UNA YEGUA PARA MI SEMENTAL
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por MonsterGuy.
Aquella tarde no tenía absolutamente nada qué hacer, así que decidí tomar una siesta para matar el tiempo pero, justo en el momento en el que me disponía a acomodarme en mi cama, el pitido de un automóvil se escucho a las afueras de mi hogar.
Intrigado, caminé hasta una ventana que daba a la calle y vi una enorme camioneta color rojo mate estacionada en la acera.
Inspeccioné el interior de la camioneta y me sorprendí cuando vi que el conductor era Miguel, mi novio.
Desde el asiento del conductor, Miguel se encontró con mi mirada y me sonrió con aquella boca de labios carnosos y dientes blancos, y con un ademán, me indicó que vayamos a dar un paseo.
Rápidamente me vestí una muda de ropa sencilla y corrí al encuentro de mi novio en aquella camioneta de aspecto rural.
Una vez dentro del automóvil, quise saber de qué se trataba esto.
—¿Y esta camioneta? —le pregunté a Miguel cuando piso el acelerador.
—Es de un amigo de mi papá —confesó.
—¿Y.
?
—Mi papá organizó una fiesta anoche para celebrar la Independencia.
Ya sabes —me explicó—.
Este señor se emborrachó tanto que le llamó a su hijo para que vaya por él —rió—, así que tuvo que dejar su camioneta en mi casa.
—Y te pidieron que se la llevaras —adiviné.
—Exacto —me confirmó—.
El señor vive en un rancho, así que me ofrecieron pasar el fin de semana ahí a cambio del favor —me informó.
—¡Ni siquiera traje ropa extra! —le reclamé.
Miguel me miró sin dejar de conducir.
—No te preocupes —me tranquilizó—.
Traigo ropa demás.
Eso era lo bueno de ser de la misma talla.
—Bien.
Se hizo el silencio mientras la camioneta se deslizaba por la carretera.
—Nos quedaremos en la habitación del hijo del señor —me aclaró—.
Tuvo que salir de viaje y dejó vacante su cuarto.
—¿Qué van a decir en la casa? —Me alarmé.
—Diré que eres un amigo, pero lo que no saben es que eres mi yegua —rió y me miró serio—.
Así que no vayas a gemir tan fuerte, por favor.
Los dos reímos a carcajadas y la expectativa de dos días a solas con mi hombre se dibujó en mi mente como una excitante aventura.
—Avísale a tu mamá —me sugirió.
—Está bien.
El camino hasta el rancho no fue tan largo, pero su ubicación en medio de la nada se hizo evidente en el momento mismo en el que nos internamos en un sendero bordeado por verde maleza.
—Llegamos —anunció Miguel.
Un enorme portón negro se elevaba frente a nosotros y nos impedía el paso.
Miguel pitó un par de veces hasta que un anciano salió del interior y se acercó a su ventana.
—Vengo a dejar la camioneta del señor —le avisó Miguel al viejo.
El anciano nos inspeccionó a los dos y, después de un segundo, dijo:
—Sí, sí, sí.
Es verdad.
Ahorita te abro el portón.
El anciano regresó al interior de la fortaleza y el portón comenzó a desplegarse.
Miguel se introdujo en la propiedad y paró para recibir las indicaciones del anciano, quien se encontraba en una caseta a nuestro lado.
—Déjala hasta el fondo, cerca del establo —gritó.
—Seguro —aseguró Miguel.
Recorrimos un pequeño camino hasta que, finalmente, llegamos a una especie de hipódromo junto al cual Miguel estacionó la camioneta.
—Espérame aquí —me pidió.
Miguel salió de la camioneta y se desvaneció en la oscuridad de la noche que comenzaba a caer.
Mientras esperaba a Miguel, recorrí con la mirada el lugar en el que me encontraba e inspeccioné unas pequeñas celdas en las que se encontraban los caballos.
Sin querer, me percaté del apareamiento de una yegua y un caballo, pero lejos de apartar la mirada, no pude evitar admirar la sumisión de la hembra blanca ante su enorme semental de pelaje negro, quien estaba descargando todo su potencial sobre ella.
Miguel regresó a la camioneta y la cerró de un portazo, apartándome de la morbosa curiosidad hacia la pareja de animales.
Miguel llevaba en sus manos una maleta negra que colocó entre nosotros dos.
—Sabía que era de nuestra talla —comentó Miguel y yo ni siquiera sabía a qué se refería.
—¿De qué hablas? —Le pregunté.
—El hijo del señor.
Miguel abrió la maleta y un mar de ropajes comenzó a derramarse de ella.
Alcancé a ver unos sobreros vaqueros, unas botas puntiagudas, unos pañuelos rojos y algunas prendas aterciopeladas que no lograba distinguir.
Ante mi incertidumbre, Miguel comenzó a sacar unas cuantas prendas de la maleta y me dejó con el resto.
—Ponte lo que está en la maleta —me ordenó—.
«Sólo» lo que está en la maleta.
Intrigado, lo miré a la cara y ese destello de excitación en sus ojos me lo explicó todo.
—Vamos —me apresuró.
Ambos salimos de la camioneta y comenzamos a desnudarnos ahí mismo, al aire libre.
Nervioso, miraba a todo el alrededor en busca de algún mirón curioso pero, para nuestra suerte, no encontré nada más que un terreno desierto.
Cuando terminé de desnudarme, el viento frío comenzó a cortarme la piel desnuda, así que tomé la ropa que me dio Miguel y al fin descubrí lo que eran esas prendas aterciopeladas: unas chaparreras.
Las levanté frente a mí y analicé aquella especie de pantalón que únicamente cubría los lados externos de las piernas y las pantorrillas, pero que dejaban expuesta toda la ingle, desde las nalgas hasta el miembro viril.
Me vestí las chaparreras y se sentía com llevar un par de pantalones comunes y corrientes, con la notable excepción de que dejaban la piel blanca de mis nalgas y mi miembro, ahora erecto, expuestos al viento.
Me calcé unas botas blancas que acababan en punta y que hacían juego con el terciopelo blanco de las chaparreras.
Tomé un pañuelo rojo que había entre las prendas y me lo amarré al cuello, me puse el sombrero en la cabeza y me dispuse a encontrarme con mi macho.
Miguel y yo terminamos de vestirnos al mismo tiempo y caminamos hasta encontrarnos en el frente de la camioneta.
Los tacones de nuestras botas producían un ruido como el de los caballos cuando pisaban la tierra del suelo.
Frente a frente, aprovechamos unos escasos segundos para mirarnos con lujuria: Miguel iba vestido exactamente como yo, con la ligera diferencia de que sus chaparreras y sus botas eran de un negro penetrante; su espeso vello púbico se fundía con el terciopelo de las chaparreras y se deslizaba hacia arriba, trazando un camino bien marcado de grueso pelo negro, atravesaba su ombligo y seguía ascendiendo hasta dispersarse en su pecho, en donde oscurecía sus pectorales, resaltando el tono rosa de sus tetillas.
Tampoco pude evitar notar lo guapo que lo hacían parecer aquel sombrero vaquero y el pañuelo rojo que estaba amarrado a su cuello.
A pesar de obtener una vista maravillosa de mi semental, todavía quedaba un detalle que acentuaba perfectamente el conjunto: su largo, grueso, venoso y erecto mástil, decorado con dos enormes y gordas bolas cubiertas de vello, que se escapaban de ahí donde las chaparreras no cubrían.
Ante semejante miembro masculino, no podía quedarme atrás, así que aproveché el deseo en su mirada y exhibí mis carnes blancas.
Justo en el momento en el que le di la espalda sentí cómo sus ojos me aguijoneaban las nalgas, las cuales dejaban expuestas las chaparreras, y las hinchaba con su lujurioso veneno.
Delicadamente separé mis pies y entreabrí las piernas, dejé caer mi cabeza hacia atrás, arqueé mi columna vertebral y levanté mi trasero; llevé mis manos hacia mis pechos, desde donde comencé a deslizarlas, recorriendo mis costillas y mi abdomen para, finalmente, llegar a mis muslos, desde los cuales las llevé hasta mis nalgas para apretarlas con fuerza y separarlas, exponiendo mi pequeño hoyo rosa.
El efecto de esta acción fue inmediato.
Escuché las botas de Miguel taconear la tierra con fuerza y acercarse a mí como un toro.
Me tomó de la cintura con ambas manos y me apretó con fuerza, dirigió sus labios a mi cuello y lo succionó delicadamente mientras su miembro erecto se colaba entre mis piernas, acariciando mi ingle y golpeando mis testículos con su glande.
Con toda la extensión de su falo entre mis piernas, comencé un movimiento erótico que lo apretaba y deslizaba hacia arriba y hacia abajo su carnoso prepucio.
El líquido preseminal que estaba derramando lubricó por completo su miembro, facilitando el deslice de su prepucio entre la presión de mis piernas.
Miguel suspiró en mi oído y deslizó sus manos desde mi cintura hasta mis pechos, los cuales apretó entre sus dedos.
—No soporto más —susurró Miguel en mi oído, haciéndome cosquillas con su exhalación excitada—.
Quiero clavarte la verga y dejarte ese culito apretado que tienes lleno de mi leche.
Sus palabras consiguieron excitarme de sobremanera, así que lo alenté a cumplir con su prometido cuanto antes.
—Te estás tardando, vaquero —suspiré, extasiado.
Miguel detuvo sus pellizcos en mis tetillas erectas y me tomó de tal manera que logró cargarme en sus brazos, como a una princesa; me abracé a su cuello y lo besé en la boca, saboreando cada centímetro de su lengua húmeda.
Después, haciendo un esfuerzo enorme, me levantó con todas sus fuerzas y logró colocarme sobre el enorme y plano cofre de la camioneta.
El metal frío se pegó a mis nalgas y amenazó con congelarlas, pero el fuego en mi cuerpo lo calentó y comenzó a quemarme la piel.
Después de colocarme sobre el cofre de la camioneta, Miguel también se subió a éste y se acostó de tal modo que sus pantorrillas quedaban colgando, se llevó ambas manos detrás de la cabeza, exhibiendo sus axilas con vello negro y, mientras yo lo miraba, me dijo:
—Quiero que esto sea mutuo.
Entendí el significado de sus palabras tan pronto como las pronuncio, así que gateé sobre la camioneta para acercarme a él, me di la vuelta de modo que su pene quedara en mi cara y mi culo en la suya, y levanté una de mis piernas para pasarla sobre su pecho, la apoyé del otro lado y, de este modo, mi pene erecto quedó atrapado entre mi abdomen y el pecho de Miguel, permitiéndole un acceso a su boca más que sencillo a mi pequeño orificio mientras yo podía disfrutar de una comida de verga exquisita.
—Eso es —aprobó Miguel, y después me dio nalgadas con ambas manos, para apretarlas entre sus dedos.
Una vez en esta posición de sexo oral mutuo y ante la maravillosa vista de la verga de mi macho bañada en sus propios jugos, la cual sobresalía de entre sus chaparreras negras, no pude resistir no llevármela a la boca para degustar su exquisito sabor.
En el instante mismo en el que su trozo de carne se deslizó entre mi garganta y, en virtud de su anatómicamente perfecta curvatura, tocó fondo, Miguel separó mis nalgas y metió su boca entre ellas para deleitarse con mi ano palpitante.
De este modo dimos inicio a un acto de complacencia mutua en el que la verga hinchada de Miguel entraba y salía de mi garganta a velocidades excesivas, y mi culo se dilataba con cada lamida.
Mi columna vertebral se curvaba y mi culo se exponía cada vez más con las caricias de Miguel, quien ya había logrado meter la punta de su lengua en mi ano gracias a su estimulación, mientras yo me tragaba su verga como si mi vida dependiera de ello.
Cuando su miembro se me clavaba en lo más hondo de mi garganta, aprovechaba esos escasos segundos en los que sus gordos testículos se acercaban a mi nariz y olía su deliciosa esencia a sudor, a lo que debía oler un verdadero hombre.
Lo mismo puedo decir del vello negro de su pubis, pues me tomaba la libertad de disfrutar sus lamidas en mi ano para agarrarme de sus caderas y deslizar mi cuerpo hacia adelante, de tal forma que mi mejilla se recueste en una de sus entradas, y mi nariz pueda olerlo.
Pero mi descanso duraba poco, pues en cuanto Miguel detectaba la falta de estimulación oral en su miembro, me daba una nalgada y me incitaba a no parar.
Entonces me metía su verga en la boca otra vez y me la clavaba por completo, cerrando sus piernas gruesas en torno a mi cabeza, aprisionándome y, justo en el momento en el que comenzaba a notar que mi garganta estaba obstruida con su falo y se me cortaba la respiración, dejaba de apretar mi cabeza con sus piernas y comenzaba a embestirme la boca nuevamente, apenas dándome la oportunidad de respirar.
Aquel momento era perfecto: estaba complaciendo a un semental ejemplar sobre el cofre de una camioneta de rancho en medio de la nada.
Casi podíamos pasar por un par de animales en pleno apareamiento, camuflándonos entre los muchos que habían en el rancho.
—Es hora de que te pise —anunció Miguel sin dejar de follarme la boca.
Miguel y yo detuvimos nuestra actividad oral al mismo tiempo, y yo me di la vuelta, rodeando su cadera con mis piernas, listo para cabalgarlo.
Me acerqué a su boca y lo bese intensamente, con la esencia de su verga fundiéndose en nuestras salivas, mientras su miembro chocaba en mis nalgas y acariciaba mi ano, amenazando con introducirse dentro de mí.
Miguel acercó una de sus manos a su boca y dejó de besarme para escupir una buena cantidad de saliva espesa en su mano, y la dirigió a su verga para lubricarla, por si el presemen que derramaba no fuera suficiente.
Con su mano aun húmeda, estimuló mi ano dilatado y lo mojó con su saliva.
Después de eso, Miguel tomó su mástil entre los dedos de su mano, lo dirigió a mi pequeño hoyo y lo acarició con su hinchada cabeza.
De ahí en adelante, todo fue placer: su enorme glande se abrió paso por entre las terminaciones nerviosas de mi esfínter, dilatándolo suavemente para deslizarse y penetrar por completo en mis intestinos y, una vez que tocó fondo y acarició mi próstata, los dos proferimos un suspiro de excitación.
Sus bolas bolas chocaron con mis nalgas y su menos comenzó.
Al principio fue delicado.
Podía sentir toda la anchura y largueza de su verga mojada deslizarse a través del tejido de mi intestino, entrando y saliendo, golpeando mi próstata lentamente pero, en cuanto Miguel colocó sus manos en mi cintura y la apretó para sujetarse a ella, sus embestidas comenzaron a aligerar su paso, al punto de hacerme perder la respiración con cada clavada.
Mientras Miguel me cogía a velocidades envidiables, mi mente abandonó mi cuerpo y me concentré únicamente en besar a mi macho complaciente.
Sus testículos golpeaban mis nalgas con cada embestida y mis intestinos se revolvían cuando la cabeza hinchada de su verga se clavaba en mi próstata.
La camioneta se movía al compás de mi semental y hacía ruidos extraños mientras me sujetaba a sus gruesos brazos, luchando por soportar las embestidas de un caballo desesperado.
—Cabálgame —me solicitó.
Clavado a su verga, enderecé mi espalda y paré mi culo para clavarme más profundo; coloqué las yemas de mis dedos sobre su abdomen bajo y comencé a cabalgar a aquel caballo negro, quien se había dispuesto a ser complacido llevándose las manos detrás de la cabeza.
Mi movimiento consistía en separarme un poco de su cuerpo al mismo tiempo que contraía mi esfínter para tirar de su prepucio, de modo que, al regresar el peso de mi cuerpo hacia abajo y clavarme su verga por completo nuevamente, las paredes de mi intestino acaricien las terminaciones nerviosas de su glande desnudo.
Repetí este movimiento tantas veces que logré infinidad de suspiros excitados por parte de los dos.
Sus suspiros se debían al deleite de la presión que mi ano ejercía en torno a su grueso pedazo de carne y los míos a la estimulación de mi próstata palpitante que se perforaba con cada clavada de aquel fierro grueso.
Miguel separó sus manos de aquella almohada que formaban detrás de su cabeza y tomó las mías, entrelazó sus dedos con los míos y tiró de ellas, dirigiendo el peso de mi cuerpo sobre él, pecho con pecho, abdomen con abdomen.
Sentí un corazón agitado que latía con desesperación pero no supe reconocer de quién de los dos era, así que preferí imaginar que era de ambos.
Besé la boca de Miguel e introduje mi lengua en su garganta mientras su embestidas se hacían más rápidas de lo que podía imaginar.
Desde la posición que nos encontrábamos, tomados de las manos, cuerpo a cuerpo y pegados como animales, Miguel tiró el peso de su cuerpo hacia un lado, rodamos sobre la camioneta, y si antes Miguel sentía mi peso sobre sus caderas, ahora era yo quien lo tenía encima, entre mis piernas.
Flexioné mis rodillas de modo que pudiera levantar mi culo para permitirle un mejor acceso a mi macho y enredé mis piernas al rededor de su cintura, usando mis pies como ganchos para no separarlas.
Miguel se apoyó sobre sus codos y me aplastó con su peso, atrapando mi pene entre nuestros abdómenes, se acercó a uno de mis pechos y lo succionó, para después morder mi tetilla rosa.
Por mi parte, tomé nuestros sombreros y los lancé al piso con el único propósito de tomar la cabeza de mi potro entre mis manos y acariciar y besar su cabello negro.
Miguel reanudó el movimiento de sus caderas y su miembro se hundió en mi cuerpo a una profundidad hasta ahora desconocida para mí, lo cual me hizo proferir un gemido de placer.
Miguel me embestía con desesperación al mismo tiempo que succionaba y mordía mi tetilla.
Su balanceo de atrás hacia adelante hacía fricción con mi miembro atrapado entre nuestros abdómenes y, sumado al impacto de su falo en mi próstata, me hacía sentir el aguijón del orgasmo.
Con cada embestida, la camioneta se movía cada vez más rápido y rechinaba por dentro, pero eso no se comparaba al empuje entre mis piernas que sacudía mis órganos con la intensidad de un taladro.
En el silencio de la noche, los gruñidos de lo que parecía un gato resonaron.
Con la mente nublada por la excitación no me esforcé un buscar el origen del sonido, pero no tardé en notar que provenía de mi mismísimo pecho, justo de la garganta de mi semental.
Aquellos ronroneos presagiaban el gran final de nuestro apareamiento y me hacían situarme en la posición de una hembra en celo a punto de ser preñada En ese momento supe que el caballo y la yegua que había visto al llegar a este lugar éramos Miguel y yo.
Un dolor placentero rasgó mi pecho y lo sentí como dientes clavándose en mi blando tejido mamario, entonces mi cuerpo se calentó y el roce de nuestros abdómenes en mi miembro me hizo explotar en orgasmo, salpicando gotas cargadas de espeso semen blanco.
Miguel comenzó a convulsionar entre mis piernas y mordió mi tetilla con más fuerza, sintiendo el pinchazo de la eyaculación, disparando lo que parecía ser una cantidad considerable de semen caliente.
Rendidos, ambos nos desplomamos al instante; yo dejé caer las manos y mis piernas dejaron de ejercer fuerza en torno al torso de Miguel quien, por su parte, se derribó sobre mí y me aplastó con su peso muerto.
Aun conectados, miré al cielo estrellado y sentí un hilo de semen caliente derramarse de entre mis piernas, desbordándose de mis intestinos preñados.
Acaricié el cabello de Miguel y nos quedamos dormidos en medio de la nada, con nuestras respiraciones agitadas como únicas acompañantes.
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