban todos, se agachó, pude ver a través del escote sus tetas. Enfundadas en un sujetador de color beige, de tipo cruzado, aquellas domingas me pusieron caliente de golpe.
Mientras seguíamos preparando basura en bolsas y cajas, ella me preguntaba por mis padres, mis estudios, etcétera. Yo, contestaba cordialmente, pero mi atención principal se centraba en desviar furtivamente mi vista hacia su escote, cuando ella se agachaba.
Aquella noche, no pude parar de pensar en las tetorras colganderas y llenas de Isabelina.
Desde ese día, comencé a ofrecerme cada vez que ella necesitaba ayuda.
Su marido, estaba todo el día en el bar, así que la mujer necesitaba ayuda para ordenar casa o con el jardín del patio.
Isabelina disfrutaba de mi compañía por las tardes, cuando yo volvía del instituto y me acercaba a ayudarla a su casa. Me contaba cosas de su vida, de su hija y su nieta, me preguntaba por mí, etcétera.
Mientras, yo trataba de ver aquellas tetas colgantes cuanto podía. Jerseys ajustados que las marcaban; blusas que señalaban su sostén y dejaban notar a veces los pezones. Algunas veces, algún escote en pico que dejaba ver más al agacharse…
Un día, era sábado tarde. Antonio, estaba en el bar como siempre. Yo fui a ayudar a Isabel a colocar unas cajas con platos y tazas, en una estantería del desván de casa.
La anciana llevaba una falda granate y una blusa gris. Esta, tenía un escote más amplio de lo habitual y podía ver el canalillo de la vieja. Me puso a 100 el que se le notase el sujetador y más aún, cuando se agachaba y podía ver aquellas tetas balanceándose.
La blusa, tenía unos botones negros que parecían quedar holgados. De repente, me percaté de que el primer botón del escote, se había desabrochado sin que Isabelina se diese cuenta. Al haber separación entre botón y botón, el escote se abrió mucho y podía verle las tetas a la anciana. Aquellas tetorras contenidas en aquel sujetador beige, empezaron a provocarme una erección. Mi polla comenzó a endurecerse y a notarse bajo mi pantalón de chándal, al no llevar calzoncillos.
La mujer cogió un pequeño taburete, para subirse en él y llegar arriba de un armario del desván.
– Isabelina ten cuidado. Ya me subo yo – le dije.
– Tranquilo hijo, yo llego bien así – respondió.
Las tetas de la anciana me quedaban a la altura de la cara. Entonces, la sujeté poniendo mi mano en su zona lumbar y la otra sobre su vientre.
– Yo te sujeto, Isabelina – le dije, mientras ella me miraba sonriendo.
– Ay, gracias, no te preocupes – dijo.
Mientras ella revolvía mantas y bolsas que había arriba del armario, mi corazón se aceleraba. Sabía que podía liarla mucho, si hacía alguna tontería.
Deslice mi mano desde su zona lumbar hasta el trasero de la vieja. Apoyé mi mano en su culo. Podía notar una de sus nalgas en mi mano. Se sentía blandita y tuve tentación de apretarla. Isabelina ni se inmutó. Seguía a lo suyo, mientras a mi me recorría un sudor frío.
Entonces, deslice la mano que tenía sobre su vientre y poco a poco, la coloqué sobre una de sus tetas colganderas. Podía notar bajo la tela de la blusa, el tacto lleno de aquella teta. Notaba hasta el encaje del sujetador.
Isabelina ni se inmutaba. Seguía como si nada. Mi polla estaba dura como una roca y aunque me daba miedo meter la pata, me pudo la excitación. Comencé a acariciar aquella teta suavemente. También su culo. Mi miembro palpitaba.
Entonces con mucho tacto y viendo que la anciana no decía nada y seguía rebuscado encima del armario, desabroché otro botón de la blusa. Y otro más…
El corazón me iba a 1.000 por hora. Metí la mano y comencé a acariciar las tetas de la anciana. Entonces, Isabelina, sonrojada, se giró y me miró con una expresión nerviosa.
– David, hijo ¿qué haces? – dijo la mujer.
– Isabelina, yo… lo siento. Es que no tengo novia y… y nunca he estado con una mujer…
– Hijo, yo soy una señora mayor y estoy casada hijo – respondió ruborizada, mientras yo seguía tocando sus tetas con mi mano, sintiéndolas rebosar en esta.
– Es que… no puedo evitarlo, Isabelina. Me da vergüenza, pero tus pechos me vuelven loco – le dije, mientras sabía que no había vuelta atrás. Ya me había lanzado.
– Hijo… eres buen chico, pero yo… Yo soy muy mayor, David. Y mi marido… – dijo.
– Por favor, déjame tocar. No lo diré a nadie. Por favor, Isabelina… – le dije en tono suplicante.
La mujer sonrojada, dudo. Sin bajarse del taburete y sin decir nada, se puso frente a mi y temblorosa, se desabrochó el resto de la blusa.
Mis manos amasaron aquellas tetorras enfundadas en el sostén beige de encaje. Sus pezones se transparentaban.
Las apretaba con suavidad pero con firmeza. Las besé, puse mi cara entre ellas. Isabelina tenía los ojos cerrados y su cara estaba roja. Me sujetaba por los hombros.
Excitado, saqué las tetas de las copas del sujetador. Estaban caídas, pero eran grandes y estaban llenas. Tenían unas ligeras venitas azules y las areolas eran de un tamaño pequeño y color marrón. Los pezones, carnosos y duros.
Comencé a lamer y chupar aquellos biberones que me ofrecía la anciana y que reposaban sobre su ligera barriguilla. Las amasaba, las juntaba, las lamía y chupaba y volvía a amasar.
Saqué mi polla del pantalón de chándal. Estaba enorme como nunca. Con las venas a punto de explotar y el glande lubricado. Comencé a masturbarme con una mano, mientras con la otra seguía tocando los melones de la vieja y chupando sus pezones, como si no hubiera un mañana.
Isabelina me miró y no dijo nada. Entonces, la hice bajar del taburete y sentarse en un pequeño sofá que había en el desván.
Yo estaba de pie frente a ella. Ella, sentada, tenía mi polla a la altura de su cara. Respiraba aceleradamente y cerraba los ojos.
Acaricié su pelo y empujé su cabeza hacia mi polla. Froté la punta de mi rabo contra sus mejillas y por sus labios. La anciana no decía nada ni abría los ojos. Tenía un gesto nervioso.
– Isabelina, chupa… chupa por favor. Lo deseo mucho. Quiero saber qué se siente. Chúpamela por favor… – le dije excitado.
La vieja abrió la boca y yo puse su mano sobre mi polla y la metí dentro.
Podía sentir la humedad de su boca, el ligero roce de sus dientes y sus labios apretandos sobre mi miembro.
– Así… mueve la mano y la cabeza – le dije, y ella obediente, así lo hizo.
La mujer movía su cabeza y su mano, mientras deslizaba sus labios por mi pollón tieso y duro. Yo, marcaba el ritmo de la mamada, sujetando suave pero con firmeza, su cabeza. Ella tenía los ojos cerrados mientras me la chupaba.
– Cuidado, cuidado con los dientes… – dije.
La anciana hizo caso. Intentó acomodar su boca y entonces, tímidamente y con los ojos entrecerrados, para mí sorpresa se sacó la dentadura y la dejó sobre la mesita de al lado del sofá. Después, sin decir nada, volvió a coger mi polla con una mano y se la metió en la boca, para volver a chupármela. No podía creérmelo.
Podía sentir el roce de sus encías y su lengua en mi polla. Comencé a acelerar el ritmo de la mamada, moviendo su cabeza con ambas manos.
– Así, así Isabelina… chupa, chupa por favor, chupa… No pares. Me vuelve loco… Como lo deseaba. Chupa, chupa así… – le dije, mientras ella se dejaba guiar.
Entonces, saque mi miembro de su boca y lo coloque entre sus tetorras.
– Así, lo deseo… Póntela, póntela entre las tetas… Júntalas… – dije jadeando.
La mujer, con sus ojos cerrados, junto sus tetorras colganderas atrapando mi polla entre ellas. Yo, la agarré por los hombros y comencé a mover mis caderas adelante y atrás, deslizando mi miembro entre ellas. Mis muslos chocaban contra sus tetas, impulsando mi polla hacia arriba y abajo, haciendo un sonido rítmico. ¡Flop, flop, flop, flop! resonaba en cada embestida contra sus tetas.
– ¡Oooh Isabelina! ¡Buf, qué tetas, qué tetas! Voy a explotar… Cómo me excita meterla así entre tus melones… ¡Dios, oh qué gusto! – gemía mientras me follaba las tetas de aquella abuela.
Paré, no quería correrme. Tumbe a Isabelina en el sofá. La anciana no dijo nada. No abrió los ojos.
Subí su falda y le quite las bragas beige que llevaba. Ella, tumbada, con la blusa abierta y las tetas colgando hacia los lados con los pezones duros, por fuera del sostén. La falda levantada y las piernas abiertas y flexionadas, me dejaban ver su coño. Lo tenía peludo. Sus labios vaginales, eran grandes y brillantes. La vieja, estaba mojada. Me baje el pantalón hasta los tobillos y me coloqué entre sus piernas. Aunque me costó encontrar el agujero, por fin pude sentir mi polla entrar en su coño. Estaba caliente y húmedo. Comencé a penetrarla con fuerza. Cada embestida, mi miembro entraba y salía entero. Isabelina comenzó a suspirar.
El sofá crujía en cada vaivén y mi polla se deslizaba frenéticamente dentro y fuera.
– ¡Qué gusto, qué gusto! ¡Qué coño… qué gusto! ¡Me corro, me corro! – grité mientras me follaba a la vieja y sus tetorras se bamboleaban arriba y abajo en cada embestida.
Entonces, una violenta sacudida recorrió mi cuerpo. Iba a correrme.
Saqué mi polla de su coño de golpe. Mi cuerpo se estremeció y sujeté mi miembro con fuerza.
– ¡Me corro Isabelina, me corro! – grité.
Un chorro de semen blanco y espeso, salió disparado manchando la falda, el vientre y una de las tetas de la mujer.
Otro espasmo y otro chorro aterrizó entre las tetorras de la anciana.
Otro y otro y otro chorro más, salieron de mi polla, cayendo sobre la barriga y los melones de Isabelina.
Mi respiración iba acelerada. La visión de la vieja medio desnuda, tumbada en el sofá y cubierta por mí semen, era muy morbosa.
Al cabo de unos minutos, cuando recobre el aliento, Isabelina se levantó y bajó al baño. Yo, me limpié con una toalla que había en un estante y me vestí.
Paso un rato largo y la anciana salió del baño. Llebaba una bata. Se había aseado.
Isabelina me hizo jurar que nunca diría nada a nadie y que aquello, jamás se repetiría. Entonces, me dijo que debía irme, porque su marido estaría al llegar.
Desde ese día, ninguno ha vuelto a decir nada de aquella tarde. Isabelina, increíblemente me ha seguido tratando como si nada, con la misma cordialidad, sólo que nunca volvió a pedirme que la ayudase en nada.
A veces me masturbo recordando aquella tarde. Creo que ella lo disfrutó, pero aunque estoy seguro de que desea repetir, su mente anticuada no se lo permite.
Ha pasado un año y cada vez que la veo por el pueblo, mi polla palpita de deseo de volver a disfrutar de aquella tetazas colganderas, de una buena mamada sin dentadura y de su jugoso y peludo coño. Como deseo volver a correrme sobre ella.
Ojalá pueda repetirlo algún día. Ojalá…
Crítica constructiva: demasiado largo. Pero está bien. Bueno.